Sexo con una hermosa dama de 70 años de experiencia ¡Increíble!

Rate this post

Los hechos que desencadenaron lo que os voy a contar a continuación ocurrieron muy deprisa, en apenas una semana. Yo soy estudiante, y en los estudios se iba casi todo lo que ganaba en mi trabajo a media jornada en una conocida cadena de supermercados que hay aquí, en España. Al menos así era hasta que se me acabaron los seis meses de contrato, y aunque me prometieron que me iban a llamar, como suele pasar últimamente nunca lo hicieron. Pocos días después mi madre sufrió una aparatosa caída en las escaleras de casa. Lo que en principio parecía poco más que un esguince de tobillo acabó resultando una fractura de peroné, y en consecuencia dos meses de escayola.

Realmente fue una catástrofe para nosotros, mi madre trabajaba cuidando a una mujer anciana, entre otros trabajos, y en mi familia necesitábamos ese dinero imperiosamente por aquel momento. La jefa de mi madre, a su vez madre de Pilar, la susodicha anciana, vino a casa a verla y a comunicarle la noticia. No podía permitirse darle la baja y contratar a otra persona durante el tiempo que estuviera incapacitada. Mi mare fue comprensiva, eran una familia más o menos acomodada, pero al fin y al cabo también trabajadores, como nosotros, y no podíamos hacerles una faena así. Yo bajé de mi habitación al oír la voz de la jefa de mi padre, para saludarla, más que nada. Siempre se ha portado muy bien conmigo. Cuando cumplí los dieciocho y empecé a trabajar para pagarme los estudios universitarios, ella le prestó a mi madre, o lo que es lo mismo, a mí, el dinero para que pudiera sacarme el carnet de conducir y así poder combinar estudio y trabajo más fácilmente.

Ambas agradecieron mi presencia. La situación obviamente era tensa. Hablamos un poco sobre mi carrera, sobre cómo me había ido el año, y tras las despedidas y deseos de mejora correspondientes a mi madre, la acompañé hasta la puerta. Allí me miró con suspicacia, lo dudó por un instante, y se arrancó a soltar la idea que se le había pasado por la cabeza.

– Entonces, ya has acabado, ¿No?

– Más o menos. – le respondí. – Técnicamente acabo la semana que viene, pero con lo de mi madre y tal no pienso ir más, así libero un poco a mi padre de tareas domésticas.

– Ya veo… ¿Y qué, tienes algo pensado para el verano? ¿Algún viajecito?

– Que va. – Dije, intentando no sonar decepcionado. – Tocará currar si quiero pagar la matrícula del año que viene.

Ella desplegó entonces una sonrisa radiante que me extrañó, y si he de ser sincero, también me asustó un poco.

– Pues se me ocurre una idea al respecto. ¿Estarías dispuesto venirte al pueblo a cuidar de una señora mayor?

– Marta, yo… no se… – La propuesta me llegó tan por sorpresa que no supe qué responder. – O sea, a mí no me importa, pero no sé si tu madre estaría cómoda con un chaval de 22 años cuidando de ella.

– Eso no es problema, no tienes que bañarla, ni ayudarla a cambiarse, ni nada. – Dijo, dispuesta a convencerme. – Solo tendrías que mantener limpia la casa, cocinar, y en la termomix es súper fácil, y hacerle compañía a mi mamá. – Advirtió que no había disipado mis dudas, así que añadió. – Sé que pasarse todo un mes y medio de verano con una anciana en un pueblo perdido no es lo más atractivo para un chaval de tu edad, pero solucionaríamos lo de tu madre, y los fines de semana vamos Pedro y yo, así que podrías volver a Madrid. Puedes pensarlo tranquilamente este finde, pero necesito que me respondas antes del lunes, ¿Vale?

