Una universitaria se da cuenta como su vida sexual avanza cuando empieza a hacer una pasantía en un estudio de abogados

Valorar

La becaria

Primera parte: Lo que faltaba.

Mi nombre es Julieta Casta. Voy en mi tercer año de publicidad en una universidad de la capital. Soy estudiosa, responsable y terca. En fin, una buena chica que no suele hacer locuras. Todos dicen que soy guapa. Soy  alta y atlética y con unas bonitas piernas. Con el tiempo he notado que lo que más atrae a los hombres de mi cuerpo es mi firme y carnoso trasero. Incluso tuve un par de novios obsesionados con mi culo, y quizás por eso los dejé. A pesar de la obsesión de los hombres por mi carnoso culo, personalmente, lo que más me gusta de mi cuerpo es la combinación de mi rostro redondo, mi cabello pelirrojo y mis ojos verdes.

Debo confesar que me gustarían un par de tallas más en la zona de mis senos, pero no puedo quejarme de lo que me ha tocado. Siempre recibo piropos y mis amigos me dicen cosas bonitas.

A pesar de lo bien que pinta mi vida, en el pasado me he metido en un par de líos. Todo por mi terquedad. A veces se me metía algo en la cabeza y nadie podía evitar que yo actuara en concordancia a esa idea. Muchas veces eso me sirvió para conseguir mis objetivos, pero otras ocasiones me metí en problemas muy graves. Como a los dieciséis, cuando creí estar enamorada de la hermana mayor de una de mis mejores amigas. Aquello fue terrible. Gracias a dios, es un tema superado y me siento libre y satisfecha de mi presente. A mis veintiún años tengo un buen novio y creo que ser muy feliz. Tal vez por eso no puedo explicar lo que pasó durante este verano.

Pero en realidad todo se remonta al año pasado. Todo comenzó cuando conseguí una pasantía. Era una buena oportunidad para aprender y yo me tomé el asunto muy en serio. Fueron tres semanas en el departamento de publicidad de un prestigioso estudio de abogados. Realmente aprendí muchas cosas y comprendí lo que sería trabajar en equipo. Además, como becaria, conocí mucha gente notable.

Entre estas personas interesantes, la que más llamó mi atención fue una abogada del departamento de fideicomiso. Era una mujer muy hermosa, de esas bellezas que parecen brotar en lugares excepcionales. Su nombre era Ana, tenía unos veinticinco —aunque representaba unos años menos— y era alta y bien proporcionada. Le llamaban la princesa de hielo por su seriedad y frialdad en el trato. Sin embargo, yo notaba que se esforzaba. Siempre la veía ir y venir con sus elegantes vestidos y trajes de dos piezas. Aguantaba las reprimendas de don Jorge, su jefe, un tipo que la trataba como la mierda. A veces, se le notaba agobiada. Y pese a todo ella seguía luchando. Nunca noté que dejara de aplicarse en todo lo que hacía. Me pareció una mujer admirable, salvo por el hecho que casi nunca sonreía. No puedo decir que nos hicimos amigas, a penas cruzamos palabras. Sin embargo, me sentí profundamente atraída hacia ella. Quién sabe por qué pasan estas cosas.

No lo noté de inmediato, pero esa admiración poco a poco se transformó en una atracción física. Y es que Ana era una preciosidad exuberante y de modos elegantes, una muñeca de ojos claros y pestañas largas. El rostro redondo tenía unos pómulos admirables y unos labios carnosos, que incluso sin lápiz labial uno deseaba besar. A veces yo no me podía controlar y me detenía a observar sus curvas armoniosas y tentadoras, con un culo mucho mejor que el mío. Era raro que yo no sintiera envidia. Creo que era la primera vez que me pasaba algo así. Sentía pura admiración, al menos era lo que creía.

Por supuesto, no era la única persona que se había fijado en Ana. Los otros pasantes, especialmente Pablo Suárez, otro estudiante de publicidad, no hacían otra cosa que mirarla como lobos hambrientos. Pero ella jamás los miró, ni siquiera un poco. Tampoco me miró a mí, por supuesto. Y eso la hacía parecer lejana, inalcanzable. Era como ver un luminoso cometa que deslumbra el lejano cielo. Estaba tan embelesada que no noté que mi novio había notado algo.

— ¿Pasa algo, Julieta? —me preguntó Jaime una tarde.

