Unas vacaciones inolvidables
Pues, en mi caso, tuve mi primera relación muy joven, apenas saliendo de la escuela secundaria, sin saber casi nada sobre el acto sexual, y lo poco que sabía –por las vagas referencias de mis compañeros de escuela o en películas o programas de tv, que sólo entonces comenzaba a comprender de qué iban– era, claro, sobre relaciones hombre-mujer: más o menos entendía que el miembro masculino entraba en la mujer, lo que por entonces debió ser ya mucho para mí, dada la nula referencia hacia esas cosas que había en mi casa, o en mi entorno en general, no ayudándome gran cosa los conceptos más bien crípticos que nos habían lanzado en una única clase de educación sexual en la escuela, de la que apenas entendí algo. Poco antes de esa edad yo todavía creía que los bebés nacían por una especie de condensación física del amor de los padres, que era como me lo habían explicado de niño, y aun recuerdo el auténtico shock que fue para mí escuchar a otros chicos hablar de cómo los papás (también los míos, claro) tenían relaciones sexuales (coito, cópula, según nos dijeran en la clase, es decir, lo que los otros chicos llamaban ‘coger’) para tenernos, pues así era como sucedía el embarazo.
O bueno, tenía otra referencia, pero que en mi inocencia o ignorancia de por entonces no supe cómo interpretar, o digerir, y que sólo después, como tantas otras cosas, entendí: había en el rancho de mi abuelo un perro, de fina raza y seguramente abandonado, con el que mi abuelo se había quedado un día que llegó por allí muerto de hambre, al que nombró Negro, por lo oscuro de su pelaje; en el rancho había ya otros perros, tres o cuatro, no recuerdo muy bien, pues mi abuelo les tuvo siempre mucho afecto, además que le ayudaban a cuidar la propiedad. En todo caso, más de una vez, cuando estábamos de visita, escuché gruñir a mi abuelo y darle luego incluso un par de golpes al pobre Negro, al que por lo demás quería como a los demás, cuando “otra vez andaba haciendo cochinadas”. Por supuesto que yo no comprendía qué eran esas “cochinadas”, ni me atrevía a preguntar ni nadie me explicaba, si bien me sentaba mal, por un rato, pues no pasaba mucho antes de que viera de nueva cuenta a los perros correteando por ahí como de costumbre. Sin embargo, dados mis largos paseos por aquella hermosa y espaciosa propiedad, un día por fuerza hube de darme cuenta: andando a solas tras la comida sin pensar en nada, disfrutando un poco el aire fresco, pude ver cómo uno de los otros perros se le “montaba” al Negro, y curiosa, a unos metros, me quedé largo rato contemplándolos, sin saber qué pasaba; sólo jadeaban, con las lenguas bien de fuera, y el otro se movía frenético sobre el Negro, que parecía como si intentara echarse al otro a la espalda sin conseguirlo nunca, hasta que, tras algunos minutos de aquel curioso juego, al fin se separaron, se olisquearon un rato y mordisqueándose se fueron por ahí. Otro día lo vi con otro de los perros, luego con otro, después también con el tercero, siendo siempre el Negro el que era montado, y eso fue todo, pues no sabía por entonces cómo interpretarlo, y por supuesto que no pregunté; sólo sabía que a eso era a lo que mi abuelo se refería con “hacer cochinadas”.
No sería sino años después, tras mi propio iniciar sexual, en que entendí que aquel Negro, si bien tenía entre las piernas lo mismo que los otros perros, en realidad era una perra, la hembra de aquella jauría de perros machos, a la que por lo demás parecían encontrar todos bastante atractiva.
En fin.
Ese verano al salir de secundaria yo solía masturbarme muchísimo, como seguro pasará con la mayoría a esa edad, si bien, en mi caso lo hacía siempre usando las bragas y un viejo brasier de mi mamá, aunque tal vez no fantaseara gran cosa mientras lo hacía sino que simplemente lo hacía y ya, liberando el instinto, explorándome, conociéndome, no muy segura todavía de cómo era que podría yo meter esa cosa mía en el cuerpo de una chica como escuchaba decir que debía hacer en algún momento, y hasta me daba algo de asco pensar en nuestros cuerpos, con el sudor, la saliva, los olores, mezclándose.
