Te voy a comer el coño hasta olvidarme para siempre de ti

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Hacía tiempo que no veía tu mirada tan llena de vida ni tu sonrisa tan transparente. Recordé tus manos con la firmeza de hace cinco años, cuando podías acariciar mis rodillas y llevarme de la risa al deseo al cinco para las diez en el asiento de tu coche viejo, afuera de la casa de mi madre.

Me acordé de tus manos en mi espalda, cálidas y ágiles desatando mi sostén encima de la blusa. Mi sorpresa, tu risa, la promesa de casarte conmigo y quedarte para siempre. Yo encogiendo mis hombros para mostrarte mis senos, para invitarte a tomarlos debajo de mi ropa. Tus manos suaves e inexpertas, que entre más torpes se volvían más cálidas y efectivas.

La sorpesa que te di cuando abri tu bragueta, cuando saqué tu pene y lo sobé con mi lengua, cuando lo agité de arriba a abajo, rápido y quedito; y te dije que era una versión italiana del danzón, muy antigua y se llamaba Fellatio. Succioné tu glande como si fuera el clítoris de Lulú hasta hacerte apoyar tu mano contra el techo de tu golf 92, hasta correrte en mi boca. Bebí tu semen como si fuera un pacto sagrado y guarde tu parte. Te besé con todas mis fuerzas, te lo di y lo bebiste también, sin decir nada, como si no te hubieras enterado.

La memoria de nosotros me excitó en un sentido inverso, porque no era por mí por quien volviste a brillar, no eran mis palabras en el teléfono las que hacían cambiar tu voz hasta hacerte sonar como un chico; no eran mis bragas las que metiste en tu chamarra verde quién sabe para qué.

Nunca lo supe, jamás me pregunté para qué querrías mi ropa interior si me tenías toda. Me hice el hábito de comprarla para ti, para que la guardaras en tu chaqueta de la universidad, en el saco de dormir del campamento, en el esmoquin de graduación, en los trajes que usabas en tu primer empleo, el que terminaste aborreciendo.

Me excité hacia adentro, hacia el vacío, a donde mis dedos no podían llegar, a la inconexión ente mis pezones y las palmas de mis manos, y el interior de mis muslos y el parte anterior de mis piernas; más allá de calabacitas, zanahorias y vibradores eléctricos, más allá del porno.

No me imaginé mirarme montada en el brazo del sofá tratando de apagar las imágenes en mi cabeza, las recreaciones de ese tú que no conozco metido entre las piernas morenas de esa chica que odio por bonita, que de tan perfecta es una cabrona y egoista. Y menos podría haberme imaginado fracasando en una cotidiana masturbación.

Yo, que a los trece años había aprendido cien maneras distintas de darme placer para no depender de nadie. La que creía saber detonar tus estallidos seminales hasta dejarte dormido de placer y reducirte a bebé; para que no miraras a ninguna, para que no quisieras salirte en la noche como los gatos, como lo hiciste aquella vez, como lo hiciste de nuevo ayer; como lo hago yo, ahora que salgo a buscar a Gabriel y le pido que me arranque la ropa, que me tire en la cama y me abra las piernas con fuerza, y me coja.

Y Gabriel me coge porque es incondicional, pero me hace el amor con cuidado. Me acaricia el cabello y me pregunta por ti, quiere saber qué ha pasado, qué me has hecho que parezco un cristal a punto de quebrarse. Sin responder, enjugo mi lágrima que ha empezado a surcar mi cara, desenvaino su pene de mí y lo recorro con mi boca. Le beso el torax, lo lamo, llego a su pubis y me sumerjo en él; porque no se ha corrido pero su recámara ya huele a su esperma. Y suspiro. Sostengo su verga elevada a media asta porque él me ama más allá del deseo. Me inclino hacia él y la meto en mi boca. Recorro su piel, me deslizo sintiendo las venas, los bordes que conducen su fluidos desde el cuerpo hasta la punta oradada que paso y repaso con la punta de mi lengua.

Pero no logro conservar su erección, su miembro pierde volumen en mi boca y cabecea sin la menor voluntad. Dejo su pene por la paz. Estoy perdida, lo sé, lo siento porque tiemblo, porque tengo un frío raro que me quema, un vacío que no puedo llenar. Me quiebro, como dice Gabriel, y rompo en llanto.

Él me abraza, mira su reloj y me dice que es la 1:00 am, que tendré que volver a casa o llamarte y decirte que no regresaré. Lo ignoro y describo las imágenes que me persiguen desde anoche, cuando dijiste que irías a una junta relámpago y regresaste a terminar de dormir conmigo, con el aroma de ella en los dedos, con sus pantis nuevas entre tu ropa. Describo el líquido seminal que quedó seco en tus calzones, los que dejaste tirados en el piso del baño. Y le expongo mi contradicción, el sinsentido que me hace pensar que me he vuelto loca: me has lastimado mucho, mucho, tanto que necesito correrme de alguna manera, hasta acalambrarme, hasta quedarme dormida.

Gabriel se incorpora, me recuesta, toma una almohada y la mete debajo de mí para levantar mi pelvis. Me besa en las mejillas y en la frente. Me dice que debería sentirme afortunada porque es la única vez en su vida que va a comerse el coño de alguien; y que lo hará como nunca nadie me lo ha comido, hasta hacerme aullar, hasta olvidarme de ti. Toma aire y empieza.

Y dejo de pensar en ti por un momento, dejo de pensar en nuestro hijo, en que tengo que volver a enfrentarte o a fingir que no me he enterado de nada; que nadie tiene ropa lista para mañana. Arrugo mi frente, aprieto el cabello de Gabriel con mis dos manos, y dejo de pensar. Ahogo un gemido, ahogo otro, lo dejo salir. Me voy a venir, me voy a venir, sí.