— Creo que me dará pena terminar mi pasantía —respondí—. Me ha gustado lo que hago. Y además, no pagan tan mal a los estudiantes.

— Pero tienes que concentrarte en el próximo año de estudios —dijo mi novio—. Además, nos hemos visto poco y te he echado de menos.

— Lo siento —le dije—. Te compensaré. Te lo prometo.

Terminé la pasantía con distinción. Incluso me dijeron que podía postular el siguiente año. Me sentí satisfecha pero también un poco decepcionada de volver a la realidad. Tenía que dejar de ser becaria y volver a la universidad. Y también no podría ver a Ana.

El tiempo es un alivio para casi todos los males. Pero sobretodo la mejor medicina es mantener la mente ocupada. Y en la universidad tienes que ocuparte de los cursos, las pruebas y la vida social. Ese año fue importante para mí. Jaime, mi novio, me pidió matrimonio y nos comprometimos. Fue un momento muy feliz, la evolución natural de nuestra relación.

A medida que iban pasando los meses, y al ser los dos hijos únicos, el compromiso se fue transformando en el gran tópico de nuestras familias. Todos hablaban del matrimonio y nos daban consejos, especialmente a mí. Mis primas, tías y mis padres no hacían otra cosa que hablarme de los preparativos y del futuro. Pero no solo eran ellos. En algún momento, los padres de mi novio insinuaron que tendría que sacrificar mi futuro profesional por la casa y los hijos. Aquella visión me ofendió pues nunca consideré el matrimonio un impedimento para desarrollarme. Realmente me molestó esa conversación y me metí en la cabeza, obstinadamente, que jamás sería un ama de casa.

— No les hagas caso —dijo Jaime, tratando de aliviarme—. Ellos son de otro tiempo. Ya veremos lo que hacemos más adelante.

— ¿Tu también quieres que me quede en la casa? —le pregunté a mi novio.

— No. Por supuesto que no —se apresuró a responder—. Quiero que hagas lo que quieras y seas feliz. Quiero que seas feliz conmigo.

A pesar de las palabras de Jaime, su familia a veces insistía en la necesidad de que la madre se preocupara de la crianza de los hijos. Esto me mantuvo fastidiada. Quizás por eso el siguiente verano postulé de nuevo a la misma pasantía. Lo hice sin más intenciones que estar lejos de todas esas conversaciones molestas.

Semanas después, al recibir la noticia positiva de que sería becaria de nuevo, me sentí inusualmente feliz. Se me vino a la cabeza aquella mujer que admiraba y esperé, por alguna razón incomprensible, verla.

Durante ese año, la imagen de esa guapa abogada había rondado mis pensamientos. A veces me parecía verla en la calle. Todo cosa de mi imaginación. Sólo una vez me la encontré en realidad, por pura casualidad. Fue un sábado de otoño, en un centro comercial del barrio alto. Acompañaba a mi novio en busca de ropa de invierno y entonces la vi. Envuelta en un entallado abrigo, con un vestido a medio muslo y unos zapatos de taco de diseñador. Ana parecía una actriz de cine. Iba acompañada de un hombre alto y bien vestido, un verdadero adonis. Por la forma en que se comportaban, cercana y cariñosa, era el esposo del que había escuchado sólo rumores. Había belleza y complicidad en esa pareja. Realmente sentí envidia por primera vez. La vi alejarse con su andar segura y con el guapo galán abrazándola de la cintura. Recuerdo bien su vestido floreado, y sus largas piernas. Me sacó de esa ensoñación mi novio.

— ¿Pasa algo? —preguntó Jaime—. ¿Por qué te detuviste?

— Pensé que había visto a alguien conocido.

— ¿De la universidad?

— Si. Un profesor de la universidad —mentí—. Pero sólo era alguien parecido.

A lo lejos, Ana y su esposo se perdieron en una tienda. Ese día esperé verla otra vez, cosa que no sucedió. Tampoco volví a verla después. Sin embargo, el recuerdo se transformó en una fantasía erótica. Una vergonzosa fantasía que incluía a Ana, su esposo y a mí. Vaya sinvergüenza estaba hecha. Por suerte, con los meses, había relegado esa fantasía a un lugarcito muy lejano.

Pero la pasantía revivió los recuerdos de ese día y estaba nerviosa. El reencuentro con esa hermosa mujer fue antes de lo que yo pensaba. Estaba sentada en el salón de los becarios, un lugar con amplias ventanas, un gran pizarrón, una mesa larga y muchas sillas negras. Era el primer día y casi todos, salvo Pablo Suárez, era gente nueva y se removía nerviosa. Pablo, al igual que yo, también repetía la pasantía. Esperamos unos minutos y entonces se abrieron las puertas.

