Para que mi hijo no repita de año, conozco a la profesora de matemática
Mi hijo estaba a punto de repetir el último año de la secundaria. Eso sería una tragedia en menor medida para él. Para mí y para mi marido, ambos profesionales reconocidos en el rubro de las finanzas, representaba una catástrofe nuclear: nuestro único hijo varón avergonzándonos frente a colegas y amigos, no sólo recursando sino también perdiendo el ingreso a la universidad al año siguiente. Había que poner manos a la obra.
La materia más crítica era matemática. Por ser de contenido básico, resultaba trascendental para determinar si un alumno podía terminar la cursada o no. Putas nuevas reglas escolares. No había chance de que el vago de mi hijo aprenda a resolver derivadas en una semana. Apenas sabía la diferencia entre una ecuación y una fracción. Si llegó al final de su etapa escolar, fue gracias a las influencias que manejamos con mi marido. Pero el último tiempo se nos acabaron las cartas. Después de meditarlo seriamente, tomé la decisión de inmolarme, de ponerle el cuerpo a la situación. Mi marido estuvo de acuerdo: era eso o ser la familia oveja negra en nuestro círculo de pertenencia.
Manejé en mi Toyota Corolla hasta el St. Laurent High School de Buenos Aires. Estacioné en la puerta y después de calzarme los Ray-Ban, bajé del auto. Me había puesto mi mejor ropa, no podía fallar: zapatos Ricky Sarkany, pantimedias Gucci, pollera Chanel, cartera Prune, blusa Prada, lencería Victoria’s Secret. La cereza del postre era mi perfume Carolina Herrera.
Pregunté en la recepción por José Daniele, el profesor de matemática del último año de la secundaria. Dije que venía para hablar especialmente de Kevin Rubinstein (el inútil de mi hijo). Me hicieron esperar alrededor de quince minutos. Yo no conocía en persona al tipo pero era mucho peor de lo que imaginaba: anteojudo, petiso, canoso, barbudo, panzón y con olor a cigarrillo. Un típico bohemio de alrededor de 60 años.
–Buenos días, señora ¿En qué puedo servirla? –se mostró cordial de entrada el profesor.
No era para menos. Sus ojos estuvieron perdidos en mi escote desde el principio. Era la idea, me felicité mentalmente por haberlo logrado.
–Profesor Danielle… no sabe cómo me avergüenza molestarlo –dije con un tono compungido–. Sucede que mi hijo Kevin está por repetir el año y está muy angustiado al respecto.
–La angustia se va con empeño y dedicación –dijo el profesor mostrándome su mal aliento–. Dígale a Kevin que lo espero en un mes para poner a prueba sus conocimientos.
–Disculpe profesor, pero creo que el asunto es un poco más delicado –dije con un tono más imperativo y empecé a jugar sutilmente con mi pelo–. ¿No podríamos hablar en privado en alguna sala?
El profesor me miró por unos momentos y se sonrió. Vaya a saber uno qué estaba pensando el muy pajero. Pero ya había caído en mi trampa. La palabra “Privado” se le clavó en el cerebro como un anzuelo. Sólo hacía falta tirar de la caña de pescar.
–Estee… si… –titubeó el profesor–. En esta época de receso de verano hay varias salas vacías. Venga, acompáñeme –dijo y me señaló unas escaleras.
El profesor estaba en lo cierto. El segundo piso de la escuela estaba deshabitado. Había muy pocos alumnos rindiendo exámenes en marzo. Por suerte a mi hijo le había tocado a la semana siguiente, lo cual me dio un poco más de tiempo para pergeñar un plan.
–Por aquí –dijo el profesor y abrió una puerta con una pequeña llave–. Además de profesor de matemática, enseño química y física –aclaró.
El burro de mi hijo también se había llevado esas dos materias. Tal vez había alguna chance de hacer un combo, pensé, mientras observaba el laboratorio: unos pingüinos embalsamados en un estante, unas mesadas con tubos de ensayo a un costado, un pizarrón repleto de fórmulas inentendibles, un olor espantoso a lavandina barata.
–Profesor José –dije sin demasiada paciencia–. Me gustaría llegar a un acuerdo con usted. La verdad es que mi hijo no va a estudiar y si se lleva matemática va a recursar el año. Y además tiene previas química y física.
–No termino de entenderla, señora –dijo el profesor con un tono que advertí socarrón.
–Cierre la puerta con llave, José –dije con la calma completamente perdida.
–No entiendo señora –repitió el profesor
–Cerrá la puerta, lindo, corazón, bebote… ¿Cómo te gusta que te llame? –le dije mientras le apretaba el paquete que tenía entre sus piernas: al tacto, una bolsa de gusanos.
