Un encuentro casual con mi prima de 19 años ¡Universitaria caliente!
Mi prima Tere entró en la cafetería mirando a un lado y a otro como si buscara a alguien. Recorrió con la vista todo el local y, aunque me vio, se hizo la sueca para no tener que saludarme. Un minuto después cambió de opinión y se presentó por sorpresa en mi mesa.
—Hola Berto, ¿puedo hacerte compañía?
Hacía tiempo que no la veía. Estaba tiposa, ni gorda ni flaca, y había crecido hasta los diecinueve añitos. Llevaba un look de tribu urbana: tonos negros u oscuros de arriba abajo, pantalón pitillo de cuero, botas militares y pelo cortado más o menos al uno. Pero ni con esa facha lograba camuflarse. Seguía siendo la chica finolis que siempre fue.
—Claro, Tere, siéntate… ¿Qué se te ha perdido por aquí? Nunca te había visto en esta cafetería…
—Quien suele venir a este sitio es mi «ex», y yo he venido a ver si lo pescaba para que me devuelva la tablet que dejé olvidada en su coche. El muy cabrón pasa de mis llamadas.
Pedí un refresco de limón para ella y otro café cortado para mí. El camarero andaba un tanto mosca porque mi primita y yo no pegábamos ni con cola. Su vestimenta chocaba con mi chaqueta y corbata de empleado bancario treintañero… Cuando salimos a la calle —ella muy contrariada porque no apareció su «ex»— le señalé la sucursal del Banco donde trabajaba, que estaba justo enfrente de la cafetería, y también le dije que actualmente yo vivía («más solo que la una») en un piso del edificio Azor, a dos manzanas de donde nos hallábamos.
La verdad es que me había gustado tropezarme con esta nueva Tere, ya hecha toda una mujer. Debajo de su camiseta “Harley Davidson” se vislumbraban unas tetas formidables y desde luego no exageré cuando le dije que la veía «estupenda» y «preciosa». También pensé que no estaría nada mal llevármela a la cama y de ahí que tratara de enredarla:
—Por cierto, Tere, alguien me dijo que el Ayuntamiento te ha concedido un puesto de venta en los mercadillos…
—Bueno, sí, pero será a medias con una amiga.
—Es que quiero quitarme un montón de DVDs de películas, todos originales, y se me ha ocurrido que quizás tú puedes venderlos en ese puesto tuyo. Yo te los regalaría y no tienes que darme ningún dinero por ellos, los vendas o no.
— ¡Ah! Pues en ese caso sí que me interesan…
—Pásate una tarde a buscarlos que ya son tuyos.
Después de despedirnos, de vuelta al Banco a duras penas podía concentrarme en el trabajo. Mi primita se me había metido en el coco casi como una fijación. Menos mal que no se hizo esperar y ya el mismo día siguiente, domingo, me llamó muy temprano al móvil, haciendo a la vez de despertador:
—Oye, Berto, que he salido a hacer un poco de footing y resulta que estoy muy cerca de tu piso; si te viene bien aprovecho y me acerco para llevarme los compacts.
—Me viene de guinda porque no voy a salir. Puedes pasarte a la hora que quieras sin ningún problema.
Llegó a eso de las once de la mañana. Esta vez no venía de tribu heavy, sino de zapatillas deportivas blancas y chándal fucsia. Me seguía pareciendo igual de sexy pese a que estaba sudorosa. Yo la recibí en pantalón corto y chancletas de andar por casa.
—Jo, primo, ¡qué piso más guapo! ¿Eres el dueño del Banco o qué?
— ¡Ya quisiera yo, Tere! Me he tenido que hipotecar hasta las cejas para poder comprarlo.
—Sea como sea, lo cierto es que tienes un piso de lujo.
—Lo mejor es que voy y vengo andando a mi trabajo y sólo tardo cuatro o cinco minutos. Eso sí que es un lujazo.
Cuando me tocó enseñarle el baño principal, mi primita alucinó en colores:
— ¡Qué maravilla, tú! ¡Esto sí que es un baño! ¡Se parece a los que se ven en las películas! ¡Espectacular!
Absolutamente impresionada, Tere no paraba de dedicarle elogios al baño y su entusiasmo la llevó a no poder reprimirse:
—Berto, cariño, vengo de correr y estoy sudada, ¿te importaría que me dé una duchita en tu fenomenal “toilette”?
—Date esa ducha y tarda todo lo que quieras. Tienes chorros de agua de un montón de formas y potencias. Y si prefieres tomar un baño también puedes hacerlo sin problemas.
No me chinchaba que se duchara, pero sí que cerrara la puerta por dentro porque me impedía espiarla. Tuve que contentarme con imaginármela en pelotas, enjabonándose las tetas y el coño, y con oírla cantar todo el rato. Cuando salió lo hizo metida en un albornoz mío, blanco, que le quedaba enorme.
—Ahora sí que he abusado de tu confianza, Berto, pero necesito que mi chándal se refresque un poco de tanto sudor antes de volver a ponérmelo.
—Tranqui, Tere. Me encanta verte disfrazada de oso polar.
Ella se rio con mi gracieta, pero la verdad era que, acabadita de ducharse, con su pelo corto todavía mojado, mi prima estaba para comérsela y más sabiendo que debajo del albornoz iría casi desnuda. Tanto me excité que esta vez fui yo quien no pudo reprimirse. En la misma puerta del baño la rodeé con mis brazos y le di un apasionado beso en la boca al que ella correspondió, para mi sorpresa, entreabriendo los labios y permitiendo el abrazo fogoso de las lenguas. Fue un primer beso largo, calmo, saboreado. Mi polla se alborotó de inmediato y se puso tiesa y dura. El segundo beso ya fue más furioso. Fijé a mi prima contra la pared y, sin despegar mis labios de los suyos, le desamarré el albornoz, lo abrí, y apreté mi abultado paquete contra su pelvis. Lejos de resistirse, Tere me presionaba con fuerza el culo para ayudar a que mi polla —aún oculta bajo el pantalón— quedara afianzada en su entrepierna. Nunca imaginé que iba a encontrar a mi prima tan receptiva al magreo. Era como si llevara tiempo deseándolo y/o deseándome. Así que casi huelga decir que nos desnudamos en un pispás y que acabamos revolcándonos en la cama de mi dormitorio. Fue un polvazo en misionero clásico; ella tumbada bocarriba, abiertita de piernas, y yo encima metiéndole la polla en su húmedo coño de manera arrítmica, unas veces con penetraciones duras, fuertes, y otras más suaves y cadenciosas, siempre hasta el tope, hasta que mis huevos chocaban contra sus carnes. Mi prima era, es, de coño musculado, succionante y abrasador, de los que te dan un gusto supremo. El peligro de correrme antes de tiempo resultaba obvio, y así y todo caí como un chiquillaje. Lo mejor fue que solté una corrida tan copiosa que debí dejarle el chocho medio anegado de lefa. Tere me dijo que ella también se había corrido, pero me da que mintió para no señalarme como un mal amante.
Durante el reposo post polvo le pedí a mi prima varias veces que se quedara conmigo todo el día y, aunque nunca dijo ni que sí ni que no, acabó pillando el móvil y, recostada en mi pecho, llamó a su madre (mi tía) para avisarla. Yo escuchaba perfectamente la conversación:
—Mami, no me esperes que como fuera…
— ¡¿Queeeeé?! ¡Pero si vas en chándal!
—No importa porque estaré en familia.
— ¿En familia?
—Voy a comer con el primo Berto.
—Cuidado, nena, que ése tiene fama de “picha brava”.
—Lo sé, mamá, pero tranquila que yo sabré pararle los pies.
Al oír lo de “picha brava” tuve que contener la risa para que no me oyera mi tía, pero Tere me aclaró esa expresión nada más colgar:
—Sí, Berto, en la familia se te tiene por un mujeriego, un follador empedernido, como una “ninfómana” en macho.
— ¿Ah, sí? Pues a ti no parece preocuparte eso que cuentan.
—Al contrario. Precisamente me he venido a tu piso porque tenía ganar de follar y sabiendo de antemano que follaríamos.
Esa sinceridad, que confirmaba lo que ya venía barruntándome, de alguna manera me obligaba a compensar a Tere por haberla dejado antes a dos velas. Y me puse a ello aplicándome con fervor sobre sus pezones: chupándolos, mordisqueándolos, engulléndolos, sorbiéndolos, pellizcándolos, lengüeteándolos, tirando de ellos con los labios… No paré hasta no vérselos totalmente erectos. Tere, excitadísima, me agarraba fuerte la cabeza para que mi boca no pudiera despegarse de sus tetas o me arrebujaba el pelo pidiéndome a gritos que la follara como una desagallada:
— ¡Métemela ya, cojones! ¡Métemela mucho! ¡Pórtate como un macho! ¡Haz que me corra!
Pero nones. Yo sabía lo que me traía entre manos. Aspiraba a que echara fuego por la boca como un volcán, a que su calentura la volviera desenfrenada, salvaje… Así que me bajé hasta su pelvis besando primero su vientre sin prisas, poro a poro, y haciéndola enrabietarse con desespero.
— ¡Que me folles, joder! ¡Quiero tu polla dentro! ¡Toda! ¡Hasta el fondo! ¡Yaaaaa!
