La única forma de mantener mi trabajo
Andrea estaba sorprendida de obtener el puesto con tanta facilidad. Era cierto que con un salario apenas por sobre del rango mínimo ofrecido. Pero según le dijeron, habían ido tantas candidatas mejor preparadas que ella (que ni siquiera tenía estudios de secretariado), que lo suyo fue más una prueba de suerte… y le había resultado.
Por supuesto, tuvo que demostrar lo contenta que estaba de obtener el puesto ante su futuro jefe, Edgardo Ramírez, quien no demostraba mayor emoción por contratarla. Pero que no le había quitado la mirada de encima desde que entró en la oficina para ser entrevistada, hasta el punto de incomodarla. Le hizo pocas y vagas preguntas, no parecía tampoco muy interesado en sus respuestas. La escuchó brevemente y le dijo:
— El puesto es suyo. ¿Puede comenzar mañana?… ¿Puede o busco a otra?
Debido a su perplejidad demoró en contestar, pero terminó por aceptar. De improviso terminaban sus casi 2 años sin encontrar trabajo estable… aunque estaría 3 meses de prueba.
— Seguro que le gustaste a ese gordo verde. A mi ni me miró — le dijo su amiga Vanessa, quien le había dado el dato de esta oferta de trabajo al que ella también había postulado.
— Sácale algunos buenos bonos. Seguro va a andar baboso por ti. No te dejes manosear sin sacar una buena compensación.
A Andrea le costaba creer que fuera por eso. No se encontraba especialmente atractiva, si no más bien “promedio”. Tenía un rostro armónico, ojos pequeños, nariz recta, labios finos, la mandíbula algo marcada, haciendo su rostro algo más cuadrado (y seria cuando no estaba riendo). Y su cuerpo estaba bien, sin llegar a tener nada en abundancia. Las culo, piernas y su cuello (ambos largos) eran su orgullo y sabía que le vendría bien el vestir de una secretaria para sacarles partido. Medía 1,55 y transmitía cierta sensación de fragilidad. Nunca había sacado mucho partido de su aspecto, solía ser relajada para vestir, de jeans y tops sueltos. Pero ahora en su cabeza estaba tratando de calcular la ropa que necesitaría para su nuevo trabajo y sabía que no tenía suficiente para el nivel de formalidad que exigía ser la secretaria de un asesor legal… fuera lo que eso significara.
Tras una semana de intenso trabajo, tampoco lo tuvo más claro. Si bien tenía tapizada la amplia oficina de diplomas, reconocimientos y premios, no había llegado a leer alguno que le concediera un título profesional o un estudio formal. El aspecto y maneras de su jefe, se correspondían más a lo que ella esperaría de un camionero que de un leguleyo. Era un hombre tosco, de aprox 1,75, se veía más bajo por su panza dura y redonda, de piel curtida y seño severo todo el tiempo, aún cuando reía. Tenía grandes manos, piernas cortas en proporción a su cuerpo, cabello negro con amplias entradas y una calva incipiente y una barba dura que mantenía en él un aspecto desaseado. Vestía un poco entre gangster de miami y de moscú. Trajes negros o crema, camisas más coloridas, de cuello amplio siempre abierto y un gusto dudoso por la joyería dorada: con 3 anillos en cada mano, dos dientes de oro en su mandíbula superior, collar de oro y pulsera dorados también.
Sus socios y subordinados, por otro lado, la myoría eran más del tipo profesional de aspecto, siempre de traje negro y camisa blanca. Pero en sus maneras se aproximaban más a su jefe. Sin importarles la situación laboral o relación de subordinación, tendían a ser bastantes directos con Andrea a la hora de invitarla “a que lo pasemos bien ambos”, o plantearle invitaciones más directas como: “te llevo a comer y luego nos comemos”. No se cortaban en mirarle, ni hablarle incómodamente cerca.
Al menos en eso último, su jefe había sido más distante. Lo que más hacía era retarla por su tardanza y desorden cuando él le solicitaba algo que ella no tenía certeza de dónde podría estar guardado. Todo eso, sin importarle el poco tiempo de adaptación que llevaba su nueva secretaria. Al final de la semana, Andrea estaba bastante segura que no duraría mucho en su puesto, con ese ritmo de malos ratos que su jefe le dedicaba.
