Tuve la mejor experiencia familiar de mi vida, en mis vacaciones una noche terminé follando con mi primo hasta no dar más del cansancio
Aquel verano, protagonista de este escrito, fue otra de las paradas obligatorias que relatar en el devenir de mi vida, otro punto de inflexión, un paso más en la configuración de lo que actualmente soy y nunca dejaré de ser. Y es que en otros relatos he descrito momentos tan cruciales como lo que denomino la «pérdida de la inocencia», en ese tan iniciático primer año de instituto, pero dicha eclosión no se podría entender igual sin las experiencias previas que fueron labrando el terreno de mi personalidad. Y ésta es, quizás, la más influyente en mi vida hasta que llegó la culminación años después.
He asociado la pérdida total de la inocencia a aquel momento en el que comencé a obrar con plena voluntad según las apetencias de mi cuerpo, cuando tomé conciencia de ellas, las entendía y me decidía a buscar aquello que las satisfacía. En el caso que ahora nos ocupa, digamos que fue un avance hasta mitad de camino. Esas apetencias que siempre habían estado ahí comenzaban a hacerse cada vez más evidentes, tomando lugar en situaciones que bien yo no buscaba, pero acababan surgiendo. Y, además, ya dentro de un nuevo lenguaje, aún muy primitivo en mí, pero que cambiaba mucho la perspectiva: el sexo. En resumen, podría decirse que en aquel verano dejé de ser un niño pequeño totalmente envuelto en mi infancia, para pasar a ese periodo intermedio en el que el cuerpo apenas cambia pero sí la mente, anhelando una idea de adultez que parece más cercana que antes (aunque de manera bastante ingenua aún), y que podría definirse como preadolescencia.
Algunas experiencias y actitudes ya han sido descritas en otros relatos, que también formaron parte de ese avance en mi desarrollo, pero en este caso me centraré en lo que supuso una mayor trascendencia: la relación cada vez más estrecha con mis primos mayores. Junto con mi primo Nacho (el cual ya será protagonista de otro relato), eran las personas de más o menos mi edad con las que más confianza tenía. Esos temores, esa sensación de inferioridad que a veces sobrevenía cuando trataba con otros niños, con ellos no existía, lo que hacía que la versión más extrovertida de mí se manifestara a menudo, expresando así lo que llevaba forjado de mi personalidad hasta el momento. Y por supuesto, también se materializaba en muchos y más elaborados entretenimientos, llegando a ese punto común de intereres compartidos que sabíamos explotar como todo niño normal que convierte el juego en su actividad vital principal.
Estos primos de los que hablo son dos, hermanos entre ellos, hijos de la hermana mayor de mi madre, y primeros nietos que llegaron a la familia. El mayor, Manuel (al cual solíamos llamar Lolo casi siempre), me sacaba dos años y poco, y desde que era bien pequeño se convirtió en mi principal fuente de información en la que colmar mi curiosidad, la mayor parte de las veces sin buscarlo. Era un niño muy avispado, hasta enterado se podría decir, con ese punto de maldad que muchos no alcanzan hasta llegar la adolescencia. Extremadamente hablador, imaginativo, chistoso, pícaro, activo y, por qué no decirlo, algo manipulador, aunque no fuera casi nunca en un sentido negativo: sabía que hacer, o al menos qué intentar, para que los demás hiciéramos lo que proponía, o para simplemente embaucarnos en su mundo. El moverse en la calle desde pequeño, con otros niños de su edad en su paradisíaco barrio. Y por otro lado estaba su hermana, Elena, con la cual se llevaba casi un año justo (curiosa coincidencia de embarazos y partos), así que yo a su vez me llevaba con ella un año y pocos meses. Esa inocencia de la que parecía carecer Lolo sí que la tenía ella, aunque no por ello pecaba de tener un carácter flojo. Todo lo contrario, era por aquel entonces una niña sensible y de fuertes ideas, que poco se dejaba llevar por los demás, y que cualquier conflicto de ideas la llevaba a pelearse con quien fuera, sobre todo su hermano, en esas típicas peleitas infantiles con pocas consecuencias a corto plazo y nulas a largo plazo. Eso le llevaba a relacionarse menos con otros niños y niñas de su entorno, pero más intensamente: muy pocas amigas pero todas muy estrechas, con alguna llegó a mantener fuertes lazos hasta bastante tiempo después. Pero ante todo se relacionaba con su hermano, con quien compartía parte de ese mundo interior tan enriquecedor y lúdico. Conmigo era normalmente muy afable, cariñosa a veces incluso, pocos eran los roces que teníamos, nos veíamos como iguales (aunque ese año de edad que me llevaba por delante le daba cierta autoridad sobre algunos temas, y a la hora de llevar la iniciativa cuando su hermano no estaba).
El entorno en el que se movían también era para tenerlo en cuenta: vivían en una amplia casa de campo, con tierras alrededor dedicadas a labores campestres (huerto, gallinero, tierras yermas reservadas para futuros proyectos caseros), rodedados de un denso y precioso bosque, en una pequeña ciudad pesquera con un clima perfecto, cálido pero suave. El lugar era para mí (un chico enteramente de ciudad) un paraíso en el que disfrutar de la naturaleza y la vida al aire libre como no podía hacer en la ciudad ni de broma. Eso procuraba mucho espacio en el que jugar sin interrupciones ni demasiada supervisión, de gran belleza, un entorno casi bucólico se podría decir, que daba un halo aún más especial a nuestro trato. Y el poder realizar tareas «de adultos» con la connivencia de nuestros padres (como trabajar el huerto, dar de comer a los animales, ayudar a cocinar, o incluso practicar con el coche en el descampado) no era más que otro aliciente para que mis días allí siempre fueran muy intensos y especiales. Solía ir bastante, ya que nuestros padres tenían una relación bastante buena, con la excusa de comidas familiares o simplemente visitar. A veces nos juntábamos buena parte de la familia, que como aún no había dado la prole que vendría en el futuro (y los que ya había eran muy pequeños todavía), nosotros tres éramos el grupo de primos-amigos por excelencia, que convertía casi todo el tiempo en juego y actividad, a veces frenética. Cuando llegaba el momento de partir de vuelta con mis padres siempre se hacía duro, ya que casi siempre interrumpía inevitablemente alguno de nuestros largos y elaborados juegos. Pero cuando había vacaciones y la ocasión surgía, llegaba el momento más esperado por mí: quedarme a dormir allí, varios días, una vez incluso llegaron a ser semanas, libre de mis padres, y aprovechando que mis tíos permitían más libertad a mis primos. Y fue aquella vez, cuando llegué a pasar cerca de dos semanas allí, cuando tuvieron lugar los hechos que a continuación relataré con detalle.
Vernos con tiempo de sobra para llevar a cabo nuestras historias era lo mejor que podía pasarnos. Y es que a pesar de que tuvieran en casa videojuegos punteros (que para aquella época no estaban nada mal) e infinidad de películas y juegos de mesa, el divertimento favorito era otro. La videoconsola y todo lo demás tenían su momento, un momento siempre secundario. Nos cautivaba jugar a representar distintos roles e historias derivadas de ellos: de policías y ladrones pasábamos a periodistas que tenían que crear un periódico, otras veces hacíamos de camareros, de veterinarios, de científicos, de médicos… Llevábamos estos juegos hasta límites insospechados, alargándolos durante horas o incluso días, metiéndonos en nuestro papel de la manera más profunda y realista que podíamos. Y de entre todos esos juegos comenzaba a alzarse un nuevo y atractivo protagonista que acabaría por dominar el sentido y las normas de tales juegos: nuestros cuerpos, y nuestra imparable curiosidad.
