Al aceptar un trabajo como empleada doméstica, encontré mi gran vocación

LA MANSIÓN

Tras un breve saludo, el hombre me condujo a una pequeña habitación a la derecha, señaló un fardo de ropa y, muy serio, tan serio como durante la entrevista del día anterior, me dijo:

—Bon ; cette sera votre uniforme, mademoiselle, vous devrez de l’utiliser toujours et vous procurerez d’être le plus présentable possible, malgré vos nombreux tâches dans la maison. Si vous avez quelque question vous pouvez me le faire maintenant. [Bien. Este será su uniforme, señorita, deberá utilizarlo todo el tiempo y procurar estar lo más presentable posible no obstante sus numerosas tareas en la casa. Si tiene alguna pregunta puede hacérmela ahora.]

No muy seguro de haber entendido todo, dudé antes de abrir la boca, pero, tras pasar un poco de saliva y venciendo la resistencia de mi lengua, conseguí preguntar algo así como:

—Et… mes tâches… particulières avec monsieur… [Y mis tareas… particulares con el señor…]

—Monsieur vous en demandera à se plaisir. Malheureusement je ne peux pas vous répondre à ça. Je vous recommande seulement de vous tenir prêt car. [El señor se lo pedirá cuando le plazca. Desafortunadamente no puedo responderle a eso. Sólo le recomiendo estar preparada.]

—Merci. [Gracias.]

—Avez-vous une outre question, mademoiselle ?… Ou… si vous voulez de vous quitter… ? [¿Tiene alguna otra pregunta, señorita? O… si quisiera renunciar…?]

Aquello de ‘mademoiselle’ me sonaba tan raro, pero fuera de eso me sentía lo suficientemente bien para empezar.

—Non, non… tout est bien. [No, no… está bien.]

El hombre asintió y se dio la vuelta, dejándome el espacio para cambiarme.

Antes de empezar a desnudarme, todavía recordé a mamá deseándome buena suerte en mi primer día de trabajo, que por supuesto que no le dije de qué trataba en realidad, pero pronto dejé de pensar en eso, dejé de pensar en nada más y me puse aquel vistoso uniforme: una fantasía fetichista, sin duda, pero bueno, bien sabía a lo que iba y, si eso era lo que tenía que hacer, pues lo haría; en ningún otro lado, ni haciendo nada que supiera hacer, conseguiría el dinero que aquí me darían, ni en sueños, y quizá no fuera tan malo…

Tampoco es que fuera la primera vez que me ponía un vestido, de hecho solía hacerlo todo el tiempo, a escondidas, desde que tenía memoria, si bien nunca jamás lo había hecho fuera de mi cuarto, y mucho menos… bueno, el solo pensamiento de lo que me aguardaba me hacía temblar un poco, me inquietaba, de repente me espantaba, pero igual intenté calmarme y decirme que, de cualquier forma, no sería nada que no hubiera al menos fantaseado muchas veces en la soledad de habitación.

Zapatos negros de tacón ancho, vestidito negro volado que apenas me cubría el trasero, largas medias blancas, delantal blanco, corbata anudada al frente, cofia y, rematándolo todo, una peluca de largo cabello negro, que aunque jamás había usado me las ingenié para ponerme más o menos bien, así como la ropa interior esperable: un brasier con relleno, braguitas color rosa, todo lo cual me calzaba perfectamente, pues de seguro lo compraron especialmente para mí.

Con todavía muchos nervios salí de aquel cuarto, y, temblando un poco, rojo como tomate, sin saber dónde poner las manos o a dónde mirar, me presenté junto al mayordomo.

—Bon; suivez moi, s’il vous plaît. [Bien. Sígame, por favor.]

Empecé por la cocina, enorme, casi tan grande como toda mi casa, si bien, por fortuna, no necesité hacer mucho pues bien se veía que apenas y la utilizaban, seguro que ordenaba comida de fuera, o es que alguien preparaba en alguna otra parte y luego lo traía o, no sé, qué importaba eso, yo sólo limpié, barrí, sacudí, acomodé, arreglé, lavé, siempre procurando no ensuciarme, acomodándome de cuando en cuando la peluca, que sólo después aprendería a colocarme bien, y, acabado aquello, tuve que limpiar el todavía más enorme salón de aquella casa, lleno de polvo por todas partes, telarañas, ¿hacía cuánto que nadie limpiaba ahí? ¿No estaba el mayordomo para eso? En fin, me puse a trabajar, intentado no mirarme en los espejos, intentando ignorar ese curioso uniforme y no pensar en nada más que en limpiar, como si ése fuera en realidad lo único que debía hacer, el trabajo para el que me había contratado, si bien, en el fondo, sabía que no lo era…

Cada tanto tiempo, mientras pasaba la escoba o sacudía el polvo de esto o aquello, prestaba oído, esperaba, me preguntaba en qué momento a ‘monsieur’ le placería llamarme, pero el resto de la mañana pasó sin que lo viera, sin que ni siquiera lo oyera, y a eso de las dos el mayordomo me dijo que mejor fuera a comer en ese momento, pues tendría que servirle luego la comida a monsieur, y, bueno, quizá no tendría tiempo de comer después.

Supongo que esa fue una insinuación, así que, sin chistar, me fui de regreso a la cocina y encontré a una mujer, muy gorda y ya mayor que, al verme, y sin turbarse lo más mínimo por lo vistoso de mi vestimenta, me invitó sonriente a que me sentara y me sirviera lo que quisiera.

