Siempre le fui infiel a mi mujer, más que nada por necesidad, pero ha llegado un punto en donde me confundí por ser infiel

Valorar

Después de leer muchos relatos para “animarme”, quiero contar la historia de mi vida. No porque sea mejor o peor que otras, solamente porque es la mía y me gusta recordarla.

He cambiado los nombres y evito los lugares, para que no seamos reconocidos y así evitar problemas.

Me llamo Roberto. Tengo 72 años, estoy jubilado, viudo y sin responsabilidades. Tengo una hija que no sé dónde está desde hace años. Se independizó a los veinte, mantenida por el dinero de un padre del que no quería saber nada, hasta que, en una sucinta nota me dijo que ya no necesitaba mi ayuda.

Durante muchos años he vivido sabiendo que estaba en pecado, que no obraba bien porque engañaba a mi esposa con otra, pero no podía evitarlo, era algo superior a mí. Siempre he sido muy ardiente y mi esposa siempre ha visto el sexo como algo necesario solamente para procrear.

Nací en una ciudad de provincias en España. Estudié en el colegio hasta los 14 años y luego hice unos cursos de preparación para banca y oficinas. (Entonces no era como ahora, que esos estudios son una carrera). Al terminar, con 18 años ya, quise entrar en un Banco, pero había pocas oposiciones, porque los puestos se cubrían con los hijos de… y los recomendados por… Y como yo no era ni hijo ni recomendado, tenía que esperar a la oposición.

En mi grupo de amigos, siempre había alguno que traía revistas pornográficas francesas en las que se podía ver a mujeres en ropa interior sugerente: braga y sujetador, bodis semitransparentes, apreciándose el empuje de los pezones, ALGUNA TETA y muy de tarde en tarde UN COÑO peludo. Material más que suficiente para hacernos unas fabulosas pajas, en una época en la que nuestras mujeres iban con faldas hasta el tobillo, algunas a media pierna y las más descocadas, por debajo de la rodilla.

Mis padres no querían que me dedicase a vaguear y me hicieron buscar trabajo. Encontré uno de comercial de una empresa fabricante de maquinaria agrícola, con la que recorrí primero toda la provincia y luego todo el país. Enseguida, gracias a mi carácter abierto y la facilidad de hacer amigos, conseguí ir acumulando una gran cartera de contactos, unos como clientes y otros como posibles compradores.

El día que cobré mi primer sueldo, recuerdo que fue también la primera vez que me fui con mis amigos de putas y mi iniciación en un sexo que no era el manual. Me llevaron a una casa de una población cercana, donde trabajaba su inquilina, una mujer de unos 50 años, que le faltaban varios dientes, pelo sucio, tetas grandes y caídas, que colgaban a ambos lados de su cuerpo, un poco gorda y con olor a sudor y sexo.

En aquel tiempo, no podías hacer nada si eras menor de 21 años, pero a esta mujer no puso ninguna pega. No sé si porque estaba muy desarrollado o porque le daba igual.

Fuimos los cinco amigos. Ellos ya tenían experiencia y negociaron el precio para todos, organizando los turnos y dejándome a mí el último. Cuando entré a la habitación, estaba sobre la cama. Me señaló un barreño y me hizo poner agua del grifo de un lavabo que había en la misma habitación y lavarme bien los genitales.

No sé para qué, porque cuando me hizo subirme encima de ella y metérsela, estaba llena de la lefa de los otros. Me dio un asco tremendo, pero pudo más mi excitación y se la metí hasta chocar con su tripa, la saqué, la volví a meter y me corrí.

No sé si fue por ser el último o porque le habían dicho que era la primera vez, pero me mandó lavarme de nuevo y me hizo una mamada, en la que duré un poco más, pero me corrí enseguida. No volví más. Ganaba dinero y me podía permitir el pagar buenas putas, así que empecé a ir a casas de más prestigio, con mujeres más jóvenes y exuberantes.

La segunda vez, me fui a una de las casas que en el boca a oreja decían que era de las mejores. Cuando entré, coincidí con uno de esos escasos momentos en el que no había ningún otro cliente. Me pasaron a un amplio salón, donde se encontraban las prostitutas en distinto grado de desnudez.

Todas me rodearon intentando conseguir llevarme a su cama. Constantemente me decían cosas y hacían preguntas e insinuaciones. Una se buscaba algo en una teta, aprovechando para frotarse el pezón, otra desplazaba su braguita con una mano para recorrer su raja con un dedo y llevárselo a la boca después… En fin, todas buscaban provocarme para que me fuera con ellas.

Empezaron comentando que era la primera vez que me veían por allí, y preguntaron si iba a otras casas. Yo contesté sinceramente, que hacía unos meses que fui a una del pueblo, contando mi experiencia y que esa era la segunda vez. También preguntaron por lo que más me gustaba, si había comido algún coño, etc. A lo que casi no sabía qué responder.

En un momento dado, una de las prostitutas dijo:

-Chicas, -exclamó- ¡si tenemos aquí a un hombre casi virgen! ¡Anda guapo, ven conmigo que te voy a terminar de desvirgar!

Y me tomó de la mano para llevarme a la habitación, ante algunos gestos de enfado de las demás.

En ella, se quitó el camisoncito transparente que llevaba, mostrando ya claramente unos pechos tiesos y puntiagudos y un coño totalmente depilado, cosa que no era habitual. Seguidamente, procedió a desnudarme a mí, sin que tuviese que hacer nada.

Luego me tomó de la polla, que estaba ya dura y tiesa como un bastón de acero, me llevó a un baño contiguo a la habitación, me hizo sentar en el bidé y procedió a lavarme y enjabonármela bien. Me corrí antes de que me aclarase el jabón.

-Sí que eres rápido, muchacho. Pero vamos a la cama, que te enseñaré algunas cosas.

Se colocó entre mis piernas y la metió en su boca. Acariciaba con la lengua mi glande y con la mano, mis huevos, consiguiendo rápidamente una erección, bloqueando mi inminente orgasmo con una presión sobre la base y rozando la punta con sus dientes. Eso me distraía y molestaba, bajando en parte mi erección y volviendo ella de nuevo a chuparla hasta conseguir que alcanzase todo su esplendor y así repetir varias veces la operación.

Cuando aguantaba un poco más, continuó haciéndome una paja entre sus tetas

Me la ensalivó bien, la envolvió con ellas y comenzó un vaivén presionándola entre medio de ambas. Cuando la punta llegaba a sus labios, le pasaba la lengua o la metía ligeramente en su boca. Continuó con las prácticas de presiones y roces dentales cuando me veía muy excitado

De vez en cuando soltaba saliva para facilitar la fricción, lo que unido a la suavidad de su piel, me producía un tremendo y morboso placer.

