Pedro investiga dos policías, descubre que tienen una relación clandestina en la que prueban todo el tiempo cosas raras

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– Muy buenos días – saludé con una sonrisa genuina a la mujer del otro lado de mi puerta.

Laura Müller, el nombre que tenía en mi agenda de acuerdo al turno solicitado, se sobresaltó. Parecía no estar acostumbrada a que la gente atendiera a la puerta cuando ella llamaba.

– ¿Eres Pedro? – preguntó.

– Soy Pedro – afirmé. – Por favor, pasa.

Laura era una mujer joven, entre 25 y 30 años, de piel bronceada y un cabello castaño claro. Su necesidad de que acreditara mi identidad apenas me vio, me dio a suponer que se encontraba ansiosa, lo cual es un denominador común en la primera entrevista con mis clientes. También me hizo pensar que no cumplía las expectativas que tenía sobre mí en mi cabeza.

– Esperaba que fueras más grande – comentó, mientras entraba detrás de mí. – Por tu voz, que es grave. Había esperado un hombre mayor. Incluso te imaginé canoso, con una camisa negra.

– Casi un cura – respondí.

Eso la hizo reír.

Mi oficina se encontraba dentro de mi propia casa, a sólo unos metros de la entrada principal. La hice pasar, cerré la puerta detrás de ella y le indiqué que tomara asiento en la silla detrás de mi escritorio. Laura parecía la clásica mujer que, en cualquier momento, me preguntaría por qué no tengo una secretaria que atienda a las personas por mí.

– Supongo que buscar un detective privado es como hacer una especie de confesión, ¿no? – preguntó Laura.

– No soy un cura, pero puedo asegurarte que tengo la misma reserva que si esto fuera un confesionario – le aseguré, poniéndome frente a ella. – Todo lo que digas es confidencial, te lo aseguro.

Ella asintió. Muchas personas, a la hora de contratar mis servicios de detectives, sentían los nervios de saber que confesarían algo. Era un paso a salir de la negación en la que se veían envueltos diariamente y creer en la posibilidad de que las cosas eran de una manera distinta. Yo, por lo general, era el juez que dictaminaba si vivían en una mentira o no.

– Hace mucho que no me confieso – continuó, por la misma línea. – La última vez que lo hice, pedí perdón por robarle caramelos a mi abuela. Es extraño, pero todavía siento culpa por aquello. Supongo que la confesión no sirvió como prometía.

– Si desarrollaste un gran sentimiento de culpa en estos años, creo que funcionó bien – comenté. Tenía que volver a encausarla hacia el tema que la había llevado hasta allí. Hay clientes que pueden hacerme perder una hora entera yéndose por la tangente. – ¿Por qué no me cuentas en qué te puedo ayudar?

Ella buscó en su pequeña cartera un cigarrillo y me miró inquisitiva, esperando mi permiso para encenderlo. Asentí. Era un escudo usual también entre mis clientes.

– Creo que mi marido me engaña – disparó, finalmente. Luego, suspiró como si se hubiera quitado el secreto mejor guardado del mundo. – Lo dije.

– Lo dijiste – acordé con simpatía.

– Es una estupidez – comentó, negando con la cabeza. – Supongo que tendrás a muchas personas que vienen por este mismo problema, ¿no?

Me mantuve inexpresivo. No podía prometerle que nuestra charla iba a ser confidencial sólo para contradecirme a la oración siguiente. Le acerqué un pequeño cenicero. Ella percibió que no iba a obtener una respuesta y encendió su escudo fálico.

– ¿Qué te hace pensar que lo hace? – preguntó.

– La clásica historia – respondí. – Leí unos mensajes de texto en su celular que me llamaron la atención. Santiago es muy cuidadoso con respecto a su teléfono, pero un día se estaba bañando y se olvidó el celular en la mesa de noche.

– ¿Tienes a alguien en particular de quién dudes? – pregunté.

Esta era una pregunta de doble intención pero que ayudaba mucho a reducir el trabajo. Una cosa es que una persona sospeche que su pareja la engaña, lo cual abría un abanico de alternativas bastante complejo. Otra mucho mejor era cuando sospechaban de alguien en particular, por lo que mi trabajo se veía ampliamente reducido y, por decirlo de alguna manera, mucho más sencillo de culminar.

