Cuando era joven, estaba estudiando en Londres. Estaba con alguien, pero cuando mi profesor Don Romualdo se me insinuó yo no pude negarme

Aún lo recuerdo como si fuera ayer. Eran los primeros años de este milenio, recién estrenado. Yo cumplí los diecisiete años a principios de aquel 2007. Era una chica morena, y alta, de curvas generosas y grandes senos, que solía ser más condescendiente con los chicos que me rondaban, que con mis compañeras de clase y amigas, a las que siempre consideré excesivamente pazguatas y distinguidas.

No en balde me había ganado la fama de chica fácil para el “rollo”. Pero a pesar de aquella popularidad, más fruto de envidias  de la anodina fauna femenina que me rodeaba, que de otra cosa, yo aún conservaba mi virginidad intacta, por lo menos en lo que al órgano de reproducción se refiere. Eso sí, poseía una dilatada experiencia en las ciencias de dar placer con los dedos o la boca. Tanto a mí misma, como a otras chicas y chicos que ya habían gozado de mi congénita habilidad para aquellos menesteres. Y en lo tocante a otros orificios de mi anatomía no se podía afirmar que se hubiesen conservado tan inmaculados y limpios como el tesoro de mi entrepierna.

Los estudios me iban muy bien, sobre todo en literatura. Teniendo en cuenta mi intención de cursar la carrera de periodismo, había puesto mayor cuidado en aquella asignatura, y Don Romualdo, el cincuentón que la impartía, había sido víctima de mi ladinas artes de seducción. Estaba tan prendado de mis senos, y se asomaba con tanta frecuencia al vértigo de mi escote, que luego le resultaba imposible negarme el notable o el sobresaliente. Yo estudiaba, y mucho, me interesaba para la carrera, pero aquellos apretones de mis tetas contra su pecho, mientras le besaba las mejillas en señal de agradecimiento por las notas, creo que resultaron sumamente efectivos. Se los propiciaba cuando estábamos solos en clase.

-Muchas gracias profe. Es una nota tan alta. No la esperaba- Le decía acercándome a él en la soledad del aula desierta, cuando todos habían salido ya. Y al cincuentón Don Romualdo no parecía importunarle mis atenciones lo más mínimo, siempre que no nos vieran, claro. Incluso había llegado a poner sus manos sobre mi faldita en uno de aquellos abrazos y apretar amasando la consistencia de mis jóvenes nalgas. Cosa que yo, por supuesto, no le afeé en absoluto.

Y ahora había llegado el momento de la despedida. Adiós a Don Romualdo y, sobre todo, adiós a Dani.

A mi padre le habían destinado a Londres, como agregado comercial de la embajada de España en el Reino Unido. Lloré y pataleé infructuosamente mi partida. Ideé y propuse a mis progenitores, planes alternativos. Estaba dispuesta a quedarme en casa de la tía Enriqueta, e incluso con Nati, la vecina solterona de la casa de al lado.

Todo inútil.

Tuve que contemplar como mis faldas, vestidos, ropa interior y mis muñecas eran embaladas en cajas de cartón y desaparecían a lomos de los obreros camino del gran camión de mudanzas en el que volvía a cambiar de escenario mi atribulada vida.

El carácter diplomático de la profesión de papá nos había paseado por medio mundo. De pequeña, pasé mi niñez chapoteando en las increíbles playas del Mar Caribe, en la República Dominicana.  De tanto sol se me confundía con alguna de aquellas preciosas mulatas. El segundo cambio fue el más traumático ya que mi padre vino a ser cambiado de destino hasta el consulado español en Múnich, Alemania. Tardé meses y meses en recobrar el ánimo, deprimida por el frío, la nieve y aquella habla ruda y desconocida. La vuelta a España tras diez años de cabezas cuadradas, supuso un verdadero alivio y los cuatro años que llevaba en mi país habían sido los más felices, ya que mi cuerpo había pasado de niña a mujer. Y en ese glorioso tránsito había disfrutado todo un abanico de experiencias, romances y aventuras en las que me sumergí desde un principio sin mucha oposición, ya que desde el principio me aquellos placeres me resultaron altamente gratificantes.