La respuesta de mis padres fue unánime, “Haz lo que tú creas”. Muchas veces yo me había ofrecido a dejar la carrera aparcada unos cuantos años hasta que la economía familiar fuera más estable, y ellos siempre se habían negado, así que aquello era lo mínimo que podía hacer para agradecerles el esfuerzo que siempre han hecho por mí. Así que aquella misma tarde llamé a la jefa de mi madre y le dije que aceptaba, para su alegría. El domingo hice la maleta para una semana, y el lunes a primera hora estaba en frente de la casa de estilo rural en la que pasaría la mayor parte de aquel Julio. Marta había hecho hincapié durante la llamada telefónica en que su madre no requería atención las veinticuatro horas del día, y que aunque obviamente no me iba a permitir montar una fiesta en su casa, era libre de llevar algún amigo a pasar el día de vez en cuando si me sentía solo… o una “amiga”. Lo cierto es que aunque hubiera tenido una chica que llevarme, no lo habría hecho. El pueblo era absolutamente deprimente. Era el típico pueblo perdido de la estepa castellana, de casas viejas y la mayoría medio derrumbadas, de esos que apenas si alcanzan los treinta habitantes en “temporada alta”. La única nota de color resultó ser, para mi sorpresa, nuestra querida protagonista, Doña Pilar. Había esperado encontrarme una anciana decrépita que a duras penas se mantendría en pie, pero nada de eso. A sus 70 años, Pilar era una mujer enérgica que disfrutaba de los buenos y merecidos primeros años de jubilación. Una melena blanca con retazos del negro de antaño le caía hasta la mitad de la espalda, unas caderas generosas se advertían por debajo del vestido, al igual que unos pechos nada desdeñables que se mantenían lo suficientemente firmes como para resultar atractivos a ojos de un hombre. Una sonrisa bondadosa se le dibujaba permanentemente en la boca de labios finos, y era siempre acompañada por unos bonitos ojos verdes que refulgían de vida.

– Así que tú eres Luis. – Me dijo cuándo se hubo marchado su hija y su yerno. Y con ironía añadió. – Que bien te lo vas a pasar conmigo aquí, ¿eh?

– Doña Pilar. – Dije yo, incómodo y avergonzado. – Espero que no haya ningún problema por el hecho de que yo sea un hombre, le aseguro que me comportaré con profesionalidad y la ayudaré con lo que necesite.

– ¡Ay, qué gracioso, como habla! – Estalló en carcajadas. – No te preocupes, no vas a tener que ver este cuerpo arrugado al salir de la ducha. En realidad no necesito a nadie que me cuide, es mi hija, que se empeña en que no esté sola. Llevo toda mi vida esperando a que se muera mi marido para poder estar tranquila y ahora esta me viene con esas.

Pilar era divorciada desde los cuarenta. Aquellas bromas de humor negro que me dejaban descolocado le hacían mucha gracia, y eran una constante en nuestro día a día. Me encantaron desde el principio. Las primeras dos semanas pasaron sin novedad. Por las mañanas la acompañaba a dar un paseo por el pueblo, y nos adentrábamos en un bosquecito cercano en el que la sombra de los árboles protegía del calor. Después de caminar volvíamos a la casa y se duchaba, siempre sin echar el pestillo a la puerta por si ocurría algún problema. Yo preparaba la comida y limpiaba lo poco que había para limpiar mientras ella jugaba con los juegos del Facebook en el portátil. Después de las cuatro, cuando ya estaba todo hecho, tocaba aburrirse como una ostra hasta la hora de dormir. De vez en cuando charlábamos un rato, pero no mucho. Pilar era una mujer callada, y disfrutaba del silencio y de la soledad. También muy de vez en cuando venían algunos familiares a visitarla, y siempre me dirigían miradas de desconfianza al saber qué era lo que hacía yo allí.

– Bah, que piensen lo que quieran. – Me dijo ella en una ocasión en la que me atreví a comentárselo. – Tan liberales que se creen que son y no pueden aceptar que un chico joven solo quiera ganarse algo de dinero para los estudios cuidando de una vieja. Seguro que creen que quieres casarte conmigo y robarles parte de la herencia. Lo que no saben es que me voy a gastar en Whisky hasta la última peseta antes de morirme. No les pienso dejar nada.

