Mi pareja me hace caer en la trampa ¡Una muy placentera!

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El hijo de puta sabía pero le interesó tres carajos.

Aprovechó que estaba armando mis valijas para apoyar su tronco en mi raja, abrazarme desde atrás e inmovilizarme con sus brazos potentes. No desperdició un minuto y estiró su cuello como el cisne negro y me besó haciéndome sentir el agradable vaho de su aliento y la dulzura de su saliva.

El sabía que ya me tenía dominada; como siempre, cuando él quería se lanzaba sobre mí, sin importar dónde estábamos, controlando mi voluntad y encendiendo cada poro de mi piel.

—Me gusta que seas todo lo puta que eres, que los que miren deseen; tu culo y tu cuerpo son míos y de nadie más, me dijo mientras quemaba mi cuerpo con el suyo, me lamía el cuello, los hombros, y todo lo que tenía a su alcance.

Al sentir que mi cuerpo se relajaba, el supo que ya me había sojuzgada y que podía hacer de mí —o conmigo— todo lo que pretendiera hasta el momento de la partida.

Como buen caprichoso, lo único que le interesaba era lograr su satisfacción imponiéndose ante mi con la permisión en blanco que, sin saberlo, fui concediéndole.

Ese límite temporal lo sacaba de quicio porque era la primera vez, desde que estábamos en pareja, que me iría a una ciudad lejana para asistir a un congreso profesional.

Me giró sobre mis pies y, cuando me tuvo de frente, me inundó la faringe con más espuma, me presionó hacia abajo arrodillándome ante su tea ardiente. “Te amo”, pensé como la chica buena que siempre fui.

Me pinceló la cara con su verga embelesando mi tez y mis labios no tardaron en mimosear su herramienta, que tanto me calentaba.

Creo que siempre lo supe, primero por intuición y, después, por experiencia: mi dolor es su felicidad.

La felatio que me pedía era inevitable y es uno de los arrumacos que siempre me gustó hacer. Acerqué mi boca a su bálano embrasado, jugué con su ureta siempre tierna y lo sentí bramar desde la sangre —como los toros de Guisando— y, sin intermedio alguno, desarmó en su frenesí incontrolable cogiéndome la boca como si de una vagina o ano se tratara.

El muy perro me agarró de la cabeza y de un solo golpe me incrustó su mástil hasta el gargero haciéndome doler, dar arcadas, y llorar por el ímpetu de sus embestidas.

De nada sirvieron mis quejas, mis gritos y gestos para que parara. Siguió con su máquina de insuflar desenfrenada hasta que estalló llenándome el garguero con su elixir milagroso y sexual.

—Soy tuya, le dije entre lágrimas una vez que pude hacerlo, tu leche me llena de vida.

Pero su empeño no termió ahí, dejó su leño en mi paladar para que mi lengua lo acune y la encienda nuevamente con mi pasión y sus ansias.

El pijudo de mi pareja sabía que me encantaba hacer renacer su verga y vencer la gravedad hasta ser una amenaza subyugante.

El muy puto me observaba desde arriba acariciándome la cabeza en son paternal.

Me decía, saboreando las palabras, me gusta todo lo puta que eres, pero no te voy a dejar que me guampees.

Percibía cómo el oleada de celos iba embruteciéndolo; se expresaba como el carrero que nunca fue y que yo siempre quise.

Era evidente que él creeía a medias en mi fidelidad. Si bien siempre fui una chica abierta, el me condideraba como una de piernas abiertas a quien lo quiera. En ese momento la tensión entre nosotros iba en aumento.

Me zampó una guantada en la cabeza y, despojando mi valija de la cama con un manotazo, me puso en cuatro apuntando mi ojo trasero hacia su aguijón; me clavó sin vaselina, como el hijo de puta que era, rompiéndome una vez más el ojete, abriéndolo como una vaina dolorosa.

Mis gritos deben haber alertado todo el edificio; los vecinos habrán pensado o susurado: esta puta una vez más, tan escandalosa.

Y seguro que lo amé todo lo macho que se imponía mientras entraba y salia como misil en mi culo.

Es difícil relatar que sentían mis carnes al ser invadidas por su avatar de fuego, bambolearse en mí tratandome torpemente como macho herido.

Me culió como pocas veces lo había hecho; quería —y lo logró— reventarme entera para evitar que en el congreso tuviere posibilidad de jugar con hombre o mujer.

Y no contento con lastimarme de la mejor manera posible, con su verga, antes de la hora de viajar; de trepanarme como libidinosa que soy, aseguró mi placer con un cinturón de castidad.

Pobre, no tomó en cuenta que cerrajeros hay en todas partes y que la trampa, la dejaba entre mis manos. Menos mal que los hombres son así de imprevisibles y contradictorios.

De todas formas, sabía que lady Godiva me envidiaría por el nuevo diseño de ese ajuar y que yo le sacaría el jugo con orgasmos ininterrumpidos, de días completos y él nunca sabría, al sacarme la guarnición, porqué mi concha estaría tan dilatada y mojada.

Debo reconocer que el celoso pijudo no se llama Carlos; y agradecer a Carlos su discreción, su gentileza y erotismo durante el Congreso.