Una amiga me pide ayuda para estudiar y termino estudiándola a ella
Estaba en casa aburrido, tirado en el sofá sin nada que hacer, cuando de repente sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Hola —rápidamente reconocí la voz—… Soy yo, Claudia.
—¿Claudia?
«Qué raro —pensé—, desde que nos conocemos, nunca he hablado con ella por teléfono».
—¿Qué pasa?
Era una compañera de clase. La había conocido este año al cambiarme de facultad. Yo tenía 18 años y ella 19, pero estábamos en la misma clase. Cosas de la uni. Desde el primer momento me había gustado su carita de ángel y su pelo color caoba. Pero desde luego, lo que más me había llamado la atención fueron sus impresionantes tetas que, si bien no eran enormes, seguramente fueran la envidia de las otras compañeras.
—Pues verás… Resulta que la próxima semana tenemos examen y no entiendo nada. Me preguntaba… No sé, ¿podrías explicarme algo? No quiero dejar el examen en blanco.
—¿Por aquí? Ni de coña —dije. Me fastidiaba que me hubiese llamado solo para que le hiciese todo el trabajo. Que estudiase un poco—. ¿Cómo voy a explicarte nada por teléfono? Tendríamos que quedar o algo «y la verdad es que no me apetece —estuve a punto de añadir».
—Bueno… Podrías venir a mi casa…
Tuve que dejar el teléfono para que no se me cayese. Nunca he tenido ningún problema con las chicas, por lo que ya el primer día había conseguido su número y hablábamos con frecuencia. Pero no había podido echarle mano a esa zorra. Y no es que no lo hubiera intentado, es que esa pequeña hija de puta me desconcertaba. Un día iba en plan devora hombres, marcando escotazo y seduciendo con la mirada a cualquier pobre desdichado que pasara por delante y al siguiente iba tapada hasta el cuello y se quedaba callada, como si fuera muy tímida e introvertida. De verdad que no la entendía y ya había dado por imposible tener cualquier cosa con ella. Además, me habían advertido que era una calienta pollas que usaba al primer tonto con buenas notas que pillara para hacer sus trabajos y deberes. De hecho, lo había intentado conmigo, pero no le había funcionado ya que no solo le hice saber que no era ningún panoli, sino que encima era más vago que ella. Aun así, me las apañaba para sacar unas notas medio decentes y que no me cayera mucha bronca por parte de mis padres.
—¿Estás loca? ¡Si vives a tomar por culo! —resoplé, recomponiéndome—. Además, qué pereza… ¿Por qué no vienes tú a la mía? Así no me muevo.
No me hacía falta tenerla delante para saber que ahora mismo estaba echando humo. Acostumbrada a conseguir cuanto quisiera, esa pequeña pelirroja debía de estar subiéndose por las paredes.
—Ven tú… Estoy sola en casa.
Noté cómo su tono de voz cambiaba y se volvía más suave… ¡Me estaba seduciendo! No me hacía ninguna gracia que esa zorra se creyera capaz de jugar conmigo, pero la idea de estar con esa preciosidad en su casa era demasiado fuerte.
—Está bien —dije con un suspiro. Sabía que estaba claudicando y pagaría las consecuencias. Como me descuidase, en dos semanas estaría a su servicio y me tendría comiendo de su mano—. Voy para allá, en un rato nos vemos.
Cuál sería mi sorpresa cuando, al llamar a la puerta de su casa, me abrió su madre. Sonrió y me dijo que pasara, que Claudia me estaba esperando arriba. Una vez dentro, el que —supongo— era su marido me saludó desde el sofá mientras la madre de Claudia me indicaba con la mano dónde estaban las escaleras, al tiempo que se alegraba de lo bien que le venía a su hija que la ayudasen con las matemáticas. Subí en silencio, procurando que no se me notara el cabreo que tenía. Se suponía que estaba sola y no; de hecho, estaba toda su familia en casa. Pese a todos mis esfuerzos, cuando llegué arriba hervía de ira, y me sentía con ganas de coger a esa arpía y azotarla hasta el agotamiento.
En la planta de arriba solo había dos habitaciones y un baño, y en una de ellas había una enorme cama matrimonial, luego la de Claudia debía ser la otra. Cuando entré seguía enfadado, pero nada podía prepararme para lo me esperaba.
Ahí estaba Claudia, sentada en su silla. Se la veía relajada, con sus piernas blancas e impolutas estiradas. Más que sentada estaba medio tumbada, jugueteando descuidadamente con un mechón de pelo. Tan solo llevaba un tanga de encaje negro que se perdía entre sus piernas y una camiseta con los hombros descubiertos. Creo que llevaba un rato embobado mirándola desde la puerta cuando se dio cuenta de mi presencia.
—Uy, perdona. No te había visto —dijo, bajando la mirada un poco acalorada.
Pero sus pezones la traicionaron. Yo sabía que me estaba esperando y que tenía que haberme oído llegar. Simplemente le gustaba exhibirse y acababa de darme un recital. Para colmo, los dos pitones que pugnaban por salirse de su camiseta demostraban que estaba cachonda.
«¡No lleva sujetador! —pensé para mí».
—¡Se me había olvidado que venías hoy!
Su voz cantaba con inocencia, pero tras esa fachada de ángel yo veía la tentación hecha mujer y la verdad es que empezaba a afectarme. Mi pene pedía guerra y procuré colocarme el paquete sin que se diese cuenta, pero fue inútil. La polla se me marcaba bajo el pantalón y no había nada que pudiese hacer para ocultarlo. A no ser que me la sacara y empezara a cascármela allí mismo.
Vi que Claudia me miraba, pero no dijo nada y pidió que le diese un momento para ponerse algo. Sin esperar a que saliera, se agachó para coger un pantaloncito corto que había tirado por el suelo, ofreciéndome una vista preciosa de su magnífico culo. Observé embelesado como el hilo del tanga se perdía entre sus nalgas mientras ella terminaba de subirse los pantalones, tan cortos que más que ocultar sugerían que mirases lo que había dentro.
Nuevamente sentí que Claudia me miraba y esta vez pude ver cómo sonreía satisfecha. Si su objetivo era calentarme lo había conseguido, y yo ya no sabía cómo disimularlo.
—Voy a por una silla —dijo pasando a mi lado y, al menos eso me pareció a mí, restregando su culo contra mi entrepierna.
Volvió con una silla de madera un poco más baja que la que había en su escritorio y me invitó a sentarme.
—Ni lo sueñes —dije, tomando la iniciativa por primera vez en toda la tarde.
Me senté en su silla, satisfecho con mi pequeña victoria. No fui consciente de mi error hasta que Claudia se sentó en la silla que había traído, sonriendo. Fue entonces cuando me di cuenta de que, al ser más bajita y estando en una silla más pequeña, tenía una vista perfecta de sus tetas bajo la tela. De hecho, si me esforzaba creía apreciar el inicio de un pezón que se enfundaba en su camiseta.
Empezamos una lección y a mí me costaba cada vez más concentrarme en lo que le estaba explicando. La vista se me iba constantemente hacia esos pechos que parecían pedirme que los acariciara y yo intentaba desviar la mirada, pero los esfuerzos que hacía Claudia por calentarme no ayudaban. Se echaba hacia adelante cada dos por tres, facilitándome la tarea de admirar esas dos preciosidades, o se acercaba a la mesa empinándose un poco —el borde le llegaba casi a la altura del cuello— y apoyaba sus codos —y de paso todo su busto— sobre los apuntes de matemáticas.
Llevaba un rato soportando el acoso de la pelirroja y estaba al borde de mi límite cuando su madre entró en la habitación. Si se dio cuenta de lo que estaba haciendo su hija no dijo nada, tan solo se despidió y nos dijo que se iban a dar una vuelta. Así que por fin estábamos solos.
Al poco no podía aguantar más y le pregunté si tenía una cuerda. Claudia me miró sorprendida, preguntando que a qué venía eso.
—Que si tienes una cuerda —repetí secamente.
—Creo que hay alguna en el jardín —musitó, cortada por mi tono.
Sin darle tiempo a reaccionar salí de su habitación. Bajé al jardín y entré en la caseta del jardinero. Una vez allí, estuve buscando entre un montón de chatarra tirado sin orden alguno hasta que encontré lo que buscaba: un trozo de cuerda grueso y no demasiado largo, perfecto para lo que había planeado. Iba a salir cuando vi algo que me dio una idea. A la derecha de la puerta había, todo limpio y ordenado, una serie de fustas y demás materiales de equitación. Sabía por Claudia que a sus padres les gustaban los caballos; sin embargo, si todo salía bien ese día su hija no iba a ser quien cabalgara. Sin más dilación cogí una fusta mediana —tampoco quería pasarme— y volví a la habitación.
Abrió mucho los ojos cuando me vio entrar con la cuerda de la mano, pero más la sorprendió el hecho de que también trajese una fusta de su padre. Yo esperaba que empezase a gritar e intentara echarme de allí, pero para mi sorpresa bajó la cabeza.
—¿Para qué es eso? —preguntó con un hilo de voz.
—Primero voy a atarte y luego voy a enseñarte modales, para que dejes de comportarte como una zorra —le dije mientras hacía un nudo rodeando sus manos.
Intentó resistirse, pero una bofetada bastó para calmarla. La levanté sin esfuerzo y la tumbé en la cama. No me había fijado, pero tenía un cabecero de barrotes de hierro que me venía como anillo al dedo para poner en marcha mi plan. Pasé el otro extremo de la cuerda por el barrote del medio y tiré con fuerza, comprobando que no pudiera soltarse si no se lo permitía. Me separé unos metros y contemplé mi obra con satisfacción. Tenía a mi disposición a Claudia tumbada en su cama, con los brazos estirados y las muñecas juntas, atadas a los barrotes de la cama.
Entonces me incliné y desgarré su camiseta, dejándola desnuda. Intenté bajarle el tanga pero no paraba de revolverse, así que lo cogí con las dos manos y lo rompí, tirando los jirones lejos de la cama.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó con un brillo de angustia en los ojos.
—¿Tienes algún antifaz para dormir o algo que pueda usar como venda?
Seguía moviéndose, intentando desatarse y pidiendo que la dejara en paz, así que cogí la fusta y la apoyé sobre su pecho. Se quedó quieta, temerosa. Juraría que paró hasta de respirar. En cambio, su pezón se endureció al contacto con la fusta.
—Estate quieta, zorra —dije remarcando la última palabra—. Solo lo diré una vez más. ¿Tienes algo que pueda usar como antifaz?
—Mi madre tiene uno que usa para dormir —gimoteó como respuesta—. Déjame por favor…
Salí de la habitación y la dejé allí, suplicando. Entré en la de sus padres y rebusqué entre los cajones hasta que encontré el antifaz. Era perfecto, negro y opaco. Justo lo que necesitaba. Volví a la habitación y me encontré con Claudia, que seguía resistiéndose.
—A este paso te vas a desgarrar las muñecas.
—¡Suéltame! ¡Te he dicho que me sueltes!
—A este paso también voy a tener que amordazarte…
Me acerqué para colocarle el antifaz y a cambio recibí una patada en los huevos. Furioso y cabreado, cogí la fusta y le di una sola vez con todas mis fuerzas en la entrepierna. El aullido que pegó tuvo que oírse por todo el vecindario.
—¡O lo hacemos por las buenas o lo hacemos por las malas! —grité. Había conseguido cabrearme— Así que tú decides qué prefieres: ¿te dejas hacer y te pongo el antifaz o te azoto hasta que me duela el brazo y luego voy a por un palo del jardín?
Tomé su silencio como que quería hacerlo por las buenas y le coloqué el antifaz. Una vez me aseguré de que no veía nada, bajé hasta sus labios y los besé suavemente. Noté cómo temblaba y le acaricié la cara con ternura.
—¿Ves cómo todo es más sencillo cuando colaboras?
No respondió y comencé a besarla. Mordí su oreja, besé de nuevo sus labios y forcé su boca con mi lengua. Bajé dando pequeños mordiscos por su cuello y me apoderé de sus pezones. Empecé a lamer uno que se endureció rápidamente y lo pellizqué con saña. Claudia ahogó un chillido y empezó a gemir; le estaba gustando. Hice lo mismo con el otro pezón y seguí bajando hacia su ombligo, recorriendo todo su cuerpo con mi boca.
Me movía despacio, disfrutando cada centímetro de su piel. Le abrí las piernas con cuidado y bajé hasta su monte de Venus. Noté cómo se empapaba, anticipando las caricias que, pensaba ella, iba a recibir de mi lengua. Pero en su lugar se llevó las caricias de la fusta. Le di uno, dos, hasta diez fustazos, a cada cual más fuerte que el anterior. Claudia gemía, pero no eran gemidos de dolor; parecían de placer. Y la humedad de su cueva lo confirmaba.
Reanudé mi tarea y me puse otra vez a besar y morder su cuerpo, bajando y subiendo por sus piernas, pero sin tocarle el coño. Claudia se debatía, indefensa, intentando que me acercara y pidiendo por favor que le permitiera correrse. Y eso hizo. En cuanto mi lengua entró en contacto con su clítoris se corrió con un sonoro orgasmo, mientras mi boca se llenaba con los jugos que salían de su vagina.
Me levanté y contemplé cómo se relajaba, exhausta. Parecía satisfecha y sonreía, estaba en el cielo. Pero aún me faltaba castigarla por el tonteo de antes. Sin hacer ruido fui a la cocina y me puse a buscar. Cuando encontré lo que buscaba volví a la habitación y sentí cómo Claudia me llamaba. Entré en silencio y me dediqué a observarla: estaba preciosa.
Me acerqué a la cama y me senté junto a ella.
—Desátame, por favor.
—Todavía no, pequeña —susurré acariciándole la cara—. Aún falta un pequeño castigo por jugar conmigo.
Parecía que iba a decir algo, pero comenzó a gemir cuando volví a tener sus tetas entre mis manos. Empecé sobar sus senos mientras le daba pequeños pellizcos en los pezones. Me llevé uno a la boca y estuve un rato chupándolo y mordiéndolo. Claudia se derretía. Cuando no podía estar más duro, dejé de lamerlo y cogí lo que había traído. Sabiendo que no podía verme, le enseñé unas pinzas de tender la ropa y se las puse en el pezón. En el momento en el que las pinzas hicieron contacto con su piel dejó de gemir y pegó un chillido. Empezó a revolverse, pero ya me lo esperaba; así que la sujeté con fuerza y tranquilamente hice lo mismo con el otro pezón. Una vez puestas, la solté y, harto de sus quejas y gritos, me desnudé y de un empujón le metí toda mi polla en la boca.
—¡Chupa y calla! —le ordené.
Obedeció. Dejó de quejarse y empezó a tragarse mi polla con ganas. No dejé que se acostumbrara. Agarrándome al cabecero de la cama, cogí su cabeza con la otra mano y empecé a embestirla, metiéndosela hasta el fondo de la garganta. De vez en cuando notaba alguna arcada y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, pero en ningún momento hizo intento de separarse. Parecía que la zorrita era una sumisa en potencia.
Decidí sacarle la polla de la boca y dejarle coger aire, pues no quería correrme todavía. Cambié de sitio y me acerqué a su coño con las últimas pinzas de la mano. Comencé a meterle dos dedos lentamente, rozando de vez en cuando su clítoris con las pinzas. Estaba encharcada y mis dedos entraban con facilidad, pero me di cuenta de que se estremecía cada vez que notaba las pinzas contra su clítoris.
—No, por favor… ahí no —dijo entre suspiros con la voz entrecortada.
Dejé las pinzas a un lado y corté sus súplicas metiéndole de un golpe toda mi extensión.
—¡Calla, puta! —grité mientras la penetraba con todas mis fuerzas.
Estuve un rato bombeando y me faltaba poco para correrme, pero a ella menos. Entre sollozos anunció que se corría, pero detuve su orgasmo.
—¡Tienes que pedir permiso para correrte, zorra! —rugí retorciéndole sus pezones con las pinzas.
—Por favor… necesito correrme —suplicó mientras seguía recibiendo mis embestidas.
—Si te dejo, ¿harás TODO lo que yo diga? ¿Podré usarte como y cuando yo quiera?
Metí un dedo y rocé su clítoris. Claudia se estremeció, no podía más.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Haré todo lo que tú me digas!
Saqué mi dedo embadurnado por sus jugos y forcé su ano. Vi cómo se sacudía debatiéndose entre placer.
—Puedes correrte.
Se dejó ir entre gemidos y se corrió con mi polla todavía entre sus piernas. Las contracciones de su vagina fueron demasiado para mí. La saqué de su coño y se la metí en la boca hasta que mi polla hizo contacto con su garganta. Comencé a correrme y la dejé dentro hasta que se lo tragó todo.
Con la polla ya flácida la saqué de su boca y comencé a desatarla. Claudia cayó semidesfallecida entre mis brazos mientras frotaba sus muñecas. Tenía marcas allá donde la cuerda había rozado con la piel, pero no eran muy profundas. Suavemente, la tumbé boca abajo y empecé a masajearla. Poco a poco, mis manos fueron diluyendo la tensión que recorría su espalda y sus caderas. Acaricié sus nalgas y oí un pequeño suspiro de satisfacción. Miré a ver si Claudia hacía algo ahora que estaba libre, pero se había quedado dormida, agotada. Terminé el masaje y estuve un rato contemplándola. Desnuda sobre la cama y con una expresión de dicha sobre su rostro angelical, la miré embobado mientras me deleitaba y recordaba cómo había disfrutado de cada parte de su cuerpo.
Por último, la arropé con una sábana y salí de su casa en silencio, sin despertarla.