En ese encantador entorno que he descrito, mi primo ya se había encargado desde hacía años de estimular mi ya de por sí intensa curiosidad, llevándola hacia campos todavía no explorados por mí. Debía de tener yo alrededor de 7 u 8 años, pero no más, cuando me explicó el verdadero origen de la maternidad humana, en palabras textuales: «el hombre tenía que meter la picha en el chocho de la mujer». Con ese lenguaje entre vulgar e infantil me golpeó la primera y chocante afirmación sobre el sexo que tenía tintes de realidad: mi única e inocente idea sobre el tema era que las mujeres se quedaban embarazadas con un beso. No recuerdo exactamente bien cómo ese argumento se forjó en mí, supongo que dependía tanto de mi subconsciente infantil que es complicado llegar a un punto consciente en concreto, aunque deduzco que algún comentario esquivo de mis padres (que evitaron tratar el tema de manera directa cuando yo era muy pequeño) y el leve recuerdo de una película cómica de aquellos años malinterpretada por mí, fueron los causantes. Mi pensamiento al respecto podía resultar el colmo de lo ingenuo, tierno y a la vez patético, pero era justo lo que un niño de esa edad podía llegar a pensar, y al compartirlo con otros niños que, o bien habían llegado a la misma conclusión, o bien acababan pensando lo mismo, me afianzaba en mi idea. Así que mi primera reacción fue de rechazo, acostumbrado a las mentirijillas de mi primo, que aprovechaba cualquier oportunidad así para reírse de mí. Pero a pesar de su tono jocoso insistió e insistió, apoyándose en que lo había visto en un libro (una enciclopedia juvenil que había en su casa), el cual me hizo ver, y que a pesar de lo poco explícita que era la imagen explicativa (muy esquemática) que se me hacía antojar confusa, el texto describía exactamente eso (con palabras más científicas, claro está). Me lo tuve que creer, y con ello, una nueva forma de ver el sexo. Mejor dicho, un primer paso para ir formando una idea real y concisa de lo que era el sexo, dentro de mi psique infantil. De lo literario, casi de cuento de hadas, de aquel «beso inseminador», mi nueva concepción sobre el tema, aún en pañales, pasaba por ser más física, de mayor contacto. En definitiva, el cuerpo comenzaba a avanzar a pasos de gigante como protagonista indiscutible.
Poco tiempo después de aquello, mediante una broma pesada de mi primo, pude comprobar su interés y curiosidad por el cuerpo ajeno que pronto también proyectaría en él por mi parte. Llegando con mis padres de visita en una tarde de verano enseguida fui a buscar a mis primos que se encontraban bañándose y jugando con la pelota en el patio trasero, en una gran piscina portátil que mis tíos habían instalado poco antes, y que hacía nuestras delicias en cuanto la primavera avanzaba y el calor llegaba. Pero como la tarde caía ya cuando salí de casa con mis padres pensé que no habría oportunidad para el baño, así que no me llevé bañador. La frustración me invadió por un segundo, pero sólo un segundo, ya que mi primo no dudó un segundo en decirme que me pusiera un bañador verde suyo que había tirado en una esquina del patio. Descolorido y algo sucio, no es que me pareciera un bañador ideal ni de lejos, pero al fin y al cabo cumpliría su función y podría aprovechar el poco tiempo de piscina que aún nos dejarían mis tíos. Sin dudarlo mucho más fui corriendo a la casa, me encerré en el baño (celoso de mi privacidad, tal y como era en aquella época) y salí a los pocos segundos vestido únicamente con el bañador verde. En aquel entonces, y teniendo en cuenta que era comienzo de verano, tenía ya los 9 años cumplidos (probablemente poco más de un año después de su «brutal lección» de educación sexual), y la diferencia entre ambos no es que fuese exagerada, pero sí se delataban esos dos años que me llevaba: mi talla apenas superaba el 1.30 de altura (normal para mi edad, de todas formas) y mi delgadez era todavía casi extrema (esa delgadez con la que conviví casi toda mi niñez). Pero mi cuerpo no era una preocupación para mí en absoluto, no tenía una conciencia crítica sobre él, como algo que pudiera admirarse o rechazarse. En cambio, mi rostro risueño, con los ojos y el cabello muy oscuros (que necesitaron de muchos años aún para aclararse un poco), y mi piel ya morena por lo días de piscina y playa acumulados, hacían que no pudiera ser considerado un niño feo en absoluto, ni que trauma alguno pudieran provocarme. Sólo un único aspecto podía ser motivo de disgusto conforme a mi cuerpo: mostrarme desnudo delante de los demás (salvo contadas excepciones en las que la confianza era total y la desnudez mutua). Y esto fue, que instantes antes de subirme a la escalerilla de entrada a la piscina, mi primo me detuvo y me dijo que me había puesto mal el bañador, que era al revés. Revisé de un vistazo el borde interior del bañador, viendo que la etiqueta estaba en la parte de atrás, y le rebatí, diciéndole que no, que el bañador estaba bien puesto. Siguió insistiendo, aseverando que estaba equivocado desde siempre, que no era así, que la etiqueta va siempre por delante para poder leerla si hace falta. El argumento dicho así podía resultar convincente, pero de todas formas no sé cómo pudo convencerme, teniendo la idea correcta tan asimilada desde que mi madre me vestía de muy pequeño, y más teniendo en cuenta el carácter burlesco de mi primo. Quizás era el poder manipulador que tenía sobre mí, y mi inocencia a veces tan grande e ilógica, pero la cosa es que accedí y fui otra vez rápido a cambiarme el bañador de lado, volviendo en menos de un minuto, cada vez más impaciente por entrar en la piscina. En cuanto alcancé el último peldaño de la escalerilla mi primo se acercó bloqueándome la entrada, centró su mirada en mi entrepierna, dirigió sus manos hacia ella y moviendo la lona del bañador descubrió un agujero en ella que no había advertido mientras me lo ponía, por las prisas de terminar el cambio lo antes posible. No era excesivamente grande el roto, pero lo suficiente para hacer de «ventana» sobre mis genitales: mi pequeño y fino pene (aún más pequeño por el fresco que hacía en ese momento) apenas sobresalía de mi vientre, con el prepucio cubriéndolo, sobrante por la punta y apretándola en forma de pequeña bellota, sobre unos testículos pequeños y arrugados, pegados al cuerpo. Pero no era el aspecto que tenían mis genitales en ese momento lo que me fastidió, sino el hecho de que me engañara (de manera hábil e inteligente, todo había que decirlo, aunque fuera incapaz de reconocerlo en aquel momento) y me convirtiera en el centro de sus risas, más bien carcajadas, que no sólo venían de él: mi prima se encontraba tras él en la piscina, muerta de risa, y mi tía y mi madre reían con fuerza desde un balcón del patio, después de ver la patética escena. Una mezcla entre furia y vergüenza me hicieron taparme rápido con las manos, gritar, insultar a mi primo, llorar y salir corriendo hacia el interior de la casa, mientras las risas seguían en aumento con cada gesto de rabia. Ni siquiera el intento de consuelo entre risas de mi madre sirvió para algo, el daño había sido triple: me sentía humillado, avergonzado por enseñar mis partes íntimas, y además muy disgustado por no haberme dado un baño en la piscina aquel día, tal y como tanto anhelaba (me encerré en una habitación y no salí hasta casi la hora de la cena). No fue hasta después de cenar cuando me sentí más relajado y rompí mi silencio indignado, ya que mi primo parecía haber olvidado lo ocurrido y me comenzó a hablar tranquilamente y sin gracias de intereses comunes. Fue entonces cuando, recuperada la calma y apartado el resentimiento, pude pensar en claro, alumbrando mi mente una suposición espontánea: quizás mi primo sentía curiosidad por verme desnudo, y por ello en parte me hizo la broma, ya que no era la primera vez que hacía algo parecido, como intentar bajarme el bañador mientras jugábamos en el agua. Esa idea me reconfortaba aún más, porque si era cierta mi humillación no había sido el centro de la broma, y por otro lado me despertaba también una curiosidad potencialmente muy intensa, que iría aumentando poco a poco en los siguientes meses: si él me intentó ver desnudo aunque fuera una milésima de segundo… ¿por qué yo no a él?