El primer gran reto fue su ropa. Si bien los primeros días mantuvo la falda de tubo y blusa clara. El cuarto, ante su escasez de faldas, optó por unos pantalones negros que pensó serían apropiados para la oficina. Pero en cuanto su jefe la vio, montó en cólera con ella. La trató de estúpida por vestir así y la echó hasta que volviera:
— …apropiadamente vestida como mi secretaria: con falda corta, propia de una hembra joven, blusa blanca y zapatos con taco… y te arreglas, mierda que mis clientes y socios no tienen que ver tu rostro aburrido.
Tuvo que sacar de sus ahorros para una falda nueva y zapatos de tacón. Además de una pasada rápida al salón de belleza por maquillaje, pues no le daba el tiempo para arreglarse en casa.
— Ahora sí se te puede mirar — le dijo cuando la vio, tras ordenarla ponerse de pie y girar sobre sí misma — Y sonríe, que nadie quiere ver una cara de perra.
Notó como los retos bajaron de intensidad cuando ella empezó a poner mayor cuidado en su aspecto y empezó a practicar una actitud más servil hacia cada persona que entrara en la oficina. Lo que los subordinados de su jefe entendieron como un permiso para ser más cercanos con ella, tocarla más, tomándola por la cintura para hablarle de cerca, por los hombros, acariciar brevemente su cabello y alguna vez dejarle caer una mano encima de la rodilla, cuando ella se mantenía sentada en la oficina del jefe, tomando apuntes. También los apelativos hacia ella se hicieron más halagadores: “linda”, “dulzura”, “ricura”, “mamita”, se sumaron al ya clásico “mi amor” con el que la solían tratar.
LA CELEBRACIÓN DEL CLIENTE
Una cláusula importante en su contrato era la confidencialidad de todo lo que se hablara, hiciera o viera en la oficina.
— De acá, nada sale — le dijo su jefe, tanto como ley, como advertencia.
En general, entendía que se hablaba mucho de dinero y transacciones en las reuniones en la oficina. Que había una serie de oponentes de los que se comentaban variedad de secretos humillantes, minimizantes y hasta criminales, de los que ellos procurarían sacar provecho. Información irrelevante e inútil para ella. Pero sí prestó atención a la manera en que las mujeres eran tratadas y caracterizadas. Todos los colaboradores y subordinados eran hombres y se mantenía un trato machista y misógino en cada conversación que involucrara o tratara de una mujer. Y no se cortaban frente a ella.
— Tenemos que llevar dos testigos de entre las camareras que trabajaban para él — comentaba uno de los abogados un día.
— Pues toma a cualquiera de esas perras, seguro que si les ofreces un par de billetes, contentas van a declarar por la causa y hasta te dan cambio con un mamón — respondía su jefe mientras ella ponía una taza de café frente a él.
Así era frecuentemente, ella podía estar presente tomando notas, o sirviendo cafés mientras ellos conversaban animadamente de sus aventuras sexuales con lujo de detalle. De cómo se habrían “montado” a la mujer de alguien
— es una perra insaciable, al final tuve que meterle un desodorante por el coño, mientras le jodía el orto, para que se diera por satisfecha — comentaba Gordon, un ayudante con pinta de matón, al momento que Andrea ponía una taza de café en sus manos. Éste le buscaba los ojos con la mirada, contando las peores historias sexuales que podía decir — ¿Porqué se vuelven locas cuando uno les da por el culo, Andreíta? — le preguntó directamente.
— No… no sé — contestó turbada.
— A ti seguro que te pasa lo mismo, ¿no? — todos quedaron expectantes a la respuesta
— No… yo no… no sé — el rostro de la chica se puso colorado y ella hasta dejó caer algo del café que estaba sirviendo.
— No te han follado el culito… ¡Ay qué pena! — le dijo el hombre burlón — si es tan rico. Todas las perras a las que les he abierto el orto, se vuelven locas… después vienen rogando por más. Si quieres yo te lo puedo estre…
Ahí lo cortó el jefe.
— Suficiente, Gordon. Ándate, Andrea, que éste se calienta de verte nomás.
— Gracias, Don Edgardo.
Andrea salió tan rápido como pudo y se encerró en el baño a llorar.
Pero tuvo que acostumbrarse, porque los hombres no se cortaron nunca de hacerle preguntas y comentarios sexuales incómodos.
