Mercedes y Laura no tienen límites y encima mucha imaginación

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Había descubierto que Mercedes sentía una irresistible atracción por mí y decidí aprovecharme de esta ventaja. Con la intención de disfrutar, la seduje para que viniera una tarde a mi casa, ya que me gustaba mucho y tenía un cuerpo estupendo; la predispuse para que viniera con el ánimo con que el que yo la esperaba: dispuesta a obedecerme en todo, a seguir mis indicaciones al pie de la letra, a dejarse llevar por mí… todo con tal de conseguir mi cariño.

Llegó a la hora convenida. La hice pasar y pude observar que estaba a mi entera disposición, y que sus sensaciones eran las que yo quería: me deseaba y, sobre todo, quería que yo la deseara. Y estaba allí para satisfacerme.

Como saludo nos besamos en los labios. La cogí por la cadera y la acerqué a mí, hasta notar el relieve de su pecho en el mío. Hice que se quitara la chaqueta: iba vestida tal y como le había sugerido: falda corta, blusa algo transparente y sin sujetador. Le dije que estaríamos más cómodos arriba; por supuesto ella aceptó encantada. Mientras subíamos las escaleras del dúplex, admiré sus piernas y la forma que en la falda dibujaba su trasero, en el cual apoyé una mano, como si pretendiera ayudarla a subir.

Una vez en el dormitorio la acerqué a mí cogiéndola por los hombros hasta juntar nuestras bocas; con mi lengua busqué su lengua, receptiva y amable; con mis manos recorrí su espalda desde los hombros hasta las nalgas, que apreté contra mi sexo, que ya estaba empalmado. Luego puse las manos sobre sus senos, notando, a través de la tela de la blusa, la erección de sus pezones, fresas puntiagudas, la piel tersa, el pecho firme: el sueño de todo hombre. No necesitaba preguntarle cómo se sentía porque podía notarlo: estaba entregada, y su deseo igualaba al mío.

Le quité la blusa y la falda, quedando tan sólo con la braguita que llevaba puesta y a través de la cual se adivinaba el sexo anhelante y profundo, sobre el que puse el cuenco de mi mano, presionando ligeramente.

Mi entusiasmo había crecido, así que me desnudé y nos tumbamos en la cama. Estuvimos retozando un rato. Luego me puse a horcajadas sobre su pecho de forma que el miembro erecto quedara a la altura de su boca, que abrió nada más sugerírselo yo, aceptando aquel trofeo robusto y vigoroso: con sus labios atrapó el capullo, rojo de excitación, y con la lengua comenzó a trabajar su superfi­cie, proporcionándome un gran placer. Le cogí la cabeza y la empujé hacia mí para introducir algo más el falo en su boca, luego imprimí un movimiento de vaivén a mis caderas, simulando el coito: era tal mi delirio que a veces notaba que la punta rozaba su campanilla. Cuando noté cómo bullía dentro de mí la eyaculación me salí de allí y retrocedí. Le quité las braguitas y, de rodillas entre sus piernas, la cogí por las nalgas, la alcé y guié con una mano el pene hacia la cueva de su sexo, húmedo por la excitación: situé la punta en la entrada, y fui metiéndosela poco a poco, hasta haberme acoplado totalmente. Mercedes me miraba, cautivada por la sensación del poderoso miembro en su interior; con sus piernas abrazaba mis nalgas, como para no dejarme escapar; tenía la piel erizada y los pezones tiesos por el placer. La sujeté por las caderas y con movimientos rítmicos comencé a follarla. A cada sacudida, Mercedes dejaba escapar un gemido, como si el émbolo desplazara el aire, expulsándolo de su interior. De repente tuvo un orgasmo y los gemidos se convirtieron en gruñidos contenidos. Al poco rato era yo el que no podía evitar la oleada que me sacudía desde los pies hasta la cabeza y comencé a descargar mi pasión en Mercedes, que tuvo otro orgasmo. Con unos empujones finales agoté mi caudal y caí derrumbado sobre ella, la respiración agitada, el cuerpo sudoroso, la mente relajada y feliz.

La pregunté que qué tal estaba. Todo iba bien. Yo estaba contento; Mercedes estaba contenta.

Casi enseguida me abrazó, pegó su cuerpo al mío y comenzó a besarme la cara, el pecho, otra vez la cara, los labios, las orejas —cosa que me gustó mucho—, los párpados, en fin, toda la parte superior de mi cuerpo. Yo me dejaba hacer. Luego se puso de rodillas ante mí y con una mano se acariciaba las tetas mientras la otra se la pasaba por la entrepierna, acariciando el vello púbico, deteniéndose mínimamente en la vulva. Estuvo así unos minutos, mientras yo la miraba. Cuando acabó la sesión de masaje, se tumbó sobre mí, colocando el busto a la altura de mis labios, ocasión que aproveché para lamer aquellos frutos encantados, néctar de pasión, elixir misterioso. Con los labios apretaba los pezones, duros y macizos, pasando la lengua, golosa, ávida, egoísta, por su superficie, mientras con una mano sujetaba el otro pecho, firme, prieto, como el de una doncella virgen, apretándolo en busca de su jugo magnífico (desconozco si las mujeres tienen leche cuando no están criando). Noté que se quería retirar de esa posición, pero la obligué a permanecer así unos minutos más, tanto era el gozo que sentía.

Luego, saciado el paladar del sabor de su piel, y notando cierto cosquilleo, hice que me acariciara el sexo, indicándole cómo debía hacerlo. Pero ella sabía muy bien qué debía hacer y cómo. Una de sus manos me acariciaba las pelotas mientras la otra intentaba agitar el miembro fláccido. Al rato se inclinó sobre él y se lo metió en la boca, sustituyendo las manos por los labios y la lengua, logrando mejores resultados: comenzó a crecer paulatina­mente, adueñándose de la cavidad de su boca. Cuando estuvo rígido utilizó también las manos, acariciando todo su diámetro, lamiendo con la punta de su lengua, frotando su contorno, chupando los testículos, recorriendo con sus labios toda la amplitud del pene; volvió a metérselo en la boca todo lo que pudo, volviendo a simular el coito bucal y yo la dejé hacer. Notaba que su excitación iba creciendo e hice que se pusiera a mi lado, de rodillas. Pasé la mano por su hendidura y la noté candente, encendida, dilatada. Metí un dedo y la reacción fue inmediata: una especie de calambre la recorrió y hubo un aumento de humedad en su vagina, producto del apasionamiento que Mercedes sentía. Le pedí que imaginara que el dedo era un pene: como un acto reflejo, avanzó la pelvis para que el dedo penetrara más en ella, buscando la satisfacción de la lujuria que sentía.