– Creo que me engaña con un chico – comentó. Su voz se trastabilló. Se formó un nudo en su garganta. – He sospechado de su compañero de trabajo, que efectivamente sé que es gay.

Aquello despertó mi atención pero intenté que no se notara. Tengo un morbo general al respecto de los hombres que engañan a sus mujeres con otros hombres. Me parecían un objeto de estudio interesante. Me han tocado varios casos así y, siendo honesto, la mayoría de las veces terminaba acostándome con esos hombres si es que eran atractivos después de haber arruinado su matrimonio. Un doble placer de mi parte.

– ¿Por qué no me cuentas sobre eso? – propuse.

– El chico, Julio, fue a cenar varias veces a nuestra casa – continuó. – Comparten ciertos códigos de los que yo me quedo afuera. Noté que sostenían ciertas sonrisas cómplices que me hicieron pensar en que quizá pasara algo entre ellos dos y, descaradamente, se estaban burlando de mí. ¿Puedes creerlo? En una misma cena que yo había preparado para ellos.

Santiago y Julio. Dos compañeros de trabajo que podían ser amantes. No debería costarme demasiado verificarlo.

– ¿En qué trabajan ellos? – preguntó.

– Son policías – respondió.

Me quedé a medio escribir en mi bloc de notas y la miré con inquietud. Nunca había aceptado un trabajo que involucre a la fuerza policial. Había escuchado de muchos colegas que era prácticamente una sentencia a muerte. Uno tenía que ser muy bueno en sus movimientos y tenía que tener los contactos adecuados como para que no saliera a la luz que era investigado. Uno de mis compañeros de trabajo había terminado con varios dientes menos cuando aceptó un caso así y yo amaba demasiado mi dentadura como para correr la misma suerte.

Negué con la cabeza apartando mis propios pensamientos. En mi trayectoria como detective privado, había investigado a contactos muy peligrosos y por situaciones realmente graves. Era bueno en lo que hacía, así que un uniformado no debería representarme un desafío importante.

– ¿Hace cuánto estás casada con Santiago? – pregunté.

Había anotado el nombre en cuanto ella lo mencionó. Por lo general, la identidad de la persona a la que hay que investigar permanece en reserva hasta casi el final de la entrevista, cuando la persona se decide finalmente si quiere saber si existe una traición o no. Pero Laura lo había nombrado unas oraciones atrás y yo lo anoté.

– Dos años – respondió. – Pero somos novios desde hace cuatro. Nos casamos en el mismo momento en que él se convirtió en policía, por una cuestión de seguro médico más que por amor. Yo en ese entonces no tenía empleo y necesitaba estar resguardada. Así que nos casamos, aunque todavía tenemos pendiente la luna de miel. Los días libres de Santiago, decide ir de pesca con sus amigos. Al menos, eso me dice. ¿No se iban de pesca esos vaqueros de la película que se terminaban enrollando entre ellos? Oh, Dios, soy un estereotipo.

De hecho, lo era. Pero por razones ajenas a una película sobrevalorada. Laura apagó el cigarrillo sobre el cenicero y me miró, impaciente, como si yo la estuviera sometiendo a alguna clase de examen.

– Bueno, empezaré por investigar el vínculo entre Santiago y su compañero de trabajo – respondí, mirando el nombre de Julio que había escrito. – Mi contrato exige que jamás revele que has contrato mis servicios, en especial a la persona que estás investigando. Si llegaras a incumplir en esta norma, voy a denunciarte. No quiero sonar bruto, pero es importante que mi identidad permanezca en el anonimato si es que quiero continuar conservando este empleo.

– Por supuesto – respondió. – ¿En cuánto tiempo crees que puedes tener alguna novedad?

– Apenas tenga algo, te lo haré saber – le aseguré.

Laura parecía el tipo de mujer que me llamaría todos los días para saber si había descubierto si su marido la engañaba. Era complicado lidiar con una persona ansiosa que consideraba que sus problemas eran los únicos que importaban en el mundo. Pero, después de todo, esa clase de clientes eran mi pan de cada día, así que no podía mostrarme hostil ni impaciente.