—Bon, en tant que vous mangez, mademoiselle, je vais vous expliquer… [Bueno, mientras come, señorita, le voy a explicar…] —y se siguió hablando, diciéndome qué era cada cosa y cómo debía presentarlos, en qué momento, pues al parecer no era tan sencillo como sólo llevar los platos y servirlos, había un orden, y sí, mientras yo masticaba algo así como carne de ternera con alguna salsa rara, que la verdad sabía muy bien, procuré prestar atención y memorizar lo que me decía, aunque, a diferencia del mayordomo, la mujer hablaba muy rápido y a veces no le entendía muy bien. La verdad era que mi francés, pese a lo que había dicho en la entrevista, dejaba todavía mucho que desear, pero creo que, en general, entendí todo lo que dijo.

Apenas acabé de comer, y la mujer de explicarme, cuando sonó la campanilla.

—Allez, allez! [¡Vaya, vaya!] — me indicó la mujer, sin dejar de sonreír, señalándome los platos, bandejas, vasos y demás utensilios que debía llevar primero.

El mayordomo ya me esperaba en el jardín, y me fue indicando con paciencia cómo debía acomodar todo aquello, en dónde, me recordó el orden de los platos y al final, siempre serio, me dijo que aguardara junto a la puerta en lo que bajaba Monsieur.

Pasaron así algunos minutos, hacía muy buen día y en aquel jardín tan amplio, repleto de árboles y con la mesa tan bien dispuesta, me sentía incluso bien, pese al trabajo físico que recién había hecho y al que no estaba para nada acostumbrado. Parecía algo irreal. Bien pensado, todo aquello era irreal. Como un sueño, o espejismo, una de esas pinturas raras que llaman surrealistas y que parecen ser una versión caricaturesca de las cosas más serias que existen, y recordé aquel anuncio, que encontré en un grupo de Facebook, de TV’s de clóset, ni más ni menos, que al parecer llevaba varias semanas ahí puesto, sin que nadie respondiera, o acaso sin que nadie de los que respondieron fueran tomados en cuenta, o a lo mejor nadie se lo tomó en serio, como yo al principio, pero, sea como fuere, la cosa es que, tras pensármelo mucho, considerando mi pobre situación y las pobrísimas expectativas de mal empleo, me animé a responder, me dije que qué mal podría hacer preguntar, y si acaso resultaba ser un fraude o alguna mala cosa, tan sencillo como dejarlo y listo. ¿No?

Al principio sólo tuve que mandar una simple solicitud de empleo, como en cualquier lado, aunque la foto era indispensable, “una foto vestida de chica” decía, en eso eran muy claros, y, bueno, todavía dudando igual acabé por hacerlo, fotos mías en ropa de chica había ya algunas en el féis de todos modos, y unos días más tarde, como respuesta, me enviaron un cuestionario, más bien general, preguntándome si podía asistir a una entrevista.

Aquello me olió a mala treta, igual era una de esas redes de trata de personas o algo parecido, me llamaban a quién sabe qué parte y de ahí me llevarían a quién sabe dónde y… bueno, supongo que por eso es que me dijeron que, si así me parecía mejor, podía llevar un acompañante, me dieron un teléfono, una dirección en pleno centro de la ciudad y el entrevistante se presentó con nombre y apellidos. Era el mayordomo.

Me presenté en aquella casa, toqué el timbre, una voz por el altoparlante me preguntó en francés qué se me ofrecía, y yo, aturrullándome un poco, respondí en español todavía que iba por la entrevista. La puerta se abrió y el hombre me condujo a una pequeña sala, opuesta a la otra en donde me había cambiado luego de ropa, y, tras repasar más o menos lo mismo que ya había respondido en el cuestionario, siempre muy serio, me indicó que, al parecer, le había parecido muy bien a Monsieur, y que estaban dispuestos a ofrecerme aquel puesto, pero… (e hizo una pequeña pausa)… había primero ciertas cosas que debía comprender: la oferta era completamente real, seria, y si acaso, por la naturaleza de lo que me pedían, me sentía ‘ofendida’ (desde entonces se refirió a mí en femenino) entendían perfectamente que lo rechazara e incluso se disculpaba de antemano…

En fin, le dio varias vueltas al asunto, tantas que ya me empezaba a desesperar, todavía no sabía bien a bien qué se suponía que debía hacer, ¿era trabajo doméstico, de oficina, una mezcla de ambos?, ¿y cuánto se suponía que me iban a pagar?

—Bon; écoutez-moi s’il vous plaît, mademoiselle… [Bien. Escúcheme por favor, señorita…] (todo lo decía en francés, desde entonces y todo el tiempo, así que simplemente voy a escribir la traducción a partir de ahora) … el trabajo consiste, tal cual, en tareas domésticas, deberá limpiar, barrer, trapear, sacudir, acomodar, etc., la casa es grande y hace mucho que nadie se encarga de atenderla, por lo que será algo pesado, pero la paga es muy buena, se lo aseguro, mucho más de lo que nadie podría pagarle por algo similar.

Hizo otra pausa, mirándome atento a los ojos, como pescando mi pregunta antes de que la hiciera, y al fin fue directo al grano.

—La cosa es que, como podrá imaginarse por la forma en que buscamos nuestros solicitantes, deberá realizar estas tareas como chica, vestirse y comportarse como tal todo el tiempo que esté aquí. Es un… capricho del Señor… ¿Está de acuerdo con esto, señorita?

Vestido como de costumbre, con mi solicitud de empleo que claramente decía mi nombre, me sonaba realmente raro que me llamara señorita, raro pero también en cierta forma placentero, no sé, y como ya iba bien dispuesto a escuchar algo como aquello, le respondí que en realidad no encontraba ningún problema.