No sólo avanzó la pelvis, sino que imprimió un movimiento a sus caderas imitando el acto sexual, utilizando el dedo como sustituto de un pene. Saqué el dedo de su coño y se lo puse en la boca; ella comenzó a chupar como una loca mientras una de sus manos sustituía mi dedo en su sexo y se masturbaba. Le pedí que no tuviera el orgasmo, pero pese a sus esfuerzos una riada de flujo corría por sus muslos y empapaba las sábanas, pese a que ella, mentalmente, no había alcanzado el clímax. Decidí poner fin a aquello, así que hice que se sentara sobre mi espada, disponiendo que a medida que fuera penetrándola se dejara llevar por el clímax del orgasmo. Así pasó: conforme me iba introduciendo en ella suspiros de placer, deleite, bienestar, éxtasis y felicidad la iban invadiendo progresivamente; no hizo falta vaivén, únicamente quedar ensartada por mi bastón fue suficiente para que sus emociones largamente retenidas dieran paso a la sensación de gozo y deleite del orgasmo. Luego se aflojó como un muñeco de goma deshinchado, aunque aún tuvo fuerzas para confesarme que había disfrutado más mientras no podía correrse que cuando pudo hacerlo, y que eso le recordaba algo, aunque no sabía qué. Goliardos, pensé yo: tipos que se excitaban al máximo, negándose a sí mismos el momento final; gente para la que el medio constituía un fin.

Estaba como derrotada, así que tuve que convencerla para ponerla de nuevo en forma. Volvió a sonreír y pude observar que de nuevo estaba dispuesta a darme satisfacción, tal era la atracción que sentía por mí.

Yo seguía bien empalmado y ella se dio cuenta porque cogió el pene con ambas manos y comenzó a hacerme una paja, con una gran pericia. Movía las manos lentamente, con mimo, como si fuera algo frágil que hay que tratar con mucho cuidado. Para poner mayor empeño se incorporó y de, rodillas de nuevo, continuó su labor, con exquisita dulzura. Yo tenía los ojos cerrados, dejándome llevar por las sensaciones, pero podía imaginar perfectamente su rostro concentrado en la tarea, y su cuerpo, de nuevo alterado por la agitación del juego sexual. Sus manos seguían aplicándose con afán, pero al rato hice que lo dejara. Se quedó quieta hasta que leyó mis ojos y supo lo que quería.

En medio de la cama se puso a gatas, ofreciéndome el trasero, hermoso, terso, piel suave, cuyas curvas acaricié largamente. Con los dedos mojé la punta del pene con las gotas que habían surgido gracias a sus manipulaciones y lubrifiqué también su ano, aprovechando también sus propios jugos. Luego, la sujeté por las caderas y acerqué el miembro, guiando con una mano, hasta la entrada, en la que lo froté tratando de dar mayor suavidad. Mercedes agitaba delante de mí sus nalgas; aún me entretuve un poco volviendo a acariciarlas y pasando la mano por su conejo. Finalmen­te la predispuse adecuadamente y coloqué de nuevo la punta del miembro en la entrada de su culo. Poco a poco iba introduciendo mi manguera en su orificio, hasta que una buena parte estuvo dentro. Ella no decía nada pero volvió a gemir cuando comencé el movimiento de vaivén, fuerte, preciso, riguroso, meticuloso (¡vaya juego de palabras: meti-culoso!). Aquéllo era lo que yo quería, rebasar todo límite establecido, sexo sin amor, sexo puro, sin colorantes ni conservantes: era mi máxima aspiración; era mi sueño: joder así a aquella mujer, a Mercedes. Con el impulso que demostraba, no tardé en notar hervir mis pelotas, anunciando la salida del esperma. Ella se había corrido y cuando yo lo hice, notando cómo se ensanchaba el miembro en su trasero al paso del jugo delicioso, noté que volvía a correrse al sentir el latigazo de fluido que descargaba en su interior.

Quedamos tumbados sobre la cama, agotados, jadeando todavía por el esfuerzo; Mercedes parecía resentirse porque al parecer era la primera vez que alguien la sodomizaba, pero con unas palabras amables y de cariño hice que se sintiera bien, y, mejor todavía, en forma para seguir. Le ofrecí un vibrador, porque yo no estaba para más juerga de momento, y quise ver hasta dónde podía llegar: hice que jugara con él y así lo hizo. Comenzó por ponerlo delante de su cara, mirándolo con extrañeza; luego lo metió en la boca, como si fuera un pene de verdad, primero la punta, luego un poco más, y comenzó a respirar por la nariz, agitándose, balanceándose, como si sintiera que era de verdad. Luego se lo pasó por la cara, el cuello, las tetas, entreteniéndose con el artefacto entre ellas, como si le estuviera haciendo una paja (¡eso me dio una idea!), lo bajó más aún, hasta la entrada de su sexo y luego me lo ofreció, para que fuera yo quien se lo metiera.

Renuncié, para ver cómo lo hacía ella, y demostró ser una experta: con gran pericia lo cogió con las dos manos y se lo introdujo lentamente, mientras suspiraba; una vez dentro, comenzó a agitarse ella y a mover el artefacto como en la cópula. Le dije que se tumbara sobre la cama, sin dejar de «follar» con el vibrador, yo me puse sobre ella y le metí el fláccido miembro en la boca, buscando una reanimación para participar también: verla con aquel cacharro dentro de sí me hizo apetecerla de nuevo. Logré empalmarme otra vez, pero esta vez quería que fuera diferente. Mercedes acabó corriéndose y reconocien­do que estaba agotada.

Nos despedimos, pero quedamos en que al día siguiente volvería, para ver la casa. La convencí de mis «buenas intenciones» al sugerir que la acompañara su hija, a la que nunca había visto, aunque sabía de su existencia y que estaba en edad de merecer.