— Buenos días —dijo la alta y hermosa mujer que entró a la habitación.

Era Ana. La mujer que admiraba estaba ahí, frente a mí.

— Mi nombre es Ana Bauman —continuó su presentación—, y por unos meses seré la coordinadora de los becarios.

La joven y hermosa abogada dio un breve discurso de bienvenida. Yo, en tanto, estaba en una especie de parálisis. Lo único que podía hacer era verla y escucharla.

— Entonces, señores… —decía Ana, pero alguien impidió que continuara su charla.

— ¿Cómo le llamamos? —interrumpió Pablo Suárez—. ¿Le debemos decir Supervisora? ¿Coordinadora? ¿Jefa? ¿O le podemos llamar Ana?

Los ojos turquesa de Ana brillaron y sonrió muy sutilmente. Tenía un aura relajada y su vestimenta era diferente: más colorida y sugerente. Aún conservaba esa elegancia del año anterior, sólo que ahora había un toque de sensualidad. Además, ahora sonreía al hablar. Era una sonrisa muy bonita.

— ¿Cuál es su nombre, señor? —preguntó la bella encargada al estudiante bravucón.

— Suárez, Pablo Suárez.

— Nada de llamarme jefa, señor Suárez —respondió—. Ni coordinadora.

Ana se interrumpió. Giró para escribir en el pizarrón su apellido. Al hacer esto, todos pudimos observar como el vestido azulino se amoldaba a un carnoso y bien mantenido trasero. Y a mi lado vi como Pablo Suárez y otros hombres daban miradas aprobatorias. Vaya par de glúteos estupendos, le escuché susurrar a alguien. La abogada dejó la pizarra y nos enfrentó de nuevo.

— Me pueden llamar señora Bauman —precisó Ana.

Y tras una pausa sonrió.

— Pero si hacen su trabajo y destacan, tal vez los deje llamarme por mi nombre —dijo Ana con una sonrisa vanidosa—. Pero el respeto se lo tienen que ganar trabajando duro. Deben ser eficientes en sus asignaciones.

Ana continuó con las presentaciones y después dio las informaciones básicas. Quién sabe porque le habían asignado aquella labor, siendo tan joven. Llegó al fin mi turno de presentarme al grupo.

— ¿Cual es su nombre, señorita? —me preguntó cuando llegó mi turno.

— Soy Julieta Casta —respondí, un poco nerviosa.

— Estuvo con nosotros el año pasado ¿no?

— Así es. En el departamento de publicidad.

Después di una pequeña presentación de mis estudios y quehaceres en el área de la publicidad.

— Muy bien, Julieta —dijo Ana.

Regresé a la silla porque pensé que había acabado mi parte. Pero Ana se acercó y me hizo una pregunta adicional.

— Señorita Casta, ¿Qué prefiere una noche de viernes: un té, una cerveza, una copa de champaña o una botella de whisky?

La pregunta era extraña. Pensé que se estaba burlando de mí pero Ana estaba muy seria. Me sonrojé, no sé por qué.

— No sabría decir —respondí.

— Pues yo prefiero el whisky —dijo Pablo Suarez.

Algunos rieron alrededor mío. Yo aún seguía acalorada, pero pensé que no podía quedar como una tonta.

— Creo que yo prefiero la copa de champaña —respondí, insegura.

Ana sonrió.

— Bueno, piensen en lo que le pregunté a la señorita Casta —dijo Ana a todos—. Quizás algún día, si hacen bien su labor como becarios, los invité a un trago.

Todos sonrieron. Poco después se terminaron las presentaciones y nos repartimos en nuestros quehaceres. A la hora de almuerzo, los becarios nos reunimos a comer en el casino del edificio.

— Vaya que está buena la asesora —le escuché decir a Pablo Suárez a otro becario—. Viste ese culito, hermano.

— Es hermosa —dijo Julián, un becario de contabilidad—. Qué suerte tenerla liderando el grupo.

— Es mucha mujer para ustedes —dijo Lucía, una becaria de secretaría.

— Lucía tiene razón. Es mucha hembra para esta jauría de perros, muchachos. Olvídense de ella —confesó Julian—. Además, yo tengo novia.

