Susana follando muy rico con Papá Noel

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Recuerdo que el último 22 de diciembre había muchos adornos navideños en el hall del instituto. No tuvimos clase, tan sólo un acto presidido por el tutor de cada grupo donde nos entregaron los boletines de notas de la Primera Evaluación. Yo suspendí Sociales y Física y Química. La primera, por no haber estudiado lo suficiente y la Física y Química porque fallé demasiado en el examen de formulación. A las doce del mediodía ya no quedaba nadie en el instituto.

Hacía un día soleado. La temperatura era de 23ºC. Mis amigas y yo nos decidimos a bajar andando hasta cerca de la zona portuaria, donde está el centro comercial: un gran edificio de ocho plantas, con forma cúbica y fachada acristalada. Entramos en los grandes almacenes. Como había mucha gente, pasamos lo más rápido posible por la planta calle, donde están las secciones de Cosmética, Joyería, Fotografía, Óptica y otros artículos “de primera necesidad”. Sandra y Pepa querían ver discos de música hip-hop, de modo que se dirigieron hasta las escaleras mecánicas y yo las seguí.

Cuando estábamos en las escaleras, sonaba el villancico “Jingle bells” y un canoso jubilado, que ascendía detrás de nosotras, se entretuvo todo lo que quiso mirándome las piernas. En pleno mes de diciembre -¡milagros de la isla en que vivimos!-, podía permitirme el lujo de lucir una faldita atrevidísima, tipo colegiala: plisada por delante y lisa por detrás, con hebillas de vinilo y cuadros en blanco y negro.

La sección de Música está en la Tercera Planta. Mientras Sandra y Pepa ojeaban los últimos éxitos del Hip-Hop, yo me aproximé a la sección de Cine, que está al lado. Estaba mirando los Dvds de “Juego de tronos” cuando un hombre de mediana edad de aspecto grave y distinguido, se me acercó y me preguntó, con amabilidad:

-“¿Te gusta “Juego de tronos”?”.

-“Sí…” –le respondí.

-“A mí también” –comentó el señor, sonriendo, y continuó a lo suyo, buscando entre las series que se le ofrecían.

Al fin, me cansé de esperar a que mis amigas terminaran en la sección de música y decidí subir sola a la planta superior. Mientras subía un nuevo tramo de escaleras mecánicas, giré hacia atrás la cabeza y vi al mismo viejo canoso de hacía unos minutos, dos escalones abajo, relamiéndose de gusto mientras me miraba el culo. Me olvidé de él y pensé en mis nuevas amigas. No era la primera vez que nuestras distintas aficiones nos separaban. Por un instante, eché de menos a Pepa y Sandra, mis amigas de antes.

Entré en la planta cuarta y el anciano de cabellos blancos, sintiendo un ligero ataque de vergüenza, continuó solo hacia arriba. La cuarta planta está dedicada a los niños. En ella hay una amplia sección de moda infantil y complementos para niños y niñas de todas las edades: uniformes, batas de colegio, ropa de vestir, chándales y todo tipo de ropa deportiva, ropa interior, ropa de baño… También hay un espacio para juguetes, películas infantiles, video-juegos, papelería, complementos escolares -como agendas, pinturas y artículos de dibujo técnico-, y una surtida librería infantil. El villancico “¡Ay chiquirritín!”, en una versión para orquesta de cuerda sin voces, sonaba como música ambiente.

Al entrar en la sección de juguetes, vi, contenta, la figura de San Nicolás -el Papá Noel de los europeos, el Santa Claus de los norteamericanos-, sentado en su trineo, rodeado por ocho renos de cartón plastificado y acompañado por varios niños que hacían cola para entregarle sus cartas, llenas de peticiones de regalos. Como soy bastante traviesa y me aburría, me puse a la cola. Siempre me ha caído bien Papá Noel y, además, en aquel momento, no tenía nada mejor que hacer. Delante de mí había dos niñas y dos niños, además de la pequeña que en esos instantes estaba sentada en las rodillas del anciano señor del traje rojo. Debo decir que aquel Papá Noel de centro comercial era perfecto: regordete, bonachón, barrigudo y con una larga barba blanca. Ninguno de los niños de la cola superaba los ocho años y tres de ellos iban acompañados por sus madres.

