Me volví puta por accidente y no me puedo contener más

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TODAVÍA MÁS PUTA POR ACCIDENTE.

Andar por aquel camino no era algo muy cómodo, pese a estar asfaltado, también estaba muy accidentado. Caminar en tacones en la oscuridad de la noche hacía mi andar muy lento. Escuchaba un curioso chapotear producido por mis pies entrando en contacto con la orina que había quedado atrapada dentro de mis zapatos, si pudiera verlo, seguramente hasta habría algunas burbujas.

Pero me sentía feliz, recién liberada y ya se los dije… Demasiado cachonda. Esa noche mi nombre era Orsi, a Úrsula la había dejado abandonada pasos atrás.

El camino estaba desierto, así permaneció por algunos minutos. Cuando vi a lo lejos los faros de un auto que se acercaba, mi pulso se aceleró. Incluso, me detuve, aunque tuve la precaución de hacerme a la orilla. Conforme las luces se agrandaban, mi corazón palpitaba más fuerte, pensé en levantar el pulgar para pedir un aventón, pero no me pareció lógico hacerlo, pues ese auto venía en dirección contraria a la mía. De modo que permanecí pasiva. Una sensación de decepción me hizo su presa cuando el carro siguió de largo. Reanudé mi marcha, cuando ya había avanzado una veintena de metros, me pareció escuchar un auto a mis espaldas, era el mismo que ahora venía en reversa. Yo seguí avanzando como si aquello no me involucrara.

El auto finalmente me alcanzó, yo continuaba caminando y el auto me seguía a vuelta de rueda, aparejado a mí. El polarizado no me permitía ver hacia el interior. La ventanilla se abrió casi al tiempo que surgía una voz.

—No hay señas de haber llovido, sin embargo, parece que siempre que me encuentro contigo, te las arreglas para ir empapada… Orsi.

—Y esta vez, le advierto, que tampoco es precisamente agua, don Camilo.

—No importa, por si las dudas, conservo en la cajuela esas bolsas de plástico de la última vez.

Ambos nos detuvimos, él sacó las bolsas y cubrió el asiento del copiloto para que yo lo ocupara. Este hombre se aparecía nuevamente en mi camino, como un caballero en su brillante armadura. Si ya iba presa de la calentura, sobra decir que ante su presencia, la humedad entre mis piernas superaba con creces a la del resto de mi cuerpo.

—Me da pena, dejar su carro oliendo a amoniaco cada vez que me subo a él…

—A mí tampoco me hace mucha gracia… ¿Te llevo a tu casa?

—O a donde quiera que podamos ir a “saldar deudas”.

—Sabes que eso no es necesario.

—Lo es, esta noche más que nunca —“porque nunca me he sentido más caliente”, estuve a punto de confesarle.

—Me parece extraño reconocerlo, pero no tengo ganas de contradecirte.

Dio vuelta en “U” y condujo con rumbo incierto, cuando creí que se internaría en la ciudad, viró en el sentido opuesto, alejándose más de la urbe. Llegamos una especie de mirador, algo había escuchado sobre ese lugar, donde solían ir parejitas en auto, en plan romántico y no tan romántico. En esos momentos teníamos el lugar para nosotros solos, la humedad entre mis piernas fluía como una cascada. Cuando se detuvo nos quedamos en silencio unos instantes, yo reía nerviosa, como una adolescente en su primera cita.

—Baja… —Me dijo, en tono autoritario, justo cuando lo primero que esperaba de él, era un beso.

Afuera hacía un frío de los mil demonios, el viento en ese lugar pegaba un poco más fuerte. Don Camilo abrió la cajuela de su auto y vino hasta mí con un par de botellas de agua.

—Necesitas asearte con urgencia, quítate el vestido.

Dudé unos instantes, no tenía la certeza de qué tan conveniente era desnudarme en aquellas condiciones, pero era tan molesto llevar aquel vestido empapado, que no creí que fuera peor no llevar nada. Lo miré desafiante y de un solo movimiento me saqué el vestido, quedando completamente desnuda ante don Camilo. Su rostro se iluminó ante lo que veía, quedó totalmente embelesado, me sentí orgullosa por la forma en que me miraba.

—¡Tíralo! —Me ordenó, con voz fuerte y firme, como si de una orden militar se tratara.