Poco a poco la confianza fue creciendo entre nosotros y ese tipo de bromas se hacían más frecuentes, pero no fue sino hasta un miércoles de la tercera semana en que los acontecimientos se precipitaron por culpa de un accidente fortuito, sin el que seguramente no estaría contando esto. Como casi cada mañana, habíamos vuelto del paseo matutino, que aquel día se había alargado más de la cuenta. Pilar había llegado cansada de la caminata y se había metido a la ducha. Yo estaba ya preparando la comida cuando oí el estruendo que venía desde el baño. Corrí hacia allí, y golpeé la madera con los nudillos.

– ¿Pilar? – La llamé mientras tanteaba la puerta que, efectivamente, estaba abierta. Desde dentro me llegaron los quejidos de dolor. – Pilar, ¿Se encuentra bien? – Más quejidos. – Si no me responde voy a entrar.

– ¡No! – me gritó ella como pudo.

Demasiado tarde. Estaba tendida en la bañera con los ojos cerrados. Los pechos desnudos de pequeños pezones rosados le caían a ambos lados ligeramente arrugados. El vientre, aun con el exceso de grasa propio de la edad se mantenía bastante plano, y una mata de vello púbico tan gris como el de la cabeza apenas alcanzaba a camuflar su sexo maduro a todas luces avezado en las artes de la cama. La levanté sujetándola por los brazos y la llevé hasta el dormitorio apenas envuelta en la toalla. Una erección se despertó dentro de mis pantalones mientras la ayudaba a secarse y la metía en la cama y la ayudé a vestirse. Ella misma se puso las bragas con mucha dificultad, y yo le deslicé un vestido floreado de tela fina por el cuerpo, rozándole inevitablemente la piel de las caderas y de las piernas con los dedos.

– Me he resbalado. – Me explicó al poco, cuando le llevé la comida hasta la cama. – Pero no me he roto nada, solo es el golpe.

– Aun así creo que deberíamos ir al hospital, Doña pilar. – Dije insistiendo en la conversación que habíamos mantenido mientras la vestía.

– No me vengas con esa estupidez de que a mi edad los golpes son muy malos, estoy bien. – Agachó la cabeza y el rubor le subió por las mejillas. – Ay… que vergüenza que me hayas visto así.

– Doña Pilar, estoy aquí para eso. Sé que no es lo mismo, pero piense que es como si la hubiera visto desnuda el médico.

Regresé al baño a recoger la ropa sucia, y allí mismo, con la puerta abierta, cogí sus bragas usadas y me las llevé hasta la cara. Olían a mujer. Rocé con la punta de la lengua la parte contra la que había estado su vagina, y nuevamente el pene se me puso duro como una roca. Sin preocuparme de lo que pudiera pasar, allí mismo me bajé los pantalones y me masturbé. Estaba tan excitado que todo acabó a los pocos segundos. Avergonzado de mí mismo llevé la ropa hasta el cesto y la dejé allí. Todo excepto las bragas. Las llevé hasta mi habitación y las metí en mi maleta. El jueves y el viernes los pasó prácticamente metida en la cama. Yo la tenía que ayudar a ir al baño, y la sostenía mientras se bajaba la ropa interior. Apartaba la vista por cortesía, notaba la inmensa vergüenza que le daba necesitar ayuda para algo así, pero no podía evitar una nueva erección cada vez que lo hacía. Después de aquello siempre buscaba una excusa para ausentarme durante cinco minutos y repetía el ritual con las bragas del día de la caída, había pasado de frotármelas por la cara a directamente sostenerlas en la mano con la que me masturbaba. Fue entonces cuando cometí el descuido, el bendito descuido. Había pensado devolverlas a su sitio antes de irme y hacer la colada, como cada viernes, pero sencillamente lo olvidé y se vinieron a casa conmigo. Pocas veces he pasado tanto miedo en mi vida. Durante todo el fin de semana me aterró la idea de que pudiera reparar en su ausencia y lo comentara con su hija, y esta, a su vez, con mi familia. Sé que posiblemente la idea de que yo me las hubiera llevado era lo último que se les pasaría por la cabeza si notaban que faltaban unas bragas de anciana, pero en mi cabeza no.