Llegaron a la hora a la que habíamos quedado. En un aparte le dije a Mercedes que había grabado en vídeo lo sucedido el día anterior y que lo daría a conocer si no me permitía estar con su hija. Laura, que así se llamaba, era una jovencita alta —delgada más que esbelta— de largas piernas, y senos que despuntaban sobre un fino jersey. Me costó persuadir a Mercedes de que admitiera mis intenciones, pero acabó cediendo y pidiendo un poco de tiempo para convencer a Laura. Se metieron en la habitación para hablar y a los pocos minutos Mercedes abrió la puerta y dijo que consentía a condición de estar ella presente. No me pareció mal, e incluso lo prefería.

Pasé al dormitorio. Laura me miraba con recelo, sabiendo por su madre lo que iba a pasar. Mercedes y yo nos sentamos en el borde de la cama. Le explicaba que su madre y yo éramos muy buenos amigos, que nos conocíamos muy bien, que nos apreciábamos y que lo que íbamos a hacer no era nada malo. Para afirmar lo que decía, acariciaba la espalda de Mercedes, le besaba la mano, y otras carantoñas por el estilo. Mercedes, prendada como estaba de mí, respondía a los estímulos de la forma que más me convenía: corroborando lo que yo le decía a Laura.

Entonces me puse en pie y me acerqué a ella. No tengas miedo, le dije. Mercedes está aquí y no dejará que te pase nada malo. Desde luego, como canalla no tengo precio y mi vileza no tiene fin.

La tensión pareció abandonarla. La abracé y le di un beso en una mejilla, luego en la otra. La miré a la cara, ahora sonreía, y acerqué mis labios a los suyos, lentamente, como con temor. Pareció cohibirse un poco, pero por su edad ya tenía que saber lo que era un beso y enseguida se repuso. Junté mi boca a la suya. Laura seguía con los brazos a lo largo del cuerpo, pese a estar más relajada no parecía sentir deseos de participar.

Ceñí su cintura con mis manos y luego las fui subiendo, hasta alcanzar los algo más que incipientes promontorios de sus senos, todavía en desarrollo. Presioné un poco para hacerla reaccionar.

No le hagas daño, dijo Mercedes.

Pasé luego las manos por debajo del jersey para repetir la misma operación. Acabé desnudando la parte superior de su cuerpo, mientras besaba sus párpados, susurrando palabras de ternura y simpatía para convencer­la de mis «buenas intenciones», ya citadas, y acariciando con complacencia aquellas dos perlas maravillosas: el contacto con su piel erizaba la mía.

Poco a poco iba dejando atrás su leve resistencia. La acorralé contra el armario, mis manos en sus frutos, apreciando su fresca tersura. Luego pasé una mano bajo su falda, levanté una de sus piernas por el muslo y apreté el bulto de mi sexo, encendido por el deseo, contra el de Laura. Besé y mordí su cuello, sus pechos, los labios carnosos y apetecibles de su boca entreabierta. Abrasado por la fiebre del deseo, de un tirón arranqué sus braguitas, levanté su otra pierna de igual manera y la sujeté por las nalgas.

Bájame los pantalones, le dije a Mercedes. Por favor, no, no, decía, pero se agachó y obedeció. Al quedar liberado, el miembro mostró toda su enormidad y toda su grandeza, y también todo el deseo que almacenaba dentro: no hacía falta lubrificarlo, aunque Mercedes lo atrapó y se lo metió en la boca para humedecerlo y hacer más fácil la penetración.

Con la rodilla la aparté a un lado y me dispuse a ensartar a la muchacha. La falda tapaba la visión de nuestros sexos, pero hice que apoyara toda la espalda en el armario, la sujeté con una mano por las nalgas y tanteando con la otra guié la cabeza del falo hasta la entrada de su vulva. Notaba el vello de su pubis, que imaginaba dorado y no muy tupido. Todavía inmaculado. Cuando hube introdu­cido todo el glande volví a sujetarla con ambas manos. Laura había cruzado las piernas alrededor de mis caderas, tenía los ojos cerrados y se mordía los labios. Esperaba una mayor resistencia de su himen, así que empujé con fuerza varias veces hasta lograr meter gran parte del dardo candente. Luego comencé a «hacerle el amor», valiente cursilería para lo que no era más que la satisfacción de mi propio deseo carnal. El caso es que mis acometidas no cesaron en vigor, sino que ante el goce que estaba sintiendo, ante el inmenso placer que sentía dentro de aquella niña-joven-mujer, se hicieron casi violentas.

Laura jadeaba ante cada embate de mi máquina, como si el aire saliera expulsado de su interior ante el avance del émbolo que tomaba posesión de su cuerpo. La virginidad nunca me supo mejor. No sabría decir con qué disfrutaba más: con la mera satisfacción sexual de ver saciado mi deseo; con que Mercedes, la madre de la muchacha, nos estuviera contemplando con una mezcla de temor, deseo y envidia; o con que estuviera acabando con la bondad, dignidad e inocencia de aquel prototipo de mujer que tenía entre mis brazos, que nunca hasta hoy había visto y para la cual mi primera intención había sido poseerla como fuera. Cuando noté el hormigueo del orgasmo reduje el furor de mis impulsos a fin de retardarlo lo más posible. Pensé en tenderla en la cama y acabar allí lo que había empezado contra la puerta del armario, pero me dije que más tarde habría lugar para ello en una nueva sesión. Mordí de nuevo la protuberan­cia de sus pezones, la suave carne de su pechos; besé sus labios, su frente, sus pómulos, mientras la oleada de placer me recorría como una corriente eléctrica, transportando el caudal de semen que vertí en su interior, en un espasmo infinito de puro deleite, en un estertor violento de pasión desatada y sin freno posible. Con unas arremetidas finales vacié mi lujuria dentro de Laura, que, sometida por mis empujes y por mi delirio, parecía rota y vencida, la cabeza echada hacia atrás y a un lado, las manos sobre mis hombros, y que se había limitado a soportar mi frenesí y mi antojo por su cuerpo.