Pero esa presunta y latente curiosidad de mi primo hacia los cuerpos desnudos no sólo iría dirigida hacia mí y otras personas de su entorno, sino también, por supuesto, hacia las chicas, y cuanto más atractivas mejor. Aquel verano discurrió sin más novedades ni demasiadas visitas más a casa de mis tíos, la rotura de la piscina portátil había acabado con nuestras ilusiones, y los encuentros solían suceder más en casa de mi abuela. Hasta el verano siguiente, cuando todo cambió. Un año puede ser un pequeño espacio de tiempo para algunos, pero para unos preadolescentes secuestrados por su propia curiosidad es mucho, bastante para aprender más sobre la vida, sus pasiones y cómo colmar los deseos que más nos alteraban. En cuanto llegó el buen tiempo, llegaron las comidas familiares a casa de mis tíos, y en la primera de ellas, a falta de piscina, mi primo ya había encontrado nuevos y más candentes entretenimientos. Yo ya contaba con 10 años cumplidos, y mi curiosidad parecía crecer exponencialmente con cada día que pasaba, habiéndome hecho experimentar algunos descubrimientos en soledad (los cuales trato en otros relatos), pero aún sin saber lo ávido que estaría de seguir experimentando esta vez por la gracia de Lolo, sin olvidarme de Elena, cuya curiosidad se hacía también cada vez más evidente. Mi primo tenía ya 12 años, y aunque fuera todavía aún un niño, se encontraba a un pequeño paso de entrar en la pubertad, que paulatinamente lo iría alejando de mí en el aspecto explorador (y que comenzaría en el próximo verano). En esa mañana nos encontrábamos paseando por el patio nosotros dos junto con mi tío Juan, el hermano más pequeño de mi madre, que tan sólo me sacaba seis años más, y cuatro a Lolo. Era, pues, un adolescente, pero de extraño carácter: a pesar de que ya había entrado en la pubertad aún denotaba una gran inocencia, y un aparente desinterés por el sexo y todo lo que lo rodeaba, quizás por vergüenza, quizás porque lo reservaba para lo más íntimo de su ser, o quizás porque sus circunstancias de «pequeño de la casa» con unos padres ya maduros terminaron por asexuarlo, al menos de momento. Eso no quitó que años antes tuviéramos alguna que otra experiencia curiosa, aunque con total inocencia (y que describiré en otros relatos). La conversación viró a tema de chicas, por acción de Lolo, cómo no, que aprovechó su viraje para invitarnos a acompañarle al sótano de la casa. Una vez dentro, en un cuartillo a modo de trastero, sacó una revista de debajo de una cama vieja que había allí guardada, que en cuanto abrió me dejó totalmente impactado: mujeres despampanantes (como de estética ochentera) se mostraban con poca ropa, o ninguna, dejando ver sus pechos y, lo que me impactó aún más, sus vulvas, la mayoría de ellas depiladas (lo cual era una gran novedad ante la única vulva que había visto en directo hasta entonces: la de mi madre). Yo sonreía de asombro, nervioso, sin poder articular palabras, tan sólo algún onomatopeya exagerado, mientras mi primo reía a carcajadas al ver la situación, como si de una broma se tratase (aunque para mí no lo fuera para nada, sino más bien un impactante descubrimiento). Nuestro tío, con apariencia nerviosa, tan sólo supo ponerse serio y fingir un tono de desaprobación bromista. Al ver su reacción, Lolo hizo uso de esa pequeña maldad pícara que poseía y le preguntó qué le parecía, a lo cual él sólo supo responder: «a mí estas cosas no me gustan, y tú no deberías verlas». Esto provocó aún más risas en mi primo, que explicó cómo había encontrado esa revista entre las cosas guardadas de su padre en el trastero. Conforme iba avanzando páginas las imágenes se tornaban aún más chocantes: algunas mujeres eran penetradas por musculosos hombres de piel morena. De refilón entre el constante pasar de hojas pude ver uno de los penes de esos hombres fuera de la vagina de la chica, y por unos pocos instantes sorprenderme con lo que era un pene adulto en erección (el primero que veía): muy grande y grueso, curvado hacia arriba, sin nada de piel cubriendo el rosado glande, con una pequeña franja de pelo cortado al ras en la base del pena, y con unos voluminosos y recogidos testículos. Enseguida me acordé del pene de mi padre (uno de los pocos penes adultos que había visto), y en un hipotético parecido (mi padre estaba circuncidado, y por tanto el aspecto del glande era similar), imagen que se me mezclaba con las vulvas y los pechos de las mujeres, creando una sensación de saturación visual que me aceleraba el pulso y me hacía sentir acalorado. Hasta que Juan, al ver esas últimas imágenes, se puso aún más nervioso, perdió la aparente calma que fingía, y dijo de volver arriba, amenazando con chivarse al padre de mi primo. Supongo que Lolo no quiso forzar aún más la situación, y, aunque entre risas, obedeció, guardó la revista de nuevo en el mismo sitio, y subimos. No pude quitarme esas imágenes de la cabeza en todo el día, las cuales iban y venían sin control, haciéndome sentir nervioso a ratos, sin saber todavía que ese nerviosismo se trataba de pura excitación (quizás por los nervios del momento no llegué a tener una erección, pero el acaloramiento obedecía totalmente a estar muy excitado). Además, Lolo, en cuanto tenía un pequeño momento de intimidad conmigo, me recordaba esas imágenes entre risas, siempre y cuando su hermana no pudiera enterarse de lo que hablaba: parecía que ese iba a ser nuestro secreto.