Yo acaté sus deseos y con una mano lancé la pesada tela hacia la parte más honda del barranco. Tras ello, me sentí liberada y todavía más caliente. Tanto, que me pareció que el agua que comenzaba a caer sobre mi cabeza se evaporaba. Don Camilo siguió vertiendo el agua de esas botellas sobre mi cuerpo y yo la iba distribuyendo, frotándome el cabello y la piel, tomando un improvisado baño a la intemperie. Fueron necesarias otro par de botellas para terminar la operación. Y al final me sentía como si me hubiera sometido a un ritual de purificación.

—Déjame secarte… —Me dijo, rodeándome con sus brazos, haciendo que sus ropas sirvieran de toalla—. Al menos ahora sabemos que es agua.

Comencé a tiritar más, fruto de sus labios uniéndose a los míos, que por el frío imperante a nuestro alrededor. ¡Dios, realmente necesitaba besar a este hombre! Y así se lo hice saber, no con palabras, sino con toda el hambre con que devoraba su boca. Su entusiasmo era tanto o mayor que el mío.

En un momento dado, me giro, casi de manera violenta, y quedé de espaldas a el con ambas manos apoyadas en el cofre del auto. El peso de su cuerpo hizo que mi torso quedara recostado sobre el frío metal, al tiempo que sus piernas separaban las mías.

Me tomó totalmente desprevenida la maniobra en la que de una sola estocaba me clavó su verga enhiesta y maravillosa, que llegaba hasta lo más profundo de mi intimidad. Una serie de espasmos en mi interior le dieron la bienvenida a tan distinguido visitante. Fui presa del más espontáneo de los orgasmos que haya tenido jamás. Era como si toda la estimulación a la que había sido sometida con anterioridad me hubiera pasado de noche, y ahora de golpe, estuviera recibiendo todo su fruto. Haciendo una comparación distante, pensé en una victima de tortura, que en tres sesiones previas hubiera estado sedada, pero ahora, en una cuarta sesión, de pronto sintiera todo el dolor de las cuatro sesiones juntas. Así me sentía yo, pero en este caso, se trataba de placer, un placer que me invadía con tal intensidad no creía poder soportarlo durante mucho tiempo.

Don Camilo parecía ser el más sorprendido con lo que acontecía, mis espasmos, casi convulsiones hicieron que se quedara inmóvil durante unos instantes. Cuando le pareció queme tranquilizaba, ya pasada la primera tormenta, entonces comenzó a moverse en un vaivén deliciosamente pausado, que poco a poco fue incrementando su intensidad. Mi vagina sensibilizada seguía reaccionando de manera desmedida y un nuevo orgasmo de mi parte lo tomó por sorpresa. Pero esta vez no permaneció quieto, sino que me acompaño en mi desbocada carrera, alargando, intensificando mi orgasmo como si nos arrojáramos juntos desde un peñasco, decididos a caer juntos, a no detenernos hasta estamparnos contra el suelo.

Y ambos gritábamos nuestro orgasmo al unísono, lanzando fuertes bocanadas de fogoso vaho en el frío de la noche, como si de una pareja de dragones en brama se tratara, copulando, víctimas de una placentera tortura compartida.

Después de habernos elevando por encima de las nueves, nos habíamos dejado caer en caída libre, girando vertiginosamente hasta destrozarnos contra la tierra, que ahora mostraba una cráter enorme, forjado por la pasión que nos consumía.

Mis piernas temblaban, rogándole a mi anciano amante que no se retirara de mi interior, que quería seguir sintiéndolo, aunque ya no siguiera surgiendo más candente semen de sus adentros. Me sentía rebosante, llena, pletórica, como si las tres descargas anteriores hubieran sido también suyas.

Cuando, finalmente, se retiró de mi interior, sentí que un soplo del frío de la noche entraba en el gran hueco que dejaba en mi intimidad. Por mis muslos escurrieron lentamente unos densos goterones de esperma. Los busqué, recolectándolos con los dedos para llevarlos a mi boca.

Don Camilo sonrió ante mi acción. Yo lo secundé, no sabía si le parecía excitante, o si le resultaba cómica; porque desagradable, definitivamente, no. Seguí con su pene semi-erecto impúdicamente expuesto. A la luz de la luna, se le veía lustroso, fruto de la mezcla de nuestras humedades. Me puse en cuclillas, recargando mi espalda contra el auto, tomé a don Camilo por las presillas del pantalón y lo acerqué hacia mí.