—Bien, bien. Ahora, le recuerdo que, si acaso esto la ofende, y decide marcharse, entenderemos perfectamente y no se hable más. De antemano le ruego me disculpe, pero esto es lo que requerimos y buscamos a quien esté dispuesta a proporcionarlo.

—Escucho —dije, algo impaciente, intentando también yo tranquilizarme.

—Bien. Además de sus tareas y funciones como doméstica, deberá también… bueno… satisfacer los requerimientos sexuales del Señor…

—¿Cómo?

—El Señor tiene ciertos gustos… específicos, y necesita, y desea, tener a alguien como… usted, señorita, a su disposición aquí en la casa.

Se tomó un segundo para observar mi reacción, y yo, aunque en cierta forma llegué a imaginarme que me pediría algo como eso, cuando al fin lo escuché claramente y en voz alta, no pude más que pasmarme.

—Le repito que está usted en toda libertad de negarse y marcharse en este momento, señorita, pero necesitaba ser muy claro, pues eso es lo que estamos solicitando.

—¿P—pero… entonces tendría que… tener sexo con…?

—No crea que el Señor es un pervertido o un monstruo que le pedirá cosas innombrables… Tan sólo le gustan las chicas como usted, y no se siente cómodo teniendo a cualquiera aquí en la casa… Le repito que usted le agradó mucho, cumple con todos los requisitos y, de entre todas las solicitantes, fue la primera a quien llamamos.

Aquello, claro, me halagó un poco, pero la propuesta era igualmente tremenda, debía pensármelo muy bien, y es que yo, claro, jamás había tenido sexo con un hombre, fantasías sí que tuve muchas a lo largo de los años pero nada real, nada en concreto, y convertirme de buenas a primeras en la sirvienta y juguete sexual de algún loco…

—Pero es que yo no soy… es decir… Yo sólo hago esto de vez en cuando, a escondidas, me gusta vestirme así y todo pero… No sé… Nunca he estado con un hombre…

—Sí, y eso es perfecto, justo así es como el Señor lo ha requerido.

Viendo ya seguramente que mi respuesta podía ser positiva, el hombre me pasó una hoja con datos y números, señalándome la cifra que constituiría mi salario, y que iba más allá, mucho más allá de mis sueños.

—¿Esto ganaría al mes?

—A la quincena.

—Vaya… eso es… pero, bueno… ¿por qué yo, si se puede saber?

—Le repito que fue usted del agrado del Señor; por su foto, su currículum y sus respuestas al cuestionario parecer ser la adecuada… ¿Entonces… acepta?

—No sé… en serio que no sé, no crea que me hago el difícil… es que… vaya…

—¿Le gustaría pensárselo unos días?

—No, no… de hecho… no, está bien. Sí, acepto, está bien. ¿Cuándo podría empezar?

—Le parece bien mañana temprano.

—Sí, claro… Pero, ¿cómo es que debo presentarme o…?

—Como lo desee, de cualquier forma, aquí le proporcionaremos un uniforme.

Y así había sido…

***

Los pasos bajando la escalera me volvieron al presente.

‘Monsieur’, en realidad, no era más que un chico, un chico como yo, o bueno, no como yo, quizá algo mayor, y sin duda más grande y corpulento, pero un chico al fin y al cabo, no pasaría de veintitantos, si bien ese aire medio distante que tenía siempre, como de pintor meditando en su siguiente pincelada, lo hacía parecer algo mayor.

Pasó de la sala al jardín, me miró de reojo y, sin dirigirme la palabra, fue a sentarse a la mesa.

—Comment est-ce que tu t’appelles, fille? [¿Cómo te llamas, niña?] —me preguntó de pronto, alzando la mirada hacia donde yo estaba.

—Mmhh… je… Marie… Monsieur, je m’appelle Marie [… yo… Marie… Señor, me llamo Marie] —dije yo, sin atinar con otro nombre así de pronto, que era el que usaba de todas formas en mi perfil del féis.

—Sírveme, por favor (también él hablaba en francés, pero traduzcámoslo nomás.)

Intenté recordar paso a paso lo que debía hacer, y con algo de nervios, puede que medio temblando, me acerqué a la mesa y comencé a servirle.

Supongo que no lo hice tan mal, pues él no dijo nada, no se quejó ni nada parecido, sino que tan sólo dijo ‘Merci’ y se puso a comer.

Yo me mantuve a un lado de la mesa, tal como el mayordomo me indicara antes, y, sorpresivamente, instintivamente, le servía más vino cuando él hacía un ligero movimiento de muñeca, retiraba el plato que acababa de terminar, le llevaba lo que indicaba, siempre en silencio, pensando en todo momento si en verdad lo estaba haciendo bien, y además, claro está, sin poder dejar de pensar que en cualquier momento él iba a pedirme… bueno, algo más que la comida.

Pero no lo hizo.

Al terminar de comer solamente agradeció, dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó, dirigiéndose a su cuarto en la planta alta.

Yo respiré un poco mejor, me tranquilicé, me pregunté si aquello sería todo, si se lo había pensado mejor o si acaso algo no le había gustado, no sé, tantas cosas que pasaban por mi cabeza mientras recogía y limpiaba la mesa, lavaba los trastes, ponía todo en su lugar. Me quedaba aún muchísimo por hacer, el lugar era enorme, quién sabe cuántos cuartos habría, y nadie más que yo parecía estar ahí para limpiar, pero, como me indicó entonces el mayordomo, que se me aparecía de repente quién sabe de dónde, ya podía dejarlo hasta ahí por ese día, podía ya marcharme.