Nuevamente, cuando conseguía aguantar un buen rato, se puso con una pierna a cada lado y el coño encima para tomarla con la mano por un lado y recorrerla por el otro frotándola con su vulva. Yo veía cómo se deslizaba y cómo iba abriéndose poco a poco.

Ejercía suaves presiones sobre mi polla, y pensaba que al azar, pero en una de ellas, aceleró sus movimientos y presionó más mi polla al tiempo que lanzaba un fuerte gemido.

-OOOOHHH Cabrón. Me estoy corriendo. AAAAAAHHHHH.

Ahí, conseguí aguantar lo suficiente para que ella terminase su orgasmo, pero sucumbí violentamente al mío. Fue un orgasmo brutal, largo y muy placentero. Mi polla seguía siendo presionada por ella contra su vulva, disfrutando de los últimos momentos, mientras escupía borbotones de esperma que aterrizaban sobre mi vientre.

Cuando terminamos, habían pasado cinco minutos de la hora contratada y me puso eufórico el ver que había aguantado casi los sesenta minutos sin correrme, aunque fuese la segunda corrida.

Ella volvió a llevarme al bidé, se arrodilló a mi lado, me lavó la minimizada polla, que aún intentó levantarse de nuevo, y limpió los restos de lefa de mi vientre.

Cuando terminó, me hizo poner de pie, depositó un beso en mi glande, que asomaba de nuevo, mientras me decía:

-¿Cómo te llamas?

-Roberto, ¿y tú?

-Marga

-Te espero otro día.

-Cuando vuelva el próximo fin de semana, serás mi primera visita.

Y así sucedió durante todos los fines de semana que pude y que fueron muchos. Algunos fines de semana salimos al cine o bailar, e incluso nos quedamos en algún hotel a pasar la noche.

Con veinte años, salí exento de cumplir el servicio militar obligatorio y conocí a Casta, la que sería mi mujer. Una chica preciosa de cara y, supuestamente, de cuerpo. Pertenecía a una importante familia de tradición muy religiosa y militaba también a una organización cristiana. Siempre llevaba ropas que dejaban todo a la imaginación, porque no mostraba ni el más mínimo resquicio por el que se pudiese comprobar algo de sus formas. También la época era excesivamente conservadora.

Como todo el mundo se imaginará, permanecimos célibes hasta el matrimonio. Nos veíamos los domingos que yo estaba en la ciudad, porque había algunos que estaba lejos y me costaba más de un día ir y más de otro el volver. Normalmente, la iba a buscar a casa el domingo por la mañana, íbamos a misa y luego a comer a su casa. Por la tarde, salíamos a dar un paseo por la ciudad, y nos cogíamos de la mano cuando nadie nos veía. Nuestros tocamientos no pasaban de una caricia o un beso fugaz en la mejilla que a mí me ponían con la polla dura y terminaba con un buen dolor de huevos.

Los primeros meses, abandoné mi costumbre de ir de putas los días que estaba en la ciudad, no así los que pernoctaba en otras ciudades. Tenía que dejarla en casa antes de que oscureciera, a las 21 en verano y a las 18 en invierno

Dejarla tan pronto en casa, me permitió que a los seis meses de calentones sin solución, empezase a salir, volviese a quedar con mis amigos para irnos de putas desde el momento que la dejaba en casa y rechazando las peticiones de quedarme a cenar.

Los cinco años que duró el noviazgo, fue la mejor época de mi vida. Todos los fines de semana, estuviese donde estuviese, me iba a bailar y de putas, porque era muy difícil encontrar a una chica que se quisiese ir a la cama contigo solamente por placer. Si estaba en mi ciudad, era baile – novia-putas y si estaba fuera, era baile y putas –baile y putas.

Hice de todo y me hicieron de todo. Lo más buscado eran las mamadas y el culo. Cuando en una casa entraba una chica que hacía una o las dos cosas todos los clientes iban a por ella, lo que obligaba a las otras a hacerlo si querían conseguir alguno. Por eso no eran queridas en las casas y eran motivo de discusiones y despidos.

Yo me convertí en fiel cliente de Marga, que era una de las que hacían de todo, y no solamente consiguió acabar con mi eyaculación precoz, si no que me explicó con detalle cómo dar mucho placer a una mujer y la forma de hacer bien un culo.

En teoría me explicó cómo estrenarlo y hacerlo las primeras veces, y en la práctica cómo tratar uno tan usado como el suyo. También me enseñó a comer coños y, en general, a follar más o menos bien. Ella llegaba disfrutar y a alcanzar importantes orgasmos, lo que hacía que me saliese de su cama con el ego por las nubes.

Pero pronto empezó la familia de mi novia a insinuar boda, comprar casa, etc., hasta que se convirtió en algo agobiante. Buscamos un pisito, que compré yo, y a principios del 70 nos casamos. En aquellos momentos, yo tenía 27 años y Casta 24.

Todo el mes anterior a la boda, estuve follando con preservativo a las putas. No era cuestión de pillar una enfermedad en el último momento. Todavía no existía el sida, o no se hablaba de él, pero si había mucha blenorragia y algo de sífilis.

Tampoco podía hacer nada con ella, aprovechando la cercanía de la boda, porque sus familiares la tenían más controlada.

Por fin, nos casamos y tras la fiesta de rigor, nos fuimos a pasar nuestra primera noche a nuestra casa, con la intención de salir al día siguiente de viaje de novios.

Cuando entramos en lo que iba a ser nuestro hogar, ya de madrugada, fuimos directamente al dormitorio. Ella se quedó en la habitación y yo, siguiendo sus instrucciones, fui al baño que estaba enfrente. Tras desnudarme, me lavé por costumbre y llamé en la habitación. Me hizo esperar un rato, hasta que me dio permiso para entrar, pero sin encender la luz.

Totalmente a oscuras, me metí en la cama, después de darme algunos golpes al ser una habitación todavía desconocida, nos abrazamos y le di nuestro primer beso, al que ella respondió tímidamente, retirándose enseguida. Aproveché para besar su cuello y el lóbulo de la oreja, permitiéndomelo al principio, pero luego me apartaba la cara.

Una de las cosas sobre las que más me había insistido Marga, era en que había que acariciar mucho y con mucho amor a la mujer, sobre todo en la primera vez, y me puse a ello. Cuanto más intentaba besarla y acceder a sus zonas erógenas, más me rechazaba. No hubo manera de meterle mano a las tetas por arriba.