— Que te pasa, Julián, sé más macho —dijo Pablo Suárez— Yo también tengo novia pero eso no me limita.

— Eso, Pablo, así se habla, como un macho. Yo quedé loco por esas grandes tetas —dijo otro al que no le sabía el nombre—. Las tiene de lujo.

— De lujo, si. Y esos labios gruesos —dijo Pablo—. Del año pasado me la imagino haciendo maravillas en mi verga.

Me paré de la mesa y me fui a comer a otro lugar. Me siguieron las otras becarias. Me molestaba que Pablo Suárez estuviera ahí y ahora más al escuchar su falta de respeto. Con frecuencia a buena parte de los hombres les falta tino, pensé. No podían decir esas guarradas con cuatro mujeres en la mesa. Y todas le habíamos escuchado.

Sin embargo, era cierto que Ana era guapísima. Esa mañana nos había recibido con un vestido azulino y una chaqueta negra hasta la cintura. Era una prenda ceñida que no mostraba nada, pero si subrayaba su femenina anatomía. Nadie podía negar su belleza.

Esa tarde llegué a casa y llamé a Jaime. Le dije que quería verlo. Me puse un vestido hasta la rodilla y botas de taco. Abajo lencería negra. Me pasó a buscar y fuimos a cenar. Le hablé de lo que había pasado ese día. Especialmente le conté lo vulgar que eran algunos compañeros.

— Seguro se comportan mejor con el tiempo —dijo mi novio, dándome esperanzas.

— Lo dudo —aseguré—. Ese Pablo Suárez es un hijo de puta.

— ¿Pero por qué tan agresiva, amor? —preguntó mi novio—. No sueles ser así.

— Es que me pusieron de mal humor —confesé—. Me molesta su lenguaje en frente de las mujeres.

Lo que no le confesé fue la verdad. Que lo que me molestó más fueron los comentarios acerca de mi supervisora. La forma en que esos hombres empezaban a hablar y a desear a Ana.

— No te preocupes —susurró mi novio al oído—. No hay nada que un poco de vino no pueda aliviar.

Jaime me subió un poco el vestido y acarició la pierna. Estábamos en un restorán del centro, con mucha gente. No obstante, nadie parecía observarnos.

— Muy bien, tomemos algo —le dije—. Pero yo quiero champaña.

— Champaña para la reina —dijo él.

Una hora después, entramos en una habitación de un hotel de cuatro estrellas. Jaime siempre me llevaba a buenos lugares, jamás a moteles de mala muerte. Habíamos bebido toda la botella de champaña y el alcohol y sus caricias habían mejorado mucho mi humor.

— ¿Por qué me trajiste acá? —le pregunté, iniciando el juego—. Se suponía que me llevaría a mi casa, señor.

Cuando estaba algo caliente -no sé por qué- me gustaba jugar así con mi novio, fingiendo a veces que éramos otras personas o que la situación era otra.

— Señorita, la traje para ofrecerle algo muy especial —respondió mi novio.

— ¿Qué cosa, señor? —le pregunté, coqueta.

— Algo muy rico —respondió.

Mi novio me besó. Respondí con un beso abierto, con la lengua y pegándome a él. Me hubiera gustado alargar el juego, vivir un poco más la fantasía, pero Jaime era poco imaginativo y además estaba caliente. No importa, pensé, yo también estaba caliente.

Le acaricié el cabello rubio y le masajee el cuello. Jaime respiraba profundo, con sus manos asiendo mi culo y acariciando de pasada mis tetas. Continuamos dándonos besos de pie, desnudándonos poco a poco. Mi vestido cayó y quedé en el sostén y en la pequeña tanga negra. Jaime trató de ayudarme con las botas, pero lo detuve.

— Déjame las botas —pedí.

Me quité el broche del pelo, dejando caer mi cabello rojo, enmarcando mi piel blanca y mis ojos verdes. Jaime empezó a acariciarme los senos, a lamerlos. Mi novio parecía gozar siempre de la misma forma. Me chupaba los senos con el sujetador puesto, luego me recostaba en la cama y me besaba el cuello, la barriga y los muslos.

— Me encantan tus piernas.

Jaime siempre decía lo mismo. Luego, me besaba el coño a través de la tela del tanga y después, parecía inmerso en un ritual. Y a pesar de todo me ponía cachonda. Maldita lengua, pensé, como se movía sobre mi clítoris. Era lo mejor de Jaime, que no parecía cansarse hasta lograr mi primer orgasmo de esa forma.