Cerré los ojos al tiempo que me metía su pene a la boca. Definitivamente, este sabía mucho mejor. Así que me dediqué a disfrutarlo, aunque mi intención inicial era solamente limpiarlo. Unos minutos más y volvió a dar muestras de vida, recuperando su dureza. Me acordé de los viejos tiempos y de aquellas memorables mamadas que le daba a don Aurelio. Presa de la nostalgia, me quedé pegada a su entrepierna y no paré hasta sentirlo eyaculando en mi boca. La saboreé, comiéndome su descarga entera, y luego, dedicándome a hacerle cariñitos, lamiditas, chupaditas y besitos, me entretuve otro rato.

—Si seguimos aquí va a darnos una pulmonía —don Camilo me instaba a ponerme de pie.

Nos besamos durante unos instantes, ya más relajados. Comprendimos que ya sin el manto de la lujuria presente, estábamos completamente expuestos a los elementos y era mejor resguardarnos. Las bolsas de plástico para cubrir el asiento ya no eran necesarias, aunque mi cabellera seguía escurriendo.

No hubo palabras durante todo el trayecto, sino hasta que estuvimos afuera de mi casa.

—Bueno, Orsi; parece que la deuda está saldada, ya no me debes nada…

—Ahora usted es el que me debe… Ese vestido no era muy barato que digamos. Tampoco era de marca, ni un diseño exclusivo… Pero se lo pienso cobrar como si lo fuera.

—¡Ah, si!… ¿Y como cuánto me va a costar eso?

—Pues… Eso lo podríamos hablar por la mañana… —Le dije, coqueta, pasando la punta de mis dedos por su muslo, acercándome peligrosamente a su entrepierna.

—¡Vaya, no hay periodo de gracia!

—Ninguno, y mucho me temo que los intereses serán dignos de un usurero. Sin opciones de renegociación… ¿Está conforme?

—Mientras no estemos hablando de dinero… —Y nos besamos, como sellando un pacto que nos llevaría a mantener una relación más allá de un intercambio comercial ocasional.

Justo con ese beso se iniciaba una nueva etapa en mi vida, en la que hacía las cosas, no a cambio de dinero como con don Aurelio o por chantaje como con el abuelo de mi novio, sino simple y llanamente por el mero gusto de hacerlas.

Bajé del auto completamente desnuda, no me importaba que alguien pudiera verme, algo poco probable a esas horas de la madrugada. Tuve que usar la llave de repuesto que solía ocultar en un sitio que consideraba bastante seguro. Hasta ese momento intenté recapacitar sobre el paradero de mi bolso de mano, pero al sentir a don Camilo pegado a mi espalda, me olvidé del asunto y terminé de abrir la puerta para entrar juntos en una relación que prometía ser placentera a más no poder.

Mientras nos besábamos con urgencia, me dediqué a desnudar a don Camilo. Su ropa estaba húmeda, al tiempo que lo iba despojando de ella, la tendía sobre algunas sillas para que se fuera secando.

Al final, era como si hubiera acabado de desenvolver un regalo. Ahí lo tenía yo, a un hombre de edad avanzada, enteramente desnudo ante mí. Debo decir que era estampa verdaderamente morbosa. Don Camilo tenía sobrepeso, aunque para nada era la obesidad mórbida de Cirilo, verlo así me provocaba un morbo fuera de lo común. El tiempo no había pasado en balde, dejando sólo en el recuerdo lo que en otros tiempos hubieran sido carnes firmes, aunque la que permanecía intacta era la de su entrepierna, que para el caso, era las más relevante.

Fue notoria en él la turbación al estar desnudo ante mi vista, pues debía parecerle que su desnudez era todo lo opuesto comparada con la mía. Hubo algún ademán en sus manos, pretendiendo ocultar algo de aquello por vergüenza. Pero se lo impedí, sosteniendo sus manos para posarlas sobre mi cuerpo, mientras las mías acariciaban el suyo y mi boca seguía obsequiándole besos a destajo.