Quizás fueron esas imágenes que no parecían abandonar la mente nunca en aquel largo y tórrido día, y que incitaban a expresar el deseo de excitarse, pero mi primo comenzó a proponer lo que iba a ser el comienzo de la atracción total y nada premeditada por nuestros cuerpos. A la noche la mayoría de la familia se había marchado y sólo quedaron unos pocos: mis tíos (logicamente), mi madre y mi tío Pepe (otro hermano de mi madre, que se había comprometido a llevarnos de vuelta a casa, ya que mi padre tuvo que marchar con el coche para ir a trabajar). Mientras los mayores charlaban y formaban escándalo en el salón, nosotros nos recluímos al sótano, más íntimo y silencioso, un lugar donde no podían vernos ni escucharnos. Esas circunstancias quizás hicieron que mi primo se volviera más jocoso que nunca (un claro ejemplo del «pavo» de la preadolescencia), provocando a veces las quejas de mi prima. Pero tras sacar el «tema estrella» captó nuestra atención e hizo que nos involucráramos en su organización. Hacía unas semanas que en una reunión familiar en casa de nuestra abuela, jugando en el cuarto del tío Juan, surgió la idea (de boca de Lolo, cómo no, de nuevo) de hacer, por turnos y quien «no fuera un cobarde», lo que llamó en ese momento un «striptease»: es decir, desnudarnos delante de los demás, de manera totalmente integral y sin tapujos. Pero aquel día los factores no eran propicios, ya que los adultos andaban ya metiendo bulla para irnos, y la presencia de Juan, aunque en ese caso era menos tensa (se lo tomó más bien como un chiste), quizás nos impidiera coger más confianza en la propuesta. Pero ahora allí estábamos los tres, solos y motivados con la idea. Lo hablamos durante un rato, tratando de llegar a un acuerdo: nadie quería desnudarse primero, ni enseñar demasiado para empezar, en el fondo existía una sensación de vergüenza y nervios, que en mi caso se podrían definir como unas fuertes cosquillas en el estómago y esa sensación de ligero calor, de nuevo. Los nervios iban «in crescendo», no podía parar de soltar una risotada nerviosa de cuando en cuando, ni estarme quieto en un lugar. Finalmente, entre mi primo y mi prima decidieron que lo mejor para romper el hielo era hacerlo rápido y sin mucho ceremonial: sacar los genitales de los pantalones y volver a taparlos rápidamente, y hacerlo a la vez para que sea justo. Tras dar unas pocas de vueltas al asunto (el «pavo» de Lolo era total, y Elena se encontraba especialmente nerviosa y contestona) nos colocamos en el centro de la habitación formando un triángulo, de manera que podíamos vernos los tres sin movernos.
Y sí, allí estábamos los tres, mirándonos entre risas y nervios. Lolo a mi derecha, con una amplia sonrisa que dejaba ver uno de sus rasgos más prominentes (una gran boca, correspondiéndose con sus grandes ojos marrones, destacaba en su cara, de tez pálida), con su media melena castaña clara de fino pelo cayendo sobre su frente, vistiendo esa especie de pijama rojo aterciopelado (formado por un pantalón largo y una sudadera) con sus chanclas azul marino, a través del que se intuía su fuerte delgadez (los hombros y clavículas se le marcaban), la cual hacía más notable su altura, diferente a la mía (en aquel entonces Lolo casi alcanzaba el 1.60, superándome en algo más de 10 cm). Y a mi izquierda, Elena, bastante más morena que su hermano, con un pelo largo muy oscuro recogido con una felpa elástica azul marino, y esos rasgos faciales tan propios de ella (casi orientales, con los ojos rasgados, y la nariz, boca y orejas pequeñas), los cuales siempre me habían parecido muy atractivos desde que tenía uso de razón. No se podía hablar en su caso de una delgadez prominente, pero tampoco de gordura, ni mucho menos de formas femeninas: a sus 11 años todavía tenía cuerpo de niña, con piernas finas y nalgas pequeñas, y tan sólo unos pequeños bultitos en su pecho, como un pequeño hinchazón en los pezones, casi imperceptibles. No tan alta como su hermano, pero tampoco es que se quedara atrás: casi lo alcanzaba, sacándome a mí varios centímetros, siendo una chica grande para su edad, con manos y pies también grandes. Vestía esa noche unos pantalones largos pegados a modo de leggins azul marino, con sus inseparables manoletinas negras, y camiseta blanca con motivos marinos azules, y ese otro inseparable colgante de cordón negro con una especie de piedra azul colgando, además de sus pendientes dorados pequeños y pegados a su lóbulo formando una especie de óvalo. Y yo enmedio de los dos, con mis deportivas blancas del número 38 recién estrenadas (de ninguna marca reconocible, seguramente compradas de oferta en alguna zapatería de barrio), ese pantalón deportivo negro ligeramente holgado que me acompañaba casi todo el verano, y una camiseta blanca, a juego con un colgante de plástico también con cordón negro, con los rostros y rótulos de mi grupo favorito por aquel entonces: las Spice Girls. Denotaba una total falta de estilo, pero sí ya un explícito interés por el fenómeno fan, es decir, casi un «friki» de la época, lo cual llevaba sin ningún prejuicio. Apenas había cambiado desde el verano anterior, quizás tan sólo la altura (casi 10 cm más), por lo demás mi delgadez seguía siendo notable, y mi pelo castaño oscuro con una media melena parecida a la de mi primo (y que aquel verano, por primera vez, en un pequeño acto de independencia, me había negado a que fuera rapada por el peluquero). Mi piel quizás estaba menos morena aún que el año pasado, la ausencia de piscina en casa de mis primos ahora hacía menos probable el tomar el sol durante horas. Mi boca, también grande (aunque no tanto como la de mi primo), junto con unos ligeramente gruesos labios, y mis pequeños ojos muy oscuros, dibujaban una gran sonrisa nerviosa en mi rostro. Por un lado, la extrema curiosidad de ver, por primera vez desde que tengo uso de razón, a mis primos desnudos, y por otro, algo de corte por enseñar mis intimidades, también por primera vez a ellos y de manera nítida (quitando el pequeño incidente de la broma del bañador). Muchos segundos de dudas, con risas y ruidos tontos de mi primo (quizás también por nervios), que Elena atajó de raíz: cuenta atrás, tres, dos, uno… y claro, estábamos tan concentrados en mostrarlo de la forma más rápida e «indolora» que nadie vio a nadie, tan sólo hicimos un rápido movimiento bajando y subiendo pantalones y ropa interior mientras nos mirábamos a nosotros mismos, parpadeando rápido y fuerte en mi caso, de los propios nervios. Una vez que nos dimos cuenta de nuestro error, que provocó una risa aún más frenética en Lolo, llegamos a la conclusión de que había que hacerlo por turnos. Al menos ahora estábamos un poco más relajados, una vez que el hielo se había roto. Elena, siempre ecuánime y justa, contrastando con el carácter excesivo de Lolo, dio la fórmula a seguir: hacerlo en orden de edad, del mayor al más pequeño. Al ver que mi primo no objetó gran cosa, tan sólo sus continuas risas y tonterías, dimos por hecho que así íbamos a hacerlo. En cuanto conseguimos que Lolo se centrara un poco, repetimos a dúo la cuenta atrás: en una milésima de segundo, bajó y subió su pantalón rojo un poco junto con la ropa interior, acompañándolo de un pequeño salto, de forma que tan sólo pude ver lo que parecía un pequeño pene botando de abajo a arriba, medio tapado por la sudadera de su pijama, y unos testículos pequeños, arrugados y algo sueltos botar al unísono con el pene. Nada más, ni un sólo detalle más. Podría haber pensado que fue decepcionante, pero esa fugaz imagen me dejó con el corazón en un puño, el pulso acelerado, y un poco de ese calor interno de vuelta. Nos quejamos de que apenas pudimos ver nada, pero ahí Lolo sí se puso algo más serio, y dijo que teníamos que cumplir nuestra parte del trato, antes de nada. Así que sin mediar más palabra, de nuevo, otra cuenta atrás: Elena bajó su leggin y braguita rápidamente hasta la ingle, cerrando los ojos y con un pequeño gritito nervioso. Fue también muy rápido, pero al no taparle en esta ocasión la parte de arriba pude apreciar algún detalle más: las braguitas eran blancas, la vulva del color de su piel, partida por una rajita de alrededor de un centímetro de ancho más oscura que el resto, que cruzaba la vulva de arriba a abajo, perdiéndose entre las piernas. Nuevamente, la misma sensación de emoción, pero en este caso con el aliciente de la novedad: era la primera vulva de una chica de más o menos mi edad que veía. Se me quedó grabado en la mente el tamaño (mayor que la que había visto hasta entonces, mi hermana de 5 años) y el tono oscuro de la raja (que me hizo preguntarme si se debía a que tenía pelos en ella). Pero sin poder pensar más llegó mi turno, y con él una rápida cuenta atrás que apenas me dio tiempo a reaccionar: casi de manera automática y con el corazón a mil cogí mi pantalón por el borde, junto con el elástico del slip blanco con rayitas amarillas que llevaba, y los bajé hasta sacar mis testículos, y subí rápidamente. Esta vez mi reacción fue de cerrar los ojos, viendo al abrirlos a mis primos un poco más cerca de como estaban antes, es decir, que se habían adelantado y agachado un poco para ver mejor. No lo vi, pero sentí que más o menos tuvo que ser como lo que hizo mi primo, incluso tapando un poco la camiseta (me quedaba un poco larga), pero en este caso no hubo demasiado bote, ya que mi pene no estaba tan lacio. No estaba en erección, claro que no, pero supongo que la excitación que llevaba sintiendo desde hace un buen rato había provocado que el pene se engrosara y curvara un poco, pero aún mirando hacia abajo. Así se podía ver el glande de una manera más diferenciada del resto del pene, con ese pequeño escaloncito entre tronco y glande, y con mi inseparable pedazo de piel cubriéndolo fuerte y sobresaliendo por la punta. Mis testículos, en cambio, estaban algo arrugados, recogidos y pegados al cuerpo. Mi primo, que fue el único que pudo tener más detalle de la vista el verano pasado, pudo ver así mi pene de una manera diferente a cuando me gastó la broma del bañador roto, ya que aquella vez por el frío lucía más pequeño y fino. No hicieron ni un sólo comentario, dándome a entender que lo habían visto bien y había cumplido mi parte, y quizás también más centrados en avanzar al siguiente paso. Parecía que nos habían dado cuerda, esa situación nos resultaba placentera y no queríamos darla por terminada.
