Soy una pervertida, mi abuelo me moja demasiado

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SOY UNA PERVERTIDA Y PUNTO:

Don Nabor.

Me despierto y me encuentro con su rostro frente a mí, durmiendo plácidamente todavía. Lo miro con detenimiento, aunque no con demasiada claridad por la poca iluminación en la habitación. Me digo que no puede ser real alguien así, es como si algún artista demente lo hubiera diseñado. La naturaleza por sí sola no puede ser capaz de equivocarse tan drásticamente… Y pensar que lo estuve besando, y pensar que estuve haciendo con él algunas cochinadas que no suelo hacer con nadie más. Volvió a mi mente el recuerdo de Jessica y sobre todo, el de la tipa aquella, con su cuerpecito estilizado y su cara de muñequita. Recordé el desbordante entusiasmo que Jessica suele ponerle al sexo matinal y me enloqueció imaginarla en ese momento revocándose con aquella… Y yo, mientras tanto, aquí, acostada al lado de este personaje de pesadilla, que duerme como un bebé. Al volver a verlo con detenimiento, sentí un espasmo en la boca del estómago y un resabio agrio llegó hasta mi garganta.

No podía más, tenía que ponerme de pie; lo hice, tratando de no mirar atrás, recogí la única prenda de la que me había despojado y me la volví a poner, fui hasta donde tenía mis cosas. Revisé mi celular y pude ver que tenía un par de llamadas perdidas, eran de mi tía. Me alegré por encima, pues en el fondo me hubiera gustado que las llamadas fueran de Jessica; pero no, a estas horas debería estar demasiado ocupada con su amiguita.

Me comuniqué con mi tía, le dio mucho gusto escucharme. Le comenté mi situación y le dije que me había quedado en casa de una amiga. Ella me dijo que en esos momentos no estaban en casa, que desde la tarde anterior habían salido ya que pretendían pasar el fin de semana en el rancho, lejos del mundanal ruido. Temí que seguiría varada, aunque ella me dijo que iba a hacer un par de llamadas para ver qué se podía hacer.

Mientras esperaba la llamada de mi tía, hurgué en la cocina, me comí un par de plátanos y bebí un poco de jugo. Me lavé los dientes y justo cuando terminaba fue que recibí la llamada. Había dos noticias, una buena y una mala: La buena, que alguien podía pasar a recogerme; la mala, que esa persona tenía como destino el rancho donde en esos momentos estaba mi tía. Yo le dije que estaba bien, que me parecía una buena solución, que ya tendría tiempo de ir a casa después, que lo que me urgía en esos momentos era salir de la casa en la que me encontraba, que no quería seguir molestando. Entonces acordamos un punto de encuentro y una hora aproximada para ello. Faltaba bastante tiempo, pero yo necesitaba salir ya de la casa de “mi precioso” antes de que se levantara y afortunadamente lo conseguí.

Ya afuera, busqué en mis bolsillos. ¡Demonios! No traía el dinero suficiente ni siquiera para un viaje en el transporte urbano. No me quedaba de otra que caminar. Por fortuna llevaba tiempo de sobra para llegar al punto de encuentro.

El rancho en el que se encontraba mi tía estaba ubicado a poco más de una hora fuera de la ciudad. En algún momento había estado dedicado a la producción de ganado, pero ahora era casi una mera casa de campo que conservaba unas cuantas vacas lecheras que daban abasto a un pequeño negocio familiar de lácteos. Originalmente era propiedad de mis abuelos, pero ahora mi tía pretendía conservar lo poco que quedaba de él, a mi madre no parecía interesarle mucho, era como si siempre hubiera querido escapar de ahí.

Estaba a punto de echar raíces en el punto de encuentro cuando vi aparecer la vieja camioneta Datsun, de ese color que desde niña siempre dije que era “amarillo con leche”, porque siempre me recordó el color del rompope y el de las paletas de vainilla. Tuve que hacer aspavientos para que la camioneta se detuviera, pues ya se había pasado de largo. Tras correr una veintena de metros, hice por abrir la portezuela, pero me fue imposible. El conductor me hacía señas que no entendía. Finalmente bajó la ventanilla.

—Tienes que subirte atrás porque el asiento va ocupado.