En el avión no pude dejar de escapar unas lágrimas al acordarme de mi chico. Iba a sentir especialmente la separación de Dani. No habíamos a consumado el acto. Aunque sí habíamos jugado. ¡Y qué jueguecitosos!

Con aquél pelirrojo tuve mis primeros orgasmos, sus dedos fueron los primeros en hurgar bajo mis faldas y mis tangas, explorando sensaciones mientras retozábamos en la vieja mantita de cuadros que él siempre llevaba en el maletero del pequeño utilitario. La extendía sobre el césped, al abrigo de algún arbusto y el rincón elegido del parque, se convertía súbitamente en un nidito de amor.

Adiós, Dani, mi amor. Pensé mirando por la ventanita al mar de nueves que se extendía bajo el ala del aeroplano.

Londrés me gustó, a pesar de que durante los últimos días me había dedicado a odiar con ahínco todo cuanto de aquella ciudad se me decía. La casa a las afueras, unas construcciones adosadas con jardín independiente me pareció una verdadera mansión. El barrio en el que íbamos a residir se llamaba Kensington y Holland Park. Por lo visto hasta mediados del siglo 19 era un pueblo. La mansión antigua más famosa “Holland House” daba nombre al parque.

La mayoría de sus edificios son de esa épca, con magníficas casas victorianas. Los lados oeste y norte de los grandes jardines forman una zona residencial de lujo, en la que se ubican muchas embajadas extranjeras, y por supuesto la de España, y la residencia del agragado comercial, mi padre. Sus tiendas son de las más lujosas de Londres y la calle principal, Queensway, está plagada clubes y cafés, con una vida increíble. Me hizo ilusión enterarme de que en mi nuevo barrio estaba el famoso Mercado de Portobello.

De las primeras cosas que hizo mi madre, en el viaje previo que hizo con papá a Londres,  fue buscarme un colegio bilingüe en español  e inglés. Y tras la confección del uniforme de camisa verde manzana claro, rebeca de lana verde botella, chaqueta del mismo color y faldita escocesa a medio muslo, me compraron varios pares de calcetines, del mismo tono verde manzana de la camisa. Completaban mi indumentaria los zapatos de suela de tocino y charol negro. Me miré en el espejo y éste me devolvió la imagen de un colegiala mojigata. Ya vería como arreglar aquello.

La clase estaba sumergida en un silencio que me resultó extraño. No suele guardarse tanto silencio en un aula de estudios en el que ojean páginas, toman apuntes o se intercambian notas. Pero allí el silencio era sepulcral.

El prefecto del colegio en persona me introdujo y presentó a la clase. Todos me miraba como si viniese del zoo.  Me quedé allí de pie, mientras realizaba una pequeña presentación. Aquellos niños ingleses me importaban un carajo. Su aire de superioridad no iba a doblegarme.

Llevaba el pelo negro suelto, lo que llamaba la  atención en medio de una clase en al que casi todas las chicas eran rubias, a excepción de la cuatro chicas de color.

Mi inglés era lo suficientemente bueno como para seguir la clase sin grandes dificultades

Me llamó la atención que el asiento eran bancadas corridas, sin separación para alumnos, y el pupitre también.

Me sentaron entre un chico de color Thomas, y Sindy, una rubita que se llamaba como la muñeca de moda británica creada por Pedigree Dolls. Al otro lado de Thomas había otra mulata cuyo nombre no pude entender.

Nuestra bancada era la penúltima y gozábamos de relativa independencia de las inquisidoras miradas del profesor.

Thomas abrió sus piernas contactando con mi muslo, no quise mirar, sin duda estaba probando a la nueva.  Sindy apoyó su mano en mi muslo y Thomas sonrió. Con una de esas sonrisas sucias. Pero si pensaban que iba a doblegarme y comportarme como una niña asustada, estaban muy equivocados.

Sindy acarició mi vulva sobre el algodón de las bragas, buscando con el dedo la rajita y hediendo en ella el anular hasta meterla casi entre los labios de mi sexo. Mi cara, vuelta hacia Thomas tenía la mirada fija en sus ojos,  y me mordí el labio.