La siguiente propuesta vino también de mano de Elena, más activa que nunca (lo que denotaba, quizás, una mayor excitación en ella): en vez de enseñar y tapar rápidamente los genitales, podíamos dejarlos fuera y dar vueltas rápidamente sobre uno mismo, de manera que quizás se viera mejor pero igualmente sin tener una imagen fija que nos cortara demasiado. Mi primo volvió a ponerse insoportable, haciendo bromas sobre la vulva de Elena, la cual empezó a enfadarse y a discutir con Lolo. Viendo que eso podría complicar el avance de la situación, automáticamente y sin avisar decidí hacerlo yo primero esta vez y me bajé pantalón y slips igual que antes, dando varias vueltas rápidas sobre mí mismo, hasta que comencé a notar un ligero mareo y decidí parar y guardar de nuevo mis genitales. Capté la atención de Elena, que acto seguido hizo lo mismo, dando unas pocas vueltas: no pude verlo tan bien como antes, así que este nuevo método no mejoraba la situación, y así se lo hice saber. Mi prima, sin esperar a que Lolo lo hiciera también, ya soltó la siguiente propuesta rápidamente. Parecía como si hubiera estado todo el tiempo pensando en el tema, y su imaginación hubiera dado mil vueltas. Por un momento pensé en todas las cosas que podría haber pensado y que vendrían más adelante, y noté un aumento en mi excitación, ese calor cada vez más intenso, que esta vez sí hizo que mi pene comenzara a entrar en erección. Sin darme más tiempo a fantasear, Elena explicó su plan: hacerlo esta vez sin tanto corte, sacándolo del tirón. Pero añadiendo un nuevo elemento que me sorprendió mucho por inesperado e incomprensible para mí: «abrir» cada uno sus genitales. Mucha emoción para algo que sentía que estaba pasando muy rápido, en milésimas de segundo, pero es que nada más decirlo, cuando todavía ni había acabado sus palabras, llevó a cabo lo que había propuesto, dejándome sin espacio para la duda ni para replantearme sus palabras para comprenderlas: con una mano bajó la ropa como antes, y con la otra puso un dedo a cada lado de su vulva y los movió hacia los lados, abriendo ligeramente su raja. Pude ver como la piel que había dentro tenía una apariencia más lisa y suave, y de un tono rosa claro, confirmándome que lo que había en los contornos de la raja, y que la oscurecían, era seguramente algo de fino y corto vello, que recién comenzaba a salirle. Me quedé totalmente anonadado, como helado de sorpresa, con esa imagen que se prolongó durante varios segundos, pudiéndoselo ver bien esta vez, la mejor de todas sus muestras. Mientras volvía a tapar su vulva me miró a mí y después a Lolo, diciendo que ahora era nuestro turno de sacarlo y abrirlo, pero en este caso, según sus palabras: «como lo hacen los chicos». No entendía lo que quería decir, pero es que apenas podía pensar, casi ni podía escuchar lo que decía, me había quedado en blanco, desconectado. Lo único que pudo sacarme de mi pequeño trance fue que Lolo, de repente, y tras asentir a su hermana como si supiera perfectmente a lo que se refería, se bajó el pantalón y los slips del tirón hasta los tobillos, aunque sin poder verle nada, ya que el largo de la sudadera tapaba su pubis como antes. Lo que sí pude ver fueron sus slips (blancos con pequeños círculos azules), que hasta ahora no había podido, y sus blancas y finas piernas, delgadísimas, con las rodillas sobresaliendo sobre la pierna, y sin nada de vello a primera vista. Acto seguido se llevó una mano abajo, tocando su pene, que entre la sudadera y la propia mano quedaba oculto. Mientras lo hacía empezó a andar por la habitación, torpe al tener que llevar el pantalón enganchado en los tobillos. Con uno de sus movimientos, al moverse un poco la sudadera y cambiar la perspectiva, por un segundo pude atisbar algo: con el dedo pulgar y el índice de su fina mano (grande pero de dedos muy finos y largos) trataba de echar el prepucio para atrás, viéndose tan sólo un pequeño glande totalmente fláccido, de tono blanquecino, saliendo a través de una masa de piel enrojecida, que parecía deslizarse por la superficie del capullo abriéndose como una flor, es decir, una punta del prepucio con unos bordes muy gruesos, como si fueran pétalos, mientras que el agujero de su uretra destacaba del resto al estar intensamente rosado. Enseguida comprendí la situación: Elena quería que nos echáramos el prepucio para atrás, de forma que «abriéramos» el pene, al igual que ella había hecho con la raja de su vulva. De repente me encontré invadido por muchos sentimientos encontrados en ese momento. Por un lado, mi excitación había llegado a un punto muy intenso, tanto que la sensación de calor estaba a punto de hacerme incluso sudar, con tantas imágenes dando vueltas por mi cabeza. Por otro, lo que mi prima pretendía que hiciera no era posible, ya que por aquel entonces yo aún tenía fimosis y me era imposible retraer el prepucio, aunque la tuviera en estado de flaccidez. Además notaba por el bulto de mis pantalones que mi erección había llegado ya a su punto máximo, lo cual me hacía sentir bastante cohibido (la idea de mostrar mi pene erecto era algo que todavía me daba mucha vergüenza). Y por si fuera poco, empezaba a sentir el temor de que si no hacía aquello que mi prima había propuesto acabarían enfadándose conmigo, y quizás nunca más querrían hacer esos juegos conmigo. Todo eso en pocos segundos, mi mente iba muy rápido, tanto como los latidos de mi corazón. Lolo, en cambio, comenzaba otra vez a hacer el tonto mientras deambulaba como un pato mareado, hasta que puso dirección a su hermana, a la cual se acercaba lentamente haciendo ruidos sexuales muy exagerados. Por otro segundo, pude ver de nuevo su glande fláccido sobresaliendo por el borde de la sudadera, el cual ya había soltado de la mano, y tenía ahora el prepucio retraído del todo, enganchado a la base del glande, más enrojecido aún, presentando ese borde grueso, rugoso e irregular, recordándome de nuevo a los pétalos de una flor. Su glande podía no medir más de dos centímetros, achatado, lo que hacía que pareciese más pequeño que el mío, para sorpresa mía, que llevándome dos años había pensado que lo tendría más grande todo. En cuanto se acercó a Elena, ésta empezó a chillarle y a pegarle en la espalda, para que parara de acercarse. Se estaba poniendo literalmente de quicio, y Lolo no paraba de reír con cada grito y golpe. El escándalo que se estaba montando era de cuidado, pero es que Elena no podía evitarlo, al creer que su hermano quería restregarle el pene en ella, sin darse cuenta de que tan sólo estaba burlándose de ella. Al poco se escucharon pasos por la escalera, y Lolo rápidamente se volvió a colocar el prepucio cubriendo el glande, se subió el pantalón y los slips, y trató de aparentar que nada había pasado. En cierta manera me alivió que nos cortaran el rollo, por la actitud pánfila que había tomado Lolo ya de últimas que estaba resultando cansina, y porque así no me vería en la disyuntiva de enseñar el pene erecto y tratar de bajar el prepucio, con la incomodidad que eso me habría supuesto. Entre uno y otro lograron convencer a mi tía de que no había pasado nada, pero por los gritos de mi prima y los ruidos de mi primo, parecía que algo había podido sospechar. En cuanto pudimos hablar sobre ello, mis primos llegaron a la conclusión de que mejor andarse con más cuidado con ese tipo de cosas, que nos pillaran era para ellos algo impensable.
