Un fin de semana caliente y encantador

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Supongo que incluso a mí me habrá funcionado en alguna ocasión el aquí te pillo aquí te mato, pero tengo que reconocer que no es la tónica habitual. No soy especialmente guapo ni demasiado extrovertido, así que cuando de ligar se trata intentó jugar otras cartas. La de la insistencia fue la que funcionó en el caso que ahora os cuento.

Vivo solo y me tengo que ocupar de la casa. Una de las cosas que más me gusta hacer en este sentido, es bajar a hacer la compra. No sé, me relaja pasearme con el carrito por los pasillos del súper. Además, tengo la fortuna de que hay uno debajo de mi casa, así que voy bastante a menudo. Todo comenzó un día, puede que fuera miércoles, en que bajé a hacer la compra habitual. Al llegar a las cajas había una chica nueva junto a otra cajera, ya veterana, que le estaba instruyendo. No sólo era guapa, sino que se acercaba bastante a mi prototipo de mujer ideal. Alta, en torno al 1,70, delgada, piel morena, una larga cabellera castaña y rizada, ojos marrones, manos cuidadas, y lo que me dejaba imaginar su uniforme también se intuía interesante. La plaquita con su nombre decía que se llamaba Miriam. Con los clientes que estaban delante de mí la otra cajera le ayudaba, pero al llegar yo, la dejó sola ante el peligro. Fui su primer cliente. Se le notaba nerviosa, no acertaba a pasar el código de barras de los productos, se iba haciendo una cola cada vez más larga…

-Tranquila, no hay prisa- dije intentando que se calmara.

-Lo siento, es que es mi primer día…- se excusó ella.

-No te preocupes. Lo importante es que lo hagas bien- le dije yo.

-Muchas gracias, Miriam- le dije yo sonriendo cuando me entregó la vuelta después de contarla varias veces.

Ella me sonrió. Creo que aquel primer día no intentaba ligar con ella, simplemente quería resultarle simpático y que no se pusiera demasiado nerviosa. El caso es que volví al día siguiente y ella me recordó. Con la práctica ya lo hacía mucho más rápido y mejor. Desde entonces, siempre que bajo al súper intento pasar por su caja. Si podemos y no hay mucha gente intercambiamos unas pocas palabras mientras pasa los productos y me cobra, si no, un gesto, un guiño, una mirada, sirve como saludo. En lo mucho o poco que hayamos podido hablar desde entonces, le he dejado claro, medio en broma medio en serio, que me gusta y que me gustaría intentar tener algo con ella. Ella ni me rechazaba ni me aceptaba las invitaciones. Creo que no me tomaba en serio. Hasta aquel día.

Parecía un anodino lunes más en que bajaba al supermercado a hacer la compra. Tuve la fortuna de que ella estuviera en la caja y que no hubiera mucha gente. Estuvimos hablando un poquito, nos preguntamos por nuestros respectivos fines de semana, le arranqué una sonrisa con alguna tontería que dije…Más o menos lo de casi siempre. Hasta que me cobró. Junto a la cuenta me entregó una especie de tarjeta.

-¿Y esto…?- pregunté.

– La marca de leche. Al comprar seis unidades entras en el sorteo de un viaje de fin de semana- me explicó.

Miré lo que me había entregado y leí: Fin de semana con encanto para dos personas en un hotel rural situado…bla bla bla.

-Si me toca, te invito, eh, ¿quieres?- le dije entonces. – Y si no me toca, también te invito- añadí.

Ella no respondió, sólo rió. No me tocó el viaje, pero casi mejor. En aquel sorteo yo gané un premio mucho mejor. La siguiente vez que bajé a comprar, ella, que entraba a hacer su turno, me vio y se acercó.

-¿Qué, nos ha tocado el viaje?- preguntó como saludo.

-No, lo siento, pero la invitación sigue en pie si tú quieres…- respondí. – Si te parece bien este mismo fin de semana…-

– Este sábado trabajo, y el siguiente también- se excusó ella.