En todo caso, fue durante las vacaciones de aquel año en que ocurrió. Habíamos ido a pasar unos días en casa de mi tía en Acapulco, como hacíamos cada tantos años desde que puedo recordar, lo que tenía a mi papá contento y relajado por una vez, al dejar al menos por unas semanas sus demasiadas ocupaciones en la ciudad, lo que nos contentaba y relajaba también a mamá y a mí. Solían ser temporadas muy agradables, siempre me acordaba con placer de los buenos momentos que pasaba por allá, me gustaba ir a la playa, meterme al agua y chapotear aunque hubiera un mar de gente; una cosa sin embargo me pesaba esa ocasión, muy leve al principio, vaga, pero que fue incrementándose conforme más nos acercábamos al mar, y que sólo entonces, por primera vez en mi vida experimenté: un claro malestar con mi cuerpo, un desajuste o claro disgusto que me impedía visualizarme como otros años paseando por la playa. Ponerme un bañador como papá y andar por ahí como los otros chicos ya no se me antojaba, me sentía mal, no era así como debía ser, y mientras pasábamos a la orilla del mar camino a casa de mi tía veía con una mezcla de admiración y envidia a las chicas con sus bikinis, tan lindas y orgullosas de sus pechos semi-expuestos, como sin duda lo habría estado yo también de tenerlos, pero por desgracia no era así, con todo lo que le había rezado a Dios durante tanto tiempo, pidiéndole que me los hiciera crecer.
No estaba pues, en la misma disposición de ánimo de otros años, si bien, intentando no agriarles el viaje a mis papás con lo relajados que los veía, procuré no darle más vueltas a todo eso; sencillamente usaría una playera todo el tiempo y no me metería al mar, me iba diciendo, me pondría unas bermudas anchas, me lo pasaría lo mejor que pudiera, y listo. Después de todo eran vacaciones e íbamos ahí a descansar. Llegamos.
Advertida de antemano, mi tía salió a recibirnos llenándonos a todos de besos y de abrazos, que como siempre yo acepté con desenfado, o casi, pues apenas ver detrás de ella a mi primo que me miraba con una sonrisita algo burlona, me puse colorada. Era apenas unos meses mayor que yo, aunque su cuerpo, tan distinto al mío delgado y pequeño en general, había crecido muchísimo desde la última vez que lo viera: era mucho más alto que yo, de espalda ancha, sus brazos y sus piernas bien torneados mostraban claros músculos, un vello ya algo espeso le cubría la cara, y su voz, tan grave, hizo sonreír a mi papás que se alegraron de verlo tan enorme.
Lo curioso fue que, pese a los múltiples elogios que tanto mi papá como mi mamá le dirigieron, yo no sentí ningún recelo o envidia de él, de ver lo mucho y bien que había crecido; me fue agradable verlo, tan moreno, tan desenvuelto y tan seguro, y, con timidez, ruborizándome un poco no sabía por qué, le sonreí y le tendí la mano, sintiendo lo mucho que apretaba, tal vez incluso me apretó de más para demostrarme su fuerza, e involuntariamente solté un ¡ay! quizá demasiado fuerte, quizá demasiado mariquita, que lo hizo sonreír. Luego, mientras bajábamos todas las maletas del auto, él tomó de mi mano una algo grande, que por lo demás no tenía yo mayor problema en cargar, y con otras tantas encima me mostró una vez más lo fuerte que era.
–Dame, te ayudo, han de pesar muchísimo –le dije, caminando tras de él rumbo a la casa.
–Naa, no te vayas a lastimar esas manitas –me replicó, pero no de mala forma, sino sonriéndome, y una vez más me sonrojé, sintiendo incluso cierto raro cosquilleo en la boca del estómago.