A un mes de trabajar en la oficina, tuvieron un caso realmente importante, a juzgar por las periódicas y serias reuniones que se armaban todos los días, casi todo el día. Conoció a un cliente, Ramón Álves, pero no sabía bien cuál era su causa. Tan sólo que estaba pagando grandes sumas por un servicio que incluía no sólo defensa legal, sino guardaespaldas (Gordon) y espionaje a un grupo económico que lo había llevado a la justicia por alguna mala práctica. A Andrea no le pareció gran cosa, era un sujeto nervioso y mal educado para ella, que nunca saludaba, ni agradecía nada y que durante una semana no se despegó de su jefe.
El viernes, después de almuerzo, cuando Andrea se dedicaba a ordenar los archivos desperdigados por toda la oficina, aparecieron su jefe y Ramón, acompañados por una mujer voluptuosa y alta de cabello ensortijado, muy maquillada y vestida provocativamente con un vestido muy corto y ajustado, con tajos a lo largo que permitían ver partes de su cuerpo desnudo: el lateral de sus pechos, sus caderas, costillas, etc. Entraron ruidosos y risueños, cada uno con una botella de espumante, whisky y pisco en la mano (respectivamente).
— ¡Ganamos! — le dijo Ramón a Andrea como explicándose — Y ahora, ¡a celebrar! — metió su cabeza entre las tetas abundantes de la mujer, que sólo rió y se dejó hacer por el hombre que la tenía bien tomada de un glúteo.
Entraron y se encerraron en la oficina del jefe. A través de los muros se seguían escuchando las risas de Ramón y la mujer, más algunas acotaciones de don Edgardo. La secretaria se quedó sin saber qué hacer. Habían interrumpido su trabajo de ordenar los documentos de la oficina y sabía que si no lo hacía, su jefe le echaría una bronca de proporciones el lunes siguiente.
Notó entre sus cavilaciones, que las expresiones de la mujer, a través de la puerta, pasaban de risas y frases ininteligibles, a sonidos menos formados, a susurros y jadeos. Cuando empezó a ascender en volumen y se formaban grititos constantes, sonó su intercomunicador.
— Andrea, tráigame cuatro vasos y hielo — le ordenó su jefe, sin darle oportunidad de decir nada, pero sí dándole la oportunidad de escuchar con claridad los gemidos de la hembra.
Se le apretó el estómago por lo que estaba a punto de hacer. Porque no iba a contradecir a su jefe. Fue a buscar los vasos al mueble y se detuvo un momento a respirar antes de entrar. Pensó en tocar, pero cuando recibía una orden así, siempre significaba ejecutarla de manera simple, sin protocolos. Así que tomó los cuatro vasos con una mano, la cubeta con hielos entre los dedos de la otra y abrió la puerta.
Adentro, su jefe estaba en su escritorio como siempre, aunque más reclinado hacia atrás. Con la botella de whisky en la mano. Frente a él, en el sofá de 3 cuerpos de cuero, los otros dos estaban fornicando con la energía de los que vuelven a apreciar la vida. Ramón estaba sentado, con los pantalones arrugados en los tobillos y sobre él, desnuda, dando la espalda, la mujer pegaba enérgico saltos sobre el regazo del hombre, exhalando de la manera más ruidosa que Andrea jamás había escuchado.
— No se quede ahí y sírvanos unos whiskys — le ordenó su jefe, para sacarla de su azoramiento.
Con toda la incomodidad del mundo, Andrea hizo como se le ordenó, sirviendo 4 vasos de whisky con hielo. Don Edgardo le indicó con un gesto, que les acercara a la pareja folladora sus vasos correspondientes. Como con temor a interrumpirlos, se acercó por el lado. Ramón la miró, con vista extraviada y no le hizo más caso. La mujer, con los ojos cerrados y la vista al techo, jamás supo que estuvo ahí. Así que les dejó los vasos en la mesita de café. Pensaba en volver a su escritorio, cuando su jefe le dijo:
— éste es para ud. Estamos celebrando — y le pasó el cuarto vaso. Andrea bebía, pero nunca whisky. Sin embargo, tras una rápida mirada a lo surreal de su situación, tomó un corto sorbo que le quemó la garganta y la hizo toser.
— Gracias Señor — dijo cuando pudo recomponerse. La pareja no paró de culear, pero si bajaron la intensidad para ver lo que sucedía con la chica. Después retomaron el ritmo.
— Ahora, continúe ordenando los expedientes — le ordenó su jefe, poniéndola de nuevo en una situación incómoda, porque había carpetas en la mesita del café, así como en otros muebles e incluso en el piso, a un lado de los amantes. Pero no tenía opción. Tomó una carpeta y su vaso y salió de la oficina.