—Pues deje paso las cosas para atrás para irme en el asiento.

—No se puede, allá atrás les va a dar el sol y se van a echar a perder.

No podía discutir con él y no me quedó más remedio que irme en la parte de atrás de la camioneta. El conductor no era otro que don Nabor, un hombre que ya era un viejito desde que yo tenía uso de razón. No podía creer que todavía le permitieran conducir, manejaba con exceso de precaución y entorpecía el tráfico conduciendo a vuelta de rueda por el carril de alta velocidad, solamente porque en un momento dado tendría que virar hacia la izquierda.

En la familia corría un rumor tragicómico en torno a él. Su familia siempre había estado al servicio de la de mis abuelos y él desde siempre había estado enamorado de la abuela. Pero ella nunca le correspondió, no sólo por considerarlo poca cosa para ella, sino porque además de no ser agraciado físicamente, tampoco era muy brillante en otros aspectos. Sin embargo, él nunca perdió la esperanza y permaneció toda la vida soltero, fiel a la mujer que amaba, sirviendo y esperando a que la abuela algún día… La abuela enviudó pronto de su primer matrimonio, se volvió a casar, y volvió a enviudar, ahora muchos años después. Ella reía cuando él volvía a insistir en el tema. “Prefiero morir sola que casarme contigo, Nabor”, decía la abuela. Ella cumplió su palabra y él se quedó esperando. Mi tía lo seguía conservando a su servicio por mera lástima y él era feliz siguiendo ligado de cierto modo a la familia de su amada ya fallecida.

Tras cerca de dos horas de ajetreado camino, llegamos al rancho. Mi pobre trasero me dolía horrores, tenía la ligera sospecha de que mis hermosas nalgas habían quedado planas por el contacto con la dura lámina de la camioneta.

Al ver a mi tía, corrí para abrazarla muy fuerte. Yo siempre la he querido demasiado. Y ella a mí, después de todo, es mi única tía y yo su única sobrina. Por el lado de mi madre somos una familia pequeña. Por el lado de mi padre la familia es más extensa, pero demasiado desapegada, a diferencia de la de mi madre.

—¡Qué gusto verte, muchacha! ¡Las cosas que tienen que pasar para que te acuerdes de una, ingrata! —Me recriminaba mi tía mientras me estrechaba entre sus brazos y llenaba mi rostro de besos.

—¡Ay, tía; no te pongas tan enjundiosa, que nos pueden ver! —Me sonrojaba ante sus muestras de afecto, aunque no me desagradaban para nada, me parecían algo exageradas, sobre todo estando en público.

—Mira nada más, qué linda estás, Vale… ¡Juventud, divino tesoro! —Suspiró mi tía, dándome un poco de espacio para contemplarme de cuerpo entero.

—Gracias, tía… Tú también estás muy guapa…

—…”Para mi edad”, dilo con confianza, que estoy acostumbrada a que me digan que estoy vieja.

—Sólo diré que si estás así de guapa ahora, a mi edad debiste estar espectacular…

En ese momento guardamos silencio al ver pasar a nuestro lado a don Nabor, su expresión de pocos amigos nos daba a entender claramente su opinión acerca de los banales elogios mutuos que mi tía y yo nos dedicábamos.

“Viejas vanidosas y deschavetadas, echándose flores la una a la otra, sabiendo que en este mundo no ha habido ninguna mujer más hermosa que mi Chayito”. Leía claramente los pensamientos de ese anciano que había comenzado a descargar las mercancías traídas de la ciudad y que ahora llevaba poco a poco para adentro de la casa.

La presencia de don Nabor nos hizo recobrar la compostura y nos dedicamos a platicar como cualquier tía y sobrina, poniéndonos al tanto de nuestras vidas. Mi tía era mi confidente, era la única de la familia a la que podía contarle “casi” todo. En un momento dado, mientras le ayudaba a preparar la comida, de manera indirecta surgió el tema de Jessica. No pude evitar que ella notara que ese asunto me causaba escozor. Instantes después, tampoco pude evitar que las lágrimas rodaran y no precisamente porque en esos momentos estuviera picando cebolla. Ella vino hacia mí y yo me refugié en sus brazos, donde finalmente pude soltarme y desahogar todo aquello que se me estaba acumulando en el pecho. Se estaba tan bien en aquel lugar, no en vano, mi tía había sido bautizada con ese nombre: Consuelo. No supe cuanto tiempo permanecí prendada a ella, dormitando a ratos; era tan reconfortante estar ahí, aferrada como una cría a su madre.