– Si lo prefieres lo podemos dejar en una invitación a cenar el viernes…- dije entonces yo.

– Vale, el viernes. Perfecto- respondió.

– Entonces el viernes te paso a buscar al cierre. Hasta el viernes, pues-

No me lo podía creer. Después de tanto tiempo detrás de ella por fin me había concedido la cita con la que tanto soñaba. Todavía ignoro por qué aquel día aceptó la invitación que hasta entonces siempre había rechazado; tal vez algo en su vida le había hecho cambiar de opinión, no lo sé. El caso es que yo estaba como flotando en una nube sabiendo que iba a cenar con ella. Esperé impaciente la llegada del viernes, buscando en mi pequeño recetario un menú con el que sorprenderla y empezar a seducirla por el estómago. Los días se me hicieron eternos y la hora de la cena de aquel viernes tardó siglos en llegar. Cuando pasé a buscarla a la salida del súper, Miriam estaba espectacular en su sencillez. Para una cena en mi casa no necesitaba ni lujosos vestidos, exagerados maquillajes ni rocambolescos peinados. Con unos ceñidos jeans, una camiseta roja y una cazadora de corte vaquero le bastaba para impresionarme. Después de todo un día de trabajo se le notaba la cara cansada, pero aún así una sonrisa iluminó su cara al verme aparecer. Nos saludamos con dos besos en la mejilla, ella pasó su mano por mi espalda a la altura de la cintura, y salimos de allí. Verme en el reflejo proyectado por un espejo abrazado por aquella mujer de bandera me hizo sentir ridículamente orgulloso.

Al llegar a casa serví un par de vasos de vino blanco que fuimos tomando mientras le daba el último toque a la cena y le enseñaba el apartamento. Luego nos sentamos a la mesa. Entre el risotto y la carne fuimos hablando, contándonos aquello que todavía no nos hubiéramos contado. Sentada frente a mí, Miriam se veía maravillosa, tenía la luminosidad de una Inmaculada de Murillo con cierto toque de la Olympia de Manet en la mirada. La había creído tan lejana que no podía imaginar tener su mano sobre la mía.

– Estaba todo riquísimo- dijo tras debatirse largamente entre repetir postre o cuidar la línea.

– No sé…- respondí intentando ser modesto.

– No, en serio. Yo, la verdad, de cocina…casi no sé ni preparar un huevo frito, pero me ha parecido que todo estaba muy bueno- dijo ella.

– Muchas gracias. Encantado de que te haya gustado pero aún más de que estés hoy aquí…- dije.

La invité a pasar al salón mientras yo terminaba de recoger la mesa. Al regresar con dos copas de champaña en la mano la sorprendí mirando alguna de las fotografías que habitan en la librería. Nos sentamos en el sofá, charlamos, bebimos, reímos, pusimos música, me convenció para que le enseñara antiguas fotos… Todo transcurría con la normalidad de una cita. Hasta que sonó aquella canción.

– Ay, me encanta…vamos a bailar- dijo levantándose de golpe.

– No, no, no…- me resistí para no tener que demostrarle mis escasas dotes de bailarín.

– No seas tonto, vamos a bailar…- concluyó ella tirando de mi brazo y rompiendo mi escasa resistencia.

La cosa pasó de ir bien a ir fenomenal. Bailamos muy pegados, ella moviendo con gracia y sensualidad su espigada figura, y yo… intentando no pisarla demasiado. La canción acabó y nos quedamos mirándonos de frente, rozando el cuerpo del otro con nuestras manos extendidas… Acerqué mis labios a los suyos y la besé. Sonriendo como un pánfilo, mi lengua rebuscaba en mis labios el sabor de su boca. Antes de que se arrepintiera, me aproximé de nuevo. Miriam ladeó la cabeza, posó sus manos en mi cuerpo y separó ligeramente los labios para recibir a los míos. Abrazado a ella, con mi boca sobre la suya, el tiempo se detuvo. Sólo nos separábamos para respirar, y cuando nuestros cuerpos se volvían a juntar, una de las prendas que vestíamos yacía en el suelo a nuestros pies. Primero fue mi camisa la que sus suaves manos deslizaron por mis hombros y mi espalda, luego su camiseta la que dejó a la luz un precioso sujetador negro con ciertas transparencias, mi pantalón, el suyo… Antes de que las ansias me hicieran tumbarla sobre el sofá, la cogí en brazos, ella se enroscó en mi cuello y sin dejar un segundo de besarnos, la llevé a mi habitación. Al dejarla en el suelo me agaché a su lado. Mis dedos nerviosos fueron deslizando su braguita por sus esbeltas piernas. Con mi cara pegada a su piel inicié el trayecto inverso. Sus piernas, sus muslos, su imberbe monte de Venus, su vientre y su abdomen, sus tiernas tetitas… Agarré su cabeza entre mis manos y la besé con una mezcla de dulzura y pasión. Sus manos abrazaron mis nalgas y su pecho se pegó al mío. Sentados en el borde de la cama, nuestros cuerpos fueron inclinándose hasta acabar tendidos en el lecho. Rodamos sin dejar de abrazarnos. Mis piernas iban separando las suyas hasta crear el espacio necesario. Su húmeda calidez me recibió suspirando; su cuerpo palpitaba al encuentro con el mío y su interior se convulsionaba ante el lento pero firme avance de mi pene. Después de reposar un instante para sentirnos, comencé a moverme lentamente. Avanzaba con suavidad y retrocedía dejando que su vagina se contrajera, y Miriam sólo acertaba a gemir. Poco a poco empecé a moverme más rápido. Flexionaba, me dejaba deslizar por su cuerpo, besaba sus senos, me refrescaba en sus labios, y volvía a ascender. Decenas, cientos, miles de veces. Hasta que el pausado polvo se convirtió en agitado traqueteo. Yo me movía con todas mis fuerzas. Su cara enrojecida por la fatiga, sus puntiagudos pezones, su vientre jadeante eran síntomas del orgasmo que alcanzó reteniendo mi pene en su sexo.

Rodamos por la cama hasta quedar ella encima de mí. Su precioso pelo castaño parecía flotar cuando ella comenzó a moverse; sus ojos pedían guerra y su sonrisa no auguraba tregua. Sus preciosas tetas bailaban ante mis ojos al compás que Miriam daba a sus caderas. Mi pene desaparecía en su interior para al instante volver a emerger. Mis manos se posaron en su trasero para comprobar que aquello no era ningún sueño. Carnosa y aterciopelada realidad. Ella se movía cada vez con más ganas; yo apenas podía retener los gemidos y Miriam daba rienda suelta a su pasión. Un nuevo orgasmo hizo temblar su cuerpo y yo me deshice aprisionado en su interior.

Dormimos abrazados. Como dos angelitos o como dos diablillos. Al despertar su cabeza seguía reposando en mi pecho y mis brazos rodeaban su cuerpo. Nos duchamos y vestimos, la llevé a casa, y pasé el resto del día esperando el momento preciso para volver a llamarla. Sabía que trabajaba de tardes, así que tenía tiempo para pensar cómo agradecerle la inolvidable experiencia de la noche anterior. No hizo falta pensar demasiado. Sobre las diez y diez de la noche llamaron al timbre. Contesté. ¿Miriam? No la esperaba, pero fue un placer recibirla.

Con unas sandalias de ligero tacón, una falda negra de tubo que llegaba por sus rodillas y una camiseta blanca que dejaba desnudos sus bronceados hombros, estaba espectacular. Como siempre.

– Miriam, que sorpresa, no te esperaba…- dije mientras le hacía pasar. Ella no decía nada, tan sólo sonreía. – ¿Has cenado?, ¿quieres que te prepare algo, o prefieres que salgamos a tomar algo?- pregunté.