Los momentos afuera de la oficina del jefe, los aprovechó en tomar aire, ordenar sus pensamientos y tomar otro sorbo del vaso, que cada vez sentía que lo necesitaba más. Cada incursión adentro de la oficina era ver un nuevo show sexual en vivo. Primero se encontró con que la chica estaba acostada en el sofá con las piernas sobre los hombros de rubén y éste le agarraba los muslos y cadera para empujarse con fuerza dentro de ella, haciendo sonar las carnes y el armazón del mueble. Luego la encontró a cuatro patas con la cara escondida en el tapizado, amagando unos gritos largos y profundos, arrancados por Ramón que no se despegaba de sus caderas para seguir golpeándola con todo el cuerpo. En todas las ocasiones, su jefe se mantenía como espectador, masajeándose por sobre el pantalón, pero mantenía la comunicación con Andrea, dándole órdenes indicándole dónde archivar cada documento.
Quizás fuera la ayuda de los sorbos de whisky que iba tomando. Pero después de un rato, pudo empezar a obviar a la pareja, haciendo como si fuera la tele puesta, mientras ella se concentraba en su labor. El olor a sexo en el aire, eso sí, era inevitable. Y sus sentidos se sensibilizaban a tales estímulos como aquel y el sonido de los cuerpos y de los gemidos de los amantes. A medida que avanzaba recolectando documentos, se iba acercando más a ellos.
Tuvo que levantar el vestido arrugado de ella, sobre unas carpetas en la mesa de café para retirarlas, tomar el colaless tipo “hilo dental” con las uñas, para rescatar hojas sueltas de la misma carpeta. Y, cuando tuvo que acercarse más, fue para recoger del suelo un expediente justo al lado del sofá, en el momento en que la mujer estaba sobre Ramón, pero mirando al frente. Ella había evitado mirarles pero escuchó.
— Te puedes unir si quieres… — escuchó a la mujer con voz profunda y alterada. No se dio cuenta, pero esta vez Ramón la tenía empalada por el culo — Seguro que no hay problema… ¿Cierto papi? — se dirigió a don Edgardo, que no dijo nada — ¡estamos celebrando!
Y retomó la monta. Ramón sólo la miraba, sudado, con un aspecto alterado.
— No… no, gracias… tengo que ordenar — Apretó papeles y car
petas contra su pecho, frenando su corazón acelerado y salió disparada de la oficina.
Ése era el último montón que le quedaba por recoger, por lo que terminó de ordenar unos minutos después. Coincidió en que los gritos cesaron y la voz de su jefe y la de Ramón, se hicieron más audibles, conversando. Había quedado perturbada por la visión de aquella mujer expuesta en todo su esplendor sexual: su cuerpo moreno, brillante por el sudor, sus tetas inmensas, adornadas con piercings que botaban lanzando brillos, su rostro lujurioso y su boca roja y abierta que, curiosamente, comparaba a su vagina abierta y roja. Sus tatuajes y todo, le generaron tanto un temor, como ante un animal amenazante, como una curiosidad por pensar cómo habría sido aceptar la invitación. Dejó sus pensamientos para después, pues ya tenía que irse, no sin antes pasar a despedirse de su jefe y ver si requería algo más.
Cuando volvió a abrir la puerta, por un momento no percibió a la mujer. Vio a Ramón en el sillón, camisa abierta mostrando su torso peludo y transpirado, con los brazos extendidos por todo el respaldo del sofá. Pero un movimiento en su entrepierna, la hizo entender que, como una manta de hilos de lana, la cabeza de la mujer le tapaba, pero meciéndose arriba y abajo. Sonaba la succión y la misma voz de la hembra, que gemía mientras succionaba.
Don Edgardo también estaba más acalorado, se había abierto un par de botones, asomando pelo canoso de entre la camisa y tenía el cinturón suelto, aunque los pantalones cerrados.
No hubo más órdenes, le dio su autorización a irse y ella se despidió de los hombres, a la mujer no sabía qué decirle, ni si debía referirse a ella, así que salió cerrando la puerta tres de sí.
“¿Y si me hubiera ordenado participar?” no pudo evitar preguntarse durante su viaje a casa, sin lograr contestarse a sí misma si lo hubiera hecho, o no.