Mientras nos instalábamos y quitábamos la pesadez del viaje con unos refrescos, mi tía nos dijo que mi prima, su hija mayor, se había ido de vacaciones a su vez a otra parte, y, de pasada, como si nada, hizo de pronto que este viaje tomara para mí un tono muy distinto, inquietante, esperanzador: yo iba a dormir en su cuarto, ya estaba algo mayor y era complicado quedarme como siempre en la misma habitación de mis papás, que, por otro lado, no pusieron ninguna objeción. Tan sólo dije “Sí, okey”, como si nada, aunque por dentro el corazón me hubiera dado un vuelco. Mi tía era divorciada desde hacía muchos años, y un poco era por eso que siempre se alegraba tanto de tener visitas, sobre todo de familia; nos atendía lo mejor posible y se ocupaba de que lo pasáramos muy bien, y todo en realidad empezó a desenvolverse como de costumbre, como tantos otros años en que nos quedábamos buena parte del día en la playa, paseábamos, comíamos fuera muy seguido y, por la noche, cansados, asoleados a más no poder, casi siempre cenábamos todos juntos algún platillo que mi tía insistía en preparar, jugábamos luego a algún juego de mesa o sencillamente los mayores charlaban largas horas mientras David y yo mirábamos una película.
Él y yo en particular no hablamos mucho, no sólo por mi natural timidez sino porque tampoco él, pese a lo desenvuelto que parecía en todas partes, tenía gran cosa que decir; era más bien reservado, de modos algo hoscos, descuidados, y más que preguntarme si quería ver una película o escuchar algo de música sencillamente me decía que me sentara o escuchara, lo que yo hacía en todo caso sin chistar. Acostumbrado en cierto modo a ser el hombre de la casa, bien consciente de su físico, seguramente veía en mí más bien a un niño, tan endeble, tan tonto y tan falto de voluntad que él no podía más que enseñarme cómo había que hacer las cosas y darme órdenes.
La misma noche que llegamos, luego de que mi tía me mandara a la despensa por unos rollos de papel de baño, y buscar y revolver y no ver nada en esa especie de ropero enorme, lo escuché pararse tras de mí, indicarme con una sonrisa que estaban hasta arriba, en la repisa más alta, y, al ver que evidentemente yo no alcanzaría, se acercó, sin pedir permiso ni amilanarse se puso frente a mí, justo enfrente, pegado a mí, estirándose cuan alto era para bajar los rollos, atrapándome entre él y las repisas de abajo. Sentí su calor, la dureza de su cuerpo, y aunque tímida volví mi cabeza a un lado no pude más que olerlo, sentir su orgullosa y juvenil hombría encima de mí, y, tardándose luego de propósito, revolviendo quizá de más, se me pegó tanto que pude sentir su pene recargado en mi barriga.
–Toma –me dijo al cabo, tendiéndome los rollos, como si no se hubiera dado cuenta de nada, sin notar lo sonrojadísima que yo me había puesto, y salió.
En todo caso, desde aquella primer noche, y no obstante las alarmas y muchos miedos que tenía en la cabeza, la tentación a mi alrededor era demasiada para poderla contener, así que no lo hice. Ya con todas las luces apagadas, en aquel calor que los ventiladores apenas y conseguían aminorar, abrí en silencio y con cuidado los cajones, descubriendo en cada rincón tesoros de un valor y belleza extraordinarias: bikinis, bragas, brasieres de todos colores, medias, coquetas calcetas de alegres tonos, faldas, minifaldas, blusas, zapatos, montones de zapatos, maquillaje, y lo mejor era que, con mi pequeña talla, casi todo me quedaba… Dios, sin duda estaba en el Cielo.
Con nervios y emoción me probé tantas prendas como pude, las braguitas, sus brasieres lindísimos, tan coquetos y distintos a la cosa vieja de mamá que yo solía usar en casa, las zapatillas, las minifaldas, tantas blusas y hasta un par de vestidos de fiesta, y cada noche, tras masturbarme con ganas (procurando no manchar nada), me acostaba con una ligera pijama de dos piezas en tono rosa.