Aún permanecí unos momentos dentro de Laura, sujetándo­la y apoyando la cabeza en la puerta del armario. Percibía su leve sollozo contra mi pecho y logré serenarla y animarla con palabras amables. Cuando apoyó los pies en el suelo parecía estar bien. Mercedes, que había estado a nuestro lado, la abrazó. Yo estaba de pie, con el pito fláccido y mojado por la eyaculación. Laura se puso a mi lado, me cogió la mano y dijo: Perdóname. Yo era el rufián ¡y ella me pedía perdón! Límpiate, le dije. Se quitó la faldita y pudimos ver sus muslos mojados por el semen que resbalaba por ellos, así como el sexo algo rojizo a causa de la irritación, probablemente. Su madre la llevó al cuarto de baño. Oí correr el agua y al poco estaban ambas de vuelta, Laura estaba vestida sólo con una de mis camisas, prenda suficiente para cubrir su desnudez. Igual que muchas mujeres, estaba más atractiva a medio vestir que desnuda del todo. Yo me había desnudado totalmente y estaba sentado sobre la cama.

El ambiente de paranoia había llegado a tal grado que cualquier cosa parecía posible. Ahora verás, dije. Le pedí a Mercedes que me limpiara con la lengua y ella obedeció sin oponer ningún tipo de resistencia, como si fuera lo más normal del mundo, como si estuviéramos solos, como la tarde anterior, y la muchacha no se encontrara allí para presenciar aquello. Quiso desnudarse, pero le pedí que no lo hiciera. Vestida como estaba se sentó a mi lado e inclinó la cabeza hasta alcanzar el alicaído pene con su boca: comenzó a chupar y a lamer. Puse una mano en su cabeza para impedir que la levantara y le indiqué a Laura que cambiara de posición para que pudiera ver mejor. Cuando el pene comenzó a crecer, excitado por la lengua de Mercedes, su hija y yo nos miramos. Con los ojos le pregunté si le apetecería realizar aquella labor. Ella alternaba sus ojos entre mirarme a mí y mirar cómo se afanaba su madre en la tarea de restaurar el poderío del miembro. Extendí una mano para coger la suya y llevarla hasta los testícu­los. Mercedes al notar aquella presencia intentó levantarse para ver qué sucedía, pero mi mano en su cabeza lo impidió. Laura acariciaba con las yemas de sus dedos las pelotas, como si le produjera cierto temor, pero luego se animó y tímidamente asió la base del miembro viril, primero con dos dedos, luego con todos ellos, para a continuación comenzar a agitarlo levemente: aquella niña-joven sabía lo que era hacer una paja y me preguntaba si tendría experiencia en el tema.

Mercedes seguía aplicándose sobre el capullo; los cosquilleos de su lengua habían logrado gran parte de su meta y el falo enhiesto, espoleado ahora por la mano de la hija, intentaba invadir toda la capacidad de su boca. Laura se había subido a la cama, así que a un lado tenía a Mercedes dedicada a hacerme una fellatio en toda regla y al otro tenía a la hija, haciéndome una tímida y algo vergonzosa paja. Laura, de rodillas a mi lado, debía inclinarse para sujetar bien el miembro y entonces la camisa, demasiado holgada para su joven cuerpo, se abría permitiendo ver sus senos, puntiagudos por la emoción. Pasé una mano por la parte posterior de sus muslos, que quedaban a la vista cuando se inclinaba, acariciándolos hasta alcanzar su culo, que froté mimosamente; ella bajó instintivamente las nalgas quedando mi mano atrapada entre las plantas de sus pies, las sábanas y su trasero; tanteé y localicé la entrada del ano, introduciendo levemente un dedo en él. La cara de la joven manifestó la natural sorpresa pero no hizo nada. Su madre seguía con la cabeza agachada sobre el mástil en que se había convertido el miembro, y permanecía ignorante de mis manipulacio­nes. Metí un poco más el dedo: Laura alzó las posaderas y su boca se abrió en una queja silenciosa, pero mi sonrisa logró calmarla. Removí el dedo en el interior de su ano y aquello pareció gustarle, hasta tal punto que volvió a bajar para que se enterrara más profundamente; descubierto el truco, ella misma se encargó de «galopar» sobre el dedo, subiendo y bajando lentamente para que su madre no se diera cuenta de lo que sucedía.

La escena con la muchacha había hecho crecer tanto mi excitación que la boca de la otra mujer apenas podía contener ya la fenomenal dimensión del instrumento, así que permití que Mercedes levantara la cabeza y dejara aquella ocupación. Cuando descubrió a su hija manoseándome el pito y lo que estaba haciendo con el culo, pareció enojarse, pero pasé una mano bajo su falda y le acaricié un muslo, rozando sus propias nalgas, pasando la mano por debajo de la braguita. Tenía que actuar para que su enfado no creciera, e incluso guiarla a un estado de ánimo más favorable a mis intereses. Dejé de lado a Laura y me concentré en su señora madre. Señora en el amplio sentido de la palabra, porque reconozco que Mercedes tenía un cuerpo fantástico, como había podido comprobar ayer. La atraje hacia mí cogiéndola por la cintura, la abracé, besé sus mejillas, rozándolas apenas con mis labios, y comencé a susurrarle palabras de amor, promesas futuras de cariño y mutua felicidad, banalidades sin fin: es decir, todo tipo de mentiras disfrazadas de afecto, de amistad, de enamoramiento. Dio resultado. Se impuso la devoción que parecía sentir por mí y que la había hecho consentir incluso la casi violación de su propia hija. Había logrado, pues, ponerla de nuevo al servicio de mis apetencias carnales.

Estrechándola aún entre mis brazos, nos besamos en la boca y aproveché para bajar la cremallera de su vestido. Rodamos por la cama y se lo quité. Quedó en ropa en interior. Su busto espléndido, magnífico, era una tentación demasiado grande para evitarla: cogí aquellos dos trofeos con las manos y hundí la cara entre ellos, aspirando el aroma a hembra que exhalaban, llenando mis pulmones con su fragancia. Le quité el sujetador y mordisqueé sus pezones, versión desarrollada de los de su hija, erguidos, duros. Palpé el contorno misterioso de aquellas tetas, sin saciar por ello mi codicia sexual. Volví a besarla en la boca mientras mis manos buscaban la carnosidad de las nalgas que apreté contra mí, demostración del deseo de penetrarla que me invadía. La cogí por los hombros y la tumbé sobre la cama. Apresuradamente le quité la braguita y la poseí sin mayores miramientos: ansiosamente, con urgencia. Su deseo no era menor que el mío, y apenas la hube penetrado un estremecimiento la recorrió: había tenido un orgasmo. Esto tuvo la virtud de tranquilizarme, de forma que me abandonó esa especie de locura primera y pude dedicarme a gozar de su cuerpo con rítmicos y suaves movimientos hasta lograr que alcanzara un nuevo orgasmo. En ese momento me retiré, sin haber satisfecho mi glotonería lujuriosa. Mercedes jadeaba pero podía notar que estaba bien, tranquila, relajada, feliz… dispuesta a todo, estaba seguro de ello.