Ese hecho no era muy esperanzador para futuras experiencias de ese estilo con mis primos, pero mi nivel de fascinación y excitación fue tal que nada parecía importar en ese momento. Después de la reprimenda de mi tía subimos al salón y estuvimos un rato allí, haciendo como si nada hubiera pasado. Dentro de mí todavía me sentía excitado, parecía que iba a tardar en soltar esa sensación tan intensa, como si estuviera «mareado» por todo lo que había pasado. Al poco de subir mi tío Pepe y mi madre decidieron que era hora de irse, y en ese estado de flotación mental me subí al coche, donde no pude parar de pensar en ello durante todo el camino a casa, excitándome de nuevo por momentos, sin poder evitar empalmarme casi todo el tiempo. Pasé días recordando todo aquello, que por contra cada vez veía más lejano y deseaba repetir lo antes posible. Y por ello, cerca de un mes después, en cuanto hablé con mis primos de quedarme en su casa durante unos días, y mi tía convenció a mi madre para que me dejara, empecé de nuevo a motivarme con la idea. Si aquello ocurrió en una sola noche, no me podía ni imaginar lo que podía pasar en una semana. Pero en cuanto llegué a la casa de mis primos decidí ser cauto, y no sacar el tema, por miedo a inoportunarlos, ya que la otra vez acabaron preocupados por que su madre se acabara enterando de algo. Dejé que ellos llevaran la iniciativa, y no tardó en salir el tema: a la primera tarde mi primo ya bromeaba con la idea de ver a Elena desnuda. Pero ella se mostraba molesta al respecto, quizás la burla de la otra vez la dejó llena de rencor. De todas formas, el acuerdo al que habíamos llegado me iba a permitir intimar con los dos: iba a dormir en el cuarto de mi primo y en el de mi prima en noches alternas. Así esperaba que pudiera tocar el tema con ambos en confianza, aunque fuera de manera separada.
La primera noche me tocó en el cuarto de Lolo. Iba a dormir en un colchón en el suelo junto a su cama que puso mi tía esa misma tarde, pero todo parecía que íbamos a dormir poco. Ya en cuanto se acostaron los demás nos pasamos horas y horas hablando en voz baja en la oscuridad de la habitación. De todo un poco, hasta que salió el tema de su hermana y el verla desnuda. Me confesó que aquella otra noche fue la primera vez que vio su vulva desde que eran muy pequeños, y que había que buscar una forma de volver a verla, pero esta vez mejor: según él, «abriendo» su raja, pero más que como la abrió ella. Me dijo, tratando de burlarse de mí como de costumbre, que cuando se abre más se ve un agujerito con dientecillos alrededor. Las coñas de mi primo rozaban ya lo surrealista. Por supuesto no lo creí, sus risas ya eran lo suficiente burlonas como para poder engañarme, y yo ya no era tan ingenuo como antes. Pero tampoco quise darle mayor importancia, y seguirle un poco el rollo, por lo que pudiera pasar: la simple idea de volver a ver a mi prima desnuda me provocaba ese nervio interior tan excitante. Me propuso comprobar que todo el mundo se hubiera acostado ya, e ir muy sigilosamente al dormitorio de Elena con una linterna, para mientras duerme verle la vulva con detalle. Veía la idea complicada y, en resumidas cuentas, una locura más de mi primo, pero tan excitante que no pude poner objeción alguna. Y dicho y hecho: mi primo salió un segundo para hacer la comprobación, volvió al cuarto, y con una señal me hizo salir tras él, descalzos para no hacer nada de ruido, tratando de orientarme en la oscuridad de la casa sin golpearme con nada. Entramos en su dormitorio y Lolo lo intentó: la destapó y la trató de mover hacia un lado, ya que estaba boca abajo. No había manera de moverla, pero siguió intentándolo hasta que emitió unos gemidillos de queja, aunque parecía que seguía dormida y eran en sueños, lo cual hizo gracia a mi primo y comenzó a reír. Desde el fondo de la habitación le hice un gesto para que se callara y nos fuéramos. A punto estuvo despertarla, así que me propuse que se le fuera la idea de la cabeza, por muy tentadora que fuese, pero temía que nos pillaran, porque no sabría qué explicación dar, me habría quedado bloqueado (de pequeño era muy mal mentiroso, y se me cogía pronto). Con ello nos fuimos definitivamente a dormir, pensando que mañana sería otro día, quizás más positivo que esa noche.
El día siguiente transcurrió entre juegos de mesa, videojuegos, un paseo por el campo y películas. Nada de sacar el tema de nuevo, ya que el pique que tenía mi prima nos hacía temer que en algún momento extremo pudiera llegar a chivarse, si seguía enfadándose con el tema. Así que aguanté hasta la noche para poder hablar en confianza con Elena. Y, nuevamente en voz baja y en la oscuridad, pero esta vez con mi prima (y en una cama propiamente dicha, que tenía junto a la suya en su misma habitación), estuvimos hablando largo y tendido. Me compartió todo lo que no le gustaba de su hermano: que a veces parecía que estaba loco, que la sacaba de quicio, que se reía mucho de ella, etc. Y así acabó saliendo el tema de la otra vez, centrándose en el hecho de que a su hermano no se le vio casi nada porque la sudadera le tapaba, mientras que a ella si se le vio bien. Me preguntó que si quería verlo desnudo, y sin pensármelo mucho le dije que sí. Ella lo veía como una forma de hacer justicia, por lo de aquella vez. Pensando formas de verlo ella propuso tratar de espiarlo mientras orinaba o se duchaba, entrando en el baño de repente o intentándolo ver a través de la ventana del baño. Pero en aquel momento, con tanta expectación, se me hacía muy largo esperar al día siguiente, así que le propuse lo mismo que me dijo Lolo para hacer con ella: colarnos en su habitación con una linterna. Ella dudó, pero aceptó intentarlo al menos. Así que me dispuse a repetir la misma escena de anoche, esta vez con Elena. Al llegar, abrió con mucho cuidado la puerta del cuarto de Lolo, que chirrió levemente, lo cual hizo que se desvelara un poco y cambiara de postura en la cama, pero sin despertarse del todo, aparentemente. Mi prima se asustó, así que me dijo que mejor lo dejáramos, e intentáramos su idea mañana. Un poco decepcionado me fui a dormir, no sólo por la espera, sino porque con ella parecía que podía tener menos confianza, y mucho menos proponerle el vernos desnudos. El hecho de que fuera una chica supongo que era suficiente para que a esas edades hubiera un trato diferente entre ambos.