—Una sola cosa: tenga —me dijo, al tiempo que me entregaba una pequeña caja y un papel, donde venía anotada una dirección de internet—. Nos vemos mañana.

Así que fui a cambiarme, estuve de vuelta en mi ropa y apariencia normal, y ya en casa, luego de responder con montones de mentiras a las preguntas que mamá me hizo sobre el trabajo, encendí la computadora y miré dentro de la caja: había un frasco con una pomada o algo así, y un consolador… sí, un gran pito de látex, y tras mirar de reojo aquella cosa entré al sitio que decía en el papel.

Era un video sobre como dilatar mi ano, explicado por alguien de quien no se veía jamás el rostro, una mujer al parecer, que detallada y gráficamente indicaba cómo empezar a abrirse con los dedos, cómo aplicar la pomada o ungüento aquel, cómo meterse poco a poco el consolador sin lastimarse, y recomendaba hacerlo con frecuencia para acostumbrar la cola a dilatarse, enseñarle a humederse para cuando hiciera falta. Por último indicó que aquella pomada, que era la misma que ahora yo tenía, ayudaría a una más rápida y eficaz dilatación, y que debía aplicarla de preferencia un par de horas antes de tener sexo, para que así el pene de ‘mi hombre’ (así decía) entrara sin dificultad a la hora que se le antojara.

Y bueno, dado que ya estaba de todas formas en eso, hice tal cual me indicaba el video: me apliqué aquella cosa con los dedos, masajeé un poco, empecé a introducir uno, luego dos… la verdad es que aquello me prendió, al poco rato ya estaba mi miembro bien erecto, y así, tras algunos minutos de masaje, cuando empecé a introducir el falo, apenas y pude meter un poco antes de empezar a masturbarme… Sentí un placer enorme al introducirme aquella cosa, y la pomada aquella en verdad funcionaba, pues a pesar de no ser pequeña, la verga artificial me entró sin mayor dificultad, conseguí introducirla por momentos casi toda, me entraba tan fácil, como si de verdad mi cola no hubiera hecho otra cosa toda su vida… y al poco rato acabé viniéndome…

***

Muy temprano al otro día me levanté, me bañé y depilé muy bien, desayuné cualquier cosa y salí aprisa de casa, quizá, aun sin confesármelo, deseando que ‘aquello’ sucediera, llegué a la casa, toqué el timbre, entré y me cambié, ya con mi uniforme comencé a limpiar aquí y allá, un par de cuartos en el piso bajo y otro más en el de arriba, y una vez más, no fue sino hasta la hora de la comida que volví a ver al Señor, que llevaba tal vez la misma ropa del día anterior, iba con la barba a medio crecer, despeinado, en verdad parecía un pintor desgarrado por su musa, y apenas y me prestó atención mientras le servía.

Solamente ya para levantarse, después de agradecer por la comida, me pidió que fuera a su estudio a arreglar un poco.

—Sí, señor. ¿Quiere que lo haga ahora o primero acabo de limpiar aquí?

—No, no, acaba aquí y luego subes.

—Está bien.

No sé por qué, pero comenzaba a encontrar cierto encanto en ese comportarme tan servicial, tan a la orden, como si en verdad aquel trabajo fuera la cosa más maravillosa del mundo, y en cierto modo lo era, de hecho, ateniéndome a lo relativamente poco que debía hacer y lo mucho que me pagarían por ello, y así, tras recoger la mesa, lavar los trastes, dejar todo listo y limpio en la cocina subí al dichoso estudio.

Él estaba ahí, frente a un pizarrón enorme y escribía muy concentrado unas ecuaciones matemáticas.

Al verme en la puerta, sencillamente me indicó con una mano que entrara y se siguió con sus números, sin prestarme más atención.

El estudio aquel estaba hecho un desastre, seguro que nadie había limpiado aquello en años, había papeles por todos lados, polvo, ropa tirada aquí y allá, ceniceros repletos, envolturas de comida chatarra, libros y libros por todas partes… No sabía ni por dónde empezar, y no quería preguntarle, pues se le veía tan concentrado, tan ensimismado en aquello que garrapateaba, que sólo empecé a recoger esto y aquello, poco a poco reuní papeles, amontoné la ropa, traje bolsas de basura y comencé a echar todo lo que veía desechable, sacudí el polvo, barrí, recogí los libros y los acomodé de cualquier modo en una mesa, antes de darme cuenta de que el Señor me estaba mirando, aunque fingí no darme cuenta, seguí haciendo lo mío, moviéndome al parecer sin saber, puede que incluso contoneándome un poco, exagerando un poquitín mis movimientos, que aquel uniforme tan minúsculo y ajustado exageraba seguramente mucho más… apenas agacharme un poco mi trasero quedaba bien a la vista, y así, bien a sabiendas que me miraba, poco a poco fui despejando aquel basurero.

—¿Quiere que alce los libros? —le pregunté al cabo de unas horas, cuando vi que ya no había gran cosa que recoger, haciendo sin querer, o queriendo sin saber, mi voz un poco melosa, suave, lo mejor y más femenina que pude en todo caso.

—No, déjalos, yo los acomodo después.

—Como diga, señor.