– Si existe algo raro entre ellos, quédate por segura que lo voy a descubrir – prometí.

***

Para realizar una buena investigación, necesito contactos. Gente que tenga acceso a información que me resulta importante. Valquiria era, sin ánimos de exagerar, la pieza más fundamental en mi rompecabezas.

Era contadora del Banco Central y tenía acceso a todos los movimientos de crédito de cualquier persona que tuviera cuenta con ellos. Con el tiempo, aprendí que mis colaboradores, suelen tener un motivo de trasfondo. Algunos buscan sexo o dinero. Valquiria, no obstante, no necesitaba ninguno de los dos. Correcta y aplicada, la primera en su clase, la promesa de su generación, concebía este desliz como una forma de revelación al sistema en el que estuvo inmersa durante toda su vida.

– Eres una fuga para mi opresión – me supo decir una vez. – Cada vez que hago esto, es como una bocanada de aire.

Como muchas personas que encuentran un amante para escapar de una relación estancada, Valquiria engañaba su imagen de mujer perfecta conmigo. Encontraba a aquel trabajo lleno de una adrenalina que no experimentaba en su labor lleno de formularios y números. Tuve que decirle que, por supuesto, estaba idealizando mi trabajo. Ni por asomo suele ser divertido y, por lo general, perseguir a alguien está lleno de horas muertas.

– Santiago Müller – comentó, entrando en mi auto con un fajo de veinte páginas. Me lo extendió al tiempo que me hacía el resumen. – Tiene cuenta con nosotros desde hace siete años, pero sus movimientos bancarios no son grandes ni interesantes. Algunas compras de cosas para el hogar, tiendas de ropas, cosas que podíamos considerar normales.

– Así que aquí no voy a obtener nada – analicé. – ¿Qué hay de Julio?

– No tiene cuenta con nosotros – respondió. – Debe cobrar en efectivo a fin de mes. Algunos no están bancarizados porque no son de planta. Pero de todos modos, sí hay algo interesante en la cuenta de Santiago.

Revisé los papeles. Una lista interminable de nombres y precios, pero no alcanzaba a decirme nada.

– ¿Qué estoy buscando? – pregunté.

– En el último año, pagó por una habitación en el hotel Luna Nueva – respondió. – Una persona difícilmente pague una habitación de hotel en la misma ciudad en la que vive, a menos que se haga cargo de alguna visita o…

– O tenga algún encuentro clandestino – afirmé, entusiasmado.

Tenía la pista que necesitaba para iniciar la investigación. Me pregunté qué excusas le diría el famoso Santiago a su mujer Laura para irse a pasar la noche en un hotel. Probablemente le dijo que tendría que hacer una ronda nocturna. El trabajo de policía podía variar fácilmente, por lo que hacer una mentira en pos de sus horarios no debería ser complicado. Ahora sólo restaba saber quiénes habían ocupado la habitación.

– ¿Conoces a alguien del hotel que pueda ayudarte? – preguntó Valquiria, también ansiosa.

Sospechaba que en algún momento me propondría renunciar a su empleo y ayudarme en la investigación a tiempo completo. Lo cual, por supuesto, no me convendría. Dudaba mucho que el Banco le permitiera conservar las claves para acceder a los movimientos de cuentas.

– Conozco a alguien que puede ayudarme en el Hotel Luna Nueva – respondí.

– Hay una cosa que me preocupa, Pedro – respondió ella, lanzando un suspiro. – Estás investigando policías.

– Lo sé.

– Has trabajo con policías en el pasado – respondió. – ¿Eso no te representa un conflicto de intereses?

– La policía ha trabajado con mi ayuda también – contesté. – Si nos basamos en esa lógica, significaría que ellos no pudieran meterme en prisión por ese tema.

Valquiria no pareció convencida con mi respuesta.

– Tengo miedo de que puedan tomar represalias contra ti – afirmó ella. – No eres Jessica Jones.

– Sólo estoy haciendo un trabajo simple – contesté. – Averiguo lo que me pidieron y salgo del mapa.

O, al menos en ese momento, creía que así de fácil resultaría. Un trabajo más.

No imaginé lo equivocado que estaba.

