Mi primera vez en un lavadero de pollas ¡Una experiencia única!

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Desde que empecé a salir de nuevo con los amigos, a los que había dejado de lado por juerguistas, estoy disfrutando mucho. Luis es uno de ellos, siempre sabía dónde ir para vivir la vida. Ahora, tengo cincuenta y cuatro años y estoy disfrutando más que siendo más joven.

Después de mi primer encuentro con Lara, en su casa, con su marido presente, mi libido subió, ¡hasta las azoteas de mi mente! El día siguiente de mi primera penetración a Lara, quedé con a mi amigo Luis. Quería que él me dijera dónde ir para tener nuevas experiencias. Él me habló de un sitio en el centro de la ciudad, donde por un módico precio te hacían una limpieza intima. Me dijo que allí solo pedían respeto y discreción; que ese negocio estaba pensado solamente como un lugar de relajación; y que después de ir una vez, no podría dejar de ir. Le dije a Luis…

—Luis, eso del aseo íntimo, sí que es algo que no había oído nunca, pero no creo que sea mejor que un masaje con «expulsión», total, un aseado, ¿no?

—Juan, no preguntes tanto y ve allí, cuando vayas, yo no irás más a masajes de solo “ordeñártela».

Al dia siguiente, después de visitar a varios clientes y, de hacer algunas ventas; fui al sitio que me recomendó mi amigo Luis en el centro de mi ciudad. El bullicio en las calles y en los comercios era tremendo, no podía ser menos siendo el centro de una gran ciudad. La mayoría de establecimientos tenían un continuo entrar y salir de gente, otros en cambio no. Entre varias tiendas de ropa y una cafetería, había un escaparate con cristales de espejo y con la puerta cerrada. La fachada del comercio era muy pequeña, apenas ocupaba dos metros de fachada. Tenía un timbre junto a la puerta y, en la parte superior del escaparate había un letrero de vinilo en el que figuraba la inscripción que me había dicho mi amigo Luis que encontraría: PAUSA Y ASEO

Toqué al timbre y vislumbré un ojo a través de la mirilla; a los dos minutos se abrió la puerta. Una señora de unos cuarenta años, muy guapa y correctamente vestida, me hizo pasar y me preguntó…

—Buenos días, ¿ha estado antes por aquí?

—No, me ha recomendado un amigo este sitio. Desearía que me asearan.

—Acompáñeme.

Me hizo pasar y cerró la puerta de la calle. La entrada era una pequeña habitación con una puerta interior, además de la de la calle. Me dijo la señora…

—Le pedimos que sea respetuoso y que se deje guiar por quien le haga la limpieza y por lo que ella o él le digan. Se trata de salir aseado y relajado.

—Me parece bien, señora.

Abrió la puerta interior y entramos en otra habitación más grande. Había cinco señoritas y un muchacho sentados en dos mesas, entretenidos con sus móviles, tendrían entre veinticinco y veintiocho años. La señora que me recibió, sacó de un mueble una toalla, unas chanclas y me las dio. Me dijo que eligiera quien quería que me hiciera la limpieza.

Miré a todas y al muchacho y todos me miraron a mí; eran todas preciosas, incluso el joven era guapo.

Elegí a una señorita de unos veinticinco años, rubia natural, con el pelo rizado en la peluquería. Sus ojazos claros eran muy bonitos. Su sonrisa era sincera y sus hoyuelos en las mejillas eran muy bonitos Me dijo…

—Hola, me llamo Irene, ¿y usted?

—Juan; pero dime de tu, por favor.

—Vale Juan, acompáñame, eres un maduro muy atractivo.

—Gracias ricura.

La acompañé por un pasillo con varias puertas. Era un local muy grande por dentro, para tener la fachada tan pequeña. Al llegar a la puerta número siete, me dijo Irene…

—Juan, esta es mi sala de limpieza, pasa.

Una sala muy pequeña, de dos por dos metros, el suelo era un plato de ducha muy grande. Al otro lado de la salita había una banqueta muy pequeña, junto a Irene. A la altura de mi cintura había una especie de mostrador con un ordenador portátil dentro de una funda de metacrilato, sin teclado, sólo un ratón dentro de un forro de plástico. Me dijo Irene, situada al otro lado del mostrador y con una bata blanca puesta…

—Juan, desnúdate completamente y ponte las chanclas. Luego, yo me siento ahí abajo, y tú te quedas de pie, con las piernas muy separadas y apoyando tus brazos en el mostrador. La limpieza será solo de cintura para abajo. Si te apetece lee la prensa digital o mira lo que desees en internet. Dando en ese botón de la pared, sale una botellita de agua. Disfruta, tanto como yo disfruto con mi trabajo; solo mantente ahí de pie con las piernas bien abiertas y déjame hacer a mí.

Se encendieron dos extractores en el techo y por varias rendijas empezó a entrar aire caliente. Me quité los pantalones; los zapatos; los calcetines; los calzoncillos; la corbata y la camisa. Puse todo en una alhacena que había detrás de mí y, la cerré. La chaqueta la había dejado en la sala de espera.

Se empezó a oír una música muy relajante, con toques de piano y arpa. Separé las piernas tanto, que parecía que me iban a cachear. Apoyé mis brazos en el mostrador de madera lacada y empecé a ver las portadas de la prensa digital.

Escuché como empezaba a caer el agua por los grifos de ahí abajo; luego escuché como se frotaba sus manos Irene con jabón. Con el mostrador yo no veía el rostro de Irene allí abajo, solo veía su trasero asomando por detrás del mostrador, seguía con su bata blanca puesta.

El chorro de agua caliente, dispersada por una alcachofa de ducha, empezó a recorrer mi cuerpo. Irene dirigió el agua hacia mis nalgas, luego hacia mi pene y también hacia mis testículos. Después regó mis muslos por delante, y luego por detrás. El agua estaba muy caliente, pero no quemaba. Recuerdo la grata sensación de ese calor en mi cuerpo, con el frío que hacía esa tarde en la calle. En ese momento mi pene no estaba erecto, pero si estaba grueso. Sentía una gran excitación, por estar allí y por estar dejándome hacer eso por una mujer tan joven y tan guapa.

Irene apuntó el chorro desde abajo hacia arriba, justo por debajo de mis testículos; que en ese momento, colgaban distendidos como badajos de una campana. El agua caliente, distribuida en pequeños chorros, me hacía sentir como si me acariciaran esa zona tan sensible miles de lenguas a la vez. Me estremecía la reacción de mi propio sistema nervioso, esa sensación llegaba a mi cabeza como una oleada de placer.

Irene volvió a enjabonarse las manos, el sonido era inconfundible, el olor a un gel de principios del siglo pasado también. Deslizó sus finas manos, con uñas pintadas de rojo, por la raja de mi trasero, desde la curcusilla hasta la piel bajo mi bolsa escrotal. Sentir su mano enjabonándome el ano, ¡aquello me excitó tremendamente!… Sus dedos jugaban con el agujero de mi culo que, excitado este por la extrema suavidad del roce de sus manos enjabonadas, se fue abriendo y relajando. Irene introdujo un dedo en mi ano con facilidad, cuando su dedo y su uña roja estaban en el interior de mi culo (virgen hasta entonces), ella hizo círculos con su dedo dentro de mí, mientras con la otra mano, enjabonaba mis testículos; moviéndolos entre su mano, como si fueran bolas de billar.

En ese punto mi erección era como cuando era joven, sentía como si mi miembro quisiera estallar. Irene sostuvo y rodeó mi pene con una mano, bajando y subiendo el pellejo sin apretar, solo enjabonando mi pene.  Mientras tanto con la otra mano, seguía enjabonando y limpiando mi ano, ¡por dentro!, ¡con dos dedos ya! Me soltó, por detrás y por delante y me dijo…

—Juan, que pene más bonito tienes; parece una escultura; además se ve muy robusto y muy gordo.

—Se lo dirás a todos.

—Aunque no lo creas, no suelo adular a nadie en ese sentido.

—Pues muchas gracias Irene, estoy volando de placer, jovencita.

—De eso se trata Juan. Ahora te voy a afeitar desde tu culote hasta tu pene, que he visto que tiene unos pelitos cerca del comienzo del glande. Y no te preocupes, las maquinillas las degradamos con cuero para que apenas corten.

—Lo que tú quieras, estoy entregado a ti.

Me puse a leer las portadas de los diarios digitales, mientras Irene sostenía mis testículos en alto con una mano, mientras que con la otra, daba pasadas con la maquinilla de afeitar en la piel entre mi culo y mi escroto. Irene, a gatas, pasó a mi lado del mostrador y situada detrás de mí, empezó a afeitarme el culo. Primero mis nalgas con grandes pasadas, después, separando mis cachetes, me afeitó alrededor del orificio anal, muy suavemente.

Volvió a ponerse al otro lado del mostrador, sujetó mi pene erecto contra mi pubis con una mano y con lo otra, Irene, ¡fue afeitándome los huevos!, que estaban hinchados por la excitación. Torcía mi polla dura como un madero a derecha e izquierda para rasurar las el vello de los lados. Por último sostuvo mi pene por el glande, gordo como una pelota, apretándolo con una mano, mientras con la otra, rasuraba los pelillos sueltos del tronco central de mi polla.

Me sentía fresco cuando acabó de rasurarme, me limpió muslos, escroto y culo. Al final me enchufó de nuevo la alcachofa de la ducha, limpiando todo el jabón de mi cuerpo.

Sin jabón ya, puso más caudal de agua y ella apuntó a mis testículos, desde abajo hacia arriba; como había hecho al principio. Ese chorro de agua muy caliente, que iba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, me provocó un hormigueo de placer que no puede describir, pero lo intentare: sentía como si miles de agujas de agua caliente bombardearan los terminales nerviosos de mi escroto, haciendo que mis testículos excitados y súper calientes, quisieran salirse de su bolsa. Dijo Irene…

—Juan, para ser tan maduro, ¡que pedazo de huevos se te han puesto!

—Gracias Irene, guapa, es que estoy tan bien contigo.

Cerró el grifo del agua y comenzó a darme lengüetazos por la polla, que la tenía hirviendo. La recorrió un rato con su lengua con gran suavidad; después atrapó mi grueso glande dentro de su boca. Apretó sus dientes por debajo de donde empieza el glande, mientras con sus manos, jugaba con mis huevos. Soltó «la tajada» y absorbió un huevo, lo apretó y chupeteó dentro de su boca, ¡tirando del hacia afuera!, luego hizo lo mismo con el otro. Estaba tan excitado que no me hubiera importado que me arrancara uno de los dos.

Di al botón de la pared y salió una botellita de agua, me la bebí de un trago, saqué otra y la bebí más despacio… Para entonces la señorita Irene, se había tragado mi polla entera, ¡tanto era así!, ¡que su nariz picoteaba mi pubis recién afeitado por ella misma, como si la muchacha fuera un pájaro carpintero! Su felación se intensificó, me dolía el «rabo», que henchido y duro como una piedra, se deslizaba abajo y arriba por su garganta. Cuando Irene sintió que yo me tensaba para correrme, se la sacó de la boca y sostuvo solamente el glande entre sus labios… ¡Como un manantial me corrí!, mi polla comenzó a derramar dentro de su boca varias oleadas de leche espesa, ¡caliente como el fuego!, por el rato que habían estado mis huevos, ¡”pasados por agua caliente”! El primer chorro había salido como un rayo y, penetrando su boca como un dardo; los demás chorreones se fueron depositando sobre su lengua y, derramándose después, sobre sus blancos dientes. Cuando yo creía que no me quedaba nada, Irene apretó mi tronco con las dos manos y lo «exprimió», a la vez que mordía el glande por la base… ¡Joder! sentí como me corría otra vez, pero solo era un poco más de semen. Al terminar, Irene me pulió la polla con la lengua, como no me la habían pulido desde joven.

Al retirarse de mí, se puso de pie al otro lado del mostrador y me dijo…

—Juan, no debería haberme tragado tu lechada, aquí quieren que después de caer en nuestra boca la escupamos. Pero es que tu lechada está tan dulce y tu estas tan bueno, que lo último que deseaba en ese momento es escupirla. No digas que me la he comido, ¿vale?

—No te preocupes Irene, no se lo diré ni siquiera al amigo que me recomendó este sitio. Y muchas gracias por comértela Irene, un detalle por tu parte entonces.

Al terminar su trabajo, me dio un papel doblado y salió de la pequeña sala.

Yo salí de allí confuso y relajado; iba por la calle como volando. Veía a la gente tensa, percibía la tensión en los demás desde mi inmejorable punto de vista.

Al día siguiente y, mientras desayunaba, encontré el papelito que me dio Irene y lo leí.

Ponía así: Juan, me ha gustado mucho hacerte la limpieza, este es mi teléfono 6…….. Si quieres follarme, sólo tienes que llamarme.

Empecé a visitar a clientes por la mañana pensando en Irene, a las doce del medio dia le mande un wasap: (Irene, me encantaría poder follarte hoy mismo, si es posible). Me contestó así: (Juan, después de las siete de la tarde pásate cuando quieras por la calle…. Te esperaré, mi maduro machote).

A las siete en punto estaba llamando al timbre de su domicilio. Era un piso de estudiantes muy humilde, pequeño y lleno de universitarios y de universitarias. Cada habitación estaba dividida en dos con una cortina y el dormitorio de Irene (no os lo perdáis), ¡era parte del comedor!, separado de los que estaban viendo la tele., ¡solo por una cortina! Me saludaron todos y todas muy educadamente, Irene me metió tras la cortina y la corrió. Les dijo a todos…

—No nos molestéis por favor.

Me sentía como si estuviera a punto de hacerlo en público y le dije a Irene al oído…

—Irene, preciosa; no sé si podré hacerlo con tanta gente; ¿lo dejamos para otro día?

— ¡Ni mucho menos!, aunque te la tenga que chupar una hora, hoy me follas como me llamo Irene.

Qué carácter tenía la chica y que cuerpazo cuando se quitó la ropa. Yo me bajé los pantalones de tergal y, por pudor, sólo me saqué la polla por el pernil de los calzoncillos. Irene se tragó mi pene de un sorbetón, (no estaba empalmado), estaba muy menguado. Irene lo chupeteaba en la boca como si fuera un bombón, sin darle importancia alguna al hecho de que no estuviera empalmado. Empezó a tirar de mi polla con sus labios.

De pronto desapareció mi desagrado por sentirme en público, y fue sustituido por una agradable sensación de exhibicionismo, provocada por el sonido acuoso de la boca de Irene chupándomela y, por los silencios de los y las que veían la tele al otro lado de la cortina que, cuanto más ruido hacía Irene al chupar, más callados estaban. ¡Joder!, que me fui relajando y empalmando hasta ponerme como un borrico, claro está, que fue gracias a que Irene me la estuvo chupando, sin descanso ni queja alguna, más de diez minutos. Mi polla estaba dura y crecida, mi glande duro y grande como una manzana pequeña, la cual apuntaba en dirección a la cortina. Irene se la había sacado de la boca y la acariciaba con su lengua. Los de la tele, al levantarse para ir a la cocina, movieron sin querer la cortina, separando un poco las dos partes de la misma. Había una abertura de unos quince centímetros en el centro de la cortina. Enfrente había una chica de unos veinte años con el cabello oscuro y con dos trenzas, que nos observaba con la boca entreabierta. Irene empezó a chuparme los huevos, pero como si se los comiera, absorbiendo y tirando de ellos, mientras mi pene robusto oscilaba en el aire frente a la mirada ya, de dos chicas de unos veinte años y dos chicos de la misma edad, que se amontonaban tras la cortina viendo como Irene se tragaba mis huevos alternándolos.

Saqué un preservativo de mi cartera y me lo puse, le dije a Irene que se diera la vuelta de rodillas y en pompa. Al darse la vuelta, los espectadores desaparecieron antes de que ella pudiera verlos. Lo pensé mejor y puse a Irene de espaldas a la cortina y yo con mi culo mirando a la abertura de la cortina. Irene en pompa era una maravilla, el vello de sus labios sexuales era de un rubio platino y los pliegues íntimos de un rosa intenso.

La penetré sin esfuerzo, pero entraba apretada, el calibre de mi pene y el grosor de mi glande arrastraban su sexo hacia adentro y hacia afuera. Empecé a meterle con fuerza, mis muslos chocaban con sus nalgas haciendo un sonido como de tocar las palmas.

El ritmo me hacía sudar y, mis piernas separadas, dejaban sueltos mis testículos, ¡henchidos y distendidos!, que bailaban como péndulos en el aire. Giré el cuello y vi que todos los ocupantes del piso, cuatro chicas y cuatro chicos se apelmazaban enfrente de la abertura de la cortina. Me giré de nuevo hacia la espalda de Irene, sabiendo que me estaban viendo meter desde detrás de mí y, que estaban viendo también, mis gruesos testículos bailando en su piso.

Me sentía como un toro semental puesto a aparearse, como si el público fueran los dueños de la ganadería. No tardé en correrme, me temblaban las piernas. Me apeé de Irene y me quité el preservativo, me puse de pie y observe el globo. Asombrado quedé que hubiera tanta cantidad de leche dentro, habiéndome corrido el día antes en la boca de Irene. Mientras pensaba en esto, Irene me quitó el preservativo de las manos, lo puso sobre sus labios y lo derramó dentro de su boca, por último apretó el globo para exprimirlo y tragárselo todo, me dijo…

—Que dulce está tu lechada Juan, unnnn.

Irene se giró y por primera vez vio al público, dijo…

—¡Pero chicos!, ¿lo habéis visto todo? , que poca vergüenza tenéis.

Irene se puso roja como un tomate, porque, aunque estaba acostumbrada a trabajar en el lavadero de pollas, se había avergonzado de que la vieran sus compañeros y sus compañeras de piso recibiendo aquel polvazo; pero lo que más la avergonzó (como me diría después), fue que la vieran beberse mi leche directamente del preservativo, como si se tomara un tetrabrik.

Le di un azote cariñoso en el culo a Irene, ella me sonrió. Me puse la ropa y me despedí de todos y de todas. Besé en la boca a Irene y me marché. Cuando bajaba en el ascensor, mi pene aún estaba erecto dentro de mis pantalones de tergal.

Final

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