Estábamos ambos tumbados sobre la cama, yo con la picha tiesa, apuntando al techo. Laura, de pie junto a la cama, nos había estado observando; se la veía ruborizada, sin saber dónde mirar. Nuestras miradas coincidieron, momento que aproveché para pasar un dedo por el húmedo sexo de su madre —brillante y excitado aún— y llevármelo a la boca. Le indiqué que se acercara a mí. Pasé una mano bajo la camisa e hice lo mismo con su vulva: pasé un dedo por ella y lo lamí. ¿Te ha gustado? Se encogió de hombros. No juegues con ella, advirtió la otra. Ven, dije. Se subió a la cama. Tendí los brazos hacia ella y se arrodilló, dejando mis piernas entre las suyas. Desabroché la camisa y me erguí para alcanzar sus pechos. Pasé la lengua sobre la superficie de sus tetas, notando la firmeza de la carne, la suavidad de la piel. Cogiéndola por las caderas hice que nuestros sexos se aproximaran más. Tal como había soñado, su vello era dorado y no muy tupido. La cabeza de la poderosa herramienta se encontraba cada vez más cerca de la entrada de su sexo, tanto que la punta ya rozaba el pórtico de ese santuario misterioso y apetecible. Mercedes, echada a mi lado, miraba indecisa entre consentir una nueva penetración y el morbo que la situación le provocaba.

Atraje un poco más a la hija hasta que la punta del glande se introdujo visiblemente en su vulva. En ese momento me detuve. Hice que retrocediera y se inclinara, de forma que su boca aceptó el regalo que le daba: comenzó a chupármela, con cierta maestría, todo hay que decirlo. Giré el torso y abracé a Mercedes; la besé en la boca y comencé a sobar sus tetas, que me atraían poderosamente. Aquello era una locura: tenía a una mujer a mi lado, acariciándola todo lo que quería, y también tenía a la hija, que me estaba lamiendo la polla: ¿Qué más se puede pedir? La lengua de Laura se mostraba eficaz y habilidosa: sus lametones tuvieron el efecto de que la picha creciera de forma descomunal, produciéndome un cosquilleo inenarrable. Mientras, mis labios habían descendido hasta alcanzar los pezones de su madre, que mordí con verdadera apetencia y apasionamiento, y mis dedos acariciaban y se introducían en su vagina, masturbándola y provocándola un orgasmo. En el colmo de la perversión ideé una postura: Laura debía seguir chupándomela, y Mercedes debía situarse bajo el sexo de su hija, para, con la lengua, estimularla. En esta posición podía yo alcanzar con los pies los pechos de Mercedes, que froté con las plantas: me agradó esa nueva sensación. Al rato cambiamos la disposición: Laura debía introducir la lengua en el sexo de su propia madre mientras yo, sentado sobre la cara de ésta, metía el miembro en su boca. El cuadro no era para puritanos: una hija comiéndose el coño de su madre, mientras ésta se la chupa a un tercero. A estas alturas yo estaba más que deseoso de traspasar a una de las dos. Por donde fuera.

Me aparté y me puse detrás de Laura, que se afanaba sobre el sexo materno; acaricié sus nalgas, jóvenes, tiernas, vírgenes, frotando contra ellas el falo endurecido por la excitación constante de aquellas dos mujeres. Mercedes había adivinado mis intenciones, pero el goce que sentía la impedía intervenir para evitarlo. Por otro lado, Laura estaba tan absorta en su labor que no se había dado cuenta de nada. Pasé mis manos por su espalda, rozando su piel, sintiendo el placer de aquel cuerpo joven, inocente, ingenuo, que yo iba a mancillar, forzar y conquistar otra vez. Sin previo aviso, sin ninguna advertencia que no fueran mis caricias sobre sus nalgas, separando la línea que las divide, intenté introducir el falo por el culo de Laura, con tal fuerza y vigor que ésta lanzó un chillido de dolor al notar el desgarro producido por el despiadado y fiero animal sin freno que la atravesaba. Mercedes había abrazado a su hija, en un intento de consolarla, de tranqui­lizarla, pero el dolor que la niña-joven debía sentir era superior al consuelo de su madre, y no dejaba de sollozar, no sé si por el dolor que sentía o por la vergüenza de ser sodomizada. Una vez hincada, respiré, para luego dedicarme a follar aquel culo maravillo, virgen, íntegro, intacto hasta ese momento, hasta lograr la sensación maravillosa, prodigiosa y extraordinaria de correrme dentro de Laura.

Caí derrotado sobre la cama. Mercedes seguía abrazando a Laura, intentando apaciguarla, tranquilizarla: su sufrimiento parecía no tener fin. Me quedé traspuesto. Cuando abrí los ojos las vi a las dos: Laura estaba vestida totalmente; Mercedes se había puesto la braguita y el sujetador. ¿Adónde vais?, pregunté. Nos vamos, dijo Mercedes. No, dije yo. Recuerda las cintas, le advertí. Miró hacia abajo, recapacitando sobre el peligro potencial y la amenaza que aquellas palabras representaban. ¿Qué más quieres?, casi suplicó. No quiero que os vayáis. Sigue conmigo. Mercedes me miró. Al rato dijo: Te quiero, más que a mi vida, pero no quiero que la hagas daño. Eso me lo puedes hacer a mí, pero a ella no. Se refería, naturalmente, a la sodomización de Laura, de su hija. Alargué los brazos hacia ella y respondió a mi llamada. Se acercó a mí, buscando protección, seguridad, amor. La estreché fuertemen­te, al tiempo que besaba su cuello, su cara, sus párpados, sus labios, su boca… ¡Quiéreme!, suplicaba. ¡Tonta!, pensaba yo, pero mis labios dijeron: Te quiero. Deja que te lo demuestre. Rodeé su cuerpo con mis brazos, acariciando la suave piel de su liso vientre, disfrutando del tacto de sus senos: encerrados en el sujetador; de sus muslos: esbeltos, elegantes, armoniosos; de su cuello, de sus tobillos, de sus hombros, de sus rodillas, de su ombligo; de su entrepierna: oculta por el encaje de la braguita.