Cuando me cansé del rechazo, bajé la mano para acariciar sus piernas, subir su camisón y llegar a sus tetas por debajo. Tampoco fue posible. No había forma de tocarla. Todo su interés estaba en abrirse de piernas, que me colocase entre ellas y la follase. Era lo que su madre le había dicho-

Al fin, cabreado, me levanté y me fui a tumbar al sofá del salón, donde me puse a hacerme una paja. No tardó ni cinco minutos en aparecer por allí.

-¿Pero qué haces desnudo y tocándote eso. Guarro? Ponte un pijama rápidamente.

-No. Yo voy desnudo cuando quiero y sobre todo, en mi casa. –Le contesté cabreado.

-¿Por qué que has marchado de mi lado? ¿Acaso no te gusto? ¿No soy lo que esperabas?

-Bueno, la verdad… sí. No ha sido lo que esperaba. Te quiero y quiero hacerte feliz. Quiero que disfrutes con nuestras relaciones, pero has hecho imposible cualquier intento mío de acercamiento. No me dejas besarte ni colaboras con los besos. No puedo acariciarte. Solamente quieres que te folle sin estar excitada siquiera. ¿No te das cuenta de que va a ser doloroso para ti?

-El sexo es solamente para procrear. No para el placer. El sufrimiento debemos ofrecerlo a Dios…

Me echó un largo sermón de más de 15 minutos, sobre la vida matrimonial, lo que se esperaba de nosotros, etc., etc., Siempre intercalando “mi confesor dice…”

Tuve que cortarle.

-Mira, Casta, en nuestra cama pueden caber muchas cosas. Podemos hacer lo que queramos y meter a quien queramos, pero desde luego, puedo asegurarte que el que no cabe es tu confesor…

Le estuve diciendo que si no quería disfrutar, que no lo hiciese, pero que yo necesitaba acariciarla, besarla y tocar su cuerpo, e intenté convencerla de que sentir excitación no era placer, y gracias a mi labia de vendedor, conseguí que dudase. Al final, acepto mis palabras, aunque sin mucho convencimiento, hasta poder hablarlo con su confesor.

Me cabreé con tanta monserga y le dije:

-Está bien, vamos a empezar como tú quieres, y, cuando te convenzas, lo haremos a mi manera.

Así que, a pesar de todo, me fui al baño y tomé un frasco de crema. No sé de qué tipo. La tomé del brazo y la llevé a la cama, donde la arrojé.

Separé sus piernas, levanté su camisón de tela recia, de algodón, unté mi polla con la crema y un poco su coño, porque no me dejó tocárselo y se la clavé de golpe. No pudo evitarlo:

-AAAAAYYYYY

No fue un grito. Fue un alarido. Sin lubricar, con el cuerpo en tensión y contraída debió de ser dolorosísimo, lo fue incluso a mí, ya que, a pesar de la lubricación, también me hizo daño. Intentaba apartarme, pero yo me agarraba a ella para evitarlo. Me pedía una y otra vez que me quitase. No le hice caso esperé un momento hasta que sus gemidos bajaron de intensidad y la saqué, produciendo más dolor y un nuevo grito, aunque no tan intenso. Volví a untarme crema y se la metí despacio al tiempo que le decía.

-Siento que te haya dolido tanto. Si hubieses estado excitada, ni lo hubieses notado.

Entre llantos, me dijo:

-Mi madre ya me avisó de que dolía, pero no podía imaginar que tanto.

-Te repito que es porque no estás excitada. Con la excitación se humedece tu interior y entra con suavidad y sin dolor. Déjame que te excite y verás como todo irá mejor.

Con toda la polla en su interior y mi pelvis pegada a su coño, intenté mover mi cuerpo en movimientos circulares con los que frotaba su clítoris, y alternaba con leves movimientos atrás y adelante. Sentía mi polla ajustada. Presionada levemente por la funda de su vagina. Intenté acariciar sus pechos, incluso sobre la tela del camisón, pero me rechazó. Saqué mi polla por completo y se la volví a clavar de golpe.

Un nuevo grito de dolor ablandó su resistencia, por lo que me quedé quieto y pude acceder a besarla con suavidad. Sin que ella respondiese al beso. Conseguí desabrochar su camisón, con botones hasta la cintura, y acariciar, besar y chupar sus pezones.

Al tacto, tenía un buen par de tetas. No demasiado grandes pero muy bien puestas. Cuando atacaba un nuevo punto, me rechazaba, pero diciéndole “es necesario para excitarme yo”, cedía sin condiciones. Apoyado en mi cabeza, junto a la suya, y de rodillas, besaba su cuello y lóbulo de la oreja, mientras mis manos se movían entre sus pechos y agarraba su culo por los cachetes para presionarlo más contra mí.

Estuve mucho rato acariciando, chupando y besando, hasta que mi trabajo dio sus frutos. No tardó mucho en gemir levemente, mientras sonaba un chapoteo en su coño. Esos gemidos aumentaron rápidamente en frecuencia e intensidad.

Se mordía la mano, y la oía murmurar rezos entre medias, mientras yo seguía con mis movimientos. Sentía su creciente excitación y su afán e inútiles esfuerzos por evitarla. Su propio cuerpo la engañaba. Pasaba mis manos sobre sus pechos, rozaba y presionaba sus pezones, que se pusieron grandes y duros, sin que ella prestase atención, más pendiente de lo que sentía en su coño.

Aceleré los movimientos de mi pelvis y ella me respondió con gemidos más fuertes, que crecieron y fueron aumentando hasta que se convirtieron en un solo grito pero ahora de placer.

-AAAAAAHHHHH

Entonces me dio un empujón y me apartó de ella, aunque ya pensaba hacerlo, porque no quería correrme dentro y aún no sabía cuándo podía utilizar un famoso método anticonceptivo del que se empezaba a hablar y del que se decía que era casi infalible: el de Ogino.

Cuando me obligó a retirarme, solamente tuve que agarrar mi polla, darle dos meneos y me corrí sobre la parte del camisón que quedaba bajo ella.

Rápidamente salió de entre mis piernas y se fue al baño. No creo que tardase más de un par de minutos, cuando volvió llorando, mientras decía:

-Soy virgen. Me he guardado para ti… ¡¡¡Buaaaa!!!

Y lo repetía una y otra vez entre llantos.

-Casta, antes lo eras, ahora ya no. Te acabo de desvirgar.