Apenas podía dormir, y de ahí que me quedara adormilada varias veces durante el día, pero a la noche era lo mismo, no lo podía evitar; tras acomodar unos cuantos trapos bajo la puerta para que no pasara la luz, me pasaba horas y horas mirándome en el gran espejo de cuerpo entero, soñando, fantaseando, imaginándome usar aquella hermosa ropa cada día, en la escuela, en la calle, en la casa, y si bien de cuando en cuando me apesadumbraba de nueva cuenta el verme plana de pecho y sin casi caderas, el placer era tan grande que al poco rato dejaba de pensar en ello. Con mis rasgos suaves y mi cuerpo que (con todo y traicionarme no floreciendo como el de las otras chicas) era tan poco masculino, en ocasiones en verdad me encontraba linda, me sentía bonita y hacía gestos coquetos al espejo, me sonreía, me soñaba en un baile de la escuela o algo así, platicando con un chico mientras usaba la corta minifalda que me había puesto; era tan lindo sentarse con minifalda y tener que cerrar muy bien las piernas, tan divino sentir la tela delicada del brasier o las medias sobre mi piel, tan excitante poder usar toallas femeninas o simplemente una diadema que, acomodada adecuadamente, abultaba femenina mi corta melena.
Entonces, a la noche del tercer día, sucedió.
Ya tarde, dormida toda la casa, la calle, acostada y a punto de dormirme yo también con la piyama puesta, de pronto escuché que abrían la puerta: alguien acababa de entrar y había después cerrado tras de sí. Con esa ropa, bajo las delgadas sábanas, el corazón se me aceleró a mil por hora, temblé, me faltó el aire, comencé a sentir pánico de que, quienquiera que hubiera entrado, iba a descubrirme, a encender la luz en cualquier momento y notar sin duda lo que llevaba puesto, pero no pudiendo hacer nada intenté sólo no moverme, pretender que dormía y no me había dado cuenta, esperando tal vez que sólo hubieran entrado a tomar alguna cosa o a lo mejor se hubieran equivocado de cuarto pero, muy pronto todas esas suposiciones se vinieron abajo: no encendieron la luz, quien entró no dijo nada ni pareció hacer nada durante algunos segundos, quizá en lo que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad de la habitación, y luego, con pasos lentos, con cuidado, fue a colocarse del otro lado de la cama, volvió a mirar, se debió quedar otro momento ahí de pie sin que yo me atreviera a mirar y, al cabo, sencillamente alzó las sábanas y se metió dentro, justo a mi lado.
Yo seguía como de piedra, o congelada, o más bien temblequeándome un poco todo el cuerpo, sintiéndome perdida, desesperada, en cualquier momento se iba a dar cuenta de la ropa, todo mundo lo sabría, mis papás, mi tía, toda la familia… y, de pronto, sentí unas manos acariciar mi trasero.
Desconcertada, sorprendida, sin idea de qué hacer, cómo reaccionar, ni siquiera qué pensar, me mantuve inmóvil, silenciosa, esperando, mientras las manos, quizá también con ciertos nervios, o así creí sentirlo, seguían manoseándome, palpándome, explorándome, como cerciorándose de la forma, o el tamaño o quizá la suavidad de mis nalgas.
Luego, acercándose todavía más, ya del todo pegado a mi espalda, sentí su cuerpo restregarse contra mí, o, más precisamente, pude sentir en mi trasero una suave dureza, caliente, que me tomó un par de segundos entender que era un pene erecto, separado de mí tan sólo por la suave tela de las bragas y el piyama. Pero seguí sin moverme, fingiendo imposiblemente dormir, sin volverme, muerta de nervios, atontada, era obvio que ya se había dado cuenta de la ropa, y pensando en esto y las posibles nefastas consecuencias que tendría el que todos ahora supieran mi secreto, él comenzó a bajarme el piyama.
Sólo entonces, incapaz ya de fingir, con un hilo de voz, sin atreverme a voltear todavía, pregunté:
–¿Q-qué h-haces…?
–Sshh… relájate –dijo, susurrando muy cerca de mi oreja y acabando de bajarme las bragas. Era mi primo, obviamente.
–Pero… es que… ¿qué…? –balbuceé de nuevo, confusa, nerviosa a más no poder, aunque sin oponerle ninguna resistencia, como de costumbre.
Me sentí del todo expuesta. Desnuda. Frente a él. Frente a su pene, que él entonces comenzó con una mano a dirigir hacia mi ano.
–¿Q-qué haces? –volví a preguntar en un susurro, al fin volviéndome hacia él.
–No me digas que no quieres.
–¿Q-qué… qué cosa?
–Que te meta la verga.