Mi idea de demostración de cariño debía ser muy particular, y en ese momento se acercaba más a la carnal, a la lasciva y lujuriosa que a la elevada y espiritual. Pese a haberme corrido hacía poco, el cuerpo de Mercedes me excitaba tanto que volvía a estar empalmado otra vez. Esta visión la entusiasmó hasta el punto de olvidar la pena que sentía por Laura, y entregarse a mí como la primera vez. Se sentó en la cama, apoyada en la cabecera, y cogió el miembro erecto con ambas manos para llevárselo a la boca, donde lamió y chupó el bálano (o glande) a placer. Yo la sujetaba por la cabeza, empujando para meter profundamente el órgano, hasta notar la campanilla en el capullo. Cuando pareció quedar satisfecha, se puso a gatas sobre mí, respirando fuertemente, y colocó sus tetas, cubiertas todavía por el sujetador, a la altura de mis labios. Atrapé sus pechos con mis manos y los apreté fuertemente, como si quisiera exprimirlos, mientras alzaba la cabeza y unía mi boca a la suya, juntando nuestras lenguas en un apasionado beso. Bajó la pelvis, que quedó sobre mi falo enhiesto, y comenzó a frotarse contra mí. Acaricié y apreté sus nalgas, a través de las braguitas que aún llevaba puestas, pasando los dedos bajo ellas y colando un dedo en la ranura que separaba sus nalgas, asentaderas o rabel. Nuestras bocas seguían unidas, igual que mis manos a sus mamas, frutos carnosos, tersos, compactos; seres queridos que me costaba abandonar. Finalmente pude desligarme de su tacto, pero para desabrochar el sostén que los ocultaba y disfrutar de aquellos bienes preciados, piel suave, piel erizada de deseo y pasión, superficie dorada que acaricié, atendí, alabé y cortejé. Manjar de dioses, néctar embriagador, pócima de amor, elixir en el que un hombre podía perder la razón: lamí, chupé, mamé, absorbí, succioné su sabor con mis labios, con mi lengua; aspiré su perfume de hembra. No pude más: la tumbé en la cama, me puse sobre ella, le quité las braguitas y la poseí con fuerza, con ganas, con intensi­dad, con ardor, con afán. Sin soltar sus pechos, saltaba sobre Mercedes como si fuera el polvo del siglo, con tal ímpetu que al poco se corrió, aunque yo seguía enloquecido y la penetraba una y otra vez, sin saciar mi apetito. Tuvo otro orgasmo pero yo no paraba.

De repente, recordé a Laura: estaba al lado de la cama, mirando con los ojos muy abiertos lo que sucedía entre su madre y yo. Salí de Mercedes y me fui a por ella. La eché sobre la cama y pasé la cabeza bajo la falda escocesa: mordí su sexo a través de las bragas mientras estiraba las manos para alcanzar sus pechos, que estaban duros, como si la muchacha se hubiera puesto caliente al vernos. Le quité la braguita y me comí su coño, profundizando con la lengua hasta donde podía llegar, provocando espasmos de goce en su joven cuerpo. Mercedes, ajena ya a toda consideración moral, se había puesto a horcajadas sobre la cara de su hija y la obligaba a saborear y paladear el sexo de su propia madre, buscando más deleite y placer. Al rato, me puse sobre Laura, abierta todo lo que podía, y la poseí, con morosidad y cuidado al principio, con obscenidad y lujuria después, hasta lograr una serie de jadeos por su parte, síntoma del orgasmo que tenía, no una, sino dos veces. Yo seguía sin correrme, lo que me volvía loco. Le dije a Mercedes que lamiera el chocho de su hija, así que mientras procedía a obedecerme, cogí su grupa, la alcé y, separando las nalgas, se la metí por el culo, buscando el orgasmo, el frenesí que anhelaba. Sodomicé de nuevo a Mercedes, pero sin lograr correrme. Ya no sabía qué hacer. Decidí relajarme. Pedí a Laura que se tumbara a mi lado.

Comenzamos a retozar. Acabé de desnudarla y me dediqué a acariciar y besar todo su cuerpo. Sus tetas, como en todas las mujeres que he poseído, me atraían poderosamente y a ellas dediqué gran parte de mi atención. Luego me concentré en su entrepierna, masturbándola y provocando otro orgasmo en su cuerpecito, orgasmo que lamí con fruición, saboreando sus fluidos y causando otro nuevo. Luego, Laura me estimuló con una buena lamida, con una pericia insospechada, logrando que el tamaño del artefacto creciera desmesuradamente. En este momento volví a poseerla, atrayéndola hacia mí, atravesándola con mi poderosa lanza. Con una serie de terribles embates la disfruté y gocé de su cuerpo. Me sentía miserable y perverso al hacer aquello, pero mis consideraciones éticas habían desaparecido. La follé con ganas, con ansia, con deleite y hambre sexual. Noté por fin el bullir del esperma; pero ahora que llegaba era cuando yo lo quería diferir, tanto era el placer que sentía. Me detuve, lo que provocó la natural sorpresa en Laura, que demostraba saber estar a la altura de las circunstan­cias: ¿Qué te pasa?, preguntó. Nada, cariño, dije. Que no quiero que esto termine, eso es todo. No te preocupes, amor mío, respon­dió, y siguió: Yo sabré hacerte continuar, y sonrió. Volví a colocarme entre sus piernas, pero ella dijo: Espera. Y se situó sobre mí. Cogiendo el enhiesto miembro lo guió con destreza hasta la entrada de su cofre maravilloso y se sentó sobre el falo erguido, permitiendo que éste la penetrara en toda su longitud. En esta posición no podía hacer otra cosa que palmear sus nalgas y decir: Muy bien: ¡arre, caballito!, y Laura comenzó a «cabalgar», con gran dulzura, pero también con gran sabiduría, hasta el punto que en pocos instantes mi cañón expulsó fuera de sí el potente chorro de esperma, con una vehemencia que nunca había sentido, si exceptuamos la primera vez que poseí su cuerpo. Me parecía increíble lo que aquella muchacha había aprendido.