No tardó demasiado en soltarme la llave. Cerré la puerta y me saqué los Ray-Ban. Sabía controlar mis ojos así que puse la mirada más gatuna posible y empecé a caminar lentamente hacia el profesor, que todavía se estaba recuperando de mi apretada de paquete.
–Soy un hombre decente… –alcanzó a decir José pero se detuvo al ver que yo me había desprendido la blusa, dejando entrever mi escote.
Me saqué rápidamente la blusa y me quedé en corpiño, un Victoria’s Secret fucsia hipnotizador. El profesor estaba paralizado. Se ve que hacía años que no tenía contacto sexual con una mujer de mi calibre. Imaginé a su señora, vieja y rechoncha, menopáusica, apenas un bulto con quien compartir la cama. Tuve que tomar la iniciativa acercando su mano derecha a una de mis tetas, primero guiándola por encima del corpiño, para que sienta esa textura de encaje tan útil al calentar pijas y después insertando su mano adentro para que palpe de lleno una de mis tetas.
–¿Te gustan José? ¿O preferís que te llame bebote? –le dije con la voz suave y pausada.
–José… José está bien –respondió el profesor tartamudeando.
Acerqué mi boca al profesor. Lo besé y después le dí una chupadita sobre sus labios. El sabor agrio y el olor a tabaco se apoderaron de mis sentidos. Pensé en lo humillante que sería que el vago de mi hijo Kevin no ingresara a la universidad y proseguí.
–Mmm… Qué tenemos acá bebote –le dije tocándole el paquete de nuevo–. Parece que tu amiguito quiere jugar.
El profesor perdió la cordura y se abalanzó sobre mis tetas. Empezó a chuparlas desesperado, como si se hubiese cruzado un kilo de helado en medio del desierto. Aproveché para quitarme el corpiño y dejarlo degustar de mi buen par de tetas, operadas, de pezón rosado pequeño y punta pronunciada, dura como un caramelo, como le gusta a la mayoría de los hombres. El profesor arrastraba su lengua de teta a teta y me raspaba con su barba. Nunca me sentí tan lejos de la excitación, pensé en ese momento.
–Sacate el pantalón, bebote –dije tratando de apurar el trámite.
El profesor se desabrochó el cinturón de cuero reseco que sostenía su pantalón de gabardina marrón gastado. Lo dejó caer. El espectáculo que seguía debajo de esa ropa lamentable era aún peor: unos slips bordó con aureolas me separaban de lo que se podía adivinar como un pequeño pitito.
–¿Me la vas a chupar o qué hacemos? –preguntó el profesor un poco aturdido por la situación.
Inspiré hondo y le bajé el slip. Mis sospechas se confirmaron: había un pequeño pitito luchando por destacarse entre un vello púbico canoso y los testículos que colgaban como dos guindas en una bolsa. Cerré los ojos y empecé lamiéndole los testículos, a ver si el amiguito se le despertaba. Como no había reacción después de un minuto, empecé a pajearlo. Al principio sólo necesité el índice y el pulgar. Lo masturbaba como si fuese una pincita. Milagrosamente, el miembro del profesor despertó y se convirtió en algo parecido a un pene. Mi mayor temor era que el pito del profesor fuese tan pequeño que no hubiera posibilidad de ponerle un preservativo.
–Ahhh, ahhhh, creo que voy a eyacular –dijo con todo tecnicismo José.
–No, bebote, todavía no… –dije firmemente y mentí–. No me dejes con las ganas de coger.
Fui hasta mi cartera Prune y saqué una caja de preservativos. Abrí el paquete con los dientes y saqué uno de Efecto Retardante. Lo desenrollé sobre la pija erecta de 10 centímetros del profesor. Lo seguí pajeando con una mano para que no se le baje, mientras que con la otra mano me desabrochaba la pollera y me sacaba la bombacha. Los zapatos me los saqué haciendo movimientos con los pies.
–Acostate en el piso, bebote –le dije mientras me sacaba también las pantimedias Gucci. Eran mis pantimedias favoritas, no iba a permitir que se impregnaran del olor de este hombre desagradable.
El profesor se sacó sus zapatos de donde me invadió un olor a pata terrible. Se sacó la camisa y recién ahí pude ver su panzota maciza y peluda. Se acostó en el piso torpemente, casi que no sabía como flexionar las piernas y echarse. Pero no había nada parecido a una cama. Y la verdad no tenía ganas de hacer un misionero y que se me suba encima. Preferí controlar la situación cabalgándolo yo misma.
Agarré el pene del profesor y me lo metí adentro. Me hacía apenas cosquillas. Apoyé mis manos sobre su pecho y empecé a menearme lo justo y necesario para que la verguita no se saliera. El profesor me miraba con los ojos perdidos. No sé que vería sin sus anteojos. Supongo que una versión borrosa de mí y mis tetas bamboleándose.