— Me tienes muy caliente todavía —le murmuré.

Él se desnudó y yo me saqué el sostén. Mi tanga lo tenía mi novio en la mano y se lo frotaba en su pene, supongo que para excitarse. Una parte de mi estaba excitaba de verlo así, caliente por mí. Pero otra parte de mi no estaba contenta con su comportamiento, no me agradaba esa exhibición de parafilia. Y sin embargo, lo necesitaba en mí. Quería que me penetrara.

— Hazme el amor —le dije.

— Chúpame antes, Juli —suplicó mi novio.

— Muy bien, pero sólo un poco.

No es que no me gustaba hacer una mamada a mi novio, pero prefería hacerla cuando estaba limpio, especialmente después de una ducha. Tomé su pene, con sus bellos rubicundos y empecé a menear la piel con delicadeza. Siempre me había parecido un pene bonito, gordito y pálido; de esos que uno espera de un buen esposo. A medida que lo iba acariciando, me atreví a inclinarme y a lamer el glande. Tenía un sabor que no conseguía definir. Tal vez salado, tal vez agridulce. No lo sé. No conseguía gustarme, pero como estaba un poco borracha no me importó. Era el precio de una sana relación sexual.

Metí el pene en mi boca e hice la mamada lo mejor que sabía hacer. Metiéndome y sacando ese pedazo de carne, besando sus testículos, lamiendo la base del tronco. El pene iba creciendo lentamente hasta tomar todo su tamaño erecto. Me gustaba que estuviera así, listo para mí. Levanté el rostro y le miré a los ojos.

— Penétrame, Jaime —le pedí.

Me tiré sobre la cama y mi novio se puso sobre mí. Él es muy alto, de cuerpo muy delgado y músculos que parecían tiras tensas sobre sus huesos. Su mirada de ojos marrones me dominó y su aliento fresco me golpeó el rostro. Me gustaba estar así, desnudos y dispuestos. Su pene golpeó mis labios vaginales y yo abrí las piernas para él.

— Penétrame —repetí.

Él me dio un beso a pesar que yo sólo quería su verga en mi coño. Con todo, le restregué su boca con mi lengua, para que se diera cuenta que estaba bien caliente. Jaime entendió y bajó la cadera. Lentamente, me penetró. Escuché un quejido y luego su pene retrocedió. Lo agarré del culo para que no escapara. Jaime volvió y me penetró otra vez y ahora me sentí llena. Moví mi abdomen adelante y luego atrás. Mi novio siguió mi movimiento. Él me follaba.

— Así, Jaime —dije—. Que rico.

— ¿Si?

— Si, así. Justo así.

— Si, amor… eres única. Te amo, Juli.

Jaime siguió moviéndose y yo acoplándome a sus embestidas. Pero una parte de mí se desconectó. No sé por qué, a veces, a Jaime le salía el hombre enamorado mientras follábamos. A veces yo sólo quería que me follara. No quería que estuviera callado, pero no que me dijera citas de amor cada diez penetraciones.

Seguimos follando, cada vez más acoplados el uno con el otro. Envolví su cintura con mis piernas, así conseguí sentir bien adentro su verga. Jaime continuó con su movimiento, adentro y atrás, cada vez más rápido. Se paraba y lamía mis senos; volvía con fuerza a follarme; se detenía y me besaba, me decía que me amaba; y me volvía a follar como un marrano; así, una y otra vez. Yo estaba excitada, lo prometo. Pero una parte de mí, a pesar de sentir el orgasmo venir, estaba desconectaba de lo que pasaba en la habitación.

— Me voy a correr —dijo mi novio.

— No te corras adentro… córrete afuera —le pedí—. Donde quieras, pero afuera.

Por alguna razón no le había pedido usar condón y a pesar de usar pastillas la idea de quedar embarazada me aterraba.

— Puedo aguantar un poco más —aseguró Jaime.

Y yo le creí porque me faltaba demasiado poco para alcanzar el orgasmo. Y mi novio se movió como un puto pistón y yo retorcí mi pelvis una y otra vez al encuentro de su verga. Al sentir un orgasmo recorrer cada fibra de mi ser me sentí la mujer más afortunada del mundo. Sentí que tenía un puto semental entre las piernas. Entonces, Jaime no aguantó y se corrió. Y se arruinó mi noche. El hijo de puta se había corrido en mi coño.