—¿Ya te sientes mejor? —Me preguntó, pegando su frente a la mía, enjugando mis lágrimas esporádicamente, con suaves besitos. Asentí, y en una de esas, intercepté sus labios con los míos, depositando en ellos un delicado beso de agradecimiento.

Nos recompusimos y continuamos preparando la comida, seguimos platicando del asunto, pero ya en un plan menos lloroso.

—Ella te está haciendo daño, eso me queda claro; porque sabes que está buscando en otro lado lo que tú creías que le estabas dando.

Mí tía Consuelo era harto comprensiva y era mi confidente, estaba al tanto de mis cosas y yo de las suyas. Aunque yo no solía abrirme tanto con las mías como ella. Ella sabía que yo solía acostarme con hombres a espaldas de Jessica, pero no sabía qué clase hombres, simplemente no me atrevía a confesarle mi “perversión”.

—Pero a su vez, tú has buscado en otro lado lo que ella no te puede dar. Ella lo ignora y tal vez por eso crees que en este asunto aplica aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente”… Pero, ¿cómo te sientes tú cuando lo haces?, ¿te sientes bien contigo misma?, ¿o te sientes mal por ella y el dolor que le puedes causar si alguna vez se entera?

Ambas compartíamos algo más que lazos sanguíneos y nos profesábamos un cariño que iba más allá de los vínculos familiares.

—Otra pregunta, ¿lo puedes cambiar?, ¿puedes renunciar a ello o puedes “reformarte”? Si la respuesta es no, entonces, busca a alguien que te acepte tal como eres…

—¿Ah, sí? ¿Y dónde podría encontrar a alguien así?

—No lo sé, eso es bastante complicado en un mundo como este… Pero yo lo encontré. Mi relación con tu tío ha perdurado porque somos francos en ese aspecto, ambos tenemos nuestro lado oscuro y lo aceptamos mutuamente. Entiendo lo terrible que debe ser para ti estar dividida así, llevando una doble vida. Pero también debes tomar en cuenta que cuando pides que la otra parte acepte tus “cosas”, tú también debes estar dispuesta a ceder y consentir las “cosas” de la otra persona.

—¿Sugieres entonces que lo hable con ella y que corra el riesgo?

—Yo diría que es lo más sano en este caso, poner las cartas sobre la mesa y arriesgarse a que se reacomoden las cosas o a que se vaya todo al carajo.

El guiso ya estaba en el fuego y no hacía falta más que esperar. Mi tía me había abierto el panorama y estaba considerando seriamente hacerle caso. Volví a refugiarme entre sus brazos, simplemente porque quería que me apapachara un poco.

En esos momentos, escuchamos el sonido de unos pasos acercándose, se trataba de mí tío, que se detuvo abruptamente en la puerta de la cocina.

—¡Ejem!… Disculpen por interrumpirlas, ustedes sigan en lo suyo —se marchó, cerrando la puerta tras de sí, resguardándonos de miradas indiscretas, según él.

—¿Lo ves? Es lo que te digo, cuando encuentras a alguien con quien puedes compartirlo todo, no hay problema… Pero eso sí, si en lugar de mi marido, hubiera sido Tencha, ten por seguro que nos mata a las dos, ¡ja, ja, ja!…

Tencha era la “amiga” de mi tía, una mujer más o menos de su edad con la que tenía una amistad demasiado “cercana” y de la cual estaba al tanto mi tío. Él le consentía esa relación y alguna que otra aventurilla que solía tener, siempre y cuando fuera solamente con mujeres, para él no había problema. Por supuesto que él también tenía su lado oscuro, sin embargo, mi tía no había soltado prenda al respecto, ni yo había hecho mucho por averiguarlo.

Después de la interrupción, recuperamos la compostura. Ya casi era hora de la comida, así que había que preparar todo. Normalmente comían solos mi tía y su marido, ahí mismo, en la cocina. Pero hoy, por mi presencia, la comida sería en el comedor.

