Soy pequeño, pero tengo una gran polla y mi amigo la quiere

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Nunca fui un niño de ideas claras. Lo que un día me gustaba, al día siguiente no le prestaba atención. Por esto mismo, mis padres no solían hacerme caso cuando les pedía un nuevo juguete que “usaré todos los días”. Lo mismo me pasó cuando llegué a la adolescencia, momento en el que pasé de interesarme por las tías y sus tetas a fijarme en los tíos y sus paquetes. ¿El causante de ello? Eric, mi amigo de la infancia.

Eric siempre había sido un niño muy echado para adelante, que no tenía nunca reparos en decir lo que pensaba sin importar lo que pudieran decir de él. Yo, como chico tímido que apenas hablaba, lo admiraba. En parte, soñaba con llegar a ser como él algún día. Además, Eric era un chico robusto, mientras que yo era el más bajito de la clase.

Pasó el tiempo, y al pasar al instituto, aquel niño valiente que tan bien se llevaba conmigo dejó de buscarme. Ya no me pedía venir a casa a jugar, ni salir al cine. Ni siquiera quería juntarse conmigo en los recreos. Yo notaba que algo había cambiado en él, pero por vergüenza o cobardía, nunca llegaba a preguntárselo.

Eric había conseguido un nuevo grupo de amigos de los que, por supuesto, él era el líder. Todos le hacían caso y le seguían adonde fuera. Pero eso a él parecía no importarle.

Un día, estando en el instituto, nos cruzamos. Él iba a su bola y yo iba pendiente de no llegar tarde a la próxima clase, por lo que no nos vimos hasta que fue demasiado tarde. Mi hombro chocó con el suyo y, de un modo u otro, cayó al suelo.

Pedí perdón tímidamente y le tendí la mano para ayudarle a levantarse, pero su respuesta fue un manotazo que casi me suelta una lágrima. Se levantó de golpe y se encaró a mí. Me sujetó de la chaqueta con las dos manos y me hizo chocar contra la pared.

–¿Qué coño haces, tío? –gritó–. ¿Es que estás ciego o qué?

–P-Perdón –alcancé a decir.

–¡Qué perdón ni qué hostias! –seguía chillando.

Me dio un puñetazo en el mentón que me hizo girar la cabeza. Imagino que esperaba que se lo devolviera, pero no lo hice. Eric continuó los golpes, pero yo ni siquiera intentaba zafarme. Me estaba prestando atención, después de tantos meses, y eso era lo único que me importaba. Fue entonces cuando pude ver sus ojos brillando, fruto de una lágrima que pedía ser liberada.

En ese momento llegó uno de los profesores, que nos mandó al aula de castigo de inmediato. Nunca me habían mandado allí, y en otras circunstancias habría llorado en cuanto entré por esa puerta. Pero no con Eric a mi lado. Para mi sorpresa, no se quedó ningún profesor vigilándonos. Y allí estábamos, de pie el uno frente al otro.

–Lo siento –volví a decir–. No te había visto. Perdón.

Eric me miró y, por fin, echó a llorar.

–¿Por qué te disculpas? –preguntó–. Llevo meses ignorándote, tratando de pasar de ti. ¿Y hoy te doy una paliza y me pides perdón tú a mí?

–Es que… Me alegro de que me hagas caso otra vez. Echo de menos quedar contigo, pasar la noche juntos y hablar de chorradas. Te echo de menos.

Eric me miraba, absorto, pendiente de mis labios. Se relamió y, cerrando los ojos, se acercó a mí. Yo no entendía muy bien qué pretendía. Ni siquiera me gustaban los chicos. Pero con Eric era distinto. De modo que acerqué mis labios a los suyos y cerré los ojos. Me dejé llevar.

El contacto de nuestros labios chocando fue una sensación increíble. Nunca antes había besado a nadie en la boca, y a mis 12 años lo hice por primera vez, con Eric.

Yo no quería que ese beso acabara nunca, de modo que, instintivamente, tomé su cuello con mi mano izquierda y lo sujeté con fuerza. Él acompañó el gesto e hizo lo mismo, pero tomándome de la cadera. Aquello fue asombroso.

En cambio, ninguno se atrevió a meter la lengua. Yo no era ningún experto, y seguramente él tampoco, por lo que el beso quedó ahí. Cuando nos separamos, me miró a los ojos.

–Lo siento, Marcos –dijo–. No debí haberte tratado así estos meses. Pero es que no sabía qué hacer. Empecé a notar que me gustabas, y ya sabes cómo son mis padres. Si se enteran de que alguno de sus hijos es gay, le hacen la vida imposible. Así que lo único que se me ocurrió fue intentar alejarme de ti. Pero no puedo. Te quiero demasiado.

–Eric… Tenías que habérmelo contado. Para eso somos amigos, ¿no?

–¿Solo amigos? –preguntó él, dejando escapar una triste sonrisa.

–Bueno –contesté yo–, todo se puede hablar. Por ahora, he de decir que ese beso me ha puesto muy cachondo.

Miré a mi entrepierna y Eric hizo lo mismo. Bajo mis pantalones se escondía una potente erección que poco dejaba a la imaginación.

