VECINA

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Me llamo Juan Carlos, tengo 37 años, estoy divorciado desde hace dos años y vivo solo desde entonces en la casa en la que nací, heredada a la muerte de mis padres. Es un primer piso de un edificio de ocho plantas, lo que me proporciona el acceso a la terraza del patio comunitario. Esto tiene ventajas e inconvenientes. Entre las ventajas, que dispongo de espacio extra para mis trastos y para las macetas y plantas que mis padres cuidaron con mimo durante años. En contra, que tengo que recoger todas los objetos que se les caen a los vecinos. Así ha sido durante años y no es que me moleste, pues me limito a dejar las cosas recuperadas en una caja que la comunidad puso al efecto para que el propietario las recupere. En ocasiones me encuentro alguna tarjeta de agradecimiento en el buzón o, de forma excepcional, mi vecina de arriba me baja croquetas o un bizcocho para darme las gracias.
Aunque nací en la casa y ahora llevo un par de años habitándola, la verdad es que apenas conozco a los vecinos, si exceptuamos a mi vecino de rellano, a la vecina de las croquetas, y a doña Carmen, que vive en el 4º B desde siempre. El resto me son desconocidos, y solo conozco de ellos las prendas que caen a mi terraza, por lo que deduzco que en uno de los pisos vive un hombre del que recogí un mono de trabajo en una ocasión y que en otro debe haber niños por unas sábanas de Disney, pero no conozco a ninguno en persona. Así que el día que apareció un tanga cogido de una pinza me sorprendí, pero me limité a dejarlo en el cajón y no pensé más en ello hasta que el día siguiente encontré una tarjeta en el buzón con un “gracias” escrito con mayúsculas y un corazoncito dibujado que me hizo sacar una sonrisa.
Me picó la curiosidad y salí a la terraza a ver si podía observar algo de los pisos superiores, pero ninguna prenda colgaba de ningún tendedor y me quedé con las ganas de saber más.
A los pocos días apareció un jersey femenino y, tras devolverlo al cajón, una nueva tarjeta con un “gracias, guapo” y el consiguiente corazón apareció en mi buzón.
¿”Gracias, guapo”? ¿Qué significaba eso? ¿Me conocía? Me asomé de nuevo pero no había nada que ver, así que me metí en casa hasta que escuché que algo caía a la terraza. En el suelo había un tanga de encaje negro con una nota manuscrita que decía “súbemelo al 4º B, guapo”. ¿Al 4º B? ¿Doña Carmen? Pero si es de la edad de mi abuela. Lo metí directamente en su buzón y me dispuse a olvidar que una anciana estaba intentando ligar conmigo.
Al día siguiente, mientras regaba las macetas de la terraza cayó una prenda a mis pies. Alcé la vista pensando que el propietario de la misma estaría asomado pero no había nadie. Extrañado, recogí del suelo lo que pronto descubrí que era un conjunto de braga y sujetador de encaje negro sujeto por pinzas y con un papel entre las dos prendas. Me metí en la cocina y abrí las pinzas para descubrir una foto Polaroid de una chica a la que no se le veía el rostro vistiendo el conjunto que ahora estaba sobre la mesa. Al tomar las prendas para compararla con la foto noté que el tanga estaba húmedo en su interior: ¡me lo había tirado recién usado! Escrito detrás de la foto estaba de nuevo la frase “súbelo al 4º B, guapo”. Estaba alucinado con la insistencia de la vecina y volví a mirar la foto, fijándome en un tatuaje del brazo de la chica que me resultó muy familiar. Estaba seguro de que lo había visto antes, pero no podía recordar a quién pertenecía. Con toda seguridad, a doña Carmen, no, ja, ja, ja…
Ahora, la invitación no podía ser más explícita, así que tomé las prendas y me dirigí al 4º B. Estaba nervioso e intrigado por saber quién me esperaba al otro lado de la puerta. Llamé al timbre y cerré los ojos a la espera de quien fuera que abriese. Oí pasos y retrocedí. Se abrió la puerta y escuché “hola, guapo”. Abrí los ojos y me llevé la sorpresa de mi vida: ante mí estaba Ángela, la dependienta de la frutería en la que hacía la compra semanal y a la que conocía desde niña.