-Pero no he manchado el camisón. No hay sangre en él. ¡¡¡Buaaa!!! No podré demostrar mi virginidad.

Tuve que abrazarla y calmarla, hasta que le sugerí que se volviese a acostar, que la sangre iría saliendo y por la mañana estaría manchado el camisón, y que de cualquier manera, a mí no me importaba. Yo sabía que lo era.

Así lo hicimos y efectivamente, por la mañana había alguna manchita de sangre y algún grumo seco. Probablemente, si me hubiese corrido dentro, la mancha hubiese sido mayor, pero…

Ya satisfecha, desayunamos, tomamos el coche y, tras pasar por casa de los padres de ambos, donde dejó el camisón a los suyos, nos fuimos de viaje de novios. Las carreteras no estaban como ahora, y nos hicimos 400 km en ocho horas. Nos detuvimos en un hostal para pasar la noche, pero aunque ella me dijo que estaba dispuesta a cumplir con su obligación de esposa, yo estaba cansado de conducir y solamente dormimos.

Al día siguiente, tras hacer otros tantos kilómetros, llegamos a nuestro destino, una población del interior. Tampoco hicimos nada esa noche. Al día siguiente visitamos la ciudad, pero nos recogimos pronto porque no se encontraba bien.

Nos fuimos a la habitación, hicimos tiempo para ir a cenar y volvimos de nuevo a la habitación, yéndonos a dormir. Ese día sí que Intenté follar de nuevo, pero me informó que estaba con la menstruación. Entonces se me ocurrió decirle:

-Pues entonces vamos a estrenar ese culito…

Al bajar al día siguiente, la persona de recepción me llamó a un aparte y me dijo que, si teníamos la costumbre de discutir a menudo, o que lo hiciésemos en voz baja o fuera de allí, por lo menos mi esposa. Se habían quejado todos los clientes del hotel, incluido el recepcionista de noche.

El fin de su menstruación coincidió con nuestro regreso a casa y entonces comenzó una rutina consistente en follarla desde el fin de su menstruación hasta unos días antes de su ovulación y desde unos días después hasta su siguiente menstruación. Las visitas fuera de la ciudad las hacía en el tiempo que ella era fértil, así tenía una buena excusa.

A ella y su familia no les gustaba que saliese de viaje, por lo que movieron sus contactos y una entidad bancaria se puso en contacto conmigo para abrir una sucursal en otra ciudad. El sueldo era mejor, no tendría que viajar y, además, conocía bien la zona. Así que, a los tres meses de cambiar mi situación de soltero, cambié de trabajo, vendí el piso y compré otro en nuestra ciudad de destino.

Conocía a mucha gente de la zona, a la que visité ofreciendo los servicios de mi entidad, haciéndose clientes la mayoría. Previo a mi salida de la empresa de maquinaria agrícola, negocié con ellos unas comisiones por venta de sus productos en mi zona, por lo que conseguía unos mayores ingresos, ya que, si me compraban la máquina a mí, ofrecía préstamos al interés mínimo para pagarla, cosa que no hacía si se la compraban a la competencia.

Con ello, mi oficina creció mucho en poco tiempo. En seis meses había conseguido multiplicar mi pasivo en cifras que triplicaban a la mejor de las oficinas de la provincia. La competencia se quedaba sin los buenos clientes y alguna entidad tuvo que cerrar alguna oficina por falta de rentabilidad, quedándome yo con lo mejor de su personal.

Por aquel entonces tuve dos sorpresas. Mi mujer me anunció su embarazo y la central me anunció que iban a enviar un nuevo director de zona, que se encargaría de controlar a varias oficinas y que estaría por encima de todos los directores de las mismas.

Lo de mi hijo, me hizo mucha ilusión, a pesar de que todavía no quería tenerlo, pero el estar más en casa me hizo apurar más los márgenes y…

Lo de la oficina me cabreó mucho. Me fui a la central a discutir con el director general. Le puse las cosas claras: Yo había levantado la oficina y casi cerrado las de la competencia. Había trabajado mucho y no estaba dispuesto a que ahora viniese otro a aprovecharse de mi trabajo. El puesto me correspondía a mí y podía desempeñarlo mejor que cualquier otro.

Tras muchas argumentaciones, terminé con la definitiva: No me resignaré a ser un segundo. Antes me marcho a la competencia, que ya me han hecho ofertas, y me llevo a todos los clientes.

Por supuesto que soy el director de zona, además del de mi oficina y los asuntos económicos siguen viento en popa. Hasta mis suegros, que tampoco les había parecido bien separarse de su hija cuando nos mudamos, están ahora contentísimos.

En cuanto a mi familia… Vivíamos en un piso casi pegado al banco y, hasta que quedó embarazada, cuando tenía ganas de follar, me ausentaba un momento, iba a casa, me follaba a Casta, a la que cada vez le costaba menos alcanzar su orgasmo y me volvía al trabajo mucho más satisfecho.

Tengo que decir que por aquel entonces la educación sexual dejaba bastante que desear. Se decía mucho que si la mujer no llegaba al orgasmo no podía quedarse embarazada. Cosa que las putas me habían desmentido muchas veces. No obstante, me apoyé en este dicho, contándoselo para conseguir una mayor colaboración y que se aviniese a disfrutar.

A partir del anuncio de su embarazo, todo cambió de repente. No podíamos follar por si se dañaba el feto, por lo que lo hacíamos en contadas ocasiones. Creo que fue un montaje, pero Casta se quejó de problemas, la acompañé al médico y éste le recomendó reposo y no mantener relaciones. No podía poner en duda el diagnóstico y consejo del médico, por lo que tuve que aguantarme.

Para la limpieza y comidas, contratamos los servicios de la mujer del portero, una cuarentona, más bien bajita, entrada en carnes, con vientre prominente, tetas que no se le marcaban y culo plano pero grande. Es decir, una mujer redonda por todas las partes y no muy agraciada, en parte porque se cuidaba poco.

Yo preparaba el desayuno. La mujer, subía todos los días para hacer la limpieza de la casa y preparar la comida, volvía por la noche a preparar la cena y se iba a su casa. Siempre se llevaba la comida y la cena para los suyos.

Los días pasaron, igual las semanas y los dos primeros meses. Yo no quería irme de putas porque no me fiaba de pillar algún bicho o enfermedad, además de que podía ser reconocido por alguien, pero las ganas eran muchas y las pajas ya no me solucionaban esa ansiedad.

Los días seguían pasando y mis ganas aumentando, lo que se reflejaba en las discusiones casi continuas. A los tres meses largos, cedió por fin y follamos una mañana, aprovechando que la mujer había salido a comprar.