Al volver el lunes noté con alivio como Marta y Pedro ya no estaban allí, y una Pilar radiante salía a recibirme con paso firme a la puerta. Aquel día no fuimos a caminar, ella no se sentía con fuerzas suficientes como para andar durante largo rato, así que aproveché la mañana para camuflar las bragas robadas con las pocas prendas que había en el cesto.

– ¿Le has contado a Pedro lo de la caída? – Le pregunté mientras almorzábamos. Pedro, el marido de su hija, era médico, aunque no ejercía como tal.

– Sí, pero le dije que había sido durante la noche. Me levanté al baño a hacer pis y, torpe de mí, me tropecé con la silla de la habitación. – Me dijo guiñándome un ojo. Sabía por qué lo había hecho. De esa forma, me libraba a mí de toda responsabilidad que pudieran haberme echado encima. Fue un gesto que me enterneció, y de repente sentí unas ganas tremendas de correr a besarla. – Ah, por cierto, me ha pasado una cosa muy curiosa, ¿Sabes?

– ¿Si?

– Si. Las bragas que llevaba el día que me caí. – Se me encogió el corazón, y estuve a punto de atragantarme con la comida. Ella lo notó. – Son las más cómodas que tengo. Las estuve buscando todo el fin de semana, pero no las encontré.

– Se me deben haber quedado en el cesto de la ropa sucia, Doña Pilar, lo siento. Cuando acabe de fregar las busco y si están ahí pongo una lavadora.

– ¡Perfecto! – Rio ella. – Porque resulta que están ahí. Lo raro es que también las busqué en el cesto de la ropa sucia el sábado y entonces no estaban.

– Puff… pues ni idea. – Dije mientras notaba como la cara se me encendía de vergüenza. No pensaba confesar bajo ningún concepto.

– No importa, pero cuando puedas ponlas a lavar. – Y entonces dijo algo que me sorprendió. Su humor, como os he dicho, solía ser bastante ácido, pero nunca subido de tono. – Las que me quedan son demasiado pequeñas y me dejan la mitad del culo fuera. Parece como si llevara tangas de esas modernas.

Antes de poner la lavadora me llevé una última vez las bragas al baño y les di la despedida que se merecían. El resto del día trascurrió con normalidad, y el siguiente igual, sin paseos, sin largas charlas y sin humor picante, pero al llegar la noche también llegó la sorpresa. Pilar llamó a mi habitación sobre las ocho de la noche. Solo cenaba un yogurt y una o dos galletas integrales, por lo que al no tener que cocinarle me solía encerrar en mi cuarto a leer o a mirar la tele. Entró enfundada en una bata rosa que casi le cubría hasta los pies. Me miró simulando estar avergonzada, pero yo conocía ya muy bien su cara de rubor y no era aquella.

– Me da mucha vergüenza pedirte esto, pero quiero ducharme antes de dormir y la verdad es que desde la caída me da miedo meterme a la bañera sola. Desde el viernes que te fuiste me ha estado ayudando mi hija, pero ahora…

– Por supuesto, Pilar. No se preocupe.

