Nuestras bocas se unieron mientras caíamos en la cama. No sé si su sexo sabía a cielo
Un internado de señoritas es el escenario del encuentro de los cuerpos adolescentes. Pero si se ven sorprendidas por una joven monja…
Tras el jardín del colegio, en la oscuridad de la tarde, se ocultaban los bloques de edificios. El internado fue la solución que mamá estimó conveniente para que tuviera una educación disciplinada. Apenas salíamos a la calle y el tiempo libre que las monjas nos dejaban era muy poco para intentar ir a una discoteca o algo por el estilo. Sola en un internado. En una ciudad extraña. Sola con unas amigas que también estaban solas.
En el internado compartía habitación con Marta, una chica de Santander. Marta tenía 18 años. Las dos conseguíamos sacar chocolatinas de la cocinas sin que las monjas lo advirtieran. Nos unió nuestro gusto por lo prohibido.
Los viernes por la tarde hacíamos las maletas y nos arreglábamos para pasar el fin de semana con nuestras respectivas familias. Mamá me recibía cada vez con más cariño porque notaba que en el internado estaba madurando y convirtiéndome en una señorita. Una de esas tardes, Marta se cepillaba el cabello delante del espejo de nuestra habitación. Llevaba puesta la falda y todavía no se había puesto la camisa- Sólo llevaba puesto el sujetador y estaba preciosa.
Marta se dio cuenta de que me había quedado paralizada detrás suyo mirando su imagen en el espejo. Sonrió y continuó cepillándose con una mano mientras que con la otra liberaba sus pechos de la prisión del sujetador. Me acerqué poco a poco oyendo sólo sus gemidos y el ruido de mis zapatos y mi respiración. Mis manos empezaron a seguir a las suyas, recorriendo sus duros pezones. A mis dedos, siguió mi lengua y las faldas cayeron al suelo. Nuestras bocas se unieron mientras caíamos en la cama. No sé si su sexo sabía a cielo, lo único que sé es que yo lo llegué a tocar gracias al calor de su lengua.
Así, mi amiga empezó a comerme poco a poco, deteniendo su mojada lengua en mi húmedo clítoris una y otra vez obligándome a gritar que no parara continuamente. Una vez me hube corrido, me acerqué a ella y la besé tiernamente para, a continuación empezar a chuparle sus erectos pezones, acción que hizo de forma concienzuda mientras que le acariciaba el coño con una mano. Cuando estaba mojada al máximo recorrí con la lengua todo su cuerpo, parándome en el ombligo un buen rato. Ahora era ella la que gritaba compasión y pasé a comerme su clítoris hasta que Marta gritó que se corría.
De repente, un ruido. Unos pasos. Alguien detrás de la puerta. Pese a estar cerrada con llave, la monja de guardia tiene la llave maestra. Abre. Se queda parada. Sin saber qué hacer o decir. Vacila. Cierra la puerta. Es joven, unos veinte años. Nos mira, sonríe y empieza a quitarse el hábito lentamente, muy lentamente.