***

En los primeros momentos en los que tomo un caso y realizo las investigaciones preliminares, me siento poseído. Hacer el primer acercamiento sobre la rutina, vínculos sociales y eventos interesantes en la vida de la persona que debo investigar, me resulta sugerente y embriagador.

El impulso de adrenalina suele disminuir al cabo de unas horas, cuando me encuentro en algún callejón sin salida. Proceso a retirarme a efectos de no sufrir una crisis de frustración.

Por ello, me sobresalté cuando la puerta de mi despacho se abrió y Federico asomó la mitad de su cuerpo. Por instinto, me tiré sobre los papeles de mi escritorio cual madre que protege a sus hijos de un extraño que invade el hogar. Al instante, me relajé un poco.

– ¿Quieres que prepare algo para almorzar? – preguntó. – ¿O quieres que me vaya a mi casa y comer solo?

Había olvidado por completo que el muchacho había pasado la noche en mi casa. No suelo dejar a mis amigos nocturnos que se queden hasta el día siguiente, pero Federico era especial. Teníamos diez años de diferencia de edad pero me agradaba su compañía y, aunque suene una oración clásica para justificarme, era muy maduro para su edad. Además, el sexo era fabuloso.

Sí, en contraste con su juventud, podría decirse que soy un daddy.

– Podemos comer – respondí, sonriente y esperanzado. No dejaba que nadie interviniera en mi alimentación, pero tenía que elegir entre seguir poseído o cocinar. Elegí la posesión. – Ven, quiero preguntarte si conoces a alguien.

Federico ingresó en mi despacho, apreciando el lugar. No era usual la invitación y parecía querer retener en mi mente todo lo que pudiera, por si las puertas al lugar sagrado se le cerraban para siempre y jamás pudiera volver.

El muchacho apenas rozaba la mayoría de edad. Sentía una enorme atracción por mí, la cual me resultaba sumamente erótica y me llenaba de morbo. Era complaciente, a la vez que rebelde y arrogante. En un par de encuentros que tuvimos, le hice todas las cosas que se me cruzaban por la cabeza y él se las dejó hacer. Me encantaba que no tuviera límites.

Federico se quedó de pie frente a mis informes desparramados, pero guié su mirada hacia la foto que había impreso. El primero de los chicos que me interesaba.

– ¿Lo conoces? – pregunté.

Sabía la respuesta.

– Lo tengo en Facebook – respondió, encogiéndose en hombros. – Creo que es policía, ¿no? Vi un par de fotos de él con uniforme.

Noté cierto morbo en el tono nostálgico que utilizó para identificarlo como un uniformado. Sonreí con picardía.

– Pero no lo conoces personalmente – señalé.

– No – respondió negando con la cabeza. – ¿Cliente o investigado?

– Investigado – contesté.

Saqué la segunda fotografía que tenía en mi abanico y se la mostré. Julio, el compañero de Santiago y sospechoso de tener un romance con él.

– ¿A él lo conoces? – volví a preguntar.

La expresión de Federico fue impagable. Lo reconoció al instante y por una milésima de segundos, su rostro esbozó una sonrisa. Me dio la pauta de que no sólo lo conocía, sino que se había enrollado con él.

– Lo conozco – afirmó.

– ¿Estuviste con él?

– ¿Me lo preguntas como detective o por morbo personal?

– Un poco de ambos – dije, sonriendo.

Federico me devolvió la sonrisa. Era de piel morena, de cuerpo atlético y cachetón. Tenía una maraña de rulos cortos en su cabello, los cuales muchas veces me gustaba agarrar con fuerza cuando se abría para mí. Nada más que esa mañana, el frío impedía que pudiera apreciar sus esfuerzos físicos y tenía que contentarme con un joven debajo de varias camperas. Gracias al invierno, yo también tenía la garganta a la miseria y tenía que sacrificar el cigarrillo hasta mejorar.

– Lo conocí en una fiesta que hizo un amigo en común – me comentó. – Charlamos, debatimos, se la terminé chupando en el patio de la casa donde fue el evento. Esas cosas.

Me excitó automáticamente. Federico era sumamente bello y, aunque no podía decir que era un experto en realizar una felación, la imagen de él en un patio, de rodillas, ante un joven policía, hizo que mi entrepierna se endureciera.