LA HIJA DEL JEFE
Salvo aquel viernes, su jefe solía irse temprano para “estar con la familia”, según decía. Nunca le contó mucho, pero logró deducir que tenía al menos una hija y un hijo, además de seguir casado con su esposa. Gran curiosidad le hacía saber cómo sería su familia, pues en la oficina no había un sólo retrato familiar. Pero conoció la voz de la hija, Sonia, quien un jueves llamó mientras estaba en reunión su jefe.
— …Soy su hija, dile que me tiene que escuchar — insistió una nasal voz, en un molesto tono. Andrea calculó que debía ser una adolescente por su tono y mala educación.
Aunque sabía que a su jefe no le gustaba que le interrumpieran en reuniones, siendo la hija, le traspasó la llamada. La conversación de la reunión se interrumpió por un momento, en que escuchó el tono de su jefe suavizado, tratando de terminar luego con el llamado. Cuando terminó, se abrió la puerta del despacho y apareció Don Edgardo enfurecido.
— ¡Cómo se te ocurre pasarme este tipo de llamadas cuando estoy en reunión!
— Pero … era su hija… y dijo que era urg…
— ¡Estúpida! Ella siempre dice lo mismo. Si estoy en reunión, ni a mi madre le pasas la llamada. ¿te queda claro, cabeza hueca?
— Sí, señor, perdón
Y cerró la puerta con un fuerte golpe.
Cada vez que llamaba Sonia, el jefe cambiaba radicalmente su tono duro y su forma de hablar barriobajera. Era suave y consentidor. La chica parecía llamarle sólo para pedir cosas. Dinero principalmente.
SALIDA CON LA AMIGA
Se juntó con Vanessa en un bar a desahogarse ambas con sus nuevos trabajos.
— Menos mal no quedé en esa pega — le dijo Vanessa cuando Andrea terminó de contar sus últimos malos tratos — ¡A mi me está yendo de maravilla! Después que aquel viejo verde no me tomara en cuenta, decidí que en mi siguiente entrevista no me iba a ir con mojigaterías y me puse en bandeja. Me vestí como siempre, pero me puse un portaliga, me saqué el sostén y me repasé bien el maquillaje, justo antes de entrar en la entrevista. Yo ya sabía que me iban a entrevistar puros hombres. Me abrí tres botones de la blusa, me levanté un poco la falda y se me veía el portaliga cuando cruzaba las piernas.
— La empresa (que es el retail más grande del país) es dirigida por una familia. Estaban el papá y sus dos hijos. Todos guapos, afortunadamente (pero igual iba a la guerra si eran unos adefesios).
— Respondí todas las preguntas que pude en respuestas en doble sentido. Los hijos no podían contener la sonrisa y me comían con la mirada — Andrea le preguntó cómo —. Me dijeron que había mucho trabajo y tenía que estar dispuesta a hacer horas extras y yo les dije: “me gusta el trabajo duro, muy duro. Tengo aguante y aunque me queje fuerte, igual me gusta”.
— Ocupé todo mi arsenal: me lamía los labios antes de contestarles, crucé las piernas, me pasé los dedos por el escote y las piernas y les miré el paquete al contestarles. Creo que entendieron que estaba dispuesta a “todo”.
— Cuando salí de la oficina, me estaba adecentando, cuando sentí una mano en mi espalda. Era el hijo mayor, William, me dijo que su papá iba a optar por otra, pero que él me quería de su asistenta y me preguntó que si estaba disponible… y me puso la mano en el poto. Yo le dije “¡Por supuesto! pero tenemos que hablar de la paga»… ni tonta me iba a regalar sólo porque fuera rico.
— Pero te acabas ofreciendo como una prostituta – le dijo Andrea con preocupación.
— Ay, amiga! no seas mojigata — nuevamente ocupaban esa palabra con ella.
— A veces — continuó Vanessa —- hay que ser algo puta en el trabajo — y rió
— Bueno, después de eso, cuando empecé la pega, me di cuenta que él ya tenía secretaria. Una vieja que me arrugó la nariz como si yo fuera caca. Pero ni la pesqué…
“Bueno, cuento corto: mi pega es de acompañarlo a todos lados, vamos a reuniones, comidas, revisar las sucursales. Y entre medio, tenemos sexo, mucho sexo. Le gusta tocarme en público, cuando estamos en reuniones o comidas con socios. Cuando tomamos taxis y viajamos en avión.