Todavía seguí moviendo algunas cosas, sacudiendo, la verdad más bien fingiendo que limpiaba, mientras, de tanto en tanto, desviaba la mirada hacia él y lo veía escribir y escribir, borrar, pensar, arrugar un poco el seño mientras pensaba; era alto, delgado, pálido, ladeaba casi siempre la cabeza un poco a la derecha, se rascaba un codo mientras pensaba, daba algunas vueltas y volvía luego al pizarrón, y luego, cuando yo me volví otra vez hacia él lo pesqué mirándome y ambos nos turbamos.

—¿Qué es lo que hace, señor? —le pregunté, para aliviar un poco el embarazo, señalando con los ojos al pizarrón.

—Unos cálculos que no se dejan.

—¿Es profesor o algo así?

—Algo así.

Se volvió entonces a sus números y yo seguí trajinando, hasta que, ya sin más qué hacer, le pregunté si necesitaba alguna otra cosa.

—No, nada, gracias, puedes irte.

—Muy bien, señor —le dije, y me di media vuelta.

Ya en el piso de abajo, el mayordomo me entregó un par de uniformes más, me dijo que lavara ese que llevaba y que nos veíamos al día siguiente.

Y así, más o menos, transcurrió toda esa semana, y luego la siguiente, llegaba a la casa muy temprano, me cambiaba, me ponía a limpiar y arreglar lo que hiciera falta, no sólo dentro de la casa sino en el jardín, cada tantos días entraba al estudio del Señor y lo dejaba lo más limpio que podía, después entré a su cuarto, que estaba más o menos igual o puede que peor de sucio que el estudio, y tras pasarme todo el día limpiando al fin lo dejé decente, era obvio que estos hombres solos no se cuidaban mucho de esas cosas, la mujer de la comida sólo era eso, preparaba y llevaba la comida y listo, así que, en cierta forma, el único aire femenino que había por aquel lugar era yo, y lo cierto es que me fui acostumbrando tanto a mi rol, a mi quehacer, que me llegué a sentir en verdad a gusto haciendo todo aquello, aquel trabajo de criada que jamás habría creído tener mientras estudiaba francés en el instituto, pero que, a cambio, me permitía sacar esa parte tan oculta de mí que desde siempre había tenido aparte, bien guardadita para que no se notara, y lo disfrutaba.

Cada noche, ya en casa, seguía dilatándome, ‘entrenándome’ como decía la mujer del video, para cuando aquello al fin sucediera, y ahora, cada vez más, lo imaginaba y lo deseaba, fantaseaba: en poco más de quince días, casi de la noche a la mañana, me había afeminado enormemente, es decir, siempre me había gustado usar ropa de mujer y fantasear un poco, pero nada más, fuera de mi habitación llevaba una vida normal como hombre de veintipocos años, soltero, desempleado, vivir como mujer en realidad nunca había sido más que una lejana fantasía que jamás me había tomado muy en serio, y ni siquiera me había planteado la posibilidad real de estar con un hombre pero, entonces, hete aquí que trabajaba de doméstica, usando un uniforme imposible, andando por aquella casa contoneándome y haciendo lo posible porque mi patrón me mirara el trasero, hablaba lo más melosa y mariconamente posible cuando estaba junto a él, y, en definitiva, comenzaba a encantarme mi trabajo de mujer.

***

Aunque no todo eran miel sobre hojuelas:

A veces el trabajo era muy duro, la casa era grandísima, y todo se ensuciaba tanto, y había estado tan sucia tanto tiempo, y no había nadie más que yo para limpiarla, que de no ser, en verdad, por el dinero, que al fin comencé a recibir, que me habría replanteado todo aquello pese al gusto que le había agarrado, pues, a veces, por ejemplo, tenía que estar prácticamente de rodillas durante horas limpiando un mugroso piso de madera, o puliendo con un trapo todos y cada uno de los veinte mil cubiertos de plata de la abuela o destapando un caño atascado de la forma menos elegante posible, y siempre procurando no mancharme el uniforme, mi uniforme tan lindo y mono, además que hacer todo aquello todos los días de repente me fastidiaba.

Había al fondo de la casa una biblioteca, con todavía más libros de los que tenía el señor en su estudio, y tuve entonces que desempolvar todo aquello, montones y montones de libros y libreros que haría siglos que nadie habría o leía, pero que estaban ahí guardados y había que limpiar también, ni modo, yo obedecía a todo lo que me ordenaban, sólo respondía ‘Sí, señor, como usted diga’ y lo hacía, porque ése era mi trabajo, así que a eso me dediqué por un par de días, llenándome, pese a todos mis cuidados, de polvo de arriba abajo.

Esos no eran días tan buenos.

Y luego mamá que, seguramente, comenzó a notarme algo raro, no sé, según yo no dejaba entrever nada de nada, pero por alguna razón comenzó a interrogarme más y más sobre lo que hacía, en qué consistía exactamente eso qué hacía, y yo debía mentir y mentir a montones, sin poderle decir tampoco lo que en realidad estaba ganando, pues entonces sí que me habría interrogado en forma, y hasta exigido que le explicara de dónde salía tanto dinero.

Quizás, no sé, sin darme cuenta, dejaba traslucir cierta mariconería que antes hacía todo lo posible por ocultar.

En fin.

Un día, para variar, encontré al Señor sonriente frente a su pizarrón, al parecer acababa de resolver alguna de esas monstruosas ecuaciones suyas, y estaba la mar de contento, tanto que hasta me preguntó cómo estaba y qué tal me iba todo.

—Muy bien, señor, todo muy bien gracias, ¿y usted?

—Excelente, excelente, todo excelente —dijo, y se siguió mirando el pizarrón otro rato, orgulloso en verdad de lo que había hecho, mientras yo acababa de limpiar esa habitación, que al fin parecía estudio y no chiquero. Los libros que había dicho que iba a alzar seguían en el mismo sitio donde yo los había dejado.