–Así, así puta, así –dijo de repente el profesor como si se le hubiese soltado la cadena y me empezó a apretar las tetas con sus manos rechonchas.
Comencé a cabalgarlo con ganas, para que ese hastío terminara lo antes posible. Era incómodo porque yo tenía la vulva seca. El lubricante que venía con el preservativo no había ayudado casi nada.
–Voy a aprobar a tu hijo pero con una condición –dijo el profesor.
–¿Cuál? –pregunté
–Que me dejes llenarte el culo de lefa –respondió jocosamente.
Llevarme un souvenir no estaba en los planes. La sola idea de imaginar los fluidos de ese tipo adentro mío me llenaba de asco. Sin embargo, lo ví muy firme en su postura. Incluso había dejado de menearse, para dar a entender que sólo íbamos a seguir bajo sus reglas.
–Ok, José –dije resignada– Pero aprueba las tres materias: matemática, física y química.
–Lo que usted diga, señora putita –me dijo el profesor.
Me eché a un costado mientras el profesor se incorporaba y se sacaba el preservativo. Su verga seguía erecta pero del mismo tamaño. El trámite no iba a ser tan complicado, era como meterme en el culo un dedo índice y un dedo del medio. Me puse en cuatro patas. Apoyé la cara contra el piso frío. Quería que esto terminara cuanto antes. Sentí las manos del profesor sobre mis caderas y traté de pensar en algo lindo: vacaciones en Ibiza, trekking por Islandia, de compras por Tokio.
–Qué buen ojete que tenés putita –dijo el profesor mientras me ensalivaba el agujero del culo con sus dedos–. Ayudame abriéndote el orto un poco, putita, dale, si te gusta…
El profesor se estaba envalentonando con las palabras. Estiré mis brazos y mis manos hasta alcanzar mis nalgas. Las separé haciendo fuerza hacia afuera. Sentí como mi esfínter se estiraba y se abría. Percibí algo húmedo y gomoso merodeando la entrada de mi cola. Primero entró la cabeza y después sentí el tronco de su verga ingresando.
–Dale, papi, dame la lechita –dije sobreactuando y sabiendo que las palabras son cruciales para el cerebro. Mientras tanto pensaba en ropa, autos, muebles, cosas para comprarme.
–Uyyy, que culito apretadito que tenés mamasa –dijo el profesor mientras bombeaba torpemente.
La leche no tardó demasiado en llegar. Tuve que soportar sus jadeos que sonaban como ronquidos y a esta altura, todo el laboratorio del colegio estaba apestado por los olores del profesor: olor a pata, olor a culo, olor a pija, olor a huevo, aliento a mierda.
–Siii… siii… toda la lefita… –dijo el profesor dejando entrever su perversión oculta.
No veía la hora de desabotonar mi culo de esa verga fofa. Quería llegar urgente a mi casa, bañarme y hacerme un enema para que no me quede ni un rastro de ese viejo espantoso. Finalmente su verga se desinfló al cabo de unos segundos y se salió de adentro de mi esfínter. Agarré papel de un rollo de cocina que había en una mesada del laboratorio y me limpié el culo.
–Ehhhh, qué te da asco la leche, putita –dijo el profesor mientras se ponía el slip bordó.
No respondí. Empecé a juntar mi ropa y a vestirme rápidamente. Ya no era divertida la situación. Mientras me ponía la bombacha y el corpiño, pensé en mi hijo, ingresando en una prestigiosa universidad y estudiando economía como sus padres. Después veríamos como carajo hacer para que obtenga el título.
Una vez que estuve vestida, agarré la llave del laboratorio que estaba sobre una mesada y abrí la puerta. Sentía un líquido viscoso adentro de mi culo que me estaba incomodando demasiado. Quería hacerme el enema urgente. Me moría del asco.
Antes de irme le dije:
–Más vale que mi hijo apruebe las tres materias, no creo que quiera meterse en problemas, profesor José Daniele. Tengo conocidos en varios ámbitos públicos.
–Va a aprobar, quédese tranquila. Lo voy a aprobar en matemática y química.
–¿Cómo? –pregunté furiosa–. Ese no era el trato.
–Si querés que lo apruebe también en física, tenés que chuparme el pito y tragarte toda la lefa, bebota –me dijo el profesor todavía en slip, parado en el medio del laboratorio con las manos en la cintura, haciéndose el sexy.
Abrí la puerta indignada y me fui. Habría tiempo para pensar en cómo mierda lograr que el inútil de mi hijo apruebe física. Por lo menos, no iba a recursar. Mi marido y yo no ibamos a ser la vergüenza de nuestro círculo de amigos y colegas.