Pese al extenuante trabajo al que lo había estado sometiendo los últimos días, mi pene volvió a erguirse dentro de los pantalones del pijama. Lo sujeté con la tira de los calzoncillos antes de levantarme de la cama, y fui hasta el baño, donde ya se encontraba Doña Pilar. Se deshizo de la bata con un movimiento femenino, sensual. Debajo no había más que unas braguitas de aquellas tan pequeñas para ella que en efecto, dejaban ver sus deliciosas nalgas redondeadas y apenas caídas. Se las quitó con la misma delicadeza que la bata, y girándose para ponerse frente a frente conmigo me las tendió. Esperó hasta que las hubiera colocado encima de la encimera y me ofreció una mano para que la ayudara a entrar en la bañera. Lo hice, y también hice otra cosa. Posé la mano libre sobre sus caderas y palpé la piel desnuda, si se quejaba, simplemente le pediría perdón y afirmaría que no quería que resbalara de nuevo, pero no se quejó. Me dedicó una sonrisa de las suyas y cerró las cortinas. Eran de esas semitransparentes, pensadas para no dejar salir el agua más que para ocultar a quien estuviera al otro lado.

– ¿Podrías quedarte hasta que termine? Sé que es mucho pedir, pero si no, no estoy tranquila. – Dije que sí, por supuesto.

Dejó que el agua le cayera encima estirando el cuello hacia atrás. No parecía una mujer que tuviera miedo a resbalar y caer. Vi cómo se acariciaba los pechos con las manos, y como se enjabonaba las piernas con la esponja. Como llegaba hasta su vagina con el objeto, y emitía un ligero gemido al hacerlo, casi imperceptible, pero lo suficiente como para que lo oyera por encima del rumor del agua.

– ¿Sabes qué? – Dijo mientras continuaba con el roce de la esponja sobre su clítoris. – Ayer volvió a… pasar. – Los leves gemidos habían dado lugar a los jadeos. Ya no pretendía ocultar que se estaba masturbando, y como consecuencia, ni los bóxers ni el pantalón del pijama conseguían disimular ya mi erección. – Mis braguitas… desaparecieron, uh… desaparecieron otra vez. Justo cuando fuiste al baño después de comer. – El ritmo de la mano derecha aumentó, y yo empecé a masturbarme por encima del pantalón. A pesar de todo, intentaba disimular, no sabía hasta qué punto estaba dispuesta a llegar Doña Pilar. – Las busqué… En el cesto de la ropa, dentro de la lavadora… No estaban… Pero… ah… después las vi tendidas en el patio…

Soltó un último gemido, cerró el grifo de la ducha y descorrió las cortinas. Salió de la bañera aun con una mano sobre su vagina de vellos blancos como la plata y se acercó hasta donde estaba yo, con la mano aferrada a mi pene por encima de los pantalones. Estiró una mano detrás de mí, pegando su cuerpo desnudo y mojado al mío, y cogió la bata. No se la puso, simplemente la uso para secarse el cuerpo y la dejó caer al suelo. Posó una mano sobre la mía, que aún seguía sobre el bulto de mis pantalones, y girándose se pegó nuevamente a mí, con sus nalgas apretando con fuerza contra mi pene a través de la tela.

– ¿Me ayudas a llegar hasta mi habitación?

Lo hice. Recorrimos el pasillo de aquella forma. Con el roce de su culo al caminar contra mi erección, con una mano acariciando su cintura y la otra sujeta por la suya propia. Cuando llegamos al cuarto intenté encender la luz, pero ella me lo impidió. Me condujo hasta la cama, y se dio la vuelta. Se alzó sobre la punta de sus pies descalzos para alcanzar mi oído, y susurró.

– ¿Has disfrutado con ellas?

– Si. – Respondí con un hilo de voz. ¿Qué sentido tenía ya mentir?

– ¿Quieres disfrutar con el resto?