—¡Ángela! ¿Qué haces aquí? ¿Y doña Carmen?
—Hola, guapo, repitió, y al oírla me vino a la mente que era el saludo que siempre cruzábamos en la tienda: ella decía “hola, guapo” y yo respondía “hola, princesa”. Así era desde que ella tenía 16 años y empezó a trabajar con su madre. Ahora rondaría los 24 y, a juzgar por la foto que me había mandado, estaba hecha un bombón.
—Hola, princesa. Le devolví el saludo y la contemplé, sorprendido. —¿Y doña Carmen?, insistí.
—En el pueblo, con mi madre.
—¿Con tu madre? ¿Qué hace con tu madre?
—Ja, ja, ja… Es que no lo sabes, ja, ja, ja… Doña Carmen es mi abuela, ja, ja, ja…
Su risa era encantadora y la contemplé desde el quicio, embobado. Mi mente estaba bloqueada. No había imaginado que la niñita que correteaba por la frutería fuese la nieta de mi vecina. Nunca la había visto por el edificio ni a doña Carmen por la tienda, así que no asocié que pudieran ser familia.
Ángela se quedó mirando las prendas que llevaba en la mano y, riéndose, me dijo:
—Por fin te has decidido a devolverme mis cosas, ¿eh?
Yo no reaccionaba aún, y estiró la mano para cogerme del brazo y hacerme entrar en el piso.
El tatuaje… Cómo no había recordado el tatuaje, si incluso me había pedido consejo antes de hacérselo, representando un ave fénix renaciendo del fuego, homenajeando así su recuperación de un cáncer un par de años atrás.
—¿Sorprendido?
—Pues claro. Por todo: por que vivas aquí; por que seas la nieta de doña Carmen; por tu atrevimiento…
—Ja, ja, ja… Pensé que con el primer mensaje te darías cuenta de quién era, pero ya vi que no, así que tuve que provocarte un poquito, ja, ja, ja…
—¿Y por qué tenias que provocarme?
—Ay, qué tonto eres… ¿Cuántos años hace que me conoces, que me ves en la tienda de mi madre? ¿20? Pues esos son los que llevo enamorada de ti.
—Pero si eras una niña…
—Bueno, a lo mejor exagero un poco, pero desde la primera vez que me dijiste “princesa” he pensado en ti como el hombre de mis sueños. No sabes cómo sufrí tu noviazgo y tu boda y que desaparecieses de mi vida. Por eso, cuando volviste tras el divorcio y la muerte de tus padres, sentí renacer las ganas de vivir y fuiste mi gran ilusión para superar la enfermedad. Tú me regalaste aquella peluca de payaso cuando se me cayó el pelo y me aconsejaste mi único tatuaje. Tatuaje que me hice pensando en ti, mira…
Acercó su brazo a mí y observé un detalle que se me había pasado por alto las docenas de veces que se lo había visto: medio oculto entre las plumas llameantes se leía un nombre: Juan Carlos. No lo podía creer, Ángela estaba enamorada de mí y no me había dado cuenta en todos esos años. Estaba estupefacto.
—¿Me perdonas el atrevimiento?, habló, clavando la mirada en el suelo.
—Sí no hay nada que perdonar, Ángela. Es que me has pillado por sorpresa y no sé qué decir.
—Pues no sé, podías decir que también estás enamorado de mí, ja, ja, ja… No, en serio, siempre te he amado y he tenido la esperanza de ser correspondida, y tenerte cerca todos los días me ha dado fuerzas para seguir adelante con la vida.
—¿Sabes que te llevo más de diez años?
—¿Y qué? Cuando tenía 16 años sí lo veía exagerado, pero ahora no soy una cría y no veo esa diferencia entre nosotros.