Pero al día siguiente con la excusa de planear el «espionaje» estuvimos más cercanos el uno del otro, incluso hicimos una escapada al campo sin mi primo para poder hablar tranquilos del tema. Lolo, al verse un poco excluído, no le dio la más mínima importancia, o eso pareció, y se dedicó a jugar videojuegos cuando no estábamos con él. Despreocupado podía decirse que es otro de los aspectos de la personalidad tan jocosa de Lolo. Finalmente decidimos intentar espiarlo por la ventana cuando se fuera a duchar: desde el patio, con una escalera, podíamos subir hasta el pequeño ventanuco y verlo desde ahí. Y mientras tanto, estar atentos para cuando fuera a orinar en algún momento de la tarde, ir y cazarlo también. Momento que llegó en cuanto se levantó de la silla de jugar a los videojuegos, y se dirigió hacia el baño. Sigilosamente lo seguimos y, después de comprobar que mis tíos no estaban en los alrededores, fuimos con cuidado a abrir la puerta del baño, con la decepción automática de que había echado el pestillo. Eso anulaba esa opción, pero pacientemente tendríamos que esperar a que llegara el momento de su ducha, que era por suerte poco antes de la cena, cuando mi tía cocina y mi tío ve la tele, así que no habría posibilidad de que nos pillaran en el patio. Pero nuevamente, otra decepción: al subir por la escalera mi prima confirmó que desde el ventanuco no había forma de ver nada, además de esmerilado estaba atrancado y no se podía abrir sin ninguna herramienta, lo cual quedó descartado por Elena, que no quería llamar la atención armando un buen alboroto. Nos tuvimos que conformar con la silueta muy difuminada, casi imperceptible por el vaho, de mi primo al salir de la ducha.
La tarde fue decepcionante en ese aspecto, pero me propuse no cejar en mi empeño, y aprovechar esa noche que me tocaba dormir con Lolo para tratar de verlo desnudo. Por un momento pensé en seguir con el plan de la linterna: esperar a que se durmiera y tratar de bajarle el pantalón sin que se diera cuenta. Pero me pareció demasiado arriesgado, ya que si despertaba su reacción podía acabar con mis esperanzas. Así que opté por explotar esa confianza que teníamos, que a diferencia de Elena me hacía sentir libre de tratar cualquier tema con él. Una vez más, en esa oscuridad cada vez menos intensa por la luz de la luna que iba entrando por la ventana conforme cambiaba de fase, y en voz baja, comenzamos nuestra sesión de charla cuando mi tía al irse a acostar nos mandaba apagar la luz y dormir ya. Ni corto ni perezoso le saqué el tema del juego del sótano aquella «famosa» noche, y de que fue injusto que él casi no enseñara nada. Trató de justificarse diciendo que claro que se veía, que si no vimos casi nada era culpa nuestra por no agacharnos, pero enseguida le dije que si realmente es porque sentía vergüenza de que lo vieran desnudo. Lo negó, pero me confesó que no le gustaba que le vieran desnudo, que eso era algo privado. Yo le dije que sentía lo mismo, pero que si mostraba sus genitales yo también haría lo mismo, que éramos primos y «hombres», y entre familia y «hombres» no debíamos de tener reparos. Aceptó a medias, sólo con la condición de que yo lo hiciera primero. Y con ello volvió la sensación de cosquilleo en el estómago y mi pulso se aceleraba: parecía que lo había conseguido por fin. Pero enseguida me vino el temor de que, por un lado, no cumpliera su promesa, y por otro, me daba bastante corte enseñarlo todo de repente. De todas formas, allí estábamos: él con su pijama azul oscuro de manga larga y pantalones largos, sentado sobre su cama apoyando su espalda en la almohada, y yo abajo sentado en el colchón con las piernas cruzadas, vistiendo mi gracioso pijama amarillo de pantalón largo y manga corta con dibujos de pequeños submarinos de colores. Con un gesto rápido alargó el brazo a la estantería para coger la linterna, encenderla y focalizarla en mi entrepierna. «Venga», dijo, en tono más bien serio, lo cual me inspiraba algo más de confianza en que no me iba engañar. Un pequeño temblor, respiración acelerada, el corazón desbocado… en esas circunstancias tendía a bloquearme bastante, así que opté por hacer lo primero que se me vino a la mente: me llevé la mano al pantalón, lo bajé muy muy poco junto con los slips, y sólo dejé ver un poco de mi pene, justo en ese pequeño escaloncito entre el glande y el tronco, pudiéndose ver por efecto de la luz directa un par de venillas muy finas de color ligeramente azulado que recorrían la blancura de mi pene. Pero lo tapé rápido, nada más hasta que mi primo me ofreciera más. La reacción de Lolo al verlo fue un «oh» de sorpresa, lo cual me hizo pensar que verdaderamente tenía interés en verme desnudo, demostrando que no era ninguna broma, y dándole más complicidad a este asunto nuestro. Le indiqué que era su turno, pero ya comenzó con la excusa de que había enseñado muy poco. Le prometí que si cumplía con su turno después le enseñaría todo sin cortarme. Así que sin más palabras me pasó la linterna, se puso de rodillas en su cama y enfoqué su zona púbica. Le advertí antes de nada que la camiseta también era larga, como la de la otra vez, y que así no iba a poder verlo bien. Sin tener que decirle más, se subió la camiseta y la sujetó con su barbilla, dejando ver su torso, más moreno que hace un mes, plano, encanijado y aún estrecho, con unos pequeñitos pezones y ombligo, como un torso todavía bastante infantil. Hizo una cuenta atrás y, sin soltar la camiseta con la barbilla, bajó y subió pantalón y slips del tirón de manera muy rápida, casi como la otra vez, sólo que ahora, con la sudadera subida, pude ver algo mejor: el salto de su pene de abajo a arriba y los testículos colgones saltando también de arriba a abajo. Mayor campo de visión, quizás mayor nitidez por la luz directa, pero el mismo tiempo de exposición que la otra vez: estábamos en las mismas. Reaccioné ligeramente mosqueado, diciéndole que así no valía, que otra vez no había podido ver casi nada. Él contraatacó justificándose en que yo sí que no había enseñado casi nada. Le dije, más tranquilo, que ya le había prometido que me desnudaría entero todo el tiempo si lo hacía él, que no me fiaba del todo que lo tuviera que hacer yo primero. En tono tranquilizador me juró que lo iba a hacer, que no me preocupara, que podía confiar en él siempre, que entre los dos había confianza máxima. Sin duda era una forma de imponerse, obligándome a que yo tuviera que hacerlo primero, pero la verdad es que no era momento para el orgullo y me dio igual que fuera una niñatería por su parte: estaba muy cerca de colmar mi deseo por fin. Así que acepté, pero con la condición de que tuviera que ser poco a poco, respondiéndome que sí. Me puse de pie en el colchón, y aunque mi camiseta fuera más corta que la suya me la quité y la dejé sobre el escritorio que había al lado, dejando ver mis finos bracitos, y mi delgadísimo torso en el que se llegaban a marcar un poco las