Volví a asentir con aquel susurro de placer. Mordisqueó de manera experta el lóbulo de mi oreja derecha y sentí como se me erizaban los vellos de todo el cuerpo. Me quitó la camiseta y recorrió mi pecho con la boca, deslizó sus labios hasta mi abdomen y llegó hasta donde yo quería que llegara. Me apartó con brusquedad las manos que ya se afanaban a los pantalones para desprenderlos, y lo hizo ella misma, despacio. Una gota de líquido pre seminal amenazaba con caer desde la punta de mi pene erecto. Ella lo impidió con una lengua ágil que recorrió todo el tronco hasta la base, y trazó el camino de vuelta hasta la punta. Un pequeño besito con los labios, y después la cubrió con el calor y la humedad de su boca. Llegó hasta la mitad, y volvió, una vez, y otra, y otra, y después la polla entera. Jugueteó con su lengua en el interior, saboreó hasta el último centímetro de mi miembro durante un rato, minutos, días enteros, o quizás unos pocos segundos. ¿Quién sabe?

Se puso de pie nuevamente y me empujó sobre la cama. Avanzó de rodillas sobre mí hasta que sus piernas estuvieron a los lados de mi cabeza, y descendió para que pudiera alcanzar su interior con la lengua. Paladeé el dulce sabor de sus fluidos, deleitándome con su generosa humedad. Dejé que mis labios recibieran el roce de las hebras blancas de su sexo, y lamí su clítoris, primero despacio, y después más rápido. Jugando con el ritmo. Mis manos se aferraban a sus nalgas con fuerza, ella tomó una, y la condujo a través de su vientre hasta llegar a su pecho, y colocó mis dedos sobre sus pezones. Amagué con salir de debajo de sus piernas para continuar con el sexo de otra manera, pero ella me lo impidió. Se aferró a mi cabello con sus largos dedos, y jadeó.

– No… no, sigue un poco más, ya casi…

Un manantial de su delicioso fluido me impregnó la boca. Ella se dejó caer de espaldas sobre mis piernas. Me liberé con un movimiento ágil y de rodillas frente a ella recorrí sus muslos con la boca. Una última pasada más de mi lengua a lo largo de su vagina, ascendí por su vientre escalando con los labios, y tras una breve pausa en sus pechos, llegué hasta su boca. Repasé el contorno de sus labios con punta de la lengua, y después me topé con la suya. Se entrelazaron en una danza, como si fuéramos dos adolescentes, y una mano experta se aferró a mi pene y lo condujo hasta la cavidad en la que había estado deseando meterse desde aquel bendito día.

– ¡Qué profundidad! – Exclamó mientras iniciaba el primer empuje de caderas hasta que nuestros muslos chocaron. – Ve despacio, con cuidado, con amor.

Eso hice, a pesar de que el cuerpo me pedía velocidad. Disfruté de la presión de su interior, de su calor, de su humedad. Se aferraba a mi espalda con las uñas, y exhalaba un gemido con cada nueva embestida. Su manos se dirigieron a mi pecho y me apartó de un empujón. Se dio la vuelta sobre la cama y levantó las caderas. Separó los labios de su vagina con dos dedos mientras un tercero masajeaba su clítoris.

– Ahora más rápido. – Exigió.

Nuevamente obedecí. Introduje mi pene con brusquedad en ella, y aumenté el ritmo de las embestidas al tiempo que me aferraba a sus caderas, una, dos, tres veces hasta que perdí la cuenta. La saqué al completo y la volví a introducir de golpe, arrancando de mi dulce Pilar un grito de placer apenas ahogado. Continué con aquel ritmo frenético hasta que no pude seguir conteniendo una oleada de semen caliente y espeso que se derramó en su interior. Ella aumentó el ritmo de sus dedos sobre el clítoris y casi al instante dejó escapar una nueva cascada de fluidos sobre las sábanas.

Me dejé caer sobre la cama. Ella reptó encima de mí, y escrutó mi mirada en busca de vergüenza o remordimientos. No encontró ninguna de las dos cosas, solo la satisfacción y la gratitud mutua. Se tendió encima de mí, y nos quedamos dormidos, convencidos de que disfrutaríamos enormemente de las semanas que nos quedaban hasta que volviera a la ciudad.

Deja una respuesta 0

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *