Una historia llena de histeria, dominación y engaños en donde lo único que importa es el sexo y llegar al orgasmo
No dejaba de pensar en Pol, en su desaliño hippy, en su fuerte olor corporal, en su polla de campeonato. Desde nuestro encuentro en el centro comercial se había convertido en el principal motor de mis fantasías más salvajes. Cuando mis recuerdos me excitaban demasiado, me encerraba en los aseos de la oficina, rescataba la foto que me había pasado por WhatsApp y me desahogaba imaginando lo delicioso que sería volver a sentir esa verga dándome caña por todos lados. Debo reconocer que más de una vez estuve tentado de mandarle un mensajito con un saludo, unas palabras provocadoras o quizá una foto de mi culo para hacerle saber que estaba siempre disponible para él. Pero en todas esas ocasiones me contuve, pues la calentura no me cegaba tanto como para impedirme ver que mi amigo el rastas recibiría propuestas mucho más apetecibles que la que un cuarentón corrientucho y casado podía ofrecerle. Y, no obstante, no perdía la esperanza de recibir noticias suyas algún día y poder volverlo a ver. Lo deseaba tanto…
Sin embargo, en cuanto Carlos cruzó la puerta de la cafetería, mis pulsiones por Pol pasaron a un segundo plano. Llegó ataviado con una ajada cazadora de motorista, un pequeño macuto colgando de su hombro derecho, vaqueros desgastados, botas altas y andares chulescos. Pero sin duda fue su sonrisa de superioridad lo que le hizo recuperar su primer puesto en mi panteón de machos. En vez de sentarse frente a mí, tiró la mochila a sus pies, dejó caer todo su peso en la silla de al lado y me agarró con una mano de la nuca mientras con la otra se quitaba las gafas de sol y las arrojaba sobre la mesa. Aquel gesto, que para él era pura camaradería, a mí me derritió.
-¿Cómo estás, Javito? -era la primera vez que me llamaba así-. No tienes mala cara. Eso está bien.
Carlos me había citado allí, en la cafetería de esa estación de servicio a medio camino entre su casa y la mía para darme algo. ¿Compartiría el mismo punto de encuentro con sus otros esclavos? ¿Se vería aquí también con mi mujer? De inmediato deseché ese pensamiento, pues sólo servía para torturarme. Era duro saber que Mayte se acostaba con otro hombre, pero no podía reprocharle que fuese justamente con ese macho tan arrogante y cautivador. Yo mismo había sucumbido dos veces ante él, me había dejado prostituir como una vulgar ramera y, cuando el juego se le fue de las manos, me quedé muy jodido. Y, pese a todo, no podía negarme a acudir a su llamada. Carlos me había calado desde el principio y había sacado mi lado homosexual y más complaciente. Poco a poco me había enseñado a someterme a sus caprichos, por retorcidos que estos fuesen. Esa misma tarde lo iba a comprobar.
Como días atrás con Pol, mentí y le dije que me encontraba perfectamente. Mientras la camarera se acercaba para tomar nota de la comanda, lo observé en silencio. No era un tipo guapo, no estaba en forma como debió de estarlo en su juventud y en realidad no tenía nada que llamase la atención a simple vista. Y, sin embargo, el magnetismo del ex legionario casi se podía palpar. Esa forma pícara de sonreírle a la camarera, la manera de examinarle el trasero cuando nos dio la espalda… Lo que atraía tanto de ese tipo es que exudaba rudeza y sexualidad masculina por cada poro de su piel.
-¡Menudo culazo!
-Sí… -dije por por pura inercia.
-¿Cómo tienes el tuyo? Bueno, no hace falta que respondas. Muy mal no lo tendrás cuando te lo han vuelto a follar.
Me quedé de piedra. Se había enterado de lo de Pol… ¿Pero cómo? Carlos pareció leerme la mente porque se anticipó a mi pregunta.
-El perroflauta ese le contó a mis chavales que te vio en el centro comercial la semana pasada y que te pegó un polvazo en los baños. ¿No te da vergüenza?
-No fue planeado… -contesté, bajando el tono de voz. Por suerte, la cafetería estaba muy concurrida a esas horas de la tarde y el murmullo de los clientes cubría nuestra conversación.
-¿Me vas a decir que no lo disfrutaste? Porque el perroflauta dice que lo diste todo, hasta que acabó corriéndose en tu cara.
Dichoso Pol… ¿De verdad había compartido cada detalle de nuestro encuentro con los sádicos hijos de Carlos y estos, a su vez, habían ido con el cuento a su padre?
-Dime -insistió él-. ¿Gozaste con el pollón del chaval, verdad? ¿Te han follado mucho desde que no nos vemos?
Negué con la cabeza, avergonzado.
-No te creo. Me has salido mucho más vicioso de lo que pensé al conocerte. Seguro que tu culo se ha comido unos cuantos rabos más.
-No, de verdad.
-No te voy a mentir. Me mosqueó mucho enterarme por terceros, Javier… Tenías que habérmelo contado tú y enseñarme cómo se te está quedando el ojete con tanta tralla. Pero, para que veas que no te lo tengo en cuenta, te he traído tres regalitos. Aquí está el primero.
Mientras me hablaba, recogió del suelo el macuto, extrajo de su interior una bolsa de plástico negra del tamaño de una caja de zapatos infantiles y me la tendió. Miré la bolsa pasmado durante unos segundos y, cuando me disponía a abrirla para averiguar qué contenía, Carlos me detuvo, agarrándome del brazo.
-Te la llevas a los meaderos y la abres allí. Ya entenderás por qué.
Miré a Carlos confuso, pero la dureza de su expresión era difícil de traducir. Aún sin comprender nada, me levanté y entré en los servicios con la misteriosa bolsa. Por suerte tuve la lucidez de encerrarme en un cubículo y, gracias a ello, nadie pudo ver el objeto que sostenía mi mano temblorosa. Se trataba de un plug negro de silicona, de unos 12 centímetros, y venía con un post-it escrito a mano: «Métetelo hasta los topes y vuelve aquí». Decir que la idea, tal y como tenía el ano, me provocaba sudores fríos, sería contar la verdad sólo a medias porque lo cierto es que aquella situación me excitaba sobremanera. Además, si había sido capaz de calzarme el miembro de Pol, ese plug de dimensiones mucho menores me entraría como la seda… Imaginando que en esos instantes Carlos se estaría relamiendo de gusto, no lo pensé más. Bajé mis pantalones, humedecí mi agujero anal con un poco de saliva y poco a poco me fui introduciendo aquel presente, que enseguida dejó mis nalgas bien separadas.
Al regresar a la mesa, intentando caminar de la forma más natural posible, vi la sonrisa socarrona de Carlos. Sólo por mi cara congestionada ya podía deducir que había cumplido su orden sin rechistar, pero devolverle la bolsa de plástico vacía fue la comprobación definitiva. Tras entregársela como prueba de mi sumisión, tomé asiento, aguantando un pinchazo en el recto.
-¿Qué me dices? ¿Te gusta mi regalo? -me preguntó, a lo que asentí, y luego mudó la sonrisa para hablarme muy seriamente:- A partir de ahora, cada vez que quieras dirigirte a mí, tendrás que hacerlo con el culo abierto como buen maricón que eres, ¿estamos?
Suspiré y asentí con la cabeza.
-Así me gusta, que me obedezcas en lo que me salga de los huevos.
-Joder… -se me escapó.
-¿Joder, qué?
-Que no sé por qué lo hago…
Carlos sonrió abiertamente y me echó uno de sus poderosos brazos por los hombros. Desde fuera, podríamos pasar como un par de colegas compartiendo confidencias, pero un amigo jamás me hablaría como él me habló a continuación:
-¿Quieres que te lo diga yo? Puedes engañar a tu mujer, puedes engañar a todo el mundo, pero a mí no me la cuelas. Lo que te pasa es que, desde que te follé la boca en mi cocina, no puedes quitarte de la cabeza el sabor de mi polla. Has descubierto que te flipan los rabos, Javito, sobre todo el mío, y por eso siempre vuelves a por otra ración. Eres un puto maricón de mierda, no hay más.
La crudeza de aquellas palabras, la triste verdad que había detrás de ellas, me dejó mudo.
-Y ahora -continuó- me la vas a sacar y te vas a poner a ordeñármela con mucho cariño.
Tragué saliva. ¿En serio me estaba pidiendo que le masturbase en mitad de la cafetería, rodeados de tanta gente?
-Vayamos a otro sitio, por favor.
-No. Tiene que ser aquí, mientras sigues sentado sobre tu nuevo juguetito. Tú verás cómo lo haces.
En ese momento, la camarera llegó con nuestros cafés. Eso me dio algo de tiempo para pensar cómo proceder discretamente, sin mover mucho el brazo por debajo de la mesa… Cuando volvimos a quedarnos solos, viéndome dudar, Carlos cogió del respaldo de la silla su cazadora y la extendió como una manta sobre sus piernas. Envalentonado por el calentón, estiré la prenda para tapar lo máximo posible. Mi mano derecha comenzó a trabajar como él me había exigido, con el cuidado y la precisión de un cirujano. Desabroché los botones de la bragueta del vaquero y, lentamente, extraje aquel trozo de carne caliente y palpitante que tanto me enloquecía.
-Ahora sóbala un poco. Así, bien. Más… Bien. Llévate la mano a la nariz y dime a qué huele.
-A hombre -dije en un susurro, después de acariciarle el miembro hasta ponerlo morcillón.
-¡Mal! Huele otra vez.
Seguí meneándole la polla y luego volví a olisquear mis dedos con discreción.
-¿A qué huele? -repitió.
-A macho en celo -respondí esta vez.
-Eso está mejor. Venga, sigue dándole al manubrio.
Debo reconocer que estaba temblando de miedo, pero el morbo de la situación era innegable. Y, a pesar de la dificultad de movimiento, supe que aquella paja en público le estaba proporcionando a Carlos un gran placer y eso me incitaba a continuar.
-¡Camarera! -gritó de repente, y ante mi amago de apartar la mano, me reprendió-. Ni se te ocurra parar, maricona.
Conforme se acercaba la chica, mis pulsaciones se iban disparando. Quizá los clientes de las otras mesas estuviesen demasiado enfrascados en sus conversaciones para descubrirnos, pero estaba convencido de que ella me iba a pillar con las manos en la masa… en una masa de carne gorda y dura.
-¿Nos traes dos vasitos de agua, guapa?
-Ahora mismo, rey.
-Además de maciza, simpática. Lo tienes todo, hija -mientras tonteaba con ella, yo podía sentir las venas de su verga latir en mi mano.
La camarera, algo ruborizada, se alejó sin ocultar una sonrisa, al tiempo que el capullo de Carlos empezaba a humedecerse, no sé si producto de mis caricias o de la visión del imponente culo de la camarera.
-Suéltame el rabo, que no quiero correrme -me dijo en un susurro-. No te mereces que derrame ni una gota de leche por ti.
-Pero Carlos…
-Ni Carlos ni hostias. ¿Te he dado yo permiso para que otro te folle? No, ¿verdad? Pero, claro, eres tan zorra que ves una polla y pierdes los papeles, aunque esa polla sea la que te destrozó el culo…
-No, Carlos, no fue Pol quien me hizo daño. Fue el otro chico, David…
Al oír mi defensa de mi querido rastas, Carlos soltó una sonora carcajada.
-¿Eso te ha contado el perroflauta ese? ¿Y tú te lo has creído? Eres más cortito de lo que pensaba… Ahora verás, este es tu segundo regalo -dijo justo antes de sacar su teléfono móvil y buscar un archivo en la galería de imágenes.
-¿Qué es esto?
-Tú mira el móvil, no pierdas detalle.
El vídeo mostraba la habitación de sus hijos en aquella fatídica tarde en la que acabé haciendo de puta para cuatro adolescentes por orden de Carlos. No me hizo falta preguntar de dónde procedía esa grabación, simplemente supuse que él había colocado una cámara oculta para registrarlo todo. En el momento que mostraba el vídeo, los gemelos salían del dormitorio, entregándome a sus amigos y abandonándome a mi suerte. Carlos adelantó la escena unos minutos. Y allí estaba yo de nuevo, con el cuerpo inclinado en escorzo para que el chaval gordo me diese por detrás, mientras Pol contemplaba la escena pajeándose. Dije algo que la cámara no pudo captar porque no había entrada de audio. Cuando el bruto de David me forzó para penetrarme, puse los ojos en blanco y mi cuerpo perdió la tensión muscular. Hasta ese punto lo recordaba todo perfectamente… Pero aquello no acababa ahí. Viendo que no podía moverme, entre el gordo y el rastas me empujaron a la cama de uno de los gemelos. Y así, tendido bocabajo, David siguió follándome como si nada. Por sus enérgicos movimientos de cadera, entendí que sólo paró cuando hubo vaciado sus sucias pelotas en mi interior. Pensé que ese sería el momento en el que los dos amigos se darían cuenta de mi estado y darían la voz de alerta, pero me equivocaba. En cuanto David se retiró, sudoroso, Pol ocupó su lugar. Al encontrarme lubricado con el semen del gordo, su enorme pija me entró con facilidad. Entonces empezó a follarme sin piedad, con embestidas duras y acompasadas. No se detuvo en ningún momento para ver cómo estaba ni se mostró preocupado por la falta de respuesta, simplemente siguió bombeando como un animal, provocándome el doloroso desgarro anal que sufriría al recobrar la conciencia.
-Creí que había sido David… Pol me dijo…
-Y tú te lo creíste.
Aparté los ojos del vídeo, ya había visto suficiente. Me quedó muy claro que la leche que alojé aquel fatídico día no era sólo la de David y que el principal causante de que acabase en el hospital era otro. Dios santo, ¡Pol me había violado! Y luego, con un cinismo insoportable, me había mentido para exculparse a sí mismo o para ganarse mi confianza y volver a tenerme a tiro. Todo cobró entonces una nueva dimensión: me había humillado sin saberlo ante un hijo de puta tan grande como Carlos, ofreciéndole mi culo voluntariamente después de que me lo reventara y se fuera de rositas. Rompí a llorar, de rabia y frustración por haberme encoñado con semejante cabrón sin escrúpulos.
-Aguanta como un tío, hostia. Tenías que saber que tu nuevo amiguito no es quien dice ser.
-Soy gilipollas…
-Sí que lo eres y también debes tener claro que eso te pasa por poner tu culo de puta a otro tío sin pedirme permiso. Te está bien empleado.
-Carlos…
-Me voy -dijo, levantándose, tras terminar de abrocharse el último botón de la bragueta-, que en un rato voy a recoger a tu mujer. Hazle la cena a la nena y no la esperéis despiertos esta noche. Imagino que os llamará para poneros alguna excusa pero tú sabrás que la estoy montando. Este es tu tercer regalo, que lo disfrutes.
Y me dejó tirado en aquella cafetería, haciéndome sentir una mierda y un cornudo consentido y preguntándome si realmente se podía caer más bajo en la vida. En ese momento, mi teléfono empezó a sonar. Era Mayte.