Cuando llegué a su entrepierna mi boca dio un rodeo a través de las ingles, lamiéndolas, y luego fue trazando una espiral de fuera a dentro —besándole y humedeciéndole el Monte de Venus y su bosque de pelos— hasta alcanzar el chocho. Allí me empleé a fondo, ora comiéndole sus carnosos labios, ora chapoteando en la raja con mi saliva y sus jugos vaginales, y pajeándole el clítoris a base de chupetones y sorbidas hasta lograr que pareciera un micro pene. Normal que Tere ya no se aguantara:
— ¡Me estás matando, cabrón! ¡O me la metes de una puta vez o te la corto! ¡Ya no me aguanto! ¡Me voy a desmayar!
Y se la metí toda, claro, desde la uretra hasta el tope marcado por los huevos, enterita; diecinueve centímetros de polla dura y gorda embutida en su caliente chocho. Esta vez la había puesto a cuatro en el borde la cama y, colocándome entre sus piernas, se la clavaba con fiereza una y otra vez a la par que le palmeaba el clítoris o le pellizcaba sus inhiestos pezones. Tere no cesaba de jadear y resoplar. A veces conseguía entender lo que gritaba:
—Así, Berto, así… Métemela muy adentro, así, así… ¡Qué bien me follas, primo! Sigue, sigue… ¡Ay! ¡Uy! ¡Uff! ¡Uff! ¡Uff!
Y otras veces no entendía ni papa, si es que había algo que entender. Más bien eran refunfuños raros, berridos, gruñidos…
— ¡Grrrr! ¡Mmmm! ¡Agggggh! ¡Brrrr! ¡Uuuujuu!
Tenía a mi primita sumida en un sinvivir, trasportada a algún paraíso, loca total, temblorosa de placer. Debió correrse lo menos dos o tres veces, y yo le descargué en su chochito otra corrida bestial; leche espesa y caliente a borbotones para una vagina succionante y extraordinariamente placentera.
Nuevo reposo de los guerreros. Tere dijo que la había follado «de maravilla». Al poco nos levantamos a comer algo, que ya tocaba. Fue un picoteo variado y sustancioso, saciante, y luego nos acostamos a hacer la siesta. Con la barriguita llena, y relajada como estaba, mi prima tardó poco en quedarse dormida con mi polla descansando entre sus nalgas. Pasados unos minutos me volvieron las ganas y tuve a la vez una gran idea. Pillé una crema que encontré por allí, me di un poco en la polla, y le embadurné a tope el ojete del culo. Después preparé el conducto metiéndole flojito primero uno y dos dedos, y luego hasta tres. Ni se enteró ni se despertó. Así que la induje a que se tendiera bocabajo e incluso le puse una almohada a la altura de la pelvis para alzarle las nalgas. Llegaba mi momento. Encaramado sobre ella acerqué mi polla al ojete, la enfilé, y apreté con fuerza hasta meterle el glande y dos o tres centímetros más de verga. Ella se agitó tratando de desalojarla, pero yo no aflojé ni un punto y continué metiéndosela tan ricamente y sin hacerle puto caso a sus gritos quejicas.
— ¡Sácala, cabrón, que me duele mucho! ¡Tu polla es demasiado gorda para entrar por ahí! ¡Me vas a partir en dos! ¡Sácala ya, hijo de perra!
Pero no se la saqué. Seguí penetrándola sin piedad hasta sentir que mis huevos chocaban contra su chocho, hasta que mi polla quedó totalmente desaparecida en el interior de su espléndido y acogedor culo. Le dije lo típico en estos casos, que le dolería sólo al principio pero que luego ya no. Me insultó llamándome hijo de puta vieja y moco verde asqueroso. Oídos sordos. Las primitas siempre se cabrean por cualquier cosa de nada. Sí noté que hacía tiempo que no la sodomizaban o que todavía era virgen de culo porque su recto, poco dilatado, ejercía la presión justa sobre mi verga, la mega placentera. El mete saca empezó a parecerme de lo más perfecto, como si aquella cálida cueva estuviera hecha a mi medida, diseñada para mi polla. Me la enculé a fondo, sin miramientos de ninguna clase y a ritmo cambiante; primero lentito, flojo, para que el conducto se fuera adaptado al grosor y largura de mi verga, y luego cada vez con penetraciones más duras y más rápidas, endiabladas, salvajes, como si de verdad quisiera romperle el trasero para que no pudiera sentarse en días. Me dijo que yo era un primo cabronazo y malo, y en ese momento me vacié por completo. Chingarazos de mi caliente leche le empaparon los rincones últimos de su culo, los que yo creo que nunca antes habían sido horadados. Cuando le saqué la polla, salió acompañada de un hilo de sangre y semen.
Sé que mi primita no se corrió con esta super enculada, pero tampoco era algo que yo buscara. Me dijo que quería darse otra ducha y marcharse. No le puse ninguna traba porque la misión ya estaba cumplida y, en cambio, sí me ofrecí a llevarla a su casa en mi coche pero ella, enfurruñada, prefirió irse sola y andando. No me atreví a preguntarle si repetiríamos la fiesta otro día para no echar más leña al fuego. Ya veremos qué pasa. El tiempo cura…