Conforme hablaba, Ángela había tomado mi mano con las suyas y había acercado su rostro a escasos centímetros del mío. Cuando quise hablar, sus labios se posaron en los míos suavemente y un escalofrío recorrió mi espalda. Devolví la caricia a su boca y enseguida nos enzarzamos en un beso húmedo y sensual que acabó cuando Ángela me hizo levantar y, cogiéndome de la mano, me llevó al dormitorio. De pie continuamos los besos al tiempo que Ángela desabotonaba mi camisa y mis pantalones, que en escasos segundos estaban esparcidos por el suelo. Su mano acariciaba mi paquete sobre el bóxer que aún vestía haciendo crecer mi pene ya excitado. Sus ropas siguieron el camino de las mías y pude contemplar su espléndido cuerpo ceñido por un sujetador con un dibujo infantil y un minitanga que solo tapaba el monte de Venus y se introducía entre los cachetes de su primoroso culo. La aparté para contemplarla y aprovechó para dejar sus pechos al aire, acariciándose los pezones que mostraban ya su excitación. Dirigí mis manos a ellos y pude comprobar su dureza y la firmeza de sus senos veinteañeros mientras su mano extraía mi polla de su prisión e iniciaba una suave paja.
De un ligero empujón me hizo tumbar en la cama y se situó encima de mi pecho, arrastrando su coño todavía protegido por el tanga por todo mi cuerpo. La humedad del mismo traspasaba la escasa tela y mojaba mi cuerpo. Valiéndome de mi mayor envergadura la levanté y coloqué su coño en mi boca, y, apartando la empapada tela, procedí a saborear los líquidos que emanaba de la joven vagina. Los gemidos de Ángela eran potentes y continuados, y no tardó en alcanzar su orgasmo, llenándome la boca de su fluido dulzón que ella misma probó directamente de mis labios.
Permaneció tumbada unos momentos encima de mí mientras acariciaba mi excitada verga. Enseguida se deslizó y la tomó en su boca, masajeando el glande con su húmeda lengua al tiempo que su mano acariciaba mis huevos. Mi excitación era máxima y le pedí que parase para prolongar el juego amoroso. Aprovechó para despojarse del tanga y volvió a tumbarse encima de mí, frotando sus duros pezones contra mi pecho y haciéndolos llegar hasta mi boca, que los acogía alternativamente mordisqueándolos hasta hacerla gemir de placer.
Con un rápido movimiento situó mi pene en la entrada de su vagina y la hizo deslizarse en su lubricado interior, dando inicio a un suave vaivén para dar tiempo a acoplar ambos órganos. Se erguía ante mí majestuosa. Sus ojos cerrados y la boca entreabierta denotaban el placer que experimentaba al ser atravesada por mi verga. Los gemidos y suspiros aumentaban al mismo ritmo que mis embestidas. Sus pechos se alzaban poderosos, excitados. Sin sacar mi polla de su interior echó su cuerpo atrás y la posición me permitió acariciar su hinchado clítoris, proporcionándole un nuevo orgasmo que regó mi pene con sus calientes y pegajosos fluidos. La visión extática de mi hermosa vecina me hizo acelerar el ritmo y me dispuse a correrme en su interior ante la imposibilidad de apartarla de encima de mí.
—No te preocupes, córrete dentro, lléname de leche…, suspiraba Ángela.
No aguanté más y unos poderosos chorros de semen inundaron el coño de la joven vecina enamorada. Al sentirlos dentro apretó los músculos de la vagina exprimiendo mi polla y extrayendo hasta la última gota. Luego se tumbó sobre mí y me besó.
—Ha sido maravilloso. Durante años había soñado con este momento y nunca creí pudiera convertirse en realidad.
Nos quedamos abrazados en la cama, esperando recuperarnos para un segundo asalto que sabíamos que se produciría. Y un tercero, y un cuarto…
Ahora, Ángela se ha vuelto un poco descuidada y todos los días se le cae alguna prenda del tendedor, ja, ja, ja…
FIN

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