Un relato de ciencia ficción transexual muy caliente

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Está hecho. Entregué esta tarde el reporte final al General y el asunto ya ha salido por completo de mis manos. Salvo las breves notas que de cuando en cuando fui registrando en este cuaderno, y que nadie sabe que conservo, todo lo demás ha sido guardado y archivado, tratado como altamente confidencial, a espera de no sé qué.

Desde un inicio, claro, todo el asunto me dio cierta mala espina, si bien, dejándome llevar por la oportunidad única que representaba y la idea de que en verdad podíamos hacer algún bien, sencillamente me entregué a la tarea, acallando las cada vez más grandes dudas o reservas morales que sentía.

Hace apenas unos años, cierto expresidente de un país latinoamericano (hoy depuesto), habló de cierto complot del “Imperio”, consistente en envenenar a los hombres de su país feminizándolos con hormonas adicionadas a la carne de pollo… Sí, carne de pollo, tal cual lo dijo, tan ridículo como entonces pudiera parecer, como en efecto lo era… y sin embargo, sin embargo… lo que hemos hecho aquí…

Basta imaginarse lo que podría provocar en cualquier futura guerra el soltar el agente en el campo enemigo, que inadvertida y repetidamente lo respiraría, lo bebería en el agua, no dándose cuenta de nada sino hasta ya muy tarde, cuando los primeros efectos comenzaran a aparecer…

Hay que decir que supieron escogerme bien. No sólo por mis largos años investigando nuevos preparados hormonales, estrógenos en específico, con todo tipo de aplicaciones, pero sin los inevitables efectos adversos (como coágulos y embolias espontáneas) que desaconsejan su toma por largo tiempo en, digamos, mujeres postmenopáusicas u ovariectomizadas. No. Estaban bien al tanto del incidente de mi hermana, de cómo al llegarme con semejante proposición no pondría demasiados reparos y, pensando además que en verdad haría un bien, firmé al cabo todos los papeles poniéndome al frente del proyecto. Viudo y con dos hijas mayores, ya ambas en la universidad y con bien pocas ganas de tenerme cerca constriñendo sus vidas, era yo en verdad la mejor opción posible; no por nada, en el laboratorio y la Universidad, a mis espaldas, solían apodarme doctor Estrógeno.

Mi primer sorpresa al mudarme, aparte el tamaño de las instalaciones, fue enterarme del nombre de uno de los compuestos principales con el que estaríamos trabajando: tenía un nombre raro de laboratorio, un simple código, si bien yo lo solía llamar en mi cabeza el ‘convertidor de andrógenos’, agente que por sus características no me fue muy útil en mis investigaciones con mujeres posmenopáusicas y por lo mismo lo había desechado. Aquí, sin embargo, su uso resultó obvio.

Es decir, a diferencia de tantos otros preparados hormonales o anti-hormonales con los que se trabaja hoy día, éste otro agente convertía las hormonas masculinas en femeninas, y de ahí que su efecto fuera mayor cuanto mayor fuese la cantidad de andrógenos naturales, volviéndolo casi inútil en el caso de mujeres, y sobre todo mujeres menopáusicas que apenas producen hormonas, y de ahí su nulo uso. Hasta entonces.

En todo caso, nuestra tarea principal no fue tanto el modificar el agente convertidor de andrógenos sino estudiar, analizar y al cabo sintetizar una forma estable de un compuesto nuevo del que nadie me informó el preciso origen; un agente capaz de meterse con los genes, de modificar la síntesis de proteínas, y más específicamente en células del cerebro. Algo, pues, con potencial de modificar la personalidad misma de un individuo, remodelar su psique, con todos los problemas éticos y morales que eso conlleva, pero, con todo, seguí acallando mis dudas y recelos y seguí adelante, sabiendo muy bien de lo que se trataba.

Tardamos varios meses en dar con el modelo adecuado, con la molécula precisa, y nos tomó un año adicional conseguir mezclar al fin los dos agentes, antes de mostrar un prototipo al General y comenzar los exámenes en ratones.

Los resultados fueron tan satisfactorios, tan de acuerdo a lo buscado y sin al parecer efectos deletéreos, que, más interesado aún que el equipo técnico, el General insistió en que pasáramos a la siguiente fase… con sujetos humanos. Una vez más, debo decir, estuve de acuerdo y firmé todos los papeles.

Una semana después llegaron al complejo diez sujetos bien escoltados, todos con una larga lista de antecedentes criminales, pero, sobre todo, sentenciados cada uno por violación y otros delitos sexuales; todos, al parecer, habían estado de acuerdo en participar en el proyecto, todos habían firmado un acuerdo gracias al cual, fuera cual fuese el resultado del estudio, sus sentencias serían reducidas hasta la mitad. Tan sólo verlos sentí de pronto, de nuevo, surgir dentro de mí esa impotencia, ese coraje y mala vibra que me acompañó por tanto tiempo luego de que un sujeto parecido, al que nunca atraparon, violara a mi hermana.

Grandes y musculosos, violentos, jóvenes todavía, sus cuerpos rebosaban de andrógenos, mostraban orgullosos su gran virilidad y con desdén miraron de arriba abajo a todos los miembros de mi equipo, y a mí, si bien, guardando la compostura y tomando control de la situación, los recibí con afabilidad y procuré que los demás intentaran hacer lo mismo. Para eso estábamos ahí, para eso nos estaban pagando el salario de nuestras vidas, y había que hacer las cosas bien.

Había pensado en un inicio, como medida precautoria, mantener a las tres mujeres del equipo lejos de los sujetos, al menos las primeras semanas, pero, al cabo, consideré incluso mejor que fueran ellas precisamente quienes se encargaran de tomar la mayoría de las muestras de sangre.

Tal como lo preví, aunque siempre cuidándolas con un par de guardias, los sujetos se mostraron de inmediato como los patanes que eran con ellas, sobre todo con Beatriz, joven y linda en verdad, a quien uno de ellos incluso se las ingenió para agarrarle las nalgas en un descuido de los guardias, bien a sabiendas de que ellos luego le meterían una paliza. Lo sabía porque yo se los había advertido, bien claramente, y sin dudarlo un instante dejé a los guardias que descargaran todo su coraje con el tipo, lastimándolo de verdad.

Lo sé. No estaba bien. No estuvo nunca bien, pero igual sentí un alivio enorme al ser capaz de dejar caer ese castigo, así fuera sobre un imbécil cualquiera y no aquel que tan malamente lastimara a mi hermana tantos años antes. Además, cuando una semana más tarde, todo vendado y suturado, ya de vuelta en su celda el tipo sin pesar alguno volvió a decirle de cosas a las mujeres, no volví a sentir remordimiento alguno. Sin duda estábamos haciendo un bien, y, si la cosa funcionaba, podríamos en verdad provocar un cambio mayor, para bien, previniendo todo tipo de crímenes sexuales.

Ya comenzábamos a tener dudas, el General impaciente me preguntaba por cambios notables pasadas las primeras semanas, pero no parecía haberlas en demasía; aparte cierta mayor quietud en sus por demás confortables celdas, los sujetos no parecieron cambiar mucho, reñían constantemente con los otros, de palabra y, a veces al estar juntos en el comedor, también con los puños, se mofaban constantemente de los miembros del equipo, sobre todo al ver que, siempre y cuando mantuvieran sus manos quietas, los guardias no les hacían mayor caso, pudiendo decir cuanto quisieran; su nueva estancia debía de parecerles unas vacaciones increíbles, comparada con las cárceles de las que venían, y, a sus anchas, relajados, bien comidos, pedían revistas y se masturbaban, acostumbrándose bien pronto a su nueva situación y hasta soñando quizá en todo lo que podrían hacer una vez los dejaran libres, con todo el tiempo que le cortarían a sus sentencias.

Entonces, casi dos meses después, una noche ya apagadas las luces, y precisamente de la celda del sujeto más agresivo, comenzaron a escucharse gemidos, lloriqueos, un leve quejarse en la cama, y cuál no sería la sorpresa de los guardias al encontrar al tipo, siempre tan pendenciero, acurrucado en su cama y abrazando su almohada, lamentándose de todo el mal que había hecho, de lo mal que se había portado siempre, pidiendo perdón sin dejar de derramar lágrimas.

Pero si eso fue asombroso, más asombroso me pareció a mí el ver que, contrario a lo que podría esperarse, los demás sujetos tan sólo guardaron silencio en sus respectivas celdas, no lo insultaron, no se burlaron, y hasta pareció que de verdad, allá dentro de sus cabezas, cada uno reflexionó sobre el propio mal que había hecho.

Y fue sólo el inicio.

Terminaron las riñas. Ya no se escucharon por las tardes los gritos e insultos que se propinaban unos a otros y a los guardias, al equipo, hubo una clara baja en la libido de todos, que se notó en la disminución de sus otrora descaradas masturbaciones, y, un día, de pronto, encontramos a algunos de ellos platicando y riendo tranquilamente de una celda a otra, en el refectorio, en el patio de recreo, extendiéndose poco a poco, sin que ninguno de ellos pareciera darse siquiera cuenta, un nuevo ambiente de camaradería.

De propósito seguí mandando a las mujeres a tomar muestras, y de propósito, también, mandé a Beatriz un día con el mismo sujeto que la tocara, y, ya sin sorpresa alguna, vi cómo el tipo se disculpaba con ella, como manso se dejaba sacar la sangre y luego le sonreía al alejarse la linda chica de la celda.

Por primera vez desde que lo conociera vi al General sonreírse, aprobó con gusto los resultados y me pidió que continuara, informando de inmediato a sus superiores y desapareciéndose luego por unos meses.

Fue volviéndose más y más común que los sujetos platicaran con los del equipo, sin ningún tipo de recelo por parte de estos, si bien por todavía algunas semanas no permití que estas charlas ocurrieran fuera de las celdas o en los refectorios con la respectiva guardia.

Pero no había nada de que apurarse. De verdad. A veces incluso cantaban, uno empezaba y luego otro lo acompañaba en falsete, se reían, bromeaban, platicaban, platicaban largo rato entre ellos, como si nunca en su vida hubieran podido hacerlo con nadie (lo que tal vez era cierto) y casi siempre acababan llorando uno en brazos de otro, recordando alguna mala cosa de su vida pasada, ya fuera por provocar ellos un mal o recibirlo.

Poco a poco yo también, pese a mi recelo, revisando con más detenimiento los expedientes, comencé a ver cómo la mayoría de ellos, si no es que todos, habían tenido infancias terribles, padres horribles, cuando los tuvieron, y cómo las muchas hormonas de sus cuerpos no habían sido más que el catalizador de una mala situación crónica que los había empujado, al cabo, a cometer aquellas malas cosas. O casi, pues tampoco podía mostrarme tan comprensivo de repente, sabiendo muy bien que a final de cuentas nadie es esclavo de su cuerpo y cada uno elige hacer lo que hace.

Un día uno cumplió años, y me pidieron todos permiso de hacer una pequeña fiesta, no sólo ellos sino los miembros del equipo, los guardias, y no pude negarme. Se dio la dichosa fiesta, ahí en el refectorio principal, y si bien aún mantuve a un par de guardias bien armados y listos para actuar si algo de repente salía mal, al cabo la velada acabó en baile y cantos, risas, Beatriz incluso bailó con el sujeto aquel que la manoseara, todos comieron bien y bebieron refrescos, nada de alcohol por supuesto, y todo mundo se fue a la cama con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

Luego empezaron, o más bien comenzamos a notar, los cambios corporales.

El cambio de peso debió pasar al principio desapercibido debido a la buena alimentación de todos, pero, bajo un análisis más concienzudo, al analizar su índice de masa corporal y su proporción grasa, fue notoria una disminución en la masa muscular de todos, un aumento del tejido adiposo, sobre todo en muslos y caderas, un poco en el pecho, amén que poco a poco sus mismos rostros adquirieron cierta suavidad, una nunca vista dulzura que se debía a algo más que su estado de ánimo.

No pasó mucho antes de que, convencido yo también de lo inútil de tanta precaución, comenzaran a pasearse todos por el complejo sin casi restricción, únicamente les impedía subir al piso alto donde estaban las oficinas, los laboratorios y las habitaciones del personal, de modo que rondaban todo el día fuera de sus celdas, que ahora permanecían todo el tiempo abiertas, como si no fueran más que sus cuartos en una enorme casa; los lazos de amistad entre algunos se hicieron muy estrechos, entrañables al parecer, pasando largas horas uno en la habitación del otro, platicando y riendo nomás, de cuando en cuando llorando, a lo que luego otros se unían.

Ya casi concluido el tercer mes, pudimos ver un cambio acelerado: las leves modificaciones que habían tardado al principio semanas en producirse parecían ahora ocurrir en apenas días, de lo que los exámenes corporales y de laboratorio no dejaban duda alguna: la masa muscular disminuyó muchísimo en todos, sus cuerpos se fueron volviendo suaves y regordetes, sus rostros no dejaron de dulcificarse más y más, adquiriendo incluso ciertos visos de infantilismo en lo que habían sido hasta entonces rudas caras masculinas. Dejaron incluso de usar los rastrillos, pues no los necesitaban, quedándose poco a poco sus mejillas y bozo despoblados, al tiempo que sus cabellos se suavizaban y atersaban. Lo más extraño de todo, y que no sólo yo noté, claro, era que, lejos de asombrarse, espantarse o incluso enojarse por lo que pasaba con sus cuerpos, ninguno protestó; dóciles y medianamente asombrados, veían con casi contento los cambios cotidianos que notaban cada día y que los miembros del equipo registraban en los informes, volviendo a atosigarme como antes los remordimientos, el malestar de conciencia, pues, si bien era obvio que lo que sucedía podía considerarse una mejora, un beneficio al convertir a sujetos del todo dañinos y detestables en mansos corderitos que se ayudaban mutuamente y sonreían por todo, la cosa es que cambiar de esa forma la personalidad de alguien no parecía estar bien, era quizá demasiado, se dieran o no cuenta, estuvieran o no contentos con los resultados.

Un análisis un poco más a conciencia explicó por qué los cambios ocurrían cada vez más rápido: al ser sus cuerpos desde siempre grandes productores de andrógenos, es decir, de hormonas masculinas, al detectar que éstas no surtían ya ningún efecto sus cuerpos mismos producían más y más andrógenos cada vez para intentar compensar el desajuste, lo que sólo conseguía que el agente convertidor tuviera más y más material en el cual actuar, transformando más y más andrógenos en estrógenos en un ciclo de retroalimentación positiva que acabó haciendo de sujetos antes rebosantes de masculinidad en unas bombas de estrógenos.

Temiendo incluso por su estabilidad mental, creyendo que ese no darse cuenta fuera un simple signo de que perdían contacto con la realidad, incrementé las evaluaciones psicológicas, instigando a mi equipo a que ahondara todo lo posible, pues, tal vez, sólo tal vez, aquella podría ser la señal de alarma para parar, dijera lo que dijese el General.

Para mi asombro, sin embargo, ninguno de los sujetos dio muestras de desajuste, sabían perfectamente lo que ocurría, estaban al tanto de su entorno como siempre, lúcidos, alertas, e, incluso, uno que otro confesó, ante la insistencia del encuestador, que los cambios le parecían no sólo buenos sino incluso un poco “lentos”, lentos, sí, y esperaba con ansia que “lo que fuera que les estuviéramos dando” acabara de funcionar del todo.

Al revisar las entrevistas de todos, de pronto vi un patrón de personalidad que sólo había encontrado muchos años antes, durante mis rondas de psiquiatría siendo estudiante, pero del que no cabía duda alguna: eran idénticos a los perfiles de transexuales, de individuos convencidos de estar en el cuerpo erróneo y que mostraban desde la cuna claros signos de pertenecer al sexo opuesto, al menos en conducta.

Más que nunca sentí el peso de la culpa, lo que hacíamos era inédito, nada igual se reportaba en la literatura especializada: habíamos alterado de verdad sus mentes, de forma irremediable a lo que podía saber, si bien, convenciéndome una vez más que incluso esto era mejor a su estado anterior de sociópatas, seguí adelante, reportando cotidianamente mis hallazgos al General, quien cada vez más complacido me ordenó continuar, en espera de otras instrucciones.

Ya para el cuarto mes la cosa podía tacharse no sólo de éxito, sino de éxito rotundo, completo, casi mágico o milagroso: comparándolos con sus fotos de ingreso, todos estaban irreconocibles; sus rasgos se habían suavizado tanto, actuando el potente agente tal vez hasta el hueso, que ya ni siquiera parecían hombres, sus músculos antes enormes eran ahora miembros regordetes y tersos, algunos incluso habían disminuido en altura, en medida de calzado, en el tamaño de sus manos, en el ancho de los hombros, y la acumulación grasa en muslos y caderas sencillamente se exponenció: casi todos lucían ahora amplias caderas, muslos gruesos, nalgas muy voluminosas, y, como no podía ser otra forma, claro, se acumuló cada vez más y más grasa al frente del torso; pronto todos desarrollaron pechos, mamas auténticas y no simples acumulaciones de grasa, lo que podía notarse en el gran desarrollo de los pezones, en las grandes aureolas y la ocasional eyección involuntaria de leche, lo que les ocasionaba casi tanta alegría como ver disminuir más y más sus genitales, que, siendo antes muestra de su gran hombría, no tardaron en adquirir dimensiones casi infantiles.

Un día, a través de Beatriz, me hicieron llegar una petición: querían ropas nuevas, necesitaban ciertas prendas que nadie les había hasta entonces proporcionado, y algunas de ellas con auténtica urgencia: por ejemplo, claramente necesitaban usar brasier, pues el continuo roce de la ropa del uniforme en el pecho les hacía sentir una molestia continua; además, no había ya bóxers que aguantaran el tamaño de sus traseros, por lo que, “si no era mucha molestia”, pedían que se les diera ropa interior nueva… de mujer, si era posible. Prometían portarse muy bien, ayudar en lo que pudieran para el mantenimiento del lugar, “la verdad es que no pedían mucho y a nosotros no debía costarnos realmente nada”, agregó Beatriz, comprensiva.

—Mmhh… muy bien, hágase cargo –le indiqué, resignado y frotándome la frente.

Una semana más tarde no se vio ya a ninguno con el uniforme anterior, Beatriz había encargado nuevos uniformes de la cárcel de mujeres y entregado a cada uno un par de brasieres, bragas, y, de su propio dinero, les había incluso comprado esmalte de uñas y algo de maquillaje, pasándose toda la tarde enseñándoles cómo usarlo, entre las risas y divertimiento de todos, guardias y personal incluidos.

Cuando la quincena siguiente encontré además registrado un gasto en toallas femeninas, creyendo que había ocurrido un cambio del que nadie me había hablado, le pedí explicaciones a Beatriz, que al verme sólo se sonrió.

—Es sólo un pequeño capricho, les gusta usarlas, déjelas, están contentas y se han portado muy bien.

—Mmh… —exclamé, y acabando de revisar los gastos firmé el papel.

Ocupado en mis reportes, constantemente revisando los datos, las evaluaciones psicológicas, sin dejar nunca de analizar los compuestos, siempre atento a llevar lo mejor posible las cuentas del laboratorio, sólo yo parecía seguir ajeno a lo que ocurría, y no fue sino por casualidad que me di cuenta de cómo los sujetos ahora se llamaban entre sí con nombres nuevos, de mujer, se trataban de hecho siempre en femenino, y los guardias y mi equipo hacían lo mismo. También por ello, supongo, por ese relativo aislamiento mío, tratando en todo momento de llevar el asunto de forma profesional, es que no pude darme cuenta por largo tiempo del ‘efecto’ que mis sujetos de estudio producían alrededor.

Era increíble lo bien que ahora se llevaban todos, no parecía que estuviéramos ya en una cárcel medio clandestina perteneciente al Ejército sino en una especie de casa comunitaria, en la que los que menos tenían qué hacer ahora eran los guardias, quienes, ya sin necesidad alguna de cuidar de los sujetos, se paseaban en cambio con ellos tranquilamente, platicaban, se reían, causándome auténtico pasmo, pues, si bien podía explicar el comportamiento de los sujetos por el agente químico, ¿por qué era que los guardias, hombres rudos también ellos y tan poco platicadores cuando los trajeron aquí por primera vez, parecían estar tan a gusto con ellos… o ellas?

Finalmente, igual por pura casualidad, mientras me paseaba solitario por el patio trasero ya a la caída la tarde, me di cuenta de que la cosa iba mucho más allá de lo que habría podido imaginar: distraído como iba, pensando en algo que escribirles a mis hijas (que de seguro no me extrañaban nada), me vi de pronto frente a dos de ellos, uno de los sujetos y uno de los guardias, en pleno acto sexual.

—Mierda… –susurró el guardia, retirando de pronto su miembro aún duro de su ‘compañera’ e intentando luego torpemente subirse los pantalones.

Ni qué decir que yo no supe ni a dónde hacerme, o qué hacer, aparte de desviar incómodo la mirada y apartarme un par de pasos.

—Soldado… ¿qué… —comencé a balbucir, torpe, desconcertado, sin atinar a reafirmar mi ridícula autoridad, sobre todo porque… sí… porque ‘ella’ apenas se había amilanado ante mi presencia; sin prisa alguna tan sólo se subió las bragas y… se sonrió, sólo un poquito sonrojada, algo coqueta incluso, como una niña buena pidiendo perdón por una travesura, lo que no supe cómo digerir.

Tras darle un rapapolvo al guardia, prometiéndole que iba a hacer que lo expulsaran del Ejército, redacté un informe y, con todo el tacto posible, reporté el incidente al General, que sin embargo tardó varios días en aparecerse, sin darme respuesta alguna.

Pero las sorpresas no terminaron ahí.

Al informar de ello también a mi equipo, pude notar el poco asombro que tal cosa les causaba, como si en cierta forma ya lo supieran, que lo supieran de tiempo atrás y sencillamente no me habían informado nada, así que los interrogué más en forma, sin conseguir sacar nada en claro, y tan sólo les ordené entrevistar de nueva cuenta a los sujetos y preguntarles claramente sobre sus… deseos sexuales, sus gustos, no sé, un perfil sexogenérico completo, y que averiguaran además si acaso otros habían tenido sexo con los guardias, o “algún otro”, remarqué, mirando desconfiado por primera vez a mi personal masculino.

El nuevo informe que recibí me desconcertó apenas menos que la visita del General, que al fin se dignó aparecerse, con la más absurda de las órdenes: “Déjelos”, me dijo “su trabajo es sólo evaluar, doctor, registrar claramente todos los cambios. Además, algo pagarán con eso”, completó, con lo que me pareció un atisbo de sonrisa. Sin embargo, si a lo que el General se refería con aquello de que “pagarán” era el recibir cierto castigo por haber violado antes a mujeres, lo que mi equipo me reportó no tenía visos de castigo alguno. En realidad, todos los sujetos habían tenido ya sexo con los guardias, con varios de ellos, con todos, siempre de forma pasiva, actuando claramente como hembras y disfrutando al parecer tanto de ese papel como antes gozaban de su rol activo y dominante.

Lo que no decían, claro, era que seguramente también habían tenido sexo con miembros de mi personal, y, encerrándolos uno a uno, amenazándolos con todo y nada en realidad, conseguí hacer confesar a un par de ellos.

—Perdone, doctor… yo no… es decir, no sé cómo pasó… yo sólo… Tengo esposa e hijos, lo sabe, pero es que… a veces, estas mujeres…

—¿‘Mujeres’, García?

—Bueno, sí… no sé, doctor… algo tienen que… es decir, no soy el único que lo siente, ¿de verdad no lo ha notado?

—¿Qué cosa?

El pobre García me miró con ojos suplicantes, abatido, culpable pero inocente, como sabiendo que ninguna excusa razonable podría justificarlo… pero ése era precisamente el punto, no podía ser algo ‘razonable’.

—No crea que no me doy cuenta, doctor… no soy… bueno… Es sólo que, tan sólo estar cerca de ellas, y sobre todo de Doris o Fabi, algo en mí se… revuelve… no sé cómo explicarlo, doctor, sé que no debo y en cierta forma no quiero, intento resistirme, pero algo, algo en ellas me llama, me encanta… y no puedo…

—¿Hace cuánto que pasa esto?

—Algunas semanas, aunque tal vez comenzaran a tener sexo primero con los guardias.

—Mmhh… —exclamé pensativo, con el ceño fruncido, comenzando a pasearme por la habitación frente al cabizbajo doctor García.

Quizá fuera sólo entonces que, por primera vez, me di total cuenta del peligroso potencial de lo que estábamos haciendo, es decir, comprendí que no se trataba ya únicamente de un asunto de ética sino de algo más grande todavía, que se me había pasado todo el tiempo por debajo de las narices: nunca debió ser intención del Ejército rehabilitar a peligrosos criminales sexuales, ¿qué podía importarles realmente eso? No. Querían sondear el potencial de un arma nueva, un discreto agente químico incoloro e insaboro, de potentísimo efecto estrogénico incluso en dosis muy pequeñas, como las que les dábamos a los sujetos aquí, acabando para siempre y al completo con toda su resistencia y deseos de agredir, de pelear, de provocar ningún mal al otro.

—García… –dije de pronto, deteniéndome frente a él.

—¿Sí, doctor?

—Voy a necesitar un reporte completo de sus encuentros, de los suyos, de los guardias y de los demás miembros del equipo, que usted mismo se va a encargar de interrogar, diciéndoles que ya sé todo, detallando todo lo posible sus reacciones, sus deseos, el desarrollarse de los encuentros y lo que sintieron al momento…

—¿Doctor…?

—Y también va a interrogar sobre lo mismo a los… sujetos, a las ‘mujeres’ pues; necesito un reporte lo más detallado posible para entregarle al General. Algo me dice que ellas no tendrán ningún problema en confesarle sus… intimidades.

—S-sí, doctor, está bien.

—Ah, sí, García…

—¿Sí, doctor?

—Quizá deberían comenzar a usar guantes y hasta tal vez mascarillas protectoras al estar frente a… las mujeres, sólo por precaución.

—Sí, está bien.

No sé, bien podría deberse a mera sugestión, a todo eso que escuché decir a García, a la mirada que vi en aquella mujer con el guardia, pero lo cierto es que desde el día siguiente noté algo diferente en el aire, algo de lo que no me había dado cuenta hasta ese momento, distraído y ocupado como siempre andaba, y que sin embargo tendría que haber notado mucho antes: largos años viví en una casa de mujeres, con mi esposa y mis dos hijas, a veces con mi suegra, con una perra pastoralemán además, y aunque nunca lo comenté ni debí darle mucha importancia ni siquiera entonces, lo cierto es que mi casa tenía siempre un peculiar olor a hembra, un notable y característico aroma a hembra que no notaba en otros lados, y del que sólo tomé plena conciencia el día en que visité el dormitorio para chicas de mi hija mayor. Este lugar olía a lo mismo. De hecho, la esencia era tan potente que no supe cómo no lo pude notar antes, un aroma algo picante y también dulce, cálido, poroso, de un color púrpura intenso, si acaso es posible hablar así de un olor, y del que todo en el lugar estaba impregnado.

Con pasos lentos me dirigí al barandal y, mirando distraído hacia la planta baja, por donde se paseaban como de costumbre las ‘mujeres’ y los guardias, a veces algún miembro de mi equipo, me quedé largo rato ahí de pie, respondiendo distraído a los saludos de unos y de otros, hasta que una media hora más tarde Beatriz me distrajo, ofreciéndome una taza de café junto con los últimos datos de laboratorio.

—¿Está bien, doctor?

—Sí, sí, claro… Disculpe, Beatriz…

—¿Dígame, doctor?

—¿Usted no… es decir…? Sé que todo lo que hacemos aquí podría ser calificado de raro, por decir lo menos, pero… aun así, dígame, ¿ha notado usted algo… raro?

—Mmh… pues, no sabría qué decirle, doctor, con la de cosas que hemos visto estos meses.

—Sí, sí, claro… pero… ¿en cuanto a usted, ha notado usted algo raro en usted misma, o diferente?

—¿Cómo qué?

—No lo sé… no lo sé… la verdad no sé ni qué digo.

—Quizás está cansado, doctor, ha trabajado muchísimo últimamente.

—Sí, tal vez, pero no más que los otros.

—Yo creo que sí. A lo mejor podía tomarse el día, de todas formas Valentín… es decir, el doctor García va a tardar todavía un rato… con lo que le encargó.

—Sí, claro.

Ya Beatriz se daba media vuelta, dispuesta a seguir con su rutina diaria, cuando de pronto le pregunté:

—¿Ha sentido algo extraño al estar cerca de… ellas? –dije, señalando con la mirada a las mujeres allá abajo.

—Mmh… pues… no, no creo, aparte el hecho de que todas son de veras agradables, muy lindas, muy… femeninas, no sé; se respira cierta quietud estando con ellas.

—¿No le parece, Beatriz, que de hecho eso es lo raro, que son ‘demasiado’ agradables?

—¿Demasiado agradables? –repitió ella, sonriéndose a su pesar.

—Sí, es como si… no sé… Creo que nunca había oído hablar de gentes tan simpáticas y agradables, no sé.

—Quizá debería platicar con ellas, doctor, al menos con algunas, y no conformarse sólo con nuestros informes, para que se convenza que no están fingiendo en modo alguno, de verdad han cambiado y además para bien.

—Sí, claro. Tal vez debería –respondí pensativo, y, tras dar un par de sorbos a la taza de café me metí en mi oficina, de donde no salí ni para comer, teniendo que llevarme otro de los ayudantes mi ración del refectorio.

El día siguiente lo pasé igual encerrado, leyendo cualquier cosa, escuchando música, llamé a mis dos hijas, con la segunda de las cuales charlé muy a gusto por varias horas, llamé luego a mi hermana y al final le mandé también una tarjeta virtual de felicitación a mi suegra por su cumpleaños, aunque hiciera años que apenas y nos contactáramos. No era fácil para ninguno de los dos luego de lo de mi esposa, de su hija, que a tan temprana edad… en fin. Ya caída la noche di un paseo por el complejo, evitando siempre los lugares demasiado apartados o escondidos, no por temor alguno de ser asaltado ni nada parecido, sino para no tener otro incómodo encuentro como el del otro día, y un poco más relajado me fui al fin a dormir ya algo tarde.

Al día siguiente el reporte estaba listo, y el mismo García me lo entregó apenas verme salir de mi dormitorio.

—No se preocupe, García, todo es confidencial, nada saldrá de aquí, y, si todo lo que he escuchado en cierto, no tiene en realidad nada por lo que angustiarse.

—Sí, claro, doctor.

Aunque algo escuetos y ciertamente reservados, autocensurados con respecto a los guardias y los miembros hombres de mi equipo, los reportes no dejaban lugar a dudas, y eran lo suficientemente explícitos y claros: las ‘mujeres’ sin duda alguna ejercían un atractivo irresistible en los hombres, todos ellos confesaban haberse sentido extraña e incontrolablemente atraídos al estar cerca de ellas, y, sin haberlo buscado ni deseado un segundo antes, habían de inmediato accedido a sus insinuaciones y copulado con ellas, y ellas, por otro lado, como bien lo mostraban sus entrevistas, sentían un deseo inmenso y constante de ser penetradas por el ano, no lo podían controlar, y sin ruborizarse lo más mínimo confesaban el placer enorme que les producían esas uniones. Más de una describió incluso cómo fantaseaba y deseaba quedar preñada, llorando luego amargamente por no tener una vagina de verdad… En cuanto a Beatriz y las demás mujeres de mi equipo, no parecían haber sentido ni notado nada, era obvio que el efecto sólo se producía en los hombres, y que las ‘mujeres’, las mujeres-sujetos del estudio, sencillamente las trataban con gentileza, como intentando reparar en ellas el mal trato que le habían dado a las otras en el pasado.

Todo el trabajo diario lo realizaban ellas, limpiaban, preparaban las comidas, lavaban la ropa de todos, alegres charlaban toda la tarde mientras unas cosían y otras bordaban, alguna más leía, ya no revistas porno como antes sino alguna novela rosa que Beatriz les había llevado y, en todo momento a lo largo del día, alguna se desaparecía con un guardia, o un miembro de mi equipo y volvían los dos al poco rato, despeinados, sonrientes, relajados, contándose luego ellas entre risitas cómo había estado el encuentro.

Me fue quedando claro que nunca más volverían hacerle daño a nadie, y que, en realidad… lo único que buscaban ahora era complacer, ayudar, consolar, arropar; estas ‘mujeres’ no sólo eran puro estrógeno, también eran amor puro.

Pasé el resto de la tarde meditando, paseándome de arriba abajo en mi oficina, echándole un ojo de cuando en cuando al reporte, y vuelta luego a cavilar. Si esto era un arma, ciertamente no sería la peor que se hubiera inventado, sobre todo porque no sólo convertía a potenciales y agresivos enemigos en encantadoras máquinas de hacer el amor, sino porque también los que la usaban podían acabar envueltos en una nube de encantos suaves, entregándose a las primeras sin resistencia. La guerra ciertamente no tiene rostro de mujer.

Era ya tarde cuando al fin bajé las escaleras. Casi todos estaban ya en sus cuartos y los pocos guardias se paseaban con alguna de las mujeres bajo la luna, murmurando algo que no entendía. En el silencio y relativa oscuridad del recinto anduve algunos pasos, vi luego una luz encendida en una de las ex celdas, ahora habitaciones, y, decidido, me encaminé hacia ella.

Dos de las mujeres platicaban tranquilamente, tomadas de la mano, contándose alguna cosa de la que sólo escuché la última parte y quedándose calladas al instante, sorprendidas sin duda de verme ahí.

—¡Ay, doctor!, pase ¿Se le ofrecía algo? –me dijo una de ellas, Doris, al parecer, ésa que antes se llamaba Ignacio Barrientos, alias, el Toro, y que había asaltado sexualmente a siete mujeres, y seguro que varias más, antes de ser al fin encerrado.

—No… no, gracias, sólo estaba… no sé, paseando, distraído –comenté, mirándolas no sin cierto desconcierto, no obstante lo que de lejos podía ver todos los días y lo que leía diario en los reportes. No quedaba rastro de sus rasgos toscos, de sus formas rudas, de sus cuerpos recios, eran dos mujeres regordetas y de amplias formas, altas eso sí, muy caderonas ambas, de grandes pechos que presumían en su amplio escote, pues hasta eso había cambiado sin que nadie me rindiera cuentas: ambas usaban minifalda, zapatillas de tacón corto, sus blusas no eran ya las del reglamento y ambas estaban por completo maquilladas. Aunque sus cabellos no habían tenido tiempo todavía para crecer mucho, adornaban su corta melena con diademas y pasadores en forma de flores.

—¿Tiene hambre, doctor? Hicimos por la tarde unos panqués, le puedo traer uno –mencionó la otra mujer, Fabi, levantándose solícita y sin darme tiempo a replicar.

—Bueno, en realidad…

—Ande, siéntese, seguro que está cansado de tanto leer reportes –me dijo Doris, sonriéndome, y, no sé por qué, sin ninguna intención un segundo antes de hacerlo, mis piernas sencillamente me llevaron a donde ella me indicaba y me senté.

—Gracias.

—Se nota que está cansado. ¿Quiere quitarse los zapatos? No se apure, esta es, casi literalmente, su casa –agregó Doris, sentándose con cierta coquetería ante mí, con las piernas muy juntas.

Era desconcertante de verdad ver cómo, pese a lo alta y gruesa que todavía era, no podía notar un gramo de masculinidad en toda ella: cada poro de su piel exhalaba feminidad, todo en ella parecía suave, delicado, y me sonreía afable, serena, como si de verdad le procurara un placer enorme tenerme ahí, como si no hubiera deseado nada más en toda la tarde, en todo el tiempo que llevaba aquí. Sin tardarse más que el tiempo en ir a la cocina y volver, Fabi me ofreció entonces una rebanada de aquel panqué y una taza de café.

—Se lo traje negro, así le gusta, ¿no? –me preguntó Fabi contenta, servicial, sentándose al lado de su amiga frente a mí—. Betty nos ha contado cómo le gusta, no crea que lo estamos espiando ni nada.

—Sí, gracias, así me gusta –dije, y, suspirando, tomé un sorbo, con la pequeña cuchara de plástico tomé algo del panqué y me lo llevé a los labios. Estaba rico de verdad.

—¿Le gustó?

—Sí, claro, no sé cómo no me llevan nunca uno de estos.

—¡Ay, te dije que había que decirle a Betty! –le dijo Fabi a Doris, dándole un golpecito-caricia en el brazo—. Siempre le mandamos uno, doctor, con uno de los chicos, pero seguro que se lo tragan ellos mismos. Perdone, debí darme cuenta.

—Bueno, no pasa nada, igual debería bajar más seguido al refectorio.

—Sí, eso mismo decimos todas, ¿verdad? Parece usted un ermitaño, siempre allá arriba piense y piense en cómo arreglar el mundo –mencionó Doris, ofreciéndome una servilleta.

—Sí, bueno, siempre hay cosas qué hacer.

—Díganoslo a nosotras –dijo Fabi, cruzándose de piernas, no sé sin darse cuenta o no importándole o haciéndolo a propósito que de esa forma podía ver algo profundo en su entrepierna con lo corta que era su falda—, cuando no le estamos lavando o cosiendo la ropa a sus chicos, nos la pasamos en la cocina, o limpiando todo este lugar, y mire que cuando llueve el patio de atrás se ensucia muchísimo y… bueno, perdón, seguro que usted hace cosas mucho más importantes.

—Bueno, este lugar tiene que funcionar de alguna forma, y sin ustedes seguro que ya hace rato todo se habría ido al demonio.

Pasamos unos momentos en silencio, yo me acabé de comer aquel panqué tan sabroso y el café, mirándolas mirarme, entretenidas, divertidas casi, si bien (cosa extraña) no sentí en ningún momento incomodidad alguna. Se sentía bien estar ahí, la atmósfera era suave, acogedora, los nuevos colores y adornos varios que habían colocado hacían parecer el lugar como un auténtico refugio.

—Deme –se levantó Fabi al ver mi plato vacío.

—Sí, gracias.

—Oiga, doctor… —preguntó entonces Doris, algo insegura por lo demás, mirando de reojo a su amiga.

—Dígame.

—¿Y cuándo cree que… es decir… cree que todavía estemos mucho tiempo… aquí?

—No lo sé, de verdad que no lo sé. No creo que dependa de mí.

—Pero usted puede hacer algo, ¿no?

—Algo… ¿Cómo qué?

—Bueno, doctor… es que… a todas nos preocupa, ¿sabe? Todos los días nos preguntamos si… acaso, nos van a mandar de vuelta a esos lugares… a las cárceles de hombres, quiero decir.

—Bueno… supongo que… Vaya, la verdad es que no me había puesto a pensar en eso, tiene razón.

—¿Verdad? Imagínese lo que nos pasaría ahora si nos mandaran con esos… animales.

—Sí, claro. Sin duda debo hablarlo con el General.

—¡Ay, doctor!, nos quitaría un peso enorme de encima, y mire que no rehuimos ni renegamos de nuestras culpas, sabemos todas muy bien que hicimos mal y debemos pagar… pero, bueno… Quizá incluso sería justo, quiero decir, sin duda alguna sería muy justo que ahora esos tipos nos hicieran lo que nosotras hicimos con aquellas pobres mujeres, pero… —siguió diciendo Doris aunque, cortada, de pronto comenzó a llorar.

Su amiga de inmediato la abrazó, le dio de palmaditas en la espalda y se puso a llorar también.

—No se preocupen, seguro que no las mandarán ahí de vuelta, algo podrá arreglarse. Quizás en alguna cárcel de mujeres…

—¿Pero cómo, doctor? ¿Cómo vamos a ir a una cárcel de mujeres con estas cosas que tenemos entre las piernas? –agregó Fabi, sin dejar de sollozar.

—Sí, claro… claro… —repliqué pensativo, mirándolas sin atinar qué más decir.

—¿Cree usted que… que nos dejarían quedarnos aquí el resto de nuestra sentencia? –interrogó tímida Doris, recuperando un poco la compostura.

—Eso no lo sé, Doris, la verdad que no lo sé. Eso, como tantas otras cosas, tampoco depende de mí.

Tras un rato en silencio, en que ambas consiguieron recomponerse y hasta recuperar la sonrisa, nuevamente Doris me preguntó:

—¿Y qué va a pasar cuando el efecto se pase, cuando ya no nos den la… medicina que nos dan?

—Bueno, en cuanto a eso… la verdad no tienen por qué apurarse. Aunque al principio no estábamos seguros, los estudios han mostrado que el efecto en realidad parece ser permanente, ahora mismo y desde hace semanas ya no les damos el agente químico.

—¿De verdad?

—Pues, sí, de verdad. Desde un inicio estuvo diseñado para alterar la estructura genética, y, tras varios meses de consumo diario, ya no hace falta aplicar más.

—Waw –exclamaron ambas al mismo tiempo, aliviadísimas al parecer, sonrientes, liberándose de un temor largamente retenido.

—Díganme… por favor, y con toda honestidad… ¿de verdad se sienten mejor así, creen que les hicimos un beneficio… quiero decir, quitando su entendible preocupación sobre un posible traslado… están a gusto?

Ambas se miraron antes de volver a hablar y, sonriéndose, tomándose nuevamente de la mano, respondieron:

—Sí, claro que sí, doctor, no tenga ninguna duda de eso. Estamos muy contentas, como liberadas, y ninguna desearía volver a ser lo de antes, ninguna, se lo puedo asegurar.

—Bien… bien… no saben ustedes el peso que me quitan de encima.

Platicamos largo rato sobre cualquier cosa, bromeamos, me reí un poco, o tal vez mucho, mucho más de lo que había hecho en años, comí más panqué, me relajé y las escuché, luego conté a mi vez algunas cosas de mis hijas, de mi fallecida esposa, sin darme cuenta de cómo se pasaban las horas, sintiéndome en verdad a gusto y experimentando un poco de esa quietud de la que Beatriz me había contado que ‘mis mujeres’ transmitían a todo el mundo.

Ya más tarde se acercó de pronto uno de los guardias a la habitación pero, al verme ahí sentado, se turbó, se cuadró y se disculpó, desapareciéndose enseguida.

—Bueno, no las quisiera molestar, creo que mejor voy a acostarme –les indiqué, haciendo amago de levantarme.

—¡Ay, ¿tan pronto?! ¿Pero qué va a hacer allá arriba solito, no me diga que todavía va a trabajar? –me preguntó Doris, llevándose las manos al pecho.

—No, claro que no, yo sólo… bueno…

—Quédese otro ratito, doctor, háganos compañía, es usted tan divertido, interesante, y culto además, y tan inteligente, mucho más que cualquiera de sus muchachos, y no digamos ya de su guardias.

—Bueno, no creo que sea para tanto, yo…

—Si quiere cerramos la puerta para que no venga nadie más a molestar –dijo Fabi de pronto y, sin darme tiempo de responder, se levantó y cerró la reja, que ya hacía mucho habían cubierto con telas gruesas de vivos colores.

—No sé… yo… quizás… —balbuceé entonces, sintiéndome un poco mareado, no sabía por qué, pues no estaba muy cansado ni había bebido nada aparte de café.

—Relájese, doctor, de verdad, platíquenos otra cosa, por favor –mencionó Doris, acercándoseme más que antes, sentándose justo frente a mí, y, como distraída, dejándome ver más su escote.

Sin poderlo evitar me quedé mirando, clavados mis dos ojos en sus pechos, mientras ella, sonriente, sin ya pedirme permiso me quitaba los zapatos.

—Perdón, yo no… —dije apartando la mirada, sacudiendo un poco mi cabeza y sintiendo cómo poco a poco iba perdiendo el control.

—No se apure, doctor, es natural, usted es hombre y se entiende, mire todo lo que quiera. Es más, déjeme me quito esto para que vea mejor –dijo y, acto seguido, se deshizo de la blusa sacándosela por la cabeza, dejándome al descubierto un par de tetas tremendas, que el brasier a duras penas contenía; habían crecido aún más desde que Betty les comprara esos sostenes.

—Bueno… yo…

—¿Hace cuánto tiempo que está solo, doctor? No es justo que un buen hombre como usted no tenga una mujer que lo complazca –la acompañó Fabi, tan sonriente como la otra, en tanto se abría de piernas frente a mí, dejándome ver claramente su entrepierna, sus bragas, y dentro de éstas su pequeño sexo comprimido, que era lo que exhalaba ese olor tan peculiar… sí, ese olor, ese aroma a hembra inconfundible, y que ahí, en aquella reducida habitación, se volvió más intenso, mucho más intenso, increíblemente concentrado, haciéndome marear.

—No… yo, no debería… —dije aún, resistiéndome, mucho más prevenido que los otros y bien consciente de lo que sucedía, entendiendo en un instante pese al revolver creciente en mi cabeza que aquel olor era sin duda un efecto no previsto, un efecto todavía no registrado, del agente químico, una especie de súper feromona que secretaban sus sexos andróginos y que tal vez podían producir a voluntad.

—Relájese, doctor, de verdad, no tiene nada de malo que también usted se divierta un poco de cuando en cuando –me dijo Doris, pegada a mí, quitándose el brasier de un solo movimiento y acercándome coqueta sus pechos desnudos a la cara—. Ande, pruebe, verá que dulces –completó, tomando una de sus tetas en la mano y ofreciéndomela.

El aroma era increíble, era el más rico y atractivo olor a hembra que hubiera podido sentir nunca, que hubiera podido soñar, que no había sentido nunca antes ni con mi mujer o las lindas chicas con quienes estuve en mis años de universidad.

—Ji, ji, ande, doctor, toque, no se apure, toque todo lo que quiera –me dijo entones Fabi, acercándose también, con las piernas bien abiertas, buscando mis manos.

—No… no… yo… —luché aún, mareadísimo, sabiendo que me extraviaría en cualquier momento, que bastaría la más leve mirada extra para perderme y cerré fuerte los ojos, contuve el aire… pero era demasiado.

Inconsciente me abalancé sobre Doris, mis labios buscaron y se prendaron a sus tetas, mamé ansioso sus pezones, apretando con ambas manos esos pechos grandísimos que apenas meses antes eran nada, un pecho plano masculino, pero que gracias a mí, al químico que había trabajado tanto por sintetizar, eran ahora unas tetas de diosa, dulcísimas de verdad, tan firmes y tan suaves al mismo tiempo.

—Eso, eso, muy bien… ¿verdad que están ricas? Chupe todo lo que quiera, doctor –me decía Doris mirándome contenta pegado a ella, casi maternal.

—Ji, ji, ya se puso bien durito, doctor… déjeme ayudarlo –mencionó Fabi bajándome el pantalón y sacándome el pene de entre los calzones, sin que pudiera yo hacer nada, o en realidad sin desear hacer nada que se lo impidiera, y sin perder tiempo se metió mi miembro a la boca comenzando a mamar.

—¡Ay, doctor!, pobrecito de usted, trabaja tanto y nadie le ofrece una linda teta que chupar; siga, siga, mmhh… –exclamó Doris complacida, acariciando tierna mis cabellos.

El tiempo se fragmentó, pareció multiplicarse, no sabía qué pasaba pero lo disfrutaba plenamente, tan sólo me dejaba llevar, actuaba, sentía, gozaba, un momento después eran las tetas de Fabi las que chupaba y era Doris la que mamaba mi miembro, encantada, entretenidísima, poniendo en verdad amor en lo que hacía.

Un momento después, no sé cuánto después, o antes, o en qué momento, sencillamente me vi sobre la cama penetrando a Doris, que gritaba encantada y se revolvía, me echaba sus nalgas enormes hacia atrás y me pedía más, más, “Más, doctorcito lindo, más, cójame todo lo que quiera, descargue toda esa fea tensión en mí, ande, que para eso soy mujer… mmhh…”

Me encontré luego penetrando a Fabi, que con igual entusiasmo y gusto, pegando grititos dulces, me ofrecía su entrada de mujer, de carne suave y algo tensa, húmeda y deliciosa; en mi delirio lamenté no tener más que una verga, pues habría querido penetrarlas a las dos al mismo tiempo en lugar de alternarme en una y otra, mientras ellas, encantadas y divertidas, a cuatro patas sobre la cama, me ofrecían en fila sus cuatro enormes nalgas, en donde yo metía y sacaba sin descanso mi verga erecta, ora en una, ora en otra… Dios me perdone, fue el mejor sexo que tuve nunca en mi vida.

Sus pequeños miembros bailoteaban entre sus piernas, completamente erectos, aunque, ya seducido el macho, no servían de mayor cosa; su única función parecía ser ahora secretar la feromona, esa esencia de hembra irresistible para los hombres. Se habían vuelto su opuesto exacto: de agresivos e intratables eran ahora comprensivas y amorosas; de activa y siempre dominante, su naturaleza había cambiado a receptora, pasiva, entregada, complaciente; su libido se concentraba ahora en sus nalgas y su ano, su insaciable ano-coño, que femenino y cariñoso recibía el pene del hombre en turno.

Debí eyacular más de una vez, dos o tres, no lo sé, antes de al fin caer rendido entre las sábanas, con aquellas dos mujeronas que contentas, satisfechas con mi propia satisfacción, me abrazaron cada una a un costado.

Volví a mi habitación en el piso de arriba todavía algo mareado, ya casi de madrugada, caí exhausto y me perdí hasta muy tarde, cuando, preocupada, Beatriz se atrevió a tocar en mi puerta, creyéndome enfermo.

—Perdón, creo que me quedé dormido –le aseguré del otro lado de la puerta, sin atreverme a abrirle.

Mi vida se había complicado mucho. Todo se había complicado enormemente, pero, entonces, mientras le daba vueltas al asunto encerrado en mi oficina, hallé la solución ideal.

Cuando el fin de semana siguiente el General llegó de visita, me las arreglé para llevarlo a la habitación de Doris, quien, ya prevenida, de inmediato lo envolvió en su aroma, no tardando el pobre General ni cinco segundos en caer.

Gracias a eso conseguí arreglar que al menos no las mandaran de regreso a la cárcel, quedándose el General tan prendado de ellas como cualquier otro de los guardias… aunque, quién sabe, la verdad es que pensándolo más detenidamente, no creo que ‘mis mujercitas’ tuvieran ningún problema en sus anteriores reclusorios: bastaría con que dejaran escapar ese olor irresistible suyo alrededor para apoderarse del alma y cuerpo de cualquier preso, de los guardias, del alcaide, y nadie les pondría un dedo encima… o no para lastimarlas.

En cuanto a mí, pasado ya el efecto, me estuve un par de días estudiando y revisando cómo podría protegerme de su encanto, reanalizando la molécula y dando al fin con un compuesto que, al menos temporalmente, aplicado directo en la mucosa de la nariz, bloqueaba los efectos de la feromona, lo que me permitió librarme de los besos y abrazos de Doris y de Fabi, quienes, decepcionadas, no consiguieron meterme de nuevo a su habitación. Y no resultó sencillo, claro, pero sabía que debía hacerlo, y no porque lo encontrara mal, qué va, como ya dije lo disfruté horrores, pero era precisamente eso lo que tanto me preocupaba: perderme irremediablemente en sus encantos, como les había pasado a los guardias, a los miembros de mi equipo, al General.

Qué vaya a pasar ahora con el agente químico, no lo sé, ni sé tampoco qué vaya a ser de esas diez súper-hembras-artificiales encerradas en el recinto, pero, como tantas veces dije, entregado ya el reporte final y rindiendo cuentas claras a mis superiores (omitiendo el pequeño detalle de mi “encuentro”) ya no depende de mí.

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