Al acabar, como de costumbre, me volví hacia él y le pregunté si necesitaba algo más.

—Sí… Marie… ¿puedes venir aquí?

Así que me acerqué, titubeante, él seguía con una media sonrisa, y al pararme frente al escritorio me dijo que me acercara más, más, junto a él, de modo que acabé justo delante, y por primera vez lo vi de frente: era al menos dos cabezas más alto que yo, y aunque delgado se veía recio, duro. Yo, por supuesto, comencé de nuevo a turbarme, a inquietarme, pero conseguí preguntarle, desviando la mirada, qué era lo que deseaba.

—¿Te has puesto la pomada, Marie?

—¿La… pomada, señor? S-sí… señor.

—Muy bien, muy bien. Bueno, ven, Marie, siéntate aquí —me dijo, dando una palmada en su escritorio.

—Muy bien, señor —le contesté, e hice como me decía, dejando al descubierto mis muslos e incluso un poco de mi ‘paquete’, que las bragas no conseguían esconder bien con aquella microfalda.

—Eres muy linda, Marie —me dijo, mirándome y pasando uno de sus dedos por mi muslo.

—Gracias, señor.

—¿Quieres divertirte un poco?

—¿Señor?

Él entonces alargó la mano y la metió en mi entrepierna, con cuidado sacó mi falo, flácido y pequeño por la sorpresa, y, con un suave masaje, comenzó a pajearme.

—¿Te gusta tu uniforme, Marie?

—Sí… señor… mucho —murmuré, aún un poco sorprendida mientras él me chaqueteaba.

—Me encanta verte estas braguitas —decía, y seguía pajeando mi falo, que se iba poniendo erecto y duro.

—Son muy… muy lindas, señor —decía yo, intentando controlar los jadeos, pues aquel masaje me estaba prendiendo más y más.

—Supongo que la pomada estará ya funcionando —dijo, y sí, tal cual, pude sentir cómo mi interior se humedecía, claramente pude percibir cómo mi esfínter se relajaba, se abría por sí solo, listo para recibir un miembro masculino.

—Ahá… funciona, señor… creo que funciona… —seguí yo medio jadeando, con mi propio falo ya bien duro entre su mano, que no dejaba de pajearme.

—Te voy a meter la verga, Marie.

—Sí, señor… como usted quiera —le respondí, deseando en verdad que lo hiciera.

Me hizo recostarme de espaldas en el escritorio, con el trasero al borde y las piernas en alto, que se recargó a los hombros, bajó mis bragas a medio muslo, dejó libre su gran pito, grueso y venoso, bien duro y parado, y, acercándose, colocó la cabeza justo a la entrada de mi ano-vagina.

—¿Lista, Marie?

—Sí, señor, cuando usted quiera.

Y me la metió.

Finalmente, tras casi un mes en su casa, mi señor me penetró y completó mi transformación, sólo eso me hacía falta para volverme en verdad mujer, y tal cual lo sentí mientras aquella cosa tan grande y deliciosa me entraba más y más por mi ano abierto… Sentí cómo dejaba de ser hombre para siempre, no podía serlo ya, no con semejante verga entrándome y yo gozándolo tanto, porque era en verdad maravilloso, nunca en mis fantasías imaginé que ser la hembra de alguien se sentiría tan bien, tan rico, tan bonito.

—Ayyy, señor… mmmhh —gemía yo de placer, disfrutando cada centímetro de carne, pues mi vagina anal no opuso la más mínima resistencia, estaba perfectamente lubricada y recibía con la mayor naturalidad a su contraparte masculina.

—Mmmh… ¿te gusta, Marie?

—Sí, señor… mmhh… mmmh…

Mi señor entonces me sujetó de los tobillos, y comenzó a entrarme más y más fuerte, su falo entraba cada vez más profundo y me hacía gemir de placer.

—Ay, ayy, señor…

Sacudía todo mi cuerpo, cada embestida me hacía retumbar, era increíble que mi vagina hasta ahora virgen pudiera ser capaz de tragarse enterita aquella verga, pero lo estaba haciendo, sin la mayor dificultad, en tanto mi propio falo se bamboleaba de atrás para adelante a cada nueva sacudida.

—Ahhh, Marie… qué rica cola, Marie…

—Ay, Señor…

Seguimos cogiendo un buen rato, él me entraba a veces tanto que sus güevos rozaban mis nalgas, la gruesa cabezota acariciaba mi próstata y me hacía gritar de gusto.

—Ven, Marie —me indicó, deteniéndose y sacándomela un momento, mientras señalaba un tapete que había a un lado del sillón.

Me hizo que me pusiera de perrita, y yo, obediente como siempre, me puse en cuatro, alcé muy bien mi cola, y, con gusto, y ansia, y placer, volví a comerme su verga por detrás.

—Mmmhh… mmmhh… —seguía yo gimiendo, maricona, encantada de estar con un macho de verdad.

Mis nalgas golpeteaban armoniosamente contra su cadera una y otra vez, me le entregaba en cuerpo y alma, y sólo quería ser su hembra, ser su hembra para siempre y complacerlo cuantas veces quisiera.

Y seguimos y seguimos, él no parecía saciarse y mi cola tampoco se quejaba, quería más y más verga, que no se saliera nunca; por desgracia, en algún momento tuvimos que terminar, pero ¡qué final! Claramente pude sentir cómo el chorro de leche inundaba mi interior, lo sentí venirse adentro, y ahora sí, con su semilla preñándome, ya no me faltaba nada para sentirme completamente mujer.