Laura, echándose sobre mí, suspiró profundamente. La abracé con verdadero afecto. ¿Me harás continuar?, pregunté. Claro. ¿Qué quieres que haga?, respondió. Estaba totalmente sometida a mí; sumisa, como su madre, sólo esperaba mis palabras para actuar, para obedecer. Yo estaba agotado, en poco tiempo había logrado correrme dos veces: dos veces, en un breve lapso de tiempo, son muchas para un hombre, aunque la hembra que lo acompañe merezca eso y mucho más. Había descubierto una cosa: ya no se trataba de una madre y de su hija. Se trataba de dos auténticas mujeres: la adolescente había crecido, y al hacerlo había mostrado su faceta de mujer. Me alegré de ello. Me quedé a solas con Laura, mientras su madre bajaba a prepararnos unas bebidas. Te has portado muy bien, le dije. Gracias, respondió ella. Ven. Túmbate a mi lado. Así lo hizo. Acaricié de nuevo su cuerpo, saboreando la piel de sus senos y así me quedé dormido. Pero antes habíamos quedado para el día siguien­te, ella y yo solos.

Tal como habíamos convenido, Laura vino al día siguien­te, esta vez sin su madre. Nos saludamos con un apretón de manos, pero yo la atraje hacia mí y puse mis labios sobre los suyos. Ella aceptó y no sólo eso, si no que asomó la lengua, rozándola con la mía. Bien, esto marcha, pensé yo. La llevé al estudio, donde le mostré mis colecciones de libros y antigüedades. Se mostró muy interesada en un pequeño retablo del siglo XVI, obra de un maestro holandés, pero estaba muy alto y no podía alcanzarlo. Te ayudaré, le dije, y la cogí por la cintura para auparla. Dio un gritito de sorpresa, y agitó sus estilizadas piernas, dando pataditas al aire. La bajé y la estreché entre mis brazos. Me gustas, Laura. Me miró a los ojos y toda su respuesta fue agacharse y frotar una mejilla contra mi entrepierna. Yo también te quiero, dijo. No pasaría de… bueno, era muy joven, pero, sin duda, sabía lo que gustaba a un hombre. Enseguida se me puso dura. Acaricié su cabello, sujetando su cabeza contra mi sexo, pero sin forzarla. Aquello era maravilloso, pero yo estaba ya pensando en algo más acorde a las dimensiones que iba adquiriendo el falo, que había crecido inconmensurablemente.

Le dije que se levantara. ¿No te gusta?, preguntó. Claro que me gusta. Ven. Fuimos hasta un sofá. Puse unas bebidas: refrescos. Sospechando que estaba allí más por curiosidad que por verdadera atracción, en su vaso había puesto un fármaco que no la haría volver atrás, de eso estaba seguro: antes bien, la haría permanecer pendiente de mis antojos. Una vez sentados le pregunté sobre cosas intrascendentes: los estudios, la familia, sus amigos… Respondió que había un compañero de clase que le tiraba los tejos, pero que a ella no le gustaba, aunque al decirlo se ruborizó. ¿Cómo se llama? Jeremías, dijo. Ya. Bueno, ¿te han gustado los libros?, le pregunté. Respondió que sí, que mucho. Aquello era muy fácil. De la estantería que teníamos detrás extraje un volumen: nada pernicioso… para un adulto. Se trataba de Las Doce e Mil Posturas, pura fantasía, claro; un libro escrito en el siglo XII por un cruzado que, tentado por Oriente, sucumbió a sus placeres y cambió su nombre original por el de un morisco. El libro en cuestión se limitaba a una serie de ilustraciones, muy bien hechas, por cierto, pero sin gran contenido escrito, lo cual me venía de perlas. Laura pasaba sus dedos sobre las imágenes, asombrada, supongo, por lo insólito de alguna de ellas. Me gusta, dijo, pero con las mejillas ruborizadas y la voz sofocada.

Dejé el libro sobre la mesa y la cogí por los hombros. El fármaco habría empezado a hacer efecto. Seguía empinado, pero quería refrenar mi impulso de poseerla, para mejor disfrutar después. Sonriendo, la abracé, pensando: chiquilla, no sabes nada de lo que te espera. Acaricié su espalda con una mano, mientras la otra se deslizaba bajo su falda, en busca de sus muslos, y de algo más. Ella accedía, abriendo incluso las piernas. Era lo que yo quería: una putita dispuesta a todo, sin preguntar nada, sin ofrecer ninguna resistencia, ninguna dificultad.

La llevé arriba, al dormitorio. Parecía estar bien. Me desnudé com­pletamente, y ella reaccionó con cierta sorpresa, como si no hubiera visto nunca a un hombre desnudo. Me acerqué a Laura, e hice que se agachara: ya no era un juego. Introduje la punta del pene en su boca y ella lo acep­tó, la­miendo con su lengua la superficie del glande o bálano, aspirando, succionando. Sabía lo que hacía. La levanté y acaricié toda su juventud, sus tetas maravillosas, sus muslos, todo su cuerpo. Venía con el mismo jersey que ayer, a través del cual acaricié de nuevo sus senos, que descollaban en la superficie de su busto. La pócima era de total eficacia y Laura se entregaba a mí, empujando su pelvis contra la mía, clara señal que demostraba el afán que sentía por que la penetrara. Seguí acariciando sus muslos. Colé mi cabeza por debajo de la falda, aspirando el aroma que desprendía su sexo, el cual besé a través de la braguita. Mis manos sujetaban sus nalgas, y se colaban por debajo de la tela, sobando la carne ape­titosa, tierna pero firme, de sus glúteos. La desnudé y admiré la lozanía de aquel cuerpo. Nos tumbamos sobre la cama. A su lado pude disfrutarla: si no virgen, al menos sólo mancillada por mí. Froté sus muslos con el miembro endurecido por la pasión. Apreté sus senos, los lamí; chupé sus pezones, que también pellizqué; introduje la lengua en su vagina, provocándola un espasmo de gozo. Presa del frenesí del orgasmo, me pidió, me suplicó, que la poseyera. Su actitud era de rendición total, de sumisión a mis designios. Yo tampoco estaba para esperar mucho, pero hice que se inclinara sobre el tieso instrumento y que lo aceptara en su boca. Volvió a demostrar que sabía lo que era chupársela a un hombre. Su lengua era un buen instrumento para dar placer a un hombre. Volvimos a quedar tumbados sobre la cama. ¡Vamos!, decía, y se abría de piernas todo lo que podía, mostrándome su tesoro, que abría para mí con sus dedos, palpitante, ávido, ardiente. No podía aguantar más: la traspasé con mi lanza incandescente. Me puse sobre Laura e hice que guiara con sus manos el dardo agresivo y voraz hasta la entrada de su pórtico. Ansiosa como estaba, avanzaba la pelvis para antes sentir la vehemencia del miembro en su interior. Cuando el rojo capullo estuvo dentro de Laura, respiré pro­fundamente: seguía pareciéndo­me un sueño estar con aquella joven-mujer, pero no dudé más: con un fuerte impulso, ya no tenía que preocuparse de su virgo, la penetré. Laura lanzó un gemido, como si el aire hubiera salido expulsado de su interior por la fuerza del émbolo que la estaba atravesando. La follé con ganas, sin preocuparme de nada que no fuera taladrar una y otra vez aquel adolescente cuerpo; no sentía ningún remordimiento por violar de nuevo su inocencia, la sencillez que sin duda correspondía a una muchacha de su edad. Antes bien, al sentir su entrega, al advertir su rendición, su sometimiento a mi ley, mis empujes se hicieron más notorios, más briosos, si cabe, hasta lograr nuevos temblores en la joven, hasta notar que su cuerpo vibraba en un furor desatado, que me condujo a mí mismo a soltar mi furia, mi pasión y mi deseo en el interior de Laura.