Momentos después debió estar ya plenamente convencido de que yo era una enferma y de que aquel cuerpo decrépito que tenía ante mi me resultaba más que excitante. Y entonces se entregó, se dejó hacer y me hizo, nos hicimos lo que nuestros deseos nos exigían. Sin contemplaciones, sin remilgos, sin contenernos. Recorriendo cada uno el cuerpo entero del otro, hurgando hasta el último y más íntimo de nuestros rincones.

Y ahí, mientras él estaba extasiado en el sofá de la sala, yo me sentaba a horcajadas sobre su cuerpo añejo y me ensartaba en su desafiante virilidad, sintiéndome una guerrera rumbo a la batalla, a lomo de su brioso corcel, en este caso, en un viejo garañón, enteramente dispuesto a exprimirle juventud a su pasado más glorioso, con tal de cumplirle a cabalidad a su lujuriosa amazona.

Yo me abrazaba a su cuello, devorando su boca, mientras sus manos no dejaban de acariciar mi espalda y de apretujar mis nalgas. Cuando sentía la proximidad de mi orgasmo, me solté de su cuello y me llevé las manos al rostro, doblando la espalda hacia atrás, él con sus dedos entrelazados me sostenía por la espalda baja, evitando mi caída. El contacto entre nuestros sexos se intensificaba y no tardé mucho en sentir los estragos del orgasmo cimbrando mi anatomía entera. Él permanecía muy quieto, mientras yo sentía los últimos coletazos del clímax. Y cuando estaba a punto de desvanecerse el placentero resabio de lo experimentado, yo enderezaba mi espalda buscando su boca, agradecida.

Y entonces comenzó a moverse, como un jinete espoleando a su yegua, embistiendo furiosa y repetidamente, hasta llevarme a las puertas de un nuevo orgasmo. Yo lo miraba fijamente a los ojos, como pidiendo clemencia, sin tener la certeza si esta consistía en detenerse o en proseguir. Su mirada decidida me decía que por nada del mundo se detendría, y juntos, en perfecta sincronía, arañamos el cielo, fundidos en el propio orgasmo que intensificaba el ajeno, reconociéndolo como propio, fusionándose como si de uno solo se tratase.

Y nos quedamos así, durante largo rato, desfallecidos, luego de experimentar tanto placer compartido. Estaba tan cómoda ahí que ya no supe más de mí y me quedé dormida.

Desperté hasta la mañana siguiente, muy temprano, recostada en el sofá, sola y con una cobija encima. No había rastro alguno de don Camilo, su auto tampoco estaba afuera. No estaba segura de a qué hora se había marchado, sentí un dejo de tristeza por su ausencia, pero también una alegría latente por la certera esperanza de que volvería a verlo.

Me metí a bañar, realmente lo necesitaba. Aunque tenía que admitir que en esos momentos me hubiera gustado más volverme a coger a don Camilo. Sumida en su recuerdo me estuve masturbando hasta experimentar un orgasmo delicioso que me sirvió de paliativo. Pero al final me asaltó con mayor brío el ansia de volver a verlo. Simplemente no podía renunciar a aquello después de experimentarlo. Seguía suspirando y canturreando a ratos, hasta que, sentada en mi cama, sumergida en el ritual de vestirme, pude ver la foto con mi novio en el buró. Casi asustada, tomé el portarretratos y lo puse boca abajo, como si eso me eximiera de la culpa. Y entonces vinieron hacia mí la serie de acontecimientos del día anterior, lo ocurrido con el abuelo y el compromiso con mi novio. Todo eso se me había borrado como por arte de magia, oculto tras el halo de gozo que me había dejado el encuentro con don Camilo.

Entonces reparé en la sangre que había en mi mano, me resultó inexplicable, pero tenía una cortada en uno de mis dedos. El cristal del portarretratos estaba roto, cuando lo moví para cerciorarme de ello, vi un trozo de papel junto a él, era una tarjeta de presentación de don Camilo. Me alegró que me hubiera dejado su teléfono para contactarlo. Pero se me heló la sangre cuando leí algo que tenía escrito en el dorso:

“Orsi: El muchacho de la foto es mi nieto, supongo que es tu novio. ¿Sabe a lo que te dedicas?”

No lo podía creer… ¿Qué pasaba conmigo? Me había cogido a los dos abuelos de mi “prometido”… Y lo peor del asunto era que me moría de ganas de repetir, al menos con uno de ellos…

VALENTYINA.