Solamente entonces, en un instante, como un relámpago, todo en mi cabeza se volvió increíblemente claro: hablaba de coger, por supuesto, de unirnos sexualmente, como los papás y las mamás, o no precisamente, pues, en lugar de una unión hombre-mujer, pene-vagina, sería hombre-¿hombre?, pene-¿ano…? ¿Mi ano? ¿Me iba a meter el pene por el ano?
–N-no sé… es que… bueno… ¿y si… y qué tal que alguien…? –seguí balbuceando, aturdida, espantada todavía, sintiéndome como en un sueño.
–No te apures, lo hacemos sin ruido.
–Es que yo… no… nunca…
–¿Qué?
–Pues… nunca… es decir… no sé cómo…
–¿No sabes cómo? Je, je…
–Pues, no, la verdad que no –le respondí algo ofendida, frunciéndole levemente el ceño.
–Okey… no te apures, sólo intenta relajarte, a lo mejor te duele un poquito al principio… pero es normal, en un rato pasa –me indicó, con una aparente seguridad que sin embargo traicionaba un poco su tono de voz. Aunque nunca lo supe de seguro, quizás aquella fuera también su primera vez.
–Mmh… okey… –le respondí al cabo, insegura, sumisa, sabiendo que en todo caso no podría quitármelo de encima, siendo mucho más grande y fuerte que yo, amén de no haber deseado por nada del mundo que los demás se enteraran y… bueno, en el fondo, una vez fui comprendiendo de lo que se trataba, la idea no me pareció en absoluto desagradable, de hecho, comencé a sentir una enorme curiosidad, deseo de saber, de conocer qué se sentía, y sencillamente lo dejé que me acariciara.
Con sus manos algo temblequeantes, me hizo alzar un muslo y volvió a acercar su pene, intentando hallar la entrada posterior de mi cuerpo, pero en la oscuridad, con la inexperiencia, los nervios, la incomodidad, no pudo hacerlo.
–¿Sabes? Es más fácil si te pones en cuatro –me dijo, recordando seguramente algún video porno que viera.
–¿Cómo?
–Así, como perrita.
–Ah… –le respondí, y, obediente, echando las sábanas al suelo me acomodé de rodillas en el colchón, muy nerviosa todavía, sin saber muy bien qué hacía, pero cada vez más emocionada y hasta deseosa, y esperé–. ¿Así? –susurré luego, mirando su figura opaca en la oscuridad, mientras instintivamente alzaba mi trasero y separaba mis piernas, apoyando las manos en el colchón.
–Sí, justo así –me respondió, satisfecho, y, luego de colocarse tras de mí, acomodándose de rodillas y bien pegado a mí, intentó de nuevo buscar mi entrada.
Y la encontró.
El contacto directo de su pene en el borde de mi ano aún cerrado me hizo estremecer, suspirar, tenía mucho miedo y muchos nervios, pero ahora de verdad quería hacerlo, tal vez lo necesitaba, me decía, para saber de una vez si aquello me gustaba o no… y si lo hacía, si me gustaba, eso me convertiría en… ¿homosexual?
Pero en lugar de penetrarme él entonces escupió en mi ano, sacándome de aquellas repentinas reflexiones.
–Es para lubricar –me explicó, respondiendo a la pregunta que yo no alcancé a hacer, y tras escupir una vez más introdujo un dedo en mí.
–Mmhh… –gemí involuntariamente, resintiendo ese contacto tan inusual y recelando un tanto de la dureza de su dedo, que él empezó luego a mover, suave, más y más adentro, antes de volver a escupir y meter luego un dedo más.
No había ningún ruido en la calle, si acaso pasaban de cuando en cuando autos solitarios, el ladrido de algún perro desvelado, el rotar del ventilador, acrecentándose por ello tal vez la percepción que tenía de nuestras respiraciones.
–¿Crees que… duela mucho? –le pregunté de pronto, dudando que mi ano fuera capaz de recibir un pene si con trabajos conseguía admitir un par de dedos.
–No mucho… Bueno, sólo al principio… pero pasa rápido… de verdad.
–¿Tú ya… digo… ya lo has hecho?