Un alumno leía un pasaje de una de las guerras en las que Inglaterra se había visto enfrentada a Francia, cuando el dedo de Sindy había conseguido sortear el elásticos y comprobar las humedades que desde hacía ya unos minutos, lubricaba mi rajita.

Thomas extrajo su pene del pantalón. Era una gigante tranca negra, brillante por la hinchazón. Me hizo un gesto y yo no me negué a tomarla con mi mano izquierda y comenzar a acariciar. Mi entrada en clase estaba siendo mucho menos anodina de lo que yo esperaba.

-Antonia- dijo el profesor – Póngase de pie y continúe la lectura-

-Ustedes perdonarán mi deficiente acento inglés-

-No se preocupe, lea-

Me puse de pie y comencé a leer sin entender muy bien lo que leía, sobre todo porque Sindy, ocultando el brazo tras mi propio cuerpo, me penetró con dos dedos y comenzó meterlos y sacarlos con ritmo.

Mi lectura se hizo más entrecortada y Thomas también me tocaba el culo, con las risitas complacientes de la bancada de atrás, que no perdía detalle.

Tuve el orgasmo así, leyendo en público y después, cuando terminé mi lectura y me senté, todos volvió a la calma.

Yo permanecía inmóvil, algo ruborizada por lo que había pasado, con la vista baja en mi cuaderno, realizando el trabajo que el profe había mandado sobre el episodio que habíamos leído.

A la tarde había estudio, en la misma clase.

-Esta tarde ven sin bragas- me dijo Sindy al oído.

Puse en orden mis libros, plumines, lápices y cuadernos. Y trabajé hasta que Thomas y Sindy lo impidieron de nuevo.

Esta vez no estaba el profe, y el delegado de clase parecía estar de acuerdo en que en la bancada se abusase de la nueva alumna, siempre que no se alborotase, ni se hiciesen ruidos que alertasen a los profesores de las otras clases del pasillo.

-¿Sabes que las nuevas deben pagar la novatada?-

¿De qué me serviría negarlo? Asentí con la mirdada.

Me tumbaron sobre la gran mesa alargada, boca abajo y remangaron mi falda. Yo había obedecido a Sindy y no llevaba mis bragas blancas. Que había guardado en la cartera de cuero marrón.

Cinco chicos se situaron a un lado de la mesa, desde mi cabeza a los pies, y otros cinco al otro lado, enfrente.

Buscaron una rebeca, la doblaron y me la pusieron a forma de almohada. E inmediatamente un par de manos se extendió por toda mi piel. Sentí dedos hurgar mi ano, ensalivando. Dedos penetrarme el coñito. Masajes en mis muslos y espalda. Y, de repente, comenzaron los golpecitos.

Los diez chicos golpeaban con sus penes desnudos la mesa sobre la que había tumbado. Los diez penes iban creciendo más y más a causa de los golpes y de mi desnudez.

Me corrieron hasta el borde de la mesa dejando mi cabeza fuera. Me costaba mantener el cuello recto  y dejé caer la cabeza hacia atrás.

Pronto seis o siete vergas pujaban por entrar en mi boca en la nueva posición.

-Te lo has de tragar todo Antonia- Me dijo Sindy.

La muy zorra sabía que estaba a punto de desatarse un verdadero aluvión de esperma. Lamía los penes y de vez en cuando alguno de ellos me reventaba en el ojo o en el pelo, piernas, tetas o resto del cuerpo.

Los pechos los tengo desnudos, me han subido el sujetador y luchan por llevarse mis pezones a sus bocas.

No dejé que me penetrasen, mi virginidad no iba a ser entregada en una novatada.

-Antonia, todas en España son tan putas como tú- Preguntó el que parecía líder de la clase, antes de meterme la polla en la  boca. –Trágala toda-

Y dicho esto volcó una corrida interminable casi en mi garganta.

Menos más que no llevaba bragas, porque se hubieran puesto perdidas. Nunca he visto tanta leche junta.

De repente todos volvieron a su sitio y un timbre indicó el final de la hora de estudio.

Mi viaje a Londres había empezado mucho más duro de lo que yo esperaba.