—Señora Chelo, aquí le manda mi mamá… —Decía tímidamente una muchacha desde el zaguán.

—Pásale, muchacha; ando por acá, en el comedor —respondió mi tía.

Cuando la dueña de aquella sonora vocecita hizo acto de presencia, me quiso dar algo. Era una chica morena, muy guapa, un pelín más joven y alta que yo. Aunque llevaba ropas holgadas, se le adivinada una anatomía envidiable. Esa criatura emanaba sensualidad por cada poro de su piel.

Salí de mi embeleso cuando el codo de mi tía se impactó contra mi brazo. La chica se acercó a mi tía y le entregó un chiquihuite con tortillas hechas a mano.

—Aquí tiene, doña Chelo; están recién hechecitas.

—Muchas gracias, Chabelita; dale las gracias a tu madre… Las trajiste justo a tiempo, estamos a punto de empezar a comer.

—Pues, buen provecho… Con su permiso, señora.

—Ándale, muchacha…

Y sin más, se retiró sin siquiera haberme dedicado una mirada. Y yo seguía como boba, sin poder quitarle la vista de encima.

—¡Ollitas para la baba!… —Canturreó mi tía para devolverme a la tierra—. ¡Ja, ja, ja!

—¡Eres una malvada! —Fue lo único que atiné a decirle, por haberse comportado como si yo no existiera y hacerme quedar como una tonta.

—¡Ja, ja, ja!… Hubieras visto tu cara…

—¿Pero por qué no hiciste nada? Ni siquiera me la presentaste.

—Por la forma en que la mirabas temía que te la fueras a comer aquí mismo.

—Y ella ni siquiera me volteó a ver.

—¿Cómo querías que te volteara a ver? A la pobrecilla la pusiste muy nerviosa con esa mirada tan pesada que tienes, lo único que quería era salir corriendo de aquí. Por eso no la entretuve más de lo necesario.

—¿En serio fui tan obvia?

—Mucho más que obvia… Y no te culpo, esa condenada chamaca cada día está más buena.

En ese instante llegó mi tío y cambiamos abruptamente de tema para luego comenzar a comer. Al terminar de ingerir los alimentos me dispuse a dar un paseo. Mi tía me pidió que antes le llevara un taco a don Nabor, aprovechando que todo estaba caliente todavía.

Don Nabor vivía en una casa pequeña a la entrada de la finca, mi tía y su esposo habitaban la casa grande y había un par de casas más pequeñas casi contiguas, en una de ellas vivía la familia de Chabelita y la otra se había transformado en el taller donde se elaboraban los lácteos. Los demás trabajadores, que no eran muchos, vivían en un pueblo cercano. Don Nabor solía llevarlos y traerlos en la vieja camioneta.

Le llevaba la comida a don Nabor y estuve llamando a la puerta, pero no contestaba. En mi desesperación, se me ocurrió abrir la puerta y entré cautelosamente, llamándolo en voz alta, sin obtener respuesta. Dejé la comida sobre una mesa y empecé a curiosear por el lugar.

—Don Nabor… Soy yo, Valentyina… Mi tía le mandó un taco, para que coma…

Se me ocurrió abrir una puerta que estaba entreabierta y vi lo que aparentemente era su dormitorio. Me llamó la atención que en un rincón había algo que parecía ser un altar, con veladora encendida, flores y toda la cosa. No soy muy religiosa, pero a primera vista no pude reconocer la virgen o santa a quién estaba dedicado aquel altar. Me acerqué más y tomé la imagen entre mis manos. Era una fotografía, pero muy vieja, cuando la observé con más detalle pude notar que era una foto de mi difunta abuela en sus años mozos.

—Este tipo sí que está chiflado —Me dije a mí misma, al darme cuenta del grado tan enfermizo al que había llegado la obsesión de don Nabor por la abuela.

Entonces llegaron hasta mis oídos unos ruidos entre los que destacaba la inconfundible voz de don Nabor, que entonaba no de muy buena manera la canción “Flor de capomo”. Rápidamente devolví la foto a su lugar y fui al encuentro del don Nabor, pero me esperaba una sorpresa mayúscula.