–Sí, claro, no te apures –me aseguró, aunque ya desde entonces yo dudé, por más que, en general, pareciera saber muy bien lo que estaba haciendo.
Pero yo no me relajaba, no podía, por más que él dedeaba mi esfínter estaba en verdad tenso e incluso dolía un poco, y, asustada, creyendo al menos que así ganaría algo de tiempo, me volví de nuevo y, en un susurro, apenada, la pregunté:
–¿Me dejas… verlo?
–¿Qué cosa?
–Pues… tu… pene…
–Je, je… sí, claro, mira –me respondió, tomándome de la mano cuando me volví, y, en la semipenumbra, a la leve luz de luna, pude ver en efecto su miembro erecto: era grande, muy grande quizás, cuando menos mucho más grande que el mío, al igual que los testículos, que estaban ya bien maduros y llenos de vello.
Justo entonces algo en mí se removió, mis instintos de hembra de pronto despertaron, y, contrario al semi-rechazo y desconcierto que solía sentir al pensar en chicas, ese miembro masculino me llamó poderosamente hacia él: sin pensar, sin reflexionar, estiré mi mano y lo tomé, muy suave lo acaricié, y, así como él había estado explorando mis nalgas hacía un rato, yo me puse a explorar su pene, comprobé su dureza, su grosor, la forma de la cabeza, y, curiosa, hipnotizada, acerqué mi cara a él y abrí la boca, comenzando a mamar.
–Ahh… ahh… –gimió David, sorprendido quizás pero para nada insatisfecho, y, así de rodillas, tomó mi cabeza entre sus manos y me empujó ligeramente hacia él.
No sabía por qué lo hacía, no entendía cómo es que no había podido contenerme, y en realidad no sabía siquiera cómo es que debía hacerlo, pero mis instintos me guiaban, estaba en mi naturaleza, y de buenas a primeras, aprendiendo mientras lo hacía, chupé la cabeza, lamí el tronco, apreté suavemente con los labios, succioné y succioné, atrapando tanto como podía en mi boca, queriendo tragar lo más posible, hasta que me vinieron arcadas y tuve que separarme.
–Más despacito… no me vayas a hacer venir.
–Okey –respondí, y, una vez pasó la sensación, volví a la carga.
Era curioso cómo, aunque el sabor era algo amargo, salado, no me producía ningún asco, ni siquiera cuando, de tanto en tanto, brotaban de la punta algunas gotas de líquido previo, que de inmediato me apresuré a lamer y saborear; pese a lo cansado que resultaba, bien habría podido seguir largo rato si él no me hubiera detenido.
–Ya, ya… no me quiero correr todavía –me dijo, apartándome.
–Sí, perdona –le contesté, limpiándome la saliva con una mano.
–¿Te gustó?
–Sí… es… tan grande.
–Je, je, sí… ¿La quieres sentir por atrás?
–Sí –le respondí de inmediato, ya sin duda alguna, y sin que él me lo dijera me coloqué como antes, ofreciéndole mi colita, justo como había visto tantas veces hacer a la Negra con sus ‘novios’, ansiosa ya por ser “montada” como ella.
David volvió a acomodarse, con una mano guió la punta de su miembro, la recargó suavemente en mi esfínter, y empujó… enterrándose unos cuantos centímetros, que para mí se sintieron como un tronco de árbol.
–¡Aayyy! –chillé adolorida, o ahogando más bien mi grito con la almohada, sintiendo una espantosa punzada que me recorrió todo el cuerpo.
–Relájate… no me hagas fuerza –me indicó él, deteniéndose.
–Okey… okey… es que… dolió mucho –me le quejé, como reclamándole, y él paciente aguardó unos momentos antes de intentarlo de nuevo.
–Relájate, ¿okey? En cuanto te abras va a dejar de doler –me dijo, acomodándose de nuevo.
–Sí… okey.
Otra vez su punta se recargó en mi ano, volvió a hacer presión y volvió a doler horrores.
–¡Ayyy… no, no para, para…! –le pedí, le supliqué, apartándolo de mi con una mano.
–Estás muy tensa –me dijo, o reclamó, sin fijarse tal vez en que me había interpelado en femenino.
–A lo mejor es… muy grande, no sé.