Según supe más tarde, el actor que representaba el papel del amable santo de Bari se llamaba Miguel Ángel Monteagudo. Aquella era la segunda navidad que daba vida a Santa Claus en ese centro comercial. Seguía un ritual con cada niño que apenas sufría variación. Primero, los saludaba con un sonoro “¡Jo-jo-jo-jo!” y un cordial y divertido “feliz navidad” que a los mocosos les dejaba encandilados. Después, los dejaba sentarse en sus rodillas y les preguntaba si se habían portado bien durante el año y qué regalos querían. Se quedaba con la carta de los niños y, como despedida, extraía de un enorme saco que tenía a sus pies un pequeño obsequio que entregaba a sus incondicionales seguidores. Cada regalo iba envuelto en papel de estraza, rosa para las niñas y azul celeste para los niños, y estaba rematado con un lazo rojo. Papá Noel regalaba a todas las niñas una muñeca articulada y a los niños, un hombrecito articulado con aspecto de super-héroe. Los ojillos vivarachos de Papá Noel sonreían con sinceridad mientras hablaba con los niños. Por eso, los pequeñines lo apreciaban y creían en él. Miguel Ángel Monteagudo atendía a cada niño con paciencia, amablemente, escuchando cada una de sus palabras, estrechándoles de vez en cuando contra su abombado pecho y besándoles el rostro a través de su postiza barba blanca.

El actor que hacia el papel de Santa Claus tenía cincuenta años, pero con los atavíos del Santo del Polo Norte parecía mucho más viejo. Estaba divorciado y tenía un hijo, ya mayor. Miguel Ángel trabajaba el resto del año como guardia en el Museo de la Naturaleza y el Hombre, pero su afición a las candilejas le hacía pertenecer a un grupo de teatro de la ciudad con el que había representado durante los últimos veinte años a Buero Vallejo, Muñoz Seca, Moliere, Shakespeare y Dickens, entre otros. Aquel trabajo en el centro comercial le procuraba unos ingresos adicionales nada despreciables ya que su sueldo del museo era bastante escaso.

Me percaté de que Papá Noel había advertido mi presencia y que, mientras hablaba con los niños que me precedían en la fila, me miraba a mí de hito en hito. Pensé que a Santa le extrañaría que una chica mayor hiciera cola para hablar con él y no pude evitar ruborizarme. Cuando el último niño de la cola tomó asiento en las rodillas del Señor de la Navidad, otro niño -de seis años, pelo pincho y cara de pillo- se escapó de la vera de su madre y se situó detrás de mí, abrazándose a mis piernas. Su madre corrió tras él y consiguió a duras penas separarlo de mí. Después, me pidió disculpas. Me limité a sonreír, como si no pasara nada, y la madre se marchó con el chiquillo, renegándole por molestar a “una chica tan guapa”.

Al llegar mi turno, me acerqué a Papá Noel y me senté tranquilamente en sus rodillas, como hacían todos los niños, pero atravesándole los ojos con los míos y exhibiendo una sonrisa radiante.

-“¡Jo-jo-jo-jo!” -entonó san Nicolás, haciendo “un gallo” imprevisto-. “¡Feliz navidad!”.

-“¡Feliz navidad!” –le contesté, divertida.

-“¡Eres una niña muy bonita!” -exclamó Papá Noel, abrazándome por la cintura-. “¿Cómo te llamas?” –me preguntó.

-“Susana” –le contesté.

-“¿Y cuántos añitos tienes?” –me interrogó Santa Claus.

-“Catorce” –le confesé.

-“¿No eres un poco mayor para estas cosas?” –me preguntó el santo de Bari.

-“En realidad, soy una niña…” –le respondí, hablando con mi voz más infantil y jugueteando con una de mis coletas.

-“¿Dónde está tu carta?” –insistió el barrigudo del traje rojo.

-“No he traído carta…” –me atribulé, pillada por sorpresa.

-“¿Y qué es lo que quieres pedirle a Papá Noel? -inquirió Santa, con paciencia.

-“Me gustaría decírselo al oído” –solicité, vergonzosa.

-“Si lo prefieres así…” -se acomodó Santa Claus.

Aproximé la cara a la del simpático vejete del Polo Norte y le susurré unas palabras que sólo él escuchó. Santa Claus intentó tragar saliva, pero apenas pudo hacerlo.

-“¿Qué pasa? ¿Has hecho una apuesta?” –me preguntó, con severidad.

-“¡Qué va!” -le contesté, con franqueza-. “Lo que pasa es que siempre he tenido la fantasía de hacérmelo con Papá Noel”.

-“¿Has venido sola?” -preguntó San Nicolás, mirando hacia todas partes, desconfiado-. “¿No nos estarán grabando?”.