Aparentemente acababa de entrar por la puerta de atrás, pues el baño parecía estar separado del resto de la casa por un patio. Él acababa de bañarse y tenía la cabeza cubierta con una toalla mientras se secaba el cabello. Lo que me sorprendió fue que además de la toalla, no llevaba prenda alguna encima, iba completamente desnudo. Y lo peor del asunto era que tenía el pene completamente erecto. Me oculté a medias en la entrada de su dormitorio, asomando únicamente la cabeza y podía ver sus evoluciones. Mientras seguía cantando, frotaba la toalla por el resto de su cuerpo, secándose, pero también continuamente llevaba una de sus manos a su miembro y lo estimulaba, masturbándose.

Si la visión de Chabelita me había movido el tapete de fea manera. Esto que estaba presenciando era morbosamente perturbador y no pude evitar comenzar a sentir los efectos de tal estímulo en mi cuerpo. Nunca en la vida creí que don Nabor pudiera llegar a despertar en mí esta clase de sensaciones. Pero ahora que lo tenía frente a mí, brindándome tal espectáculo, me estaba poniendo realmente caliente.

Pero todavía faltaba lo peor, ¿o sería lo mejor? Don Nabor, tras dejar la toalla sobre una silla, prosiguió su camino, acercándose hacia donde yo estaba. Me precipité a ocultarme detrás de la puerta, él entró sin percatarse de mi presencia y fue a plantarse justo frente al altar. Ahí ya comenzó a masturbarse abiertamente, mientras seguía cantando, ahora incluyendo el nombre de mi abuela en la canción y modificando la letra, improvisando sobre la marcha, haciendo alusión a su costumbre de masturbarse viendo el retrato.

Maldije la perversión que trastornaba mi sucia cabecita y que transformaba en algo excitante lo que debería de parecerme realmente grotesco. Ahí estaba yo, observando la espalda encorvada de un anciano desnudo, mientras se la puñeteaba mirando el retrato de mi difunta abuela. Veía cómo se balanceaban los pellejos que colgaban en algunas partes de su anatomía, me llamaban especialmente la atención los correspondientes a su ahora casi inexistentes nalgas, también veía cómo se balanceaban sus colgantes testículos mientras se continuaba masturbando cada vez con mayor ahínco.

Me llamaron la atención las sandalias de baño que calzaba, luego reparé en el suelo, donde se podían ver una especie de costras terrosas en las losetas del piso. Don Nabor dejó de cantar y solamente comenzó a estremecerse profiriendo algunas palabras ininteligibles que parecían una especie de chillido. Cuando vi la humedad sobre el suelo supe que esas costras eran el residuo de años de descargas de semen y polvo acumulándose en el piso.

Don Nabor, para culminar ese ritual, tomó la foto de mi abuela y la besó, luego la devolvió a su lugar, para finalmente dedicarle una devota reverencia. El anciano dio un giró que me tomó por sorpresa y ambos quedamos frente a frente. Quedó paralizado y palideció al verme. Yo me asusté en un principio, pero no tardé mucho en relajarme.

Le sonreí, divertida ante la situación. Di un par de pasos al frente. Él continuaba “engarrotado”, ni siquiera atinaba a tratar de ocultar sus vergüenzas. Lo miraba fijamente a los ojos que de inmediato se pusieron llorosos. Fui bajando la vista, recorriendo su decrépita anatomía, salpicada de canosos vellos que se incrementaban en número a medida que se acercaban a la entrepierna, donde destacaba su pene ahora flácido y colgante. En la punta podía verse algo de viscosa humedad que se acumulaba, a punto de ser reclamada por la gravedad. No pude contener el impulso de llevar la punta de mis dedos ahí y recolectarla para evitar que cayera. Dio un respingo cuando lo toqué. Casi en automático me llevé los dedos a la boca para saborear lo que acababa de recoger. Cerré los ojos, para degustar mejor.

—Mi tía le mandó un taco… —Le dije con indiferencia, al tiempo que volvía a repetir la operación, recolectando aquellos residuos de su pene—. Dejé la comida sobre la mesa, debería comérsela antes de que se enfríe… —Le guiñé un ojo—. ¡Buen provecho!

Y saboreando de nueva cuenta la punta de mis dedos, salí de ahí como si nada, mientras él se quedaba convertido en estatua de sal a punto de desmoronarse por la vergüenza.

VALENTYINA.