–Joder, parece grande. Creo que la mía es más pequeña.

Y sin avisar, se bajó los pantalones. Apenas la tenía morcillona, pero calculé que medía unos 9cm. Obviamente, aquello fue aumentando de tamaño cuanto más dura la tenía. Al llegar a la erección plena, le debía medir unos 12cm. Era una polla normal para un chaval de doce años. Apenas tenía vello púbico y era delgada. El capullo quedaba escondido por una capucha de piel que lo mantenía cubierto.

–Pero ¿qué haces? –le pregunté–. Que nos pueden pillar.

–Mejor, ¿no? Más morbo –contestó él con una sonrisa picarona–. Venga, te toca.

–De perdidos al río –dije al tiempo que dejaba mi polla al aire.

–Jo-der –dijo Eric con los ojos abiertos–. Es enorme. Para ser tan bajito, tienes una polla de la ostia.

Lo cierto es que no mentía. Mi polla era mi orgullo. Sabía que a pocos chavales les medía 14cm con 12 años recién cumplidos, por lo que asentí, contento.

–¿Cómo coño la tienes tan grande? Te la cascas a todas horas, ¿o qué?

–¡Qué va! Creo que es genética. Un día se la vi a mi hermano en la ducha y la tiene casi igual de grande que yo.

–¿En serio? Pero si le sacas un año. Yo al mío se la vi una vez mientras se cambiaba y la tiene más grande que tú. Pero claro, él es dos años mayor.

Eric seguía embobado, mirando fijamente mi cipote.

–¿Puedo… Puedo tocarla?

Dudé. Me acojonaba la idea de que nos pillaran. Pero, por otro lado, que mi amigo de la infancia me tocara la polla me ponía a cien. De modo que asentí.

Eric acercó su mano con lentitud, como si le diera miedo. Pero no se echó para atrás y, con firmeza, agarró mi polla. Sentir su mano derecha sujetando mi rabo fue espectacular. Nunca nadie me había tocado el pene, y fue una sensación muy agradable.

Eric dejó su mano ahí durante unos segundos, como si no se creyera lo que estaba viendo.

–Tío, es demasiado grande, en serio.

–Si tanto te gusta, dale un bocado –dije bromeando.

Pero Eric se lo tomó en serio.

–¿De verdad? ¿Puedo?

–Qué dices tío. No, no. Que con eso sí que la liamos como nos pillen.

–Venga, porfa. Solo un poco.

La verdad es que yo estaba deseando que me comiera la polla. De modo que accedí.

–Está bien, pero luego yo no te la voy a chupar a ti, ¿eh? Eso lo dejamos para otro momento.

–¡Gracias!

Eric se puso de rodillas, con los pantalones aún bajados, y volvió a cogerme el nabo. Sus manos se sentían cálidas. Llevó una de ellas a mis huevos, que ya tenían algo de pelos, y comenzó a acariciarlos con suavidad. Abrió la boca, sacó la lengua y dio un lametazo que recorrió todo mi tronco. Mis 14cm disfrutaron el lametón por todo lo alto, y aquello fue solo el comienzo.

Posó su lengua en la punta de mi polla. Comenzó a dejar el glande al aire y olió su fragancia. Después, acercó sus labios a mi glande y comenzó a darles besitos. No pude evitar soltar una risita de cosquilleo. Unos segundos más tarde, decidió usar su lengua de nuevo y empezó a jugar con mi glande. Daba vueltas en círculos con la lengua y yo cada vez me ponía más y más cachondo.

Entonces, pasó a la verdadera acción. Abrió su lengua y, con cuidado, fue introduciendo mi polla en ella. Lo hacía lentamente, como queriendo saborear cada centímetro de carne. Se notaba que era la primera vez que lo hacía, pero aun así le ponía ganas y, para mí, estaba siendo jodidamente increíble.

Sentir la humedad de su boca, su lengua recorriendo cada vena, su mano izquierda jugueteando con mis huevos y su mano derecha apretando mi rabo, intentando exprimirlo para que saliera el jugo.

Eric continuó así durante unos cinco minutos. El muy cerdo no paraba de comerme la polla. Y me estaba gustando. Joder si me estaba gustando. Yo gemía cada vez más y empecé a follarle la boca. Le metía mi polla hasta la garganta, haciendo que chocara con su campanilla. Él se atragantaba un poco, pero no se aparataba. Aumenté el ritmo de las embestidas y, entonces, lo sentí.

El cosquilleo previo al éxtasis. El placer de la corrida.

–Eric, me voy a-a correeeeeer.

Por toda respuesta, Eric no apartó su cabeza ni sacó mi polla de su boca. Simplemente dejó que yo continuara embistiendo. De modo que eso hice. Y por fin, ocurrió. Mi polla palpitó, una, dos, tres, cuatro veces. Y cada vez que palpitaba, de ella salía un pequeño chorro de leche que mi amigo tragó sin problemas.

Eric limpió mi polla con su lengua, y fue en ese momento cuando la puerta del aula se abrió.

–Pero ¿qué?

Era Hugo, el hermano mayor de Eric. Cerró la puerta y, acariciándose la entrepierna, dijo:

–Vais a tener que explicarme esto si no queréis que se entere nadie.

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