–Je, je… bueno, supongo… pero no, verás que entra muy bien en cuanto te relajes. Tienes que aguantar el dolor un poquito al principio.
–Mmh… okey –respondí resignada, no muy segura de que lo que me decía fuera cierto; a lo mejor de verdad no era posible, a lo mejor no debíamos hacerlo, a lo mejor por eso era que las relaciones de este tipo estaban prohibidas y… en fin, yo no sabía nada.
–Vale, ¿lista?
–Sí, okey.
Volvió a recargase, con una mano apuntó la cabeza justo donde debía, y presionó, de nuevo presionó, enterrándose lo que me parecieron metros y doliéndome muchísimo todavía, aunque, intentando de verdad no resistir como me dijera, tan sólo tapé mis gritos con la almohada en tanto él seguía empujando, entrando más y más en mí; la punzada seguía ahí, dolía, dolía mucho, quería gritar, apartarme, se me salieron las lágrimas y chillé, segura ya de que aquello no era lo mío, después de todo también yo era un chico y mi ano no estaba diseñado para esto sino sólo para evacuar, sentí que iba a romperme, temí que de un momento a otro me desgarrara y empezar a sangrar… pero no, no, no hubo nada de eso, y, al contrario, conforme más y más entraba, expandiendo mi recto a su paso, el dolor se iba desvaneciendo, aún sentía que mi colita estaba por explotar de lo llena, pero ya sin la punzada, y luego, cuando él se retiró un poco y entró de nuevo, se retiró y entró, se retiró y entró, tomándome fuerte por las caderas, un placer extraño, hasta entonces por completo desconocido, insospechado, fue creciendo y creciendo en mí, su pene se deslizaba cada vez con mayor facilidad dentro de mí, mi ano lo recibía sin hacerle fuerza, mis nalgas chocaban ligera y continuamente contra su pelvis, coquetas, y supe que lo habíamos logrado: estábamos cogiendo, ¡mi primo me estaba cogiendo, y era maravilloso!
–Mmhh… mmhh… ayymmh… –seguí gimiendo quedo, medio asombrada, disfrutando de cada centímetro de falo.
–Ohh… ahhh… eso… eso… –gemía él también, bajito, descargando emocionado en mí su energía masculina, penetrándome a veces suave y luego más fuerte, a veces lento y luego más rápido, rebotando dulcemente contra mis nalgas.
–Mmhh… sí… sí… mmhh…
Era riquísimo, delicioso de verdad, nunca había probado nada igual, y me le entregué por completo, me confesé por primera vez lo mucho que me gustaba, lo mucho que me había gustado desde que lo viera el primer día que llegamos, tan grande y tan fuerte, tan guapo y masculino, y pasando una de mis manos hacia atrás acaricié su muslo.
–¿Te gusta?
–Sí… sí… mucho, sigue por favor, sigue…
Él entraba y salía de mí, entraba y salía, rítmico, emocionado, y mientras mi colita lo acogía con cariño, encantada, mi pene, tan erecto como el suyo, se bamboleaba entre mis piernas de acá para allá, inútil, como un órgano sexual secundario que sólo muy de cuando en cuando algunos chicos después estimularon.
–Ayymh… aymhh…
–Ahhh… ohhh…
–Más, más… mmhh…
Mi recto lo recibía ya al completo, a cada nueva embestida su pene entraba hasta los testículos, a fondo, causándome un placer increíble, inesperado, divino, haciéndome consciente de que ya no podría vivir sin seguir haciendo aquello, comprendí que mi verdadero órgano sexual, mi órgano reproductor, era mi colita, mis nalgas y mi ano: por eso nunca me habían atraído particularmente las chicas, por eso es que incluso me daban algo de asco, lo que yo necesitaba era un hombre, recibir dentro de mí su órgano masculino y complacerlo como hembra.
Por más que intentábamos no hacer ruido, en ocasiones él se aceleraba, emocionado, excitado, incapaz de contenerse, haciéndome casi soltar gritos que ahogaba difícilmente con la almohada, y no menos escandaloso me parecía el continuo y rítmico chocar de su pelvis contra mis nalgas, pero no quería parar, no habría podido parar, era tan rico, tan lindo, tan hermoso, y me sentí tan plena, tan dichosa, que en un momento mi cuerpo se estremeció de pies a cabeza mientras mi clítoris expulsaba su semen de hembra sobre el colchón, lo que hizo de inmediato contraer mi ano y apretarlo.