Hice un espacio para atrás en mi silla, entre el escritorio y mi cintura.

– Ven, siéntate aquí – le indiqué. – Quiero escuchar tu historia.

Federico se acercó con una sonrisa. Tomó asiento, dándome la espalda, apoyando su trasero en mi entrepierna. Tenía unos pantalones de tela, lo que me permitía sentir con una amplia exactitud la división de sus dos nalgas.

– ¿Qué es lo que investigas de ellos dos? – preguntó, apreciando el desastre de papeles de mi escritorio.

– Tengo que averiguar si Santiago tiene una aventura con Julio – respondí.

– Creí que Santiago era casado – analizó Federico.

– Lo estuviste investigando también, ¿eh? – pregunté, divertido.

– Un policía atractivo en mi Facebook, que vive en mi propia ciudad, es motivo para que investigue – respondió. – Suelo perder el encanto cuando descubro que están casados con una mujer.

– ¿No sueles atribuir la solicitud a nada? – pregunté.

– Nada especial – dijo, encogiéndose en hombros. – Por lo general, los hombres casados con mujeres que quieren una aventura, se hacen un perfil falso. El heterosexual que desee experimentar con hombres, no se mueve con el miedo de lo que puede perder si es descubierto.

Eso me ayudó a hacer un pequeño perfil sobre Santiago. Si es que verdaderamente se acostaba con chicos, en este caso particular con su compañero de trabajo, no se escondía detrás de un perfil falso. Lo que me indicaba que se manejaría con esa impunidad característica de los oficiales de policía. Al fin de cuentas, no dejaba de ser un estereotipo.

– Cuéntame sobre Julio – solicité.

– ¿Qué quieres saber sobre él? – me preguntó.

– Todo lo que recuerdes – pedí.

Federico se giró arqueando su espalda para mirarme. Acercó sus labios a los míos y me sentí un espectador que es hipnotizado antes de que empiecen a contarme una historia.

– Lo conocí en una fiesta – repitió. – Estuvimos hablando gran parte de la noche, de nada profundo y particular, pero con una fuerte tensión sexual que se palpaba. Después, dejamos que el alcohol comenzara a hablar por nosotros. La música a alto volumen ayudó a que tuviera que acercarse a mi oído para hablarme. Tengo que reconocer que su aliento a alcohol me gustaba mucho.

– ¿Te dijo que era policía? – pregunté.

– Por supuesto que sí – respondió. – Está orgulloso de eso y no dejaba de repetirlo. Hicimos un par de bromas al respecto. Unas bromas privadas. Me preguntó si alguna vez alguien me había esposado.

No pude evitarlo. Mientras me relataba su historia, hice un esfuerzo con mi mano derecha para levantar el elástico de su pantalón gris. Metí mi mano izquierda debajo, buscando su miembro. Lo encontré ya endurecido y lo tomé en mi poder. Lanzó un pequeño gemido, pero pudo continuar hablando.

– Le dije que una vez lo había hecho, pero que no había salido bien – respondió. – Entonces me dijo «eso es porque no te lo supieron hacer». Tuve que reconocerle que era probable. Así que le pregunté si a él le gustaban los juegos de esposas y me dijo que sí, que él no tiene problema en jugar al policía o al ladrón, dependiendo de la persona que tenía enfrente.

Entendía la referencia en donde Julio le confesaba su versatilidad, aunque de una forma elegante. Un juego íntimo en una charla que tenían ellos dos. Un artilugio que probablemente Julio repetía con cualquier chico al que se quería tirar. No es raro que en la conquista, el cazador repita el mismo disparo a cuanta presa tenga enfrente. Si fue efectivo una vez, podría serlo una segunda.

– Le confesé que me calentaba – continuó explicando Federico. – No se lo dije directamente, sino que lo que me estaba contando me estaba calentando. Eso también era cierto. Me preguntó si quería probar su arma.

– Utilizaba buenas analogías en referencia a su empleo – atiné a decir.

– Lo sé – contestó. – Y debo decirte que eso, en un policía, es excitante.

– ¿Qué le dijiste? – pregunté.