Quedamos ambos sobre la cama, Laura boca abajo. Admiré las líneas y curvas de su cuerpo: desde los hombros a los tobillos. Acaricié su espalda suavemente, hasta llegar con mis manos a las nalgas, que rocé con las yemas de mis dedos. ¿Qué tal estás?, le pregunté. Adormilada, respondió que bien. Me puse sobre ella, que seguía boca abajo, pasando mis manos por debajo de su pecho para asir sus senos. Mi fláccido sexo se frotaba contra la parte posterior de su entrepierna. ¡Cómo te quiero! Yo a ti también, respondió. Hice que se diera la vuelta y quedé a horcajadas sobre su estómago. Mis manos seguían acariciando sus tetas, complaciéndo­se con su tacto. Era tanta la admiración que sentía por su cuerpo, tanta la emoción que provocaba en mí su contacto, tanto el deseo que despertaban sus pechos, sus caderas, sus piernas, que al poco pude notar cómo el miembro retornaba a la vida, cómo recobraba sus dimensiones de salvaje animal presto a obtener placer a cualquier precio. Cogí su cabeza por la nuca y la acerqué hasta que pude introducir el pene, en fase creciente, en su boca. Volvió a mostrarse avezada en esta tarea y trabajó de firme hasta lograr que el tamaño fuera más que adecuado para la penetración. Empujé un poco más la cabeza del miembro en su boca, hasta que tuvo medio mango dentro de ella. Luego moví su propia cabeza, co­giéndola por el cabello, para simular un coito bucal: la felación era total. Estuvimos así un buen rato. Luego tuvo una arcada y lo dejé estar. Tranquila, le dije. Perdóname, respondió Laura.

Volvimos a quedar tumbados en la cama. Mordí los pezones de sus apetitosos senos mientras ella me cogía la polla y la agitaba, haciéndome una paja. Pero sus movimientos eran bruscos y sacudía demasiado fuerte cuando tiraba hacia abajo. Espera. Le mostré cómo debía hacerlo: con el cuenco de la mano debía abarcar el glande y luego ceñir el pene con la mano, deslizándola hacia abajo y luego subiéndola, hasta volver a englobar el capullo con la palma. Apren­dió enseguida, pero en lugar de utilizar la palma de la mano, deslizaba el dorso de los dedos pulgar e índice, acariciando con ellos el bálano, arriba y abajo, produciendo mayor sensación de placer. Me puse boca arriba, pidiéndole que siguiera de aquella manera. Con la otra mano me acariciaba las pelotas, o se agachaba y las mordía con los labios, pasando luego a lamer la base del pene, excitándome como si fuera una mujer adulta. Una vez, cuando se puso el capullo entre los labios, sujeté su cabeza e hice que siguiera lamiendo de nuevo.

Estaba de nuevo a punto, porque notaba el hormigueo en las pelotas. La tumbé en la cama y me puse de rodillas entre sus piernas. Puse éstas sobre mis hombros y, besando sus pantorrillas, sus muslos, alcancé su cofre sagrado, húmedo ya por la excitación continuada de los frotamientos y caricias, e introduje en él la lengua, primero morosamente, negándola la satisfacción, aunque ella empujaba la pelvis para lograr mayor placer; luego, aspirando el profundo aroma de hembra que despedía, lamí su santuario, provocan­do la riada de flujo, producto del placer y deleite que ella sentía. Bajé sus piernas de los hombros y la sujeté por la parte posterior de los muslos y de las nalgas. Acerqué el falo enhiesto y, lentamente, introduje la cabeza del pene en su vulva, jugando a no seguir, pero Laura pedía que se la metiera toda, toda. La metí toda, hasta la empuñadura, y la follé como creo que jamás había follado a mujer alguna: era pura desesperación lo que me guiaba a saltar una y otra vez sobre Laura. Luego me retiré, ante su sorpresa, pero hice que se pusiera a gatas. Intuyendo lo que iba a pasar, y recordando el día anterior, me pidió que no lo hiciera, pero no iba a hacer caso de una niña quejica: la sodomicé a placer.

Su resistencia me lo puso un poco difícil, pero logré introducir gran parte del miembro en su culo, dedicándome luego a taladrarlo a modo. Era una sensación indescriptible. La tenía sujeta por las caderas, pero luego bajé las manos para acariciar la joven piel de sus muslos. Laura protestaba débilmente, pero con palabras de cariño logré que se calmara lo suficiente para concentrarme en lo que estaba haciendo. El poderoso miembro la traspasaba y se abría paso por aquel túnel, proporcionándome un placer inmenso, hasta lograr la eyaculación, notando cómo el chorro de esperma golpeaba su interior, con la fuerza de un huracán. Agotado, caí sobre Laura, abrazándola por detrás. Mis manos, insaciables, aferraron sus senos…

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