Cuando su falo al fin salió yo caí rendida, exhausta, pero feliz, feliz como quizá no lo había sido nunca, y se lo hice saber con una sonrisa.

—Gracias, Marie.

—Fue un placer, señor.

—Bueno, anda a cambiarte y nos vemos mañana.

—Sí, señor.

Todavía con las piernas un poco flojas por el esfuerzo, me cambié, me despedí del mayordomo y me fui a casa, con una sonrisa en el rostro, recordando lo que acababa de experimentar, prácticamente sintiendo aún sus embestidas contra mi trasero, y la sensación de su leche dentro de mí me hizo casi llegar volando a casa.

***

A partir de ese día, fue rara la vez que no me llamaba a su estudio para coger, o que no me sorprendía por detrás mientras yo limpiaba el piso, o los trastes, o donde fuera, y sin demasiadas ceremonias me la ensartaba, pudiendo durar horas aquello, pues mi señor tenía una batería inagotable, había veces que parecía que podía seguir y seguir, mientras que a mí, por más que me gustara, comenzaba incluso a dolerme mi vagina, si bien no me quejaba y, como hembra, me aguantaba.

A veces, en plena faena, llamaba al mayordomo para que nos trajera algo de tomar, y aquél, impertérrito, echando apenas un vistazo o preguntando si se le ofrecía otra cosa, dejaba una bandeja a la entrada y se marchaba.

Cada vez me quedaba más tiempo en aquella casa, llegaba más tarde a la mía, y a mamá le decía que era que el trabajo se ponía duro (¡y vaya que se ponía!), y seguía inventándole cosas, que quizá ya no me creía pero no tenía más que aceptar, pues, a final de cuentas, había sido sobre todo ella la que me había obligado a buscar trabajo, y mientras siguiera llevando dinero supongo que no tenía de qué quejarse, si bien, mi ‘afeminamiento’, quizás, se fue volviendo más y más notorio, pues la verdad era que tener que volver a casa y cambiarme, volver a ser el hombre de siempre me iba pesando demasiado, sólo quería vestir de chica, sentir su falo dentro de mí, y supongo que todo eso se me empezaba a notar en mi casa, o en la calle, o donde fuera, por más que yo siguiera llevando mi vida ‘normal’ de hombre fuera de aquella casa.

—¿Nunca has tomado hormonas, Marie? —me preguntó mi señor una tarde, recostados en su dormitorio, acabado de deslechar en mi cola.

—No, señor… nunca.

—Si las tomaras te verías todavía más linda.

—¿Sí?

—Sí, ¿no quieres verte más linda?

—Sí, señor… pero no sé qué…

—Yo te las puedo dar.

—Pero… ¡ay, señor! Es que eso es… y luego mi mamá… no sé…

—Bueno, piénsatelo unos días, ¿sí?

—Sí, señor, gracias —le dije, sintiendo salir su falo ya flácido de entre mis nalgas.

Y yo en verdad que me lo pensé, pues eso era evidentemente cosa ya mayor, que acabaría notándose a las claras a todo mundo, y no sabía muy bien si estaba yo listo, o lista, para dar un paso como aquel. No obstante, y pensando además un poco en que, de negarme, podrían quizá buscarse a alguien más que sí cumpliera con los caprichos de mi señor, acabé aceptando ese montón de pastillas que me dieron.

Los cambios, claro está, tardaron bastante en mostrarse, durante varias semanas no sentí mayor diferencia, y seguí realizando mi trabajo como de costumbre: llegaba a la casa, me cambiaba, limpiaba, a veces mi señor me llamaba a su estudio, o a su alcoba, o a veces no me llamaba para nada durante días, dependiendo de qué tan ocupado o concentrado en sus ecuaciones estuviera, y luego, de pronto, se me aparecía de la nada mientras limpiaba las ventanas o tendía la ropa, y ahí mismo, en el jardín, o en la sala, o en la cocina, me bajaba las bragas, me la empinaba enterita y me cogía una o dos horas, hasta que finalmente se cansaba y se venía en mí. A eso de las seis, a veces siete, volvía a cambiarme y me iba a casa, donde mamá, cada vez más suspicaz, intentaba sonsacarme algo antes de dejarme ir a mi cuarto.

Tendiendo al fin dinero pude comprar muchas cosas que tanto tiempo había querido, entre aparatos de sonido, tv, discos, películas y otras tantas cosillas de ese estilo pero, específicamente luego de que un día, mirando como que sin demasiada curiosidad la ropa en el departamento de damas, una dependienta se me acercara ofreciéndome no sé qué oferta de verano, tratándome de ‘señorita’, empecé a gastar cada vez más y más en ropa, ropa de mujer claro, aunque no pudiera usarla más que en mi cuarto de cuando en cuando, y así mi ropero se fue llenando poco a poco de brasieres y bragas de todos los colores, estilos, medias, minifaldas, blusas, jeans ajustados, zapatos y zapatos y zapatos, que ya no sabía ni cómo esconder, pero igual no podía parar de comprarlos.

Poco a poco dejé incluso de frecuentar a mis antiguos compañeros de instituto que, o estaban ya en la universidad de todas formas, o bien trabajando en esto y aquello por unos cuantos pesos, una pequeña fracción apenas de lo que yo ganaba en mi trabajo, y seguramente sin gustarles para nada como a mí me gustaba el mío. De verdad que apenas y podía creer mi suerte, y, en todo caso, aquello me ayudaba a lidiar con las cosas no tan positivas que me empezaban a suceder de vez en cuando.

Pues a veces, con las hormonas ya causando cambios mayores en mi cuerpo, pero teniendo que seguir llevando vida de hombre, a veces la gente no sabía qué pensar al verme, y ese destanteo, ese no saber si era yo mujer u hombre los molestaba, y más de una vez me insultaron en la calle.

Otro día, al toparme con unos amigos en el centro comercial, éstos hicieron como que no me vieron, a pesar de que yo los saludé, y cuando unos días más tarde me encontré con uno de ellos y le pregunté qué les pasaba, éste, incómodo, algo molesto, tras intentar evadirse con cualquier cosa, acabó diciéndome que nunca habían creído que fuera yo tan marica.

Y aquello de ‘marica’ lo comencé a escuchar con más y más frecuencia a mi alrededor, en mis redes sociales, sobre todo y, finalmente, también en mi casa.

Tras cumplir un año y poco más en aquella casa, los cambios eran ya tan notorios que algo tenía que pasar, y pasó.

Llegando a casa como siempre, a la caída de la tarde, mamá me esperaba en la sala, muy seria, muy callada, y antes de que consiguiera yo colarme a mi cuarto, me dijo que fuera con ella, que necesitábamos hablar ‘muy seriamente’.

Así que, sintiendo ya la tormenta cernirse sobre mí, fui a pararme junto a ella, nerviosa, sonrojándome, y sin atreverme a mirarla, ella dijo, sacando de detrás de ella un montón de brasieres… mis brasieres, que tanto había intentado esconder al fondo de mi clóset:

—¿Me puedes explicar qué es esto? —me gritó casi, agitándolos en el aire y tirándolos luego al suelo.

—Aamm… emm… —balbuceé yo, sin poder mirarla todavía, temblando, llevándome una mano al cuello.

—¿Vas a decirme al fin qué clase de trabajo es ese que haces?

—Pues… ya te dije… es un trabajo de… una compañía de manejo de datos…

—¡No me digas mentiras, ya no me digas mentiras! ¿Pero es que te has vuelto joto, o qué? —gritó, ahora sí, colorada de coraje, dando de patadas en el suelo.

Pero en realidad no esperaba una respuesta, ya la sabía, y se puso a gritarme y gritarme todo lo que pudo, todo lo que se le ocurrió, preguntándome de nuevo qué trabajo era ése que hacía, qué se suponía que hacía en ese lugar, y, al cabo, si acaso trabajaba de maricón.

—¡Mira nomás, si ya hasta tienes tetas! —dijo, abalanzándose sobre mí y jalándome el suéter, la camisa, y sin poderlo yo evitar quedaron al descubierto mis pequeñas tetas, que tanto intentaba ocultar en la calle con aquel suéter grueso.

Mirando al fin, sin posibilidad alguna de error, lo que tanto se temía, se quedó muda, me soltó, fue a sentarse a la silla más cercana y, con una mano en la frente, quizá empezando a llorar, me dijo que me fuera y no volviera.

—Yo aquí no tengo lugar para maricones.

Y así, aunque dudé un minuto en subir a recoger al menos algunas de mis cosas, al final mejor me di la vuelta, con sólo mi mochila y mi cartera en el bolsillo, y ya en la calle ni me molesté en ponerme aquel maldito suéter.

Unas cinco horas más tarde, cansada de tanto dar vueltas sin rumbo, pensando sin en realidad pensar en nada, me paré ante aquella casa, toqué el timbre, y cuando el mayordomo me abrió le pregunté si el señor podía atenderme.

Lo hallé ante su pizarrón, como siempre, alto y desgarbado, aunque al verme en aquel estado, cansada y contrita, casi suplicante, se acercó a mí preguntándome qué me pasaba.

—Creo que me quedé sin casa, señor —le susurré, mirándolo pesarosa, intentando esbozar sin mucho éxito una sonrisa.

—Mmhh —exclamó él, arrugando el ceño, sin soltar todavía el gis blanco con el que había estado escribiendo—… Sí bueno, dile a Pierre que te asigne un cuarto, supongo que ahora te tendremos aquí de planta.

—Gracias, señor, gracias —le sonreí agradecida, pero él, tras un simple gesto de cabeza, se dio la vuelta y volvió a sus ecuaciones.

***

Han pasado cinco años, y Monsieur se casó ya, a instancias sobre todo de sus padres, por lo que muchas cosas han cambiado por aquí, hay más personal, por ejemplo, y mi atuendo ya no es para nada tan vistoso como al inicio, además que viene mucha gente de visita a ver a la señora, que espera al fin su primer hijo, pero, lo que no ha cambiado nada, es el tiempo que pasa Monsieur encerrado en su estudio, resolviendo sin que nadie lo moleste sus ecuaciones interminables, y sólo yo puedo entrar de cuando en cuando a dejarle la comida, a limpiarle un poco aquel desorden y, claro, a dejarlo que me coma el culo cuando le plazca, que sigue siendo bastante seguido, o a veces lo recibo por la noche en mi habitación, y cogemos y cogemos mucho rato, como siempre, como fue desde un inicio, me penetra delicioso por detrás y yo me le entregó dócil, hago todo lo posible por complacerlo y él me da las gracias e incluso un beso mientras se viste tras acabar, y hasta de cuando en cuando, al estar particularmente de buenas luego de conseguir resolver una ecuación imposible, me dice:

—Tu es plus belle chaque jour, Marie [estás cada día más linda, Marie)].

—Merci, Monsieur.

Lo amo.