– No te preocupes, por mí podemos pasar directamente a los postres…- dejó caer con una pícara sonrisa iluminando su rostro.

Me gustó cómo sonó aquello, pero aún más me gustó el beso que Miriam me regaló para que no siguiera hablando. Sin dejar de devorarnos la boca pasamos al dormitorio. Saqué su camiseta y acaricié sus senos entre mis manos. Volver a sentir el aroma de su piel me excitaba muchísimo. Abrazándola por la espalda restregaba mi paquete contra sus nalgas y eso lo hacía crecer. Bajé la cremallera que cerraba su falda y esta se deslizó por sus piernas. Miriam me bajó el pantalón y sus manos ansiosas pronto dejaron mi polla lista para cualquier batalla. Caímos sobre la cama. Besaba su cuello, sus pechos, su vientre. Sin prisa pero sin pausa nos íbamos preparando para repetir una noche como la anterior. De pronto me incorporé y desaparecí por la puerta mientras ella preguntaba:

– ¿Dónde vas?

No respondí. Ella comprendió al verme aparecer al instante con un frasco de crema de cacao en la mano.

– ¿No decías que querías pasar a los postres…?

Ella reía mientras mis dedos manchados en chocolate comenzaban a jugar en su cuerpo. Cada uno de sus pezones sirvió de nariz para las caras que dibujé en sus senos, su ombligo fue el centro del sol que los rayos de cacao hicieron nacer en su perfecto vientre, ella manchó de chocolate mi cara… Limpiar con mi lengua su manchada piel fue una dulce y placentera labor que acometí con ganas. A medida que mi boca limpiaba su cuerpo, su piel morena brillaba más y más por efecto de la saliva y los morreos que nos regalábamos se hacían más dulces y apasionados. Los restos de chocolate formaban apenas una mancha en su cuerpo cuando mi lengua comenzó a descender por su piel. Sus pezones se erizaron cuando mamé de ellos, la piel de su vientre se encrespó a mi paso y por fin encontré refugio entre sus piernas. Miriam me hizo un hueco y yo acomodé la cabeza.

Con la nariz sumergida en su sexo, la lengua separando sus labios y agarrando débilmente su clítoris entre mis dedos, Miriam había dejado de reír. Ya sólo acertaba a gemir, suspirar y volver a gemir cuando mi lengua hacía nacer un cosquilleo especial que recorría todo su cuerpo. El regusto a chocolate poco a poco iba perdiéndose en mi garganta pero su coño seguía sabiendo igualmente delicioso. Sus manos en mi cabeza me animaban a no detenerme. Lamí, besé, chupé, succioné cada rincón de su sexo hasta que ella comenzó a agitarse y a gritar. Se estaba corriendo en mi boca. Su néctar me dio nuevos bríos. Continué explorando su rosada vagina con mi lengua mientras mis dedos pellizcaban su clítoris. Su cuerpo se revolvía y Miriam pronto alcanzó un nuevo orgasmo. Me lo agradeció premiándome con un eterno morreo en el que intercambiamos algo más que saliva.

Después de aquello nuestros cuerpos eran una sucia mezcla de chocolate, sudor, saliva y todo aquello que escapó de su concha. La levanté y nos dirigimos a la ducha. El agua tibia comenzó a limpiarnos la piel mientras no dejábamos de besarnos. Su pelo perdió volumen al tiempo que el jabón daba a nuestras pieles un brillo especial. Más que frotarnos, nos acariciábamos mutuamente, volviendo a recorrer nuestros cuerpos, poniéndonos nuevamente en alerta. A medida que el agua de la ducha hacía desaparecer la espuma de su cuerpo, mi boca se adueñaba de nuevo de su piel. La giré. Mis manos se deslizaron por sus hombros, su espalda, su culo… Ella se apoyó en la mampara y yo busqué a tientas la entrada a su sexo. La humedad de la ducha hizo el resto. Derrochando agua y pasión, mi pene volvió a su coñito. El agua caía sobre mi cabeza, se repartía por mi cuerpo acariciándolo con suavidad mientras yo me agarraba a las caderas de mi compañera y comenzaba a moverme lentamente. Miriam gemía con cada una de mis acometidas, y cuando estas se hicieron más intensas, ella pedía más y más mientras aplastaba su cara contra el cristal de la ducha. Cuando comencé a empujar con todas mis fuerzas, se corrió. Su cuerpo se convulsionaba entre mis manos. Cuando cesaron los temblores, Miriam quiso darme un premio. Se arrodilló y acogió en su boca mi crecida polla. No puede haber nada mejor. El agua calentita cayendo por mi cuerpo, rozando mis pezones, bajando por mi vientre hasta perderse allí donde Miriam sólo dejaba de cabecear para juguetear con su lengua en mi glande y sus manos en mis cojones… Cuando la eyaculación se hizo inevitable retuve su cabeza entre mis manos y dejé que su lengua provocara la explosión de mi polla. Lo que no se coló por su garganta, Miriam lo dejó caer formando un manantial de leche que al mezclarse con el agua formaba grumos que se dirigían irremediablemente al sumidero. La levanté y la besé con furia para probar el sabor que mi semen había dejado en su boca.

Empapados y felices salimos de la ducha abrazados y secándonos con la misma toalla. En contacto con su piel, mi deseo estaba siempre a tope. Ella se tumbó desnuda boca abajo sobre la cama, y mis manos no pudieron evitar volver a acariciarla. Ella ronroneaba cuando mis dedos bajaban por su espalda y dibujaban la redondeada forma de sus nalgas. Quería más. Necesitaba más. Por si acaso aquello no se volvía a repetir, no quería dejar pasar un minuto sin estar en su cuerpo. Mis manos separaron su trasero; mientras aguardaba su respuesta intenté convencerla lamiendo un par de veces su ano. Los gemidos que esto le provocó, yo los entendí como el permiso para explorar esa nueva vía. Su cuerpo mojado y el tamaño todavía no muy grande de mi polla tras la reciente corrida, hicieron que entrara sin problemas. Miriam se quejó débilmente hundiendo la cabeza en la almohada. Esperé a que se habituara un poco, y comencé a moverme. Lento, centímetro a centímetro iba avanzando en su ano. Mis cojones iban adquiriendo dureza y mi verga el tamaño y grosor habituales. Yo intentaba calmar a Miriam, besando su nuca, acariciando su espalda, llevando mi mano a su sexo, pero a medida que la velocidad de mis acometidas iba en aumento, también crecía su dolor. Cuando sus gritos se hicieron continuos, decidí parar y regresar mi polla a su coño. Ella agradeció el cambio corriéndose prácticamente al instante. Aprovechando esa lubricación yo me comencé a mover con mayor intensidad. En golpes secos, casi violentos, recorría todo su interior, hasta que mi vientre chocaba con sus nalgas. Entonces retrocedía para volver a acometer de nuevo al instante. Me tendí sobre su espalda de nuevo sudorosa moviéndome en impetuosos empujones. Uno, otro y otro más y por fin me corrí. Gruñendo en su nuca sentía como su chocho recibía mis descargas de semen. Al salir, un hilillo mezcla de nuestras respectivas corridas asomó en su coñito.

Derrengado, caí a su lado. No nos movimos en horas. Hasta bien entrada la tarde del domingo permanecimos desnudos sobre la cama, mirándonos, acariciándonos, tocándonos, sintiéndonos… Luego ella se duchó, esta vez sin mí, recogió sus ropas y se marchó, y yo me quedé pensativo. ¿A quién le habría tocado el viaje al hotel rural?, ¿se lo habrían pasado bien? Seguramente sí, pero a ciencia cierta no mejor que yo. El mío sí que había sido un fin de semana con encanto, o mejor dicho, con un encanto. Y sin salir de la cama. Y con la certeza de repetir tarde o temprano.