Correspondió de mala gana a mis besos y no me dejó acariciar y lamer sus pechos, argumentando que le dolían y pasé de excitaciones para follarla directamente. A pesar de todo, era tal la calentura que llevaba que me corrí nada más meterla. Por suerte, eran tantas las ganas, que solamente bajó un poco la erección y pude seguir sin parar, estando nuevamente en forma a los pocos minutos.

Entonces la follé con ganas. Yo no gemía: Barritaba como un elefante, mientras mi mujer emitía pequeños grititos.

-Ah, ah, ah, ha,…

-OOOOHHHH SIIIII. QUÉ GANAS TENÍA DE FOLLARTE. OOOOHHHH

Mi polla entraba y salía de su coño con suavidad por mi corrida anterior y su creciente excitación. El plas, plas de nuestros cuerpos chocando sonaba de fondo como acompañamiento a nuestros gemidos.

-QUÉ GUSTO. QUÉ PLACER ME DAS, CARIÑO. –Le decía, aunque era consciente de que ella no hacía nada.

-Ah, ah, ha… -Era su respuesta.

Sentí los dos orgasmos de ella por el cambio de respiración y gemidos, pero tengo que reconocer que me daba igual. Solamente quería seguir metiéndola en ese coño estrecho y caliente. Sentir la presión en el tronco y el roce del glande en su recorrido por el interior.

Llegaba a sacarla completamente recorriendo su raja para rozar bien su clítoris a la salida y nuevamente a la bajada, hasta meterla lo más profundamente que me aconsejaba mi conciencia para no causar daños.

Tras su segundo orgasmo ya no pude aguantar más y poco después me volví a correr en su interior. Luego me acosté a su lado para darle unos besos cariñosos y acariciarla. Ella se echó a llorar porque había sentido placer dos veces y eso era pecado. Ahora ya estaba embarazada. Tenía que ir corriendo a pedir la absolución de su confesor.

Me insultaba diciendo que era un sátiro y que solamente pensaba en el placer y hacerla pecar, entre otras cosas peores.

Yo, asqueado, me fui desnudo a la ducha, encontrándome de frente y por sorpresa, a una muchacha que identifiqué como la hija de los porteros. La había visto alguna vez, pero no le prestaba mucha atención. Le calculaba unos quince años, aunque estaba bien desarrollada, delgada, culo redondo y tetas que se apreciaban no muy grandes, pero bien formadas. Su madre había vuelto de la compra muy cansada y la había enviado a ella en sustitución, estaba haciendo la limpieza del baño y salía a buscar el cubo del agua para fregar.

-Huy. Perdone, señor. No sabía que estaba en casa. Estoy limpiando el baño, pero recojo las cosas y se lo dejo libre.

Se volvió, creo que sin demasiada prisa, mientras echaba un vistazo a mi polla que todavía estaba en semi erección y que no había cubierto por la sorpresa, y se agachó a recoger los productos de limpieza del suelo.

Al doblarse, pude apreciar la marca de sus bragas y sujetador sobre la tirante tela de la bata. Lo hice con curiosidad, sin malicia, si exceptuamos que pensé “Lástima que no tenga cuatro años más”. Ella salió mientras yo, que había aprovechado que estaba de espaldas para coger una toalla del lavabo y cubrirme algo con ella, entré, me duché, vestí y me fui al trabajo sin volverla a ver, aunque di voces para decirle que podía limpiar el baño.

La situación de abstinencia se prolongó otros tres meses más. Yo insistía. Ella se negaba. La amenazaba con buscar a otra fuera. Me insultaba llamándome sátiro, infiel, putero y otras lindezas. Todo para terminar encerrándome en el baño y hacerme una paja.

Pero en la decisión entre la infidelidad y la abstinencia, aparecieron grietas en el muro de la abstinencia y ya no me parecía tan importante serle fiel, si al fin y al cabo, solamente buscaba fuera el desahogo que no encontraba en casa.

Empezaba a mirar con ojos libidinosos a la mujer del portero y cada día me costaba más no hacerle una proposición, sobre todo, cuando la veía arrodillada limpiando algo, con el culo en pompa.

Una cosa tenía clara, tanto si era la mujer del portero como si era otra de fuera, no podía ser ni en su casa ni en la mía, por lo que tenía que pensar en una solución para encontrarme con ella o ellas sin que nadie se enterase.

Por suerte, en el banco siempre había alguna vivienda que salía a subasta por falta de pago y en aquel momento había toda una letra de los nueve pisos de una casa, expropiada a un constructor, y pude elegir un ático dúplex con instalación de aire acondicionado y cocina totalmente instalada. También me compré la vivienda del piso quinto.

Arreglé los papeles inmediatamente y me concedí un préstamo para pagarlas. Luego, elegí la vivienda del piso quinto como sitio para mis citas. Tardaría una semana en poder entrar pero tendría un lugar donde quedar con quien fuese.

Mientras tanto, puse el ático en alquiler, así, lo poco que tenía que pagar por el beneficioso préstamo que me había concedido, quedarían casi cubiertos con los ingresos.

Me dieron las llaves y lo primero que hice fue amueblar el dormitorio y los dos baños del quinto piso, lo mínimo en la cocina y salón. Tardé más de dos semanas en dejar todo preparado.

Por fin, con todo listo, me decidí a hacerle la proposición a María, la mujer del portero, y aproveché el día que mi mujer tenía que ir al médico. Me presenté en casa dispuesto a todo, sabiendo que estaría sola, pero me llevé una sorpresa cuando me encontré con Susana, la hija de la portera, haciendo las tareas de su madre.

Su madre se había torcido un tobillo y la había mandado a ella para sustituirla hasta que se pudiese mover bien. Intenté que no se me notase el cabreo y me fui, deseándole que su madre se restableciese pronto.

A partir de ese momento, las discusiones con mi mujer fueron en aumento. Yo le argumentaba que después de más de siete meses, el feto no solamente se habría fijado bien sino que ya estaba totalmente formado y que podríamos volver a follar. Ella insistía en el consejo del médico y así un día y otro día.

Para mayor infortunio, la muchacha aprovechaba cuando estaba en casa para hacer limpieza de la parte alta de los armarios, pidiéndome que le sujetase la escalera, rozando su cuerpo con el mío o enseñando los muslos hasta el principio de las bragas, aprovechando que al subir los brazos, también se le subía la escueta bata que llevaba. O se ponía a fregar el suelo arrodillada y moviendo el culo ante mí y enseñando muslo… Eran momentos insoportables.