– Por supuesto que le dije que sí – contestó. – Salimos despacio de la fiesta, intentando que nadie notara que nos marchábamos hacia el patio. La casa de nuestro amigo era amplia y tenía un buen jardín. Caminamos en silencio hasta llegar a una buena penumbra, a una buena distancia de la multitud y las luces de la casa. Era un silencio total, así que escuché perfectamente cuando descendió la cremallera de su pantalón y sacó el arma con el que quería dispararme. El sonido de ese cierre es algo que todavía consigue estremecerme.

No aguanté mucho más. Impulsé su cuerpo sobre mi escritorio, a efectos que quedara a mi merced. Descendí sus pantalones y su ropa interior con lentitud. No quería correr el riesgo de que su miembro erecto se enganchara en la ropa y perder todo el efecto erótico que habíamos obtenido.

– Sigue contándome – le anuncié. – Yo puedo encargarme de esto.

– En silencio, me arrodillé para hacer mi trabajo – continuó explicándome Federico. – Julio tiene un miembro largo y delgado. Lo tomé con mis manos y lo masturbé con suavidad, mirándolo y aproximándome a sus labios. Nos rozamos, pero no podía decir que nos dimos un beso propiamente dicho. Ejerció presión en mis hombros para que me pusiera de rodillas y me pusiera a lo mío. Después de todo, no teníamos mucho tiempo y cualquiera nos podría interrumpir.

Abrí las dos nalgas duras de Federico. Eran dos naranjas firmes y resistentes pero que no tuvieron reparos a la hora de separarse. Aprecié su ano. Federico se afeitaba, pero no hacía una depilación completa, sino que unos pocos vellos se asomaban en su entrada. Eso me gustaba mucho más.

Mordí la naranja izquierda con un placer sádico, con el puro efecto de estrujar su carne entre mis dientes y dejarle una marca por varios días. En ese momento me pertenecía y podía hacer con él lo que se me plazca.

Federico gimió, interrumpiendo su recuerdo erótico para dejarse invadir por mi imposición.

– Recuerdo que mientras se la chupaba, sujetó suavemente mi cabeza para penetrarme por la boca – continuó explicando Federico. – Me ahogué varias veces. Pero ya me conoces, me gusta cuando me ahogan con una verga.

Sonreí aunque él no pudiera verme. Mi mente evocó la familiar imagen de Federico, llenando de saliva mi miembro, teniendo pequeñas arcadas por invadir todo su sistema respiratorio.

– ¿Acabó? – pregunté.

– No alcanzó a hacerlo – contestó. – Supongo que estaba nervioso por miedo a que nos vean.

– Quedó pendiente eso… – propuse.

Noté que Federico también sonreía, aceptando lo que ello significaba.

– ¿Crees que te ayudaría a tu caso si me acuesto con él? – preguntó.

– ¿Quieres ayudarme? – pregunté, analizando la alternativa. – Nunca me viene mal un poco de ayuda. Además, tú la pasarías bien, ¿o no?

– Creo que la pasaría muy bien – afirmó, con un tono pícaro que invitaba al deseo.

Preparé mi mástil con un poco de saliva y apoyé mi punta en su entrada. El cuerpo de Federico se estremeció, pero aceptó al agente extraño que lo invadía como si en realidad esperara a aquel invitado hacía tiempo.

Su carne se cerró alrededor de mi verga. El roce preciso, la presión justa, el movimiento lento y pausado que nos hacía gemir como locos.

Puse mis manos alrededor de su cintura y lo inmovilicé. Me gustaba el efecto que causaba eso, como si quisiera dejar en claro que él me pertenecía y no tenía derecho a disfrutarlo.

Tras unos segundos, entrar y salir de él fue algo sencillo, rítmico y ensayado. Sus gemidos, en cambio, eran genuinos.

Federico miraba hacia la izquierda, con la mejilla pegada en el escritorio y su vista clavada en el portarretrato. La foto del día que camping que desentona alegremente con la solemnidad del lugar.

– ¿Vas a querer que te haga esto? – le pregunté.

– Sí… – gimió. – Me quedé con las ganas.

Exploté en su interior antes de que pudiera darme cuenta, sintiendo como toda mi energía se evaporaba en esa ebullición blanca. Me quedé un rato dentro, intentando recuperar el aire y evitando marearme.

Me resulta importante el momento de llegar al final del juego, porque todo lo que parecía prioridad, pierde vigencia en mi cabeza. Las ideas se apaciguan y los casos que investigo, sencillamente, dejan de resultarme apasionantes.

Federico se incorporó, erecto pero satisfecho. Me apresuré a ubicar la fotografía de Julio y la puse delante de él. Me lanzó una mirada confusa.

– Acaba aquí – le señalé. – Puedo volver a imprimir otra.

Aceptó la perversa propuesta, como un juego íntimo de llenarle la cara de semen a un desconocido que teníamos que investigar. En segundos, el rostro del famoso Julio había quedado lleno de gotas blancas, tan espesas como la imagen que Federico me brindó del encuentro que tuvieron.

***

Esperé hasta casi medianoche a que Brandon Nieves apareciera por mi casa. Tengo varios contactos dentro del cuerpo policial que podrían facilitarme la información que estaba buscando, pero consideré que Brandon era la persona idónea para este caso en particular.

No es fácil tratar el caso de un romance entre dos posibles colegas en un ambiente tan machista, al menos en fachada, como lo era el cuerpo policial. Por ende, la persona que debía darme información debía ser alguien que pudiera mantener en secreto la situación que investigaba. Llegara a ser cierto o no, el fin era pasarle un informe a la mujer demandante y si ella quería ocasionarle problemas laborales, sería cosa de la mujer, no mía.

Mi trabajo consistía básicamente en vender armas y no hacerme responsable por los disparos.

Brandon apareció con su uniforme policial. Sus músculos habían crecido tanto desde la última vez que lo vi, que quizá tendría que pensar en cambiar a un talle más grande. Sabía que el muchacho vivía encerrado en un gimnasio, pero eso era en gran parte a algunos inyectables que lo ayudaban a mantener el físico de esa manera.

Pese a su cansancio palpable, Brandon se mostró alegre y sonriente en cuanto me vio. Era un muchacho de cabellos castaños y un rostro aniñado. Su cabeza, de hecho, era inmensamente desproporcional y pequeña en comparación de su tonificado cuerpo.

– Gracias por venir – fue lo primero que le dije.

– Lo que sea por ti, bro – respondió, dándome un golpe en el hombro con el puño cerrado. – ¿En qué puedo ayudarte esta vez?

– Dos colegas tuyos – respondí.

Era mejor si iba directo al grano. Ni yo tenía intenciones de socializar con Brandon a esa hora y dudaba que el muchacho tuviera ganas de interactuar a medianoche sin drogas de por medio. Y yo no tenía drogas en ese momento.

– ¿Qué hicieron? – preguntó.

– Quiero saber si están en una relación – comenté.

– ¿Quiénes?

– Santiago Müller y Julio Sanz – respondí.

Brandon lanzó una carcajada. No era algo extraño en él, ya que todo le parecía gracioso. Quizá se debía, también en parte, a que la mayoría del tiempo estaba drogado. A veces me preguntaba qué tanto Brandon era su personalidad y qué tanto eran las drogas las que le hacían tener una.

– Claro que los conozco – respondió, encogiéndose en hombros. – Bueno, no sé si tienen una aventura pero sí puedo afirmar que Julio es gay. Él siempre lo dijo abiertamente.

– Eso ya lo sabía – respondí. – Me interesa saber si anda jugando con el arma de su compañero.

– ¿La pareja de cuál de los dos te contrató? – preguntó Brandon.

Sonreí sin responder. Sabía de sobra que no iba a obtener ningún dato ante aquella pregunta. Por fortuna, mi informante no estaba allí para resolver esas inquietudes.

– ¿Julio tiene pareja? – pregunté, en cambio.

– No lo sé. Nunca dijo nada que había un chico oficial, pero sí sabíamos que tenía un ex novio celoso y despechado. Parece que no lo dejaba en paz. Pero de un momento a otro, dejó de contarnos sobre él y nadie volvió a preguntar por ese tema.

Si llegaba a ser cierto que Julio y Santiago tenían una aventura, al menos podríamos decir que tenían en común algo más que la profesión.

– ¿Qué tal el vínculo entre ellos dos? – pregunté.

– Son compañeros oficiales – respondió Brandon. – Trabajan en pareja desde hace tiempo. No recuerdo exactamente cuánto, pero todos los casos los trabajan juntos. De hecho, creo que ahí es donde puedes obtener algo.

– ¿En los casos en los que trabajan? – pregunté.

Brandon asintió. Se tomó su tiempo en responder, mientras buscaba un cigarrillo de su bolsillo y lo encendía. No sabía si quería agregarle tensión y misterio a la historia o acababa de dar con algo tan perturbador que el muchacho necesitaba tiempo para procesar lo que iba a decir. Me ofreció uno, pero lo rechacé. Mi garganta continuaba sin atravesar su mejor momento.

– Como policías, el principal objetivo es mantener a las calles seguras – respondió. – Y a lo largo de los años, cada uno va teniendo determinados delincuentes que se convierten en una especie de «personas a cargo». Tratamos, de ser posible, que el mismo policía lleve a cabo un determinado caso si la persona vuelve a delinquir.

– Entiendo el sistema.

– Escuché muchos rumores, que no constan oficialmente en los informes, sobre determinados métodos que tienen Santiago y Julio para mantener en ley a sus delincuentes.

Sentí un escalofrío. La asociación que hizo Brandon para que yo pudiera resolver mi investigación no era casual.

– Hay un joven en particular – respondió. – No sé su nombre, pero puedo averiguártelo. Sólo sé que le dicen Foxy. El chico ha hablado sobre determinadas cosas que le hicieron Julio y Santiago. Por supuesto, nadie le creyó.

– ¿Qué tipo de cosas? – pregunté.

– Ya sabes, cosas gays – respondió.

– Una violación no es una cosa gay – lo corregí.

Brandon palideció.

– No quise decir eso – se apresuró en aclarar. – Verás, la mayoría de mis compañeros utilizamos la fuerza de vez en cuando. Nada más parece que ellos van un poco más allá que unos simples golpes. Ellos, al parecer, ofrecen otras alternativas a algunos chicos con tal de no ir a la cárcel.

– Oh, ya veo – dije, analizando. – Así que si les proporcionan un rato de sexo, se evitan entrar en prisión, ¿no?

– Es lo que oí – respondió. – Según tengo entendido, este chico, Foxy, ha esquivado la cárcel un par de veces. Nos enteramos del asunto cuando otro policía fue el que lo metió tras las rejas.

Eso me dejaba un poco más tranquilo, aunque no era menos despreciable. La prisión para los chicos malos dependía de si le otorgaban favores sexuales a esos dos policías. Si el rumor era cierto, no sólo eran amantes, sino compañeros de fechorías.

Me sentí excitado en el momento menos oportuno. Tenía que volver a enfocarme. Quise acomodarme el miembro erecto, con la mala suerte que Brandon lo percibió. Se comenzó a reír.

– Eres un hijo de puta – me dijo. – Pensé que te tomabas en serio tus investigaciones.

– Las tomo en serio – respondí. – No quita que investigar sobre los secretos de las personas no me resulte erótico. El hecho de que ellos propongan sexo en comparación de no llevarlos a la cárcel, me resulta sumamente fascinante.

– Tú también tuviste oportunidades así – comentó, casi al azar.

Sabía perfectamente a lo que se refería.

Había ayudado a Brandon a encontrar un depósito en donde confeccionaban muñecos de peluche con cocaína dentro. Me ofreció sexo si yo no contabilizaba a cuatro perritos celestes para que pudiera quedarse con el contenido. Le ofrecí, en cambio, que sea mi informante dentro del cuerpo policial. La mayoría de las veces creo que tomé la decisión correcta.

– Es verdad, por eso me excita – confesé. – Y hay veces en donde las aprovecho.

No lo miré directamente, puesto que no quería saber si aquello le afectaba o no. Pero escuché su risa, esta vez seca y, si fuera posible, la más genuina que le he escuchado mencionar. Tiró su cigarrillo en mi césped.

– Te averiguaré el nombre de Foxy y me desligaré de esta investigación – le dije. – No quiero problemas con mis colegas.

Asentí agradecido y me dediqué a mirar su trasero mientras se encaminaba hacia su auto.

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