costillas. Al enfocarme Lolo con la linterna pude comprobar bien que este verano estaba menos moreno que otros, aunque sin llegar a la blancura del invierno cerrado. Acto seguido me quité los pantalones, dejándolos sobre el escritorio también. Llevaba puestos unos slips blancos con imágenes de las Tortugas Ninja, regalo de un tío mío del pueblo de mi madre que por un segundo me retrotrajo a otras experiencias vividas (y que trataré en otro relato). Un pequeño bulto se marcaba en esos slips, y Lolo empezó a enfocar la linterna por todo mi cuerpo, para verlo todo con detalle. Un par de segundos después le dije que hiciera él lo mismo, y entonces ya me quitaría los slips. Aceptó sin rechistar, y pasándome la linterna se quitó rápidamente tanto la camiseta como el pantalón, poniéndose de pie en la cama, y dejando la ropa sobre la misma. Con la luz de la linterna y viéndolo así de pie en la cama parecía como si fuera un gigante al lado mía, pero enseguida volvió a ponerse de rodillas. Yo lo imité haciendo un recorrido de su cuerpo con la luz, viendo sus delgadas piernas y brazos, y unos slips azules con rayas negras, en los que apenas se marcaba un pequeño bultito. «Te toca a ti», me dijo mirándome a la cara (estando de rodillas en la cama y yo de pie en el colchón casi estábamos a la misma altura), con un gesto más serio que de costumbre. Solté un pequeño suspiro, inevitable por ese cosquilleo cada vez mayor, y unos nervios que me hacían temblar un pelín, además de seguir acelerando mi corazón. La verdad es que ya no sentía vergüenza, sino más bien expectación y sensación de adrenalina, lo cual no impidió que tardara en decidirme unos segundos. Le devolví la linterna y sin pensármelo más me bajé los slips de un tirón, quitándomelos con los pies y dejándolos sobre la cama. Mi pene lucía un poco más fino y corto que el otro día, quizás la excitación aquella vez era mayor en ese momento y lo puso ligeramente «morcillón», cosa que no ocurría esta noche. El glande destacaba menos sobre el resto del pene, y la piel sobrante parecía más larga, ya que el pene tenía un poquito menos de longitud hoy. Mis testículos, como siempre, pegados a mi cuerpo, hoy quizás algo menos arrugados y más tersos. Nada más mostrarme así mi respiración se aceleró todavía más, haciéndose notoria, con más nervios que nunca estando con mi primo, y sobre todo porque tenía la linterna enfocando mi pene todo el tiempo. Su reacción fue otra vez de sorpresa: se había quedado empanado mirándome los genitales, con los ojos muy abiertos y un poco de tensión en el rostro, y una sola expresión salió de su boca: «¡Buah tío!». Sin saber muy bien el porqué, me reconfortaba su sorpresa, lo veía casi como que me estuviera admirando. Desde luego que estaba muy lejos de su típico tono burlón, lo cual ya era un logro para mí. Con un hilillo de voz, como buenamente pude, articulé palabra y le dije que era su turno. Tenía la voz algo temblorosa, pero en aquel momento no podía evitarlo, y ni siquiera podía pararme a pensar en qué pensaría él viéndome así de nervioso. Aceptó del tirón dándome de nuevo la linterna, poniéndose de pie, dándome la espalda y quitando sus slips, dejándolos encima de la cama. Por unos segundos pude ver sus nalgas, pequeñas, totalmente lampiñas y algo más blancas que el resto de su cuerpo, con la marca del bañador en la cintura y en la parte alta de los muslos. Conforme se daba la vuelta se volvió a poner de rodillas en la cama, teniendo que buscar con el halo de luz su pubis para poder verlo. Y allí estaba, por fin pude comprobar lo que hasta ahora sólo había intuido: su pene parecía ligeramente más corto que el mío, además de algo más fino. El glande apenas destacaba del resto como un garbanzo dentro del prepucio, que le sobresalía por la punta, no tanto como a mí, pero también cerrándole la punta como un embudo. Los testículos parecían de un tamaño muy similar al mío, es decir, bastante pequeños, como canicas de cristal, pero en su caso colgaban del escroto varios centímetros por debajo del pene, un escroto ligeramente arrugado. Me quedé, como él, mirándolo embobado sin mover la mirada de su pubis durante segundos, tan sólo desvié mis ojos hacia su rostro por un instante, viendo que él miraba hacia abajo también, focalizando así sendas miradas en sus genitales. No sé cuánto tiempo pasó, se podría decir que casi perdí la noción del tiempo, pero la situación sólo se vio interrumpida cuando me dijo que le pasara la linterna de nuevo, que era su turno otra vez. Se la di enseguida pero no sin antes decirle que después me la tenía que devolver, comentario que hice de manera automática, como si me resistiera a que aquella visión fuera sólo una cosa pasajera. A lo que él me respondió que nos turnáramos con la linterna contando a diez, y nos la fuéramos pasando por turnos. Y así estuvimos unos cuantos minutos, no sabría decir cuantos, pero los turnos se alternaron un buen puñado de veces más. Cuando era mi turno de mirar, de manera casi inconsciente, hice una pequeña comparación en mi mente, llegando a la conclusión de que su pene parecía un poco más pequeño que el mío, que sus testículos colgaban más que los míos y que la piel de su pubis parecía algo más oscura que la mía, acercándose más al tono del resto de su cuerpo. La alternancia se rompió cuando, de repente, en una de esas veces que la linterna volvió a él, la apagó y dijo que ya estaba, que nos vistiéramos y nos acostáramos que ya tenía sueño. Podría haber seguido así eternamente, pero por esa sensación de total sublimación que sentía no fui capaz de argumentarle seguir con ello, parecía como si me sintiera tan satisfecho por todo lo acontecido que el cuerpo no me pedía nada más. Esa curiosidad que parecía expresar mi primo, con sus gestos de sorpresa y su connivencia en todo lo que hicimos, dio la sensación de ser colmada también, al poner fin a esa pequeña «exhibición», y por dentro casi que me sentía correspondido, empatizaba con él, y daba por colmada mi curiosidad a la par que la suya por el momento. Cabe decir que esas imágenes se me quedaron grabadas en mi mente, y no paraban de dar vueltas. Coger el sueño se demoró durante un buen rato, a pesar de los ronquidos que hacían evidente que mi primo se había quedado dormido y había terminado la conversación y todo juego posible. Fui relajándome poco a poco, y quizás por ello, empecé a sentir como entraba en erección con rapidez, algo de lo que probablemente mi cuerpo no fue capaz por la tensión del momento anterior. Perdí la noción del tiempo pronto, por el sueño que, a pesar de mi excitación, trataba de contener. El recuerdo de aquello volvió muy nítido en cuanto desperté a la mañana siguiente. Al ver que mi primo no hacía ninguna referencia a aquello decidí yo tampoco hacerla, y continuar hasta que se diera la circunstancia adecuada, un momento de los dos a solas, que si no llegaba trataría de aprovechar cuando volviéramos a dormir en su habitación.