Yo me siento como su amante, aunque no está casado ni nada. La semana pasada fuimos a Barcelona, junto con su hermano y su novia (se casa ahora en junio). La mina es preciosa, creo que es modelo. Tuvimos unas reuniones y después nos dedicamos a pasear. La mina no me pescaba mucho, en cambio Harry (así se llama el hermano menor de William), no paraba de conversarme y toquetearme. creí que la novia se iba a molestar… pero no pasó nada.
— ¿Hiciste algo más con él?
— No todavía. Por la noche, nos fuimos a un bar y después al hotel. Cada pareja en su habitación. Apenas entramos, empezamos a escucharlos súper claro. Al ratito, la mina estaba gimiendo y gritando como perra. Yo le estaba mamando a Willy en lo mejor y él me dijo que fuéramos a la otra habitación. Había una puerta interior que conectaba las piezas.
Vanessa omitió ante su amiga toda referencia a que su jefe le había puesto un collar y la llevaba de una correa, en cuatro patas.
— Ellos estaban teniendo sexo de pie, pegados al muro. Por eso los escuchábamos tan claros. Al final, terminé yo metiéndome con la mina y con Harry. Y después, entre los hermanos me hicieron primer sándwich, mientras las mina miraba y se metía un consolador. ¡Fue una locura! ¿Lo has probado?
— No. Mi ex me lo hizo por atrás una vez y me dolió mucho.
— Tienes que buscarte uno que sepa. Es lo más rico que hay…
— ¿no te preocupa que te vean como una prostituta?
— Amiga, soy su puta (pero particular). La verdad, me lo pensé: Me aburrí de ser pobre. Quiero viajar y comprarme cosas. Ahora estoy disfrutando y haciendo contactos. Yo creo que el día que me echen, me haré puta de lujo a tiempo completo.
El consejo que Andrea recibió de Vanessa fue:
— Tienes que ser al menos un poco puta en este trabajo. Para eso quieren ellos una secretaria, para agarrarle el culo, que le chupen la verga debajo del escritorio y poder jactarse de eso frente a sus amigos. Si no lo obtienen, te cambian. Ya encontrarán a alguna que sí lo haga.
“Yo que tú, me le ofrezco al gordo. ¿No te ha manoseado en todo este tiempo? Seguro que es impotente o precoz. Así, mejor si lo descubres, te pagará por que no lo cuentes a nadie y se conformará con verte y hacerse pajas.”
No le gustaba lo que le aconsejaba su amiga, pero le encontraba razón.
Llegó tarde y algo ebria a casa y, al día siguiente se levantó atrasada, con un fuerte dolor de cabeza. Apenas le dio tiempo para pasar por la ducha y salir corriendo. Le preocupaba más llegar a la hora que arreglarse
Después del incidente de Sonia, las cosas se habían vuelto a tensar con su jefe, le quedaba un mes de prueba y volvía a sospechar que no retendría el puesto. El pago que recibía era lo justo para vivir y pagar las múltiples deudas que le perseguían. Se volvió a quedar corta de ropa cuando su falda favorita se quemó con la plancha y tampoco tenía dinero para recurrir al salón de belleza. Y su jefe lo notó, más ahora con su aspecto descuidado.
— Pareces un estropajo usado. ¿estás enferma?
— No señor
— ¿Por qué andas tan hecha mierda?, ¿no te di instrucciones de cómo deberías verte, bruta? — los insultos a su inteligencia se habían vuelto comunes: bruta, tonta, cretina y estúpida habían pasado a ser parte de la normalidad y una de las razones por las que pensaba que tenía sus días contados en el despacho.
— Perdón Señor, este mes no me ha alcanzado la plata para comprar ropa nueva, ni he podido ir al salón de belleza — Andrea tenía un orgullo innato para asuntos económicos. Pero en vista de que iba a ser un motivo para que la echaran y que, por lo mismo, no iba a ocupar más sus ahorros, decidió ser transparente.
— ¿Y porqué no lo habías dicho antes, tonta? Ya sabes que es importante que mi secretaria se vea bien. Te voy a hacer una transferencia a tu cuenta sólo para que compres ropa y vayas al salón. Hoy no tenemos mucho que ver, así que te tomas después del almuerzo para ir a arreglarte, que pareces un mamarracho.
Se lo había dicho en un tono tan comprensivo, que los insultos incluidos se suavizaron. Andrea se sorprendió con su actitud casi paternalista.