–¡Ammhhh! –grité sobre la almohada, pero él no se detuvo, al contrario, al sentir la apretura extra de mi recto también él se sobreexcitó, siguió y siguió fuerte, inconsciente, dio unas últimas fortísimas embestidas y, al cabo, también él deslechó… ¡deslechó dentro de mí! Claramente sentí el chorro caliente de su semen bañarme las entrañas, y fue como entrar al Cielo.
–¡Mmhhhh…! ¡Aayymmhh…! –gemí todo lo maricona que era, extasiada, recibiendo cada gota con placer.
Esto era todo, claro, de esto era que se trataba, éste era el verdadero fin del acto sexual, el macho que preñaba a la hembra, era así como la hembra quedaba embarazada y tenía un bebé, pensaba yo, y me sentí tan increíblemente satisfecha, tan orgullosa de haber hecho todo bien, que una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en mi rostro, en tanto él seguía todavía dando unas últimas y muy suaves embestidas, exhausto, jadeante, satisfecho, hasta que al fin su pene, ya casi del todo fláccido, resbaló de mí, arrastrando un hilo de semen que corrió por mi muslo.
Caímos rendidos en el colchón, ahítos, suspirando, había sido tan increíble que no había palabras, estaba tan contenta de que pasara, me sentía tan bien, tan completa, tan femenina, tan mujer o hasta más que mis compañeras, la mayoría de las cuales de seguro no habían estado todavía con un macho. Sin duda alguna esa noche cambié, no pude ser la misma, y así como ellas con su regla de un día para otro pasan de niña a mujer, yo esa noche con mi unión pasé de niño a mujer, era obvio que ya no era un macho, quizá nunca lo fui, aunque solo entonces me di por completo cuenta.
–¿Te gustó? –me preguntó David al cabo de un rato, acariciando mi barbilla.
–Sí, mucho, muchísimo… gracias –le respondí, sonriendo, agradecida de verdad.
–¿Vengo mañana?
–Si quieres.
–¿Tú quieres?
–Ji, ji… sí, ven.
–Okey… bueno, hay que dormir, es muy tarde –dijo, bostezando y estirándose cuan largo era, levantándose luego de la cama.
–¿Oye? –le pregunté de repente, antes de que se fuera.
–¿Qué?
–¿Y a ti… te gustó?
–Sí, claro –me respondió, sonriente también, y luego se marchó.
Ni qué decir tiene que por el resto de las vacaciones, poco más de una semana, repetimos el encuentro cada noche, e incluso un par de veces los hicimos durante el día al encontrarnos a solas; yo lo esperaba con ansia cada vez, lo deseaba, quería sentirlo otra vez dentro de mí y, finalmente, al llegar la noche, me le entregaba con gusto, con ternura, me hacía sentir tan mujer que lo recibía cariñosa, agradecida, feliz.
Por desgracia, y como no podía ser de otra forma, al fin las vacaciones se terminaron, yo volví a casa y no volvimos a reunirnos sino algunos años más tarde, en muy distintas circunstancias, quizá evitando vernos durante todo ese tiempo, aunque ya no volvimos a coger; de hecho pasó un buen tiempo antes de que volviera a hacerlo con nadie.
Durante la prepa tuve sólo sexo oral, siempre con chicos, pero no me acosté con ninguno hasta cuarto o quinto semestre, en que ofrecí mis favores a un par de profesores a cambio de mejores notas, recurso que me fue muy útil después en la universidad, cuando, ya lejos de casa, al fin pude dar rienda suelta a mi naturaleza. De hecho, estuve entonces con tantos chicos que a veces me sentí mal, me llegué a sentir como una puta, y no era eso lo que quería, me hice incluso cierta fama de maricona y por eso mismo muchos me buscaban, pero en el fondo me habría encantado tener una linda relación con alguien, algo estable, duradero, quizá para siempre, casarme incluso, aunque para eso primero debía transicionar, que fue lo que hice apenas terminar la Uni.