-“He venido con dos amigas, pero se han quedado en la planta de abajo, mirando discos. Como me aburría de esperarlas, he subido aquí”.

Papá Noel reflexionó un instante. Yo, sentada en sus rodillas, aguardaba una respuesta. Santa Claus se quitó uno de sus guantes. Los acordes de “El Tamborilero” daban a la atmósfera de los grandes almacenes el más genuino ambiente navideño. Dos nuevos niños hacían cola ante el Santo de Bari, sin vigilancia paterna y enredando. Nadie parecía atento a Papá Noel, salvo aquellos mocosos. Queriendo probarme, Santa Claus posó una mano sobre mis muslos desnudos y comenzó a acariciarlos, lentamente. Los dos niños, viendo aquello, se rieron, excitados. Yo miré al falso Santo, sin turbarme.

-“¿Has sido buena este año?” –me preguntó el gordo Papá Noel, disfrutando de la suavidad y la frescura de mi piel.

-“Yo creo que he sido buena” –contesté.

Al comprobar que yo no iba de farol, Santa sintió crecer el deseo dentro de él. Miguel Ángel Monteagudo sabía perfectamente que jamás, en el resto de sus días, volvería a presentársele una oportunidad como aquella. Santa Claus acarició mis piernas, con fruición. Los mocosos de la cola nos miraron, asombrados, con las bocas abiertas de par en par.

-“Creo que sería mejor si fuéramos a un probador para estar más solos…” -sugirió Santa Claus.

-“¡Vale!” –acepté, sin reparos.

La madre de uno de los niños que miraban boquiabiertos llegó en aquel momento, justo cuando yo me levantaba. San Nicolás abandonó el trineo y se excusó con los pequeños y la madre informándoles de que ya era su hora de almorzar. Como los mocosos le pusieron mala cara, Santa Claus entonó su proverbial “¡Jo-jo-jo-jo!”, les deseó una feliz navidad y les obsequió con sus regalos prefabricados. Los pequeños, y su madre, se fueron sin protestar.

Caminé junto a Papá Noel hasta la sección de ropa deportiva, que estaba poco activa en aquel instante.

-“¡Entra al probador del rincón y espérame allí!” –me ordenó Santa.

Sonreí y cumplí la orden recibida. Mientras tanto, Santa Claus intentó disimular que tenía prisa. La encargada de la sección de ropa infantil deportiva, que lo había visto venir, se acercó a él para entablar conversación. Evitarla hubiera sido una descortesía, de manera que Miguel Ángel Monteagudo saludó a la señorita y comenzó a hablar con ella sobre el buen tiempo que hacía. Afortunadamente -para Santa Claus-, una mocosa y su madre, que querían comprar un kimono de judo, interrumpieron el coloquio.

Santa Claus aprovechó ese instante para despedirse, y echó a correr, literalmente, hasta los probadores, que son cuatro y están alineados en una misma pared. Todos los probadores tenían sus portezuelas abiertas de par en par, menos el último -que era el del rincón-, cuya puerta estaba cerrada. Santa Claus abrió la puerta y me halló, sentada en un taburete de cuero negro, de espaldas a un espejo de pared y jugueteando con una de mis trenzas. Un par de perchas pendía de una de las paredes laterales del probador: un habitáculo de poco más de un metro cuadrado en el que apenas se podía maniobrar.

El barrigudo Papá Noel entró con dificultad al probador y cerró la puerta, echando el pestillo tras él. Yo separé las piernas para hacerle más sitio.

-“¿Estás segura de que quieres hacer esto?” –me preguntó Papá Noel, con una voz tan grave como temblorosa.

-“¡Quiero polla!” –supliqué, desabrochando los botones del pantalón rojo de Santa Claus con la misma ilusión con que un chiquillo desenvuelve su más preciado regalo navideño.

A duras penas reprimió Papá Noel un “¡Jo-jo-jo-jo!” entusiasmado y triunfal. Sin duda, estaba de suerte. Abrí el paquete que ansiaba y, sosteniendo su contenido en mis manitas, me lo quedé mirando, con laminería. Santa Claus apretó los dientes. Yo acerqué la cara a mi juguete y empecé a paladearlo con la lengua, como si fuera una rica piruleta. A Santa Claus le hechizaron las cosquillas que yo le hacía y su miembro, que era muy grande, creció rápidamente de volumen.

Embadurné de saliva los genitales de Santa Claus, desde el glande a los testículos. Él, mientras tanto, me acariciaba la cabecita y jugaba distraídamente con mis coletas. Cuando aquel saco de hombría estuvo duro, lo interné en mi boquita y empecé a chupetearlo, sin usar los dientes. Papá Noel suspiró, evadido del mundo entero. Mastiqué mi regalo navideño, satisfecha. Papá Noel se excitó tanto que temió terminar pronto y, arrebatándome su juguete, me previno:

-“Quiero metértela toda”.

Me incorporé, dándole la espalda, de rodillas sobre el taburete de cuero del probador. Santa Claus se abrazó a mí, desde atrás, y me besó en el cuello. Sin frenarse, me subió la minifalda a las caderas y se hundió dentro mí. Noté su polla caliente en mi interior y me encantó. Cuando Papá Noel empezó a moverse, aplasté mi cara contra el espejo del probador y ronroneé, mimosamente. Podía ver a través del espejo la figura rechoncha del viejo Santo del Polo Norte, ataviado con su traje color Coca-Cola y con su gorrito navideño; sentía sus fuertes embates dentro de mí; escuchaba el lejano ruido de una caja registradora, las voces indescifrables de varias personas que charlaban lejos, la agitada respiración del agobiado viejo de barba blanca, los villancicos que servían de música ambiente en el centro comercial; olía el aroma a naftalina que impregnaba el aire del cuarto probador, un aroma que mezclado al del sudor del agitado Papá Noel -a quien le sobraba toda la ropa- se tornaba embriagador.

Mientras mis amigas (Sandra y Pepa) hacían cola ante la caja registradora de la sección de música, una planta más abajo, yo continuaba arriba, en un probador de la sección de ropa infantil deportiva, con aquel falso Santa Claus, que me taladraba con su sexo sin contemplaciones. Al ritmo del famoso villancico “Veinticinco de Diciembre”, el trote del Santo de Bari se trocó en galope. Empecé a gemir, muy complacida, y, como lo hacía cada vez más alto, Santa Claus me tapó la boca con una mano para que no nos oyeran.

Cansado por su prolongado esfuerzo, Santa Claus se las arregló para acomodarse sobre el asiento de cuero negro del probador, sin salir de mí. Quedé sentada sobre su erección, ensartada, como quien dice, de espaldas a él. Entonces, empecé a moverme yo, primero con lentitud pero acelerando luego, más y más.

Mis amigas pagaron lo que habían comprado en la sección de música y, al no verme, me empezaron a buscar por toda la tercera planta. Pepa me envió un mensaje al móvil, pero no obtuvo respuesta.

Eran las Dos de la tarde y, aunque el centro comercial no cierra a mediodía, empezaba a vaciarse. La gente volvía a sus casas para almorzar o para preparar la comida. Los dependientes, reponedores y demás personal del comercio aguardaban con impaciencia a terminar su turno para ser relevados por sus compañeros de la tarde. En el probador de la sección de ropa infantil deportiva, yo trotaba, a caballito, sobre la verga muy dura de Santa Claus, que no dejaba de manosear mis piernas, mi vientre y también mis pechos. Miguel Ángel Monteagudo -que sabía que ya no tenía edad para realizar exhibiciones de poderío masculino- hacía el mínimo esfuerzo, siendo yo la que mandaba. La verdad es que disfruté de aquella polla: tan pronto me aceleraba como me frenaba o bamboleaba mis caderas de un lado a otro; luego, me detenía un instante y volvía a comenzar. Santa Claus cabeceaba y babeaba de gusto.

Sonó el “A Belén pastores”, el pegadizo “We wish you a Merry Christmas” y, al fin, durante el famoso “Jingle Bells”, Santa Claus se rompió en dos esparciendo su semilla en mi interior. Sentí hasta cinco descargas, pero él continuó dentro de mí, sobándome con lujuria. Yo estaba tan excitada, follada por Santa Claus en aquel pequeño probador de esos grandes almacenes, que me corrí muy a gusto mientras él me masturbaba.

Cuando al fin salimos del probador, le insistí a Papá Noel en que me diera el regalo con que solía obsequiar a las niñas. Santa Claus me condujo de nuevo hasta su trineo, con los renos de cartón. Justo en el momento en que el santo de Bari me regalaba el paquete rosa del lazo rojo, Sandra y Pepa me vieron. Las chicas se precipitaron hacia mí y, al ver que Papá Noel me había hecho un regalo, se empeñaron en recibir el mismo obsequio. Santa Claus las complació y, además, las saludó con un par de sonoros besos en las mejillas, felicitándoles la navidad y entonando su jovial “¡Jo-jo-jo-jo!”.

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