Hay que tener en cuenta que, en aquella época, las mujeres que se consideraban modernas e iban a la moda, llevaban las faldas cortas hasta cinco centímetros por encima de la rodilla. Y de tangas… Nada de nada. Unas enormes bragas que ahora llamamos “de cuello alto”.

De nuevo hizo una visita al médico y volvió diciendo que había tenido pérdidas y que tenía que guardar más reposo y nada de sexo. Yo no me lo creía y quería ir con ella a otro médico, cosa a la que ella se negaba porque el suyo pertenecía a su organización cristiana y era de confianza.

Nuestras discusiones eran casi diarias, y siempre por el mismo tema. Me había acostumbrado a ir a casa a media mañana. Al principio a follar y comer algo, luego era a comer algo solamente y como mucho, discutir. De todo esto era consciente la muchacha.

Un día, estaba comiendo algo de embutido acompañado de un vaso de vino, cuando se acercó Susana para ofrecerme un trozo de tarta que había preparado y un café.

-No, gracias Susana, últimamente no hago mucho ejercicio y me temo que me voy a engordar mucho. Pero si te agradecería que me trajeses una pieza de fruta.

-Don Roberto, ya sabe usted que estoy aquí para todo lo que necesite. Absolutamente para todo.

-Gracias Susana. Eres muy servicial. Tus padres estarán muy orgullosos de ti.

-Sí que lo están, Don Roberto, pero no me supone esfuerzo, estoy a su disposición para todo lo que quiera. –Volvió a repetir.

No me di cuenta de la posible doble intención de sus palabras hasta que se fue a buscar la fruta. Cuando volvió, le pregunté la edad:

-Cumplí 18 años el día que entré a sustituir a mi madre por primera vez.

No dije más y me fui a trabajar, pero pensando en sus palabras y la situación de dos meses atrás en el baño. Por segunda vez en el día, compré un periódico para taparme la erección y que no se notase al entrar en la oficina. Me encerré en el despacho y seguí dándole vueltas hasta que tomé una decisión.

La siguiente vez que mi mujer se iba al médico, o eso decía, porque siempre venía con nuevas compras, retrasé la visita de media mañana. Cuando llegué, mi esposa se iba al médico y Susana iba a salir a comprar. La muchacha quiso quedarse a prepararme algo, pero la envié a comprar. Me hice algo de comer y luego monté el escenario.

Manché unos pañuelos de papel con una mezcla de leche y harina, limpiando todo bien. Me senté en un sillón, con los pantalones y calzoncillos en los pies, los pañuelos en el suelo, la caja junto a mí, en la mesita y una revista erótica abierta por el poster central sobre mi pecho.

En aquel entonces solamente había películas en 8 y super 8 mm. No existía el vídeo ni el dvd. Tenía escondida alguna pornográfica en super 8, pero había que montar mucha parafernalia y no quería perder tiempo.

No tardé mucho en oír la puerta de la calle y me hice el dormido. Sentí cómo se acercaba al salón y observaba todo desde la puerta. Se fue a cambiar de ropa y volvió a mi lado, sacudiéndome ligeramente por el hombro, al tiempo que decía

-Don Roberto, despierte. Despierte Don Roberto.

Abrí los ojos e hice como que estaba atontado y no sabía lo que pasaba.

-¡Eh! ¿Qué pasa?

-Se ha quedado dormido, Don Roberto.

Entonces hice como que me daba cuenta de la situación:

-Dios mío, que bochorno. Ahora mismo recojo todo esto. Perdóname, no quería ofenderte.

-No me ofende, Don Roberto. –Dijo rápidamente al tiempo que ponía una mano en mi pecho y se arrodillaba ante mí- Y no se preocupe, que ahora lo recojo todo yo.

Mi polla se había puesto en un estado de casi erección total, descansando sobre mi vientre. Tomó un par de pañuelos y me dijo.

-¿Me permite…?

Todavía no sabía para qué, pero le di permiso. Entonces tomó con una mano mi polla y se puso a limpiarla con los pañuelos de los restos de mi inexistente corrida. Al notarla seca, pasó la lengua recorriendo toda su longitud y circunferencia, dejándola no solamente húmeda, sino totalmente erecta y dura. No dijo nada, pero debió de notar que no sabía a restos finales de una corrida, sino más bien como a los preludios.

Pasó los pañuelos por ella, volviendo a humedecerla y secarla varias veces, dejándome en un estado próximo al orgasmo. Por la punta empezó a salir líquido preseminal. Lo miró y pasó la lengua por él. Lo saboreó un momento, me miró y se metió el glande en la boca.

Un retazo de conciencia me hizo levantar las manos para separarla, pero fue cosa de un instante. Ahora que sabía de su mayoría de edad y con mi glande dentro de una boca, después de tanto tiempo, no pude resistir la tentación. Además, era lo que estaba buscando.

Ella, al ver que yo no solamente callaba, si no que resbalaba mi cuerpo y abría las piernas para acercársela más, continuó metiéndosela, hasta llegar a la mitad. Ponía la boca en forma de “O” y se la metía y sacaba, a la vez que me pajeaba con una mano y acariciaba mis huevos al tiempo presionaba mi perineo con un dedo de la otra.

No era una mamada como las que me hacían las putas, pero la chica ponía interés y yo estaba muy necesitado por lo que me estaba sabiendo a gloria. Tanto, que a los pocos minutos le avisé que me corría. Ella se metió un poco más la polla y se puso a succionar con rapidez. Me corrí con un largo gemido mientras ella se tragaba mi leche.

-AAAAAHHHHH SIIIIIII.

No dejó perder ni una sola gota. Luego, cuando ya no consiguió sacarme más, volvió a lamerla y la secó con un pañuelo de papel.

-¿Le ha gustado, Don Roberto? ¿Se lo he hecho bien? –Me dijo al tiempo que me pajeaba suavemente.

-Sí, Susana, me ha gustado mucho. Muchas gracias.

-Parece que estaba usted muy necesitado.

-No lo sabes bien, Susana. No lo sabes bien.

-¿Quiere más? Ya sabe usted, Don Roberto, que me tiene a su total disposición para lo que desee.

-No, gracias. Ya está bien. Susana: ¿Tienes novio?

-Tuve uno hasta hace seis meses, pero lo dejamos. Ahora no tengo a nadie.

-¿Te acostabas con él?

-No. Solamente le hacía lo mismo que le he hecho a usted. Mientras, el me acariciaba hasta que se corría.

-¿Tú también te corrías?

-A veces sí. Otras no me daba tiempo y me lo hacía yo. A él le gustaba mirar cómo me lo hacía.

-Seguiremos hablando. Ahora me tengo que ir a trabajar.

Me ayudó a ponerme la ropa y recoger mi polla, que estaba nuevamente morcillona, y volví al trabajo, esta vez muy satisfecho.

Cuando fui a comer, Susana estaba esperándome en la entrada de la casa y nada más verme, me preguntó:

-Don Roberto. ¿Me necesitará esta tarde para seguir con lo que dejamos pendiente?

No me esperaba algo así, pero reaccioné rápidamente. Quedé con ella en la puerta de mi nuevo piso-picadero a las cinco de la tarde y me fui a casa. Después de comer, me acerqué a mi mujer para acariciarla, iniciando una nueva y breve discusión que termino en una retirada de palabra por parte de ambos.

Cerca de la hora, me puse un chándal y rompí el silencio para decirle que me iba a correr un rato para despejarme. Lo hacía muchas tardes, por lo que no resultaba extraño, pero ella, que estaba sentada leyendo un libro frente a la televisión, no me dijo ni adiós. Tampoco me preocupé. Fui directamente a mi nuevo piso, donde ya me esperaba Susana en la puerta.

El piso lo había amueblado con lo más imprescindible: La cocina con nevera (hielo y café), los dos baños completos, el dormitorio completo, con un gran armario lleno de toallas y sábanas, y, entre otras cosas, disponía de una enorme cama de matrimonio y el salón con dos sillones, un sofá, una mesa de centro y otra para poner la tele, si algún día me decidía.

Le enseñé la casa, aunque no había mucho que ver, terminando en la entrada del dormitorio. Me encontraba muy cortado y no sabía cómo actuar, pero fue ella la que decidió.

Susana tomó mi mano y fue llevándome hasta la cama, donde nos detuvimos, aprovechando ella para soltar la cinta de mi pantalón y dejarlo caer, liberando así mi erección que se me había puesto como una piedra desde el momento que salí de casa.

Me empujó suavemente para que cayese sobre la cama, y se subió conmigo arrodillándose entre mis piernas y poniéndose a lamer mi polla, ensalivándola por todas partes. Volvió a meter el glande en su boca, se detuvo un momento y luego continuó hasta llegar a la mitad más o menos.

Tuve que darle unas cuantas indicaciones para que fuese aprendiendo:

-Mete y saca varias veces rodeando el borde del glande con los labios.

-Cuando la metas y la saques, presiónala con la lengua contra el paladar

-Acaricia con la mano mis huevos.

-Mírame a los ojos en todo momento.

Etc. etc. cuando ya lo hacía más o menos bien, pero sin metérsela entera, la separé y le pedí que se desnudara.

Se levantó y lo fue haciendo con vergüenza. Se quitaba las prendas despacio, no con intención de excitarme, sino por bochorno y timidez. Esta situación coloreaba de rojo su cara, lo que le daba un punto de morbo a la situación y la hacía más excitante.

Cuando estuvo desnuda, la hice acostarse a mi lado, y nos fundimos en un excitante beso. Ligeramente subido sobre ella, acariciaba uno de sus pechos y su pezón, mientras seguíamos besándonos.

Bajé a lamer sus pezones y chuparlos, mientras mi mano recorría sus muslos y caderas, pasé mi dedo por su vulva, sin meterlo, buscando que se fuese abriendo por su propia excitación. Repetí todo una y otra vez hasta que conseguí que el recorrido fuese por la parte interna, y que su coño se convirtiese en una fuente.

Entonces me coloqué entre sus piernas y me puse a comérselo con ganas. Su sabor era mucho mejor que los de las putas que me había comido antes.

Empecé haciendo el mismo recorrido con la lengua que el que había hecho con el dedo, recorría su raja buscando meter la lengua un poco más cada vez. Sus labios fueron abriéndose cada vez más, hasta que mi lengua hacía el recorrido directamente desde su clítoris al perineo.

-UMMMMM SIIII ESTO ME GUSTAAAAA. ¡QUIERO MAAASSS!

Había perdido la vergüenza y timidez y se mostraba como una mujer deseosa de placer. Yo metía mi lengua todo lo que podía dentro de ella mientras presionaba con la nariz sobre su clítoris. Ella gemía cada vez más fuerte y rápido.

Mis labios absorbían su sexo, tomaba entre ellos los suyos y los recorría con la lengua, alternando de uno a otro. De vez en cuando, miraba su cara, que iba desplazando de un lado a otro, con los ojos cerrados y la respiración acelerada. Estaba totalmente entregada a mí y a mi comida de coño. Sus gemidos y caricias o presiones sobre mi cabeza me lo confirmaban.

Cuando vi que estaba cerca de su orgasmo, me puse a chupar y golpear su clítoris con mi lengua, mientras ella sujetaba mi cabeza haciendo presión contra su coño para sentir más mis acciones. Sus gemidos llenaron la habitación y debieron llegar hasta el exterior.

De repente, se calló. Levanté la vista para mirarla y vi que estaba con la boca abierta sin emitir sonido. Empezó a mover mi cabeza como haciéndola vibrar y emitió un sonido que sonó más a estertor que a gemido y se corrió en un gran orgasmo.

Cuando se le acabó e inició su relajo, me permitió separarme de ella y lo hice lleno de satisfacción, porque después de las relaciones con mi mujer, negándose el placer y con unos orgasmos no disfrutados plenamente, me hacían sentir mal, como si abusara de ella. Con Susana, sin embargo, me había sentido plenamente satisfecho.

Mientras se relajaba, me puse a su lado, la abracé y le pregunté:

-¿Te ha gustado?

-Sí. Mucho. Ya me dijo mi madre que tenías pinta de ser muy buen amante. –Me respondió, sin darse cuenta de lo que decía.

-¿Tu madre sabe que estamos aquí?

-Estoooo… Buenooo… Sí. –Respondió poniéndose roja.

Conseguí sacarle que fue su madre la que le aconsejó que me sedujese. Por un lado, porque me veía necesitado, por el otro porque sabía lo de su novio y no lo veía con futuro. Le decía que conmigo estaría mejor atendida, y quizá en un futuro, si lo sabía hacer, podría llegar a ser mi esposa.

No le comenté que el día que apareció en mi casa, yo iba decidido a seducir a su madre.

Tras el intercambio de confidencias, comencé a besar su cuello, sus labios y fui acariciando sus muslos sin llegar a su coño. Pensaba que, tras su intenso orgasmo, no se volvería a excitar, pero quería estimularla para que terminase la mamada y dar por finalizada nuestra primera cita.

Me equivoqué. Al poco, se giró hacia mí, quedando ambos frente a frente de costado. Se pegó como una lapa, haciéndome sentir sus duros pezones en mi pecho y pasando su pierna sobre mí para poder frotar su coño contra mi polla.

Me sentí desorientado. No sabía qué hacer. Por un lado, era una muchacha virgen, por otro, tenía algo de experiencia en el placer del sexo. Yo tenía urgencia por follarla, pero tenía que ser suave aunque mi cuerpo pidiese el meterla de golpe.

Hice que se bajase para que volviese a chupármela, y ya estaba dispuesto a terminar así, cuando ella misma se subió sobre mí, con una pierna a cada lado, se situó sobre la polla y fue metiéndosela poco a poco hasta que encontró resistencia, entonces dijo:

-Abrázame

Al tiempo que, en un doble movimiento, se dejaba caer sobre mí y se clavaba la polla hasta el fondo. Yo la abracé conforme fue bajando y en su caída puso sus labios sobre los míos en un primer beso que amortiguó el gemido de ella al perder su virginidad.

Quedó un rato sin moverse, aprovechando yo para acariciar su cuerpo y que se relajara. Poco después inició un movimiento de vaivén, despacio y de poco recorrido, pero viendo en su cara que le resultaba molesto, la hice bajarse y ponerse a mi lado.

Mientras yo me masturbaba le dije que no era necesario que follásemos hasta el final, que esperaría a que se repusiera, pero no me dejó hacerlo. Se abalanzó sobre mi polla, obligándome a dejársela libre para dedicarme una gran mamada, puesta a cuatro patas sobre mí.

Al tiempo que me la chupaba, se acariciaba el coño con una mano, hasta que descubrió que mi pie estaba justo bajo su él, bajando su cuerpo lo suficiente como para hacer que mi dedo gordo recorriese su raja al tiempo que realizaba movimientos de cintura.

Dada la gran excitación que llevaba, no tardé en correrme en su boca, sin que ella desperdiciase una gota. Cuando presintió mi corrida, se la metió todo lo que pudo y así recibirla directamente en su garganta.

Cuando terminé, la hice darse la vuelta y, puesta sobre mí, metí la cabeza entre sus piernas y comencé a darle placer con la lengua, mientras ella limpiaba mi polla una y otra vez, en un intento de ponérmela dura de nuevo.

Estuve comiéndole el clítoris y alternando con largas lamidas en los labios de su vagina con auténtica pasión, como si fuese lo último de este mundo. Hacía años que no me llevaba un coño a la boca, y menos tan jugoso como el de Susana, por lo que tuve que sacar todos mis recuerdos para ponerlos en práctica y hacer que disfrutase como una loca con mi lengua.

Fui yo el que la hizo acabar primero en lo que me pareció un intenso orgasmo.

Luego estuvimos acostados juntos, mientras disfrutábamos de la agradable sensación de relax tras los orgasmos.

Cuando volví a mi casa, mi esposa seguía en la misma situación. La miré al pasar rápidamente ante la puerta del salón, al tiempo que le anunciaba que me iba a duchar. Por suerte no levantó la vista y no vio que mi ropa no estaba sudada.

A partir de ese día, me acostumbré a salir todas las tardes a correr-me. Para que pareciese menos sospechoso, le conté que me había encontrado con unos clientes que se reunían todas las tardes en un bar para jugar a las cartas y que me quedaba un rato con ellos. A ella le dio igual, ni siquiera hizo el menor comentario.

Todos los días, llevaba una chaquetilla o un polo, que dejaba en el bar, luego me iba con Susana y la recogía para volver a casa. Con eso me aseguraba que el olor a humanidad, aceites, humos, etc. Propio de estos sitios, que nosotros no solemos notar y que, al llegar a casa, sí que notaba mi mujer.

La siguiente semana la pasamos haciendo un 69 cada día. Ella quería que la volviese a penetrar, pero me negué a ello esperando a que estuviese bien cicatrizada.

Al octavo día de nuestra primera cita, le estaba comiendo el coño situado sobre ella, cuando noté que se aproximaba su orgasmo. En ese momento, me detuve, me di la vuelta y me situé entre sus piernas. Ella, viendo lo que pretendía, dijo:

-Oooohhhh. Siiii. Por favor, métemela. Lo estoy deseando.

Froté mi polla a lo largo de su raja, sin penetrarla, mientras ella me rodeaba con sus piernas en un intento de conseguir metérsela, al tiempo que seguía pidiendo que lo hiciese.

Por fin, la coloqué a la entrada de su coño y fui metiendo poco a poco. Ella presionó con sus piernas para forzar la penetración, clavándosela entera y emitiendo un gemido de gusto. Me entretuve un momento, esperando a que dilatase y se acostumbrase, pero fue ella nuevamente la que comenzó a moverse.

-¿No te hace daño?

-No, llevo varios días probando con un plátano y otras cosas y ya dilato sin problemas.

Me quedé sorprendido y tardé un momento en reaccionar, pero viendo que ya no había problemas, le di el mejor repertorio de follada del que fui capaz, aplicando todo lo que recordaba y que, en su mayoría, no había puesto en práctica desde que me casé.

Dejé de contar sus orgasmos después del tercero. Debimos alterar a toda la comunidad por los gritos que daba, con frases:

-Siiii. Así, así. Más, más

-No pareeees.

-Me corrooo.

Y cosas similares.

Oírla, aumentaba mi morbo y excitación. Saber que la mujer estaba disfrutando tanto y que era yo el causante de su placer me excitaba hasta el punto de que me costaba grandes esfuerzos el aguantar sin correrme.

Por fin, no pude aguantar más. Sintiendo que me había metido en el camino sin retorno, se la clavé hasta el fondo y descargué todo en un orgasmo como he tenido pocos en mi vida. Todavía lo tengo en mi mente y recuerdo todos los detalles como si acabase de correrme.

Después de un tiempo de descanso, repetimos de nuevo, alcanzando ella dos orgasmos más y yo uno.

Estuvimos varios meses así, disfrutando como unos recién casados. Todas las tardes eran nuestra “noche de bodas”. Desde ese día, todos nuestros contactos fueron con preservativo.

Fin de la primera parte, de dos.

Gracias por leerme, y agradeceré también sus valoraciones y comentarios.

También puede escribirme a: amorboso arroba Hotmail punto com

Deja una respuesta 0

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *