No fue el mejor camino, pero tuvo que empezar de algún lugar, se prostituyo y ahora es una de las mejores políticas. Historias de su tiempo de puta

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A las ocho de la mañana llegué al hotel. El que creía que era Sergio dormía como un cesto con claras evidencias de haber estado bebiendo, ya que la habitación apestaba a alcohol.

Aproveché para mirar en su maleta que se hallaba abierta en el armario de la entrada, sólo había ropa, ningún documento que pudiera identificarle con el tal Ernesto, según los datos que me proporcionó Lopetegui.

No puede haber venido a Madrid sin documentación, por lo que me dediqué a buscar por los bolsillos de sus pantalones y chaquetas, pero allí no había nada que le pudiera identificar. Por lo que no tenía más remedio que estar camuflada por algún sitio.

De repente se me ocurrió una idea; la misma que tuvo Raúl para saber si la Manolita que constaba en la agenda de su fallecido padre era yo. Por lo que llamé a Sonia por teléfono.

—Diga… Escuché su voz medio adormilada.

—Hola cielo, soy Manolita. No te hubiera despertado si no fuera porque es muy importante el favor que os voy a pedir, de verdad, corazón, para mí es vital.

—Dime, dime.

—¿Puedo ir a tu casa ahora mismo?

—¡Pero si te acabas de ir hace un rato!

—Ya lo sé, pero es que ha surgido ahora el tema.

—¿Está Oscar?

—Sí, dormido

—Voy para allá inmediatamente.

Me estaban esperando los dos despiertos, me dijo Sonia nada más llegar.

—Muy importante debe ser lo que necesitas, pero si podemos, no dudes que te satisfaremos.

—Gracias reina. Sólo os pido una cosa muy simple, hacer una llamada por teléfono, preguntar por una persona, y haceros pasar por quien yo os diga, me bastan sólo unos segundos para hacer la comprobación que necesito.

—Bien, tú dirás.

—Tengo fundadas sospechas de que voy a ser víctima de un timo; por eso necesito saber si una persona es la que dice ser.

Que Oscar llame a este teléfono, es el del hotel Emperatriz, que pregunte por don Ernesto de la Flor, de parte de su hermano Sergio, y cuando se ponga al aparato le diga: Ernesto, soy yo ¿Qué tal va el asunto Manolita? Nada más.

—¿Sólo esto?

—Suficiente para saber la verdad.

—Muy grave debe ser el asunto, ¿verdad Manolita?

—Un asunto de mil millones de pesetas.

Oscar que escuchaba en silencio se le abrieron los ojos como platos. Dijo.

—¿Y es tuya toda esa pasta?

—Ya os contaré, y os prometo que no os arrepentiréis de haberme ayudado.

—No tienes que agradecernos nada Manolita, ¿o es que no somos amigas?

—Más que amigas, cariño.

Y dirigiéndome a Oscar.

—Estará medio dormido el que se ponga al aparato, y con resaca, por lo que no se percatará en el momento, que no es quien cree que le llama.

—¿Quieres que grabemos la conversación?

—¡Mira! Ese detalle no se me había ocurrido, pero sería una prueba irrefutable que podría esgrimir algún día. ¿Tienes algún medio para ello? Oscar.

—Sí, mira, una pequeña cinta que se inserta en un supletorio telefónico, y puedes grabar hasta media hora de conversación,

—Con un minuto será suficiente.

Hicimos unos ensayos con el fin de prevenir algún imprevisto. Confiaba que cuando el supuesto Ernesto se diera cuenta del embeleco fuera demasiado tarde.

—Bien Oscar, vamos a trazar el plan. Son las diez menos cuarto, tardo en llegar al hotel unos veinte minutos. A las once en punto llama, yo estaré en el baño justo a esa hora, de modo que pueda hablar sin temor a que le escuche.

—Un beso guapo. Os llamaré para recoger las pruebas de audio.

—Chao.

—Chao.

A las diez y media llegaba al hotel. El falso Sergio seguía medio adormilado, y con claros efectos etílicos en su semblante, y sobre todo en su aliento. Me puse un camisón y me despeiné para dar el efecto que llevaba en la habitación toda la noche.

—¿Se puede saber dónde coño has estado, Manolita? Me espetó de malas maneras.

—Pues mira cariño, te llamé sobre las once de anoche, me dijeron que no estabas en la habitación y pensé que estarías por ahí cenando o tomando unas copas.

—Sí, estaba en la cafetería del hotel.

—Resulta que me encontré con unos amigos que hacía años que no los veía, y no pude eludir el compromiso de cenar con ellos.

—¿Antiguos clientes?

—No tonto, un matrimonio del pueblo que hace muchos años se vino a vivir a Madrid.

Seguí con la farsa.

—No puedo precisar a qué hora volví, ya que se me había parado el reloj, seguro que la pila. Te vi tan dormido que no quise despertarte. Por favor, y ahora acaba de afeitarte, que necesito darme un baño.

Faltaban cinco minutos para las once. Cerré la puerta y abrí los grifos del baño a tope. Justamente a las once en punto sonaba el teléfono de la habitación.

—¿Sí? Dijo Ernesto medio adormilado.

—Señor, preguntan por usted. Dijo la telefonista.

—¿Ha dicho quién es?

—Sí, ha dicho de parte de su hermano Sergio.

—Bien, pase la llamada.

—Ernesto.

—Dime Sergio, ¿pero por qué hablas tan bajito?

—Por si está Manolita cerca y puede oírnos.

Tenía pegada la oreja a la puerta que la dejé entreabierta unos centímetros, a la vez que tatareaba una canción para darle más libertad para hablar.

—No te preocupes, está en el baño.

—Sólo un segundo hablamos, no es conveniente que te llame, y no te llamaré más, ni tú a mí, hasta que termine «el tema». Sólo dime: ¿Cómo va, y cuelgo?

—Viento en popa hermano… ¡Ah! y que bien folla la tía.

—Cuidado, que es insaciable.

—Tranquilo hermano, que le voy a dar toda «la caña» que me pida.

—Cuelgo Ernesto, no sea que Manolita te pille,

—Adiós.

-—Adiós.

Salí del baño totalmente desnuda, quería distraer su atención a la llamada, por si acaso le había quedado alguna sombra de sospecha de la misma.

—Cariño, que me he dejado el neceser.

Me miró desde la cama, estaba tumbado boca arriba, y me dijo.

—Mira lo que tengo para ti.

Estaba el hijo de la gran puta empalmado a tope.

—Acaba pronto de bañarte que te voy a echar un polvo que vas a cagar.

Esto jamás lo hubiera dicho Sergio, tamaña zafiedad no hubiera salido de su boca. Pero quedé completamente convencida y muy satisfecha: mi plan había salido a la perfección; gracias al buen amigo Lopetegui, a Sonia y a Oscar.

Mi problema ahora es cómo iba a evitar su demanda de sexo; y de que manera iba a tratar tan delicado tema con las autoridades eclesiásticas.

Sentía un profundo asco, no por su cuerpo, porque estaba como un queso de bueno. Repugnancia por la vil jugada a que se había prestado.

Capítulo 40

Sólo podía confiar en mi gran amigo Lopetegui. Sus consejos seguro que me servirían para solventar el problema, por lo que otra vez, volví a llamarle.

Quedamos en una cafería céntrica, ya que en su despacho me sentía algo cohibida para hablarle de tema tan delicado.

A Ernesto (el falso Sergio) le dije que iba a ver unos pisos, y como suponía, no quiso acompañarme. Así nunca podría reprocharme que no le informaba a donde iba, y de donde venía.

—Bien Manolita, otra vez encantado de serte útil. Tú me dirás. Me dijo Lope, con signos de estar interesado por mi problema.

Le conté todo lo que pasó en grandes rasgos.

—Está claro Manolita, que «ese curita», su hermano gemelo y el obispo de esa diócesis, van a por tus millones; pero te voy a dar un consejo.

—Dime Lope.

—¡Por supuesto! no los dones, pero no les digas los motivos reales. ¡Ni se te ocurra decirles la verdad! Y mucho menos hacerlo público.

Iba a preguntarle a Lope el por qué no, pero pensé uno segundos y le comprendí, jamás sería creída.

—Veo que entiendes. Me dijo al adivinar mis pensamientos. Con la Iglesia has topado Manolita.

—¿Qué me aconsejas que haga? Le pregunté algo preocupada.

—Mi consejo es que cambies de residencia. Dime, después de esto qué vas a hacer en el pueblo, qué excusa vas a dar para que tus millones no pasen a sus manos.

—¿Pero la fundación que lleva mi nombre…?

—No te das cuenta mujer, que es una tapadera. Un invento de las fuerzas vivas para sacarte la pasta.

—Qué gran amigo eres! No sabes el servicio tan bueno que me has prestado.

Saqué del bolso un paquete muy bien envuelto en papel de regalo, sabía de antemano que Lopetegui no me iba a fallar, por le eso le dije.

—Toma Lope, esto es para ti.

Abrió el paquete, y se quedó mudo al ver su contenido: un Rolex de oro.

—Para ti, mi buen amigo. Por todos tus desvelos, por tu hermosa amistad de tantos años, y por todos tus favores.

Lope… seguía embelesado viendo aquella joya; no sabía que decir.

—Manolita…

Le puse los dedos en los labios.

—No digas nada.

En la parte posterior se leía la siguiente inscripción:

De Manolita, para mi amigo Lopetegui

Guardaré este regalo, como la demostración de afecto jamás demostrada por amigo alguno. Dijo Lope muy emocionado.

—Me jubilo dentro de unos meses Manolita, y como me consta que esos mil millones te van a acarrear muchos problemas; te doy mi nueva dirección y teléfono para que acudas a mí sin demora en cuanto me necesites; me voy a residir a Gandía; ya sabes que tengo allí vivienda. Toma la dirección.

—Gracias, y yo guardaré tu tarjeta como oro en paño.

Llegué al hotel sobre las 14 horas. Allí estaba Ernesto, (el trasunto de Sergio) con la copa en la mano. No podía entender como el verdadero Sergio no había previsto estos detalles. Sus prosopografías como dos gotas de agua; pero sus etopeyas, se parecen como un «huevo a una castaña».

—Hola cariño. ¿Has conseguido ya nuestro nidito de amor?

—¡Hay tanto donde elegir…! Que prefiero no precipitarme; sigamos en el hotel el tiempo que haga falta.

—Por mí encantado. Aquí se está de maravilla.

—Tengo que ir al pueblo con cierta urgencia, he de tratar con la notaría y el banco ciertas gestiones imprevistas. ¿Me acompañas?

—¡Nooooo! No se me ha perdido nada en tu pueblo. Te espero aquí tan ricamente.

Otra demostración palpable de la zafiedad de este clon. Pero… ¿Cómo es posible que Sergio hubiera delegado tan delicada misión a un patán como su hermano! ¿O es qué me tomaba por tonta?

Reservé billete para el primer tren Talgo; el de las 08:40 del día siguiente, pero no tuve más remedio que hacer de tripas corazón y someterme a los juegos del falso Sergio esa noche, de lo contrario podría levantar sospechas.

—Mi amor, te encuentro distinta, ¿te pasa algo?

Tuve que tragar saliva para no pegarle un par de bofetadas. Pero me propuse ser la puta de antaño, aquella que soportaba las mil y una aberraciones de los tíos que tenía que satisfacer sus bajos instintos.

—Cariño. Le dije poniendo carita de buena. Ten en cuenta que estoy sometida a una gran presión; esto de tener que esperar un año para casarnos, me lleva los demonios.

—Pero mi vidita… Dijo llevando mi mano con la suya al miembro que ya estaba más duro que el pan de antes de ayer. Si «esto» no te va a faltar durante este tiempo. Tú, dona los millones, y verás cómo se aceleran las gestiones para mi dispensa papal.

Otra vez tuve que hacer un esfuerzo para no descubrir su jugada allí mismo. ¡Qué cara más dura!

֫—No te preocupes, que en cuánto te la concedan… esa… la dispensa… nos casamos, y a vivir nuestro amor en la pobreza.

—Ah! Pero… ¿No los vas a donar ya?

—No mi amor, eso requiere su tiempo. ¿Y si te la niegan?

Y para no darle tiempo a pensar, salió la puta que llevaba dentro; me bajé «a sus infames» y empecé a succionar su enorme pene de tal forma, que, se centró en la felación.

—¡Uffff! cariño. ¡Pero qué bien me lo haces!

—¿Te gusta, cielo mío?

—¡Me licuas…!

Menos mal que eyaculó en unos segundos y se quedó dormido como un bebé, por lo que no tuve que seguir con la farsa que tanto me desagradaba.

Capítulo 41

Llegué a la hora de comer. Mi sirvienta Concha se había encargado de las labores de la casa durante mi ausencia, por lo que todo estaba en perfecto orden.

—Buenas tardes señora, bienvenida a casa.

—Hola Concha; ¿Alguna novedad?

—Llamó anoche la señorita Esther, no me quiso decir el motivo; pero me ha dejado este teléfono para que le llame usted.

Esther es la señorita que dejé como encargada de «la Casa» cuando mi marcha a la Isla. Sólo ella y Lopetegui tienen mi dirección y teléfono.

—Te dijo algo más, si era urgente, notaste algo que te llamara la atención.

—No señora, me pareció una señorita muy simpática, sólo me dijo que cuando llegara le llamara.

—¿Y por qué no me llamaste al hotel para notificarme la llamada?

—Esta mañana es lo primero que he hecho, pero me ha dicho un señor, que usted venía para casa.

—Bien Concha, dame el teléfono que te dejó, que ya le llamaré.

La ducha me relajó bastante, comí frugalmente y me dispuse a terminar de una vez con el tema que me tenía en ascuas.

La fundación Doña Manolita, me importaba un pimiento, porque me di cuenta como me dijo Lopetegui, que era una tapadera para que mis millones fueran a parar a unos fines muy distintos de los que yo pensaba: solucionar muchos problemas de las gentes del pueblo con pocos recursos.

Bien es cierto, que el antiguo párroco don Celestino, hizo buen uso de los dineros que doné a la Iglesia; pero después de la jugada que me tenían preparada los representantes del clero de esta Diócesis, tenía muy claro, que ni una peseta pondría en sus manos.

Estaba a punto de cumplir los cincuenta y uno, y otra vez me hallaba en el fondo del pozo de mis penas. Eso de que con pan son menos, podría servir para los pobres, pero para los millonarios no. Porque con dinero se podrá comprar todas las voluntades, pero los sentimientos nobles no tienen precio.

Después de darle vueltas y más vueltas para encontrar la forma de zanjar la situación que me había creado Sergio, su hermano gemelo, y el Obispo, otra vez fue Lopetequi el que me dio la solución: no hacer nada, absolutamente nada. Dejar las cosas tal como están hoy. ¿Qué podrían hacer en mi contra? Oficialmente nada, ya que nada había firmado; todo eran proyectos verbales.

Pero si siguiera viviendo en Los Alcores, cuando se dieran cuenta que no donaba los millones prometidos, me buscarían las cosquillas de mil formas, y la verdad, no me iba a resultar muy cómoda la vida aquí. Además, ¡Qué podría hacer yo opuesta a las fuerzas vivas de la localidad!

Me acordé de la llamada de Esther, marqué el número que apuntó Concha y llamé.

—Dígame.

—Hola, ¿eres Esther?

—Sí, soy yo. ¿Y tú quién eres?

—Quién va a ser, cariño. Manolita.

—Qué alegría doña Manolita! No sabe cuánto me alegra su llamada.

—Apéame esa doña bonita, y llámame de tú, que ya no hacen falta esos formulismos. Dime, para que me has llamado anoche.

—Según me indicaste, dejé a los nuevos propietarios de «la Casa» mi teléfono particular por si se producción llamadas o correspondencia. Y por lo visto les ha llegado una carta del extranjero a la atención de doña Manolita. Quise ir a recogerla, pero como va a tu atención, no me la han querido dar.

—No te preocupes niña, me encargo de recogerla personalmente, ya que tengo previsto ir a Madrid en unos días.

—Espero Manolita que vengas a visitarme.

—No te lo prometo, nena, porque voy volada de tiempo. ¡Por cierto! ¿Qué es de tu vida?

—Me caso Manolita, ¡qué me caso!

—No me digas! Me alegro mucho. ¿Quién es el afortunado?

—No te lo vas a creer.

—¿Le conozco?

—Sí, y mucho.

—Venga niña, no me tengas en ascuas. ¿Quién es?

—Don Servando.

—¡El Marqués de Flores del Campo! Exclamé.

—El mismo Manolita, el mismo. ¡Cuántas veces me ha hablado de ti..!

—Mal ¿no?

—Sabes muy bien que no Manolita. Que todos lo que te conocen echan bendiciones de ti.

—Pero estará muy mayor, ¿no?

—Ochenta y un años, los próximos que cumpla.

—¿Se ha quedado viudo?

—¡Qué va! Se ha divorciado.

—Vaya…vaya…vaya… Con el Marqués.

—Pues sí, Manolita. Se encaprichó de mí en el «primer servicio» que le hice.

—A qué te bajó las bragas con la boca.

—¡Ja ja ja ja ja! Sí, ¿cómo lo sabes?

—¡Pero hija! Si antes de que tú llegaras a la casa, el Marqués era un cliente VIP. Me alegro mucho Esther, porque te ha asegurado la vida. No hace falta que te diga como tienes que portarte, porque ya lo sabrás, pero se para él una esposa complaciente.

—¿Y cuándo es la boda?

—Dentro de quince días. El 28 de este mes. ¿Vendrás? Va a ser una boda civil y muy íntima.

—Creo que no, niña. Posiblemente en esa fecha esté fuera de España.

—Una pregunta nena. ¿Cómo vas, suelta o estreñida?

—Ja ja ja ja ja…! Qué mala eres Manolita.

—Cariño… No sabes cuánto me alegro… Dale al Marqués un beso de mi parte. ¡Ah! y dime que recuerdo quieres tener. Me hace ilusión que tengas algo mío en casa.

—No te molestes, ¡por favor Manolita!

Iba a colgar, cuando me dijo.

—Espera, espera… no cuelgues. Hay algo que no te he contado porque como te fuiste a Río de Janeiro a toda prisa, no lo pude hacer.

—Pero si eso pasó hace mucho tiempo.

—Ya… ya… Pero me ha venido de repente a la memoria.

—Pues ya me dirás.

—Verás. Durante tu ausencia en Río, se presentó en la Casa, un caballero de porte muy distinguido; preguntaba por ti.

—¿De unos cuarenta años, alto y muy guapo?

—Sí, sí… Y muy generoso.

—¡Vaya! O sea, que se acostó contigo.

—Ay Manolita, que disgusto. Igual es algo tuyo y metí la pata. Lo siento.

—Tranquila, niña, tranquila. Que no pasa nada. Pero cuenta con todos los detalles, y no omitas nada.

Me contó con pelos y señales toda la entrevista que tuvo. (Ya habrá adivinado el sagaz lector o lectora, que hablan de Raúl)

Ahora entiendo por qué en el encuentro en Río de Janeiro se tomó con tanta indiferencia mi boda con Adela convertida en Darío. Se sabía «la película».

—Esther.

—Dime Manolita.

—Qué impresión personal sacaste de ese hombre.

—Me dio la impresión de que estaba muy triste y compungido, como si una pena le mordiera el alma.

Seguro que Adela le habría contado la verdad de mi vida, y vino a Madrid para enfrentarse a ella; y el pobre se encontró con esa verdad tan amarga.

—Bueno niña, te dejo. Un beso muy fuerte y mis más sinceras felicitaciones para los dos. Un beso.

-—Adiós Manolita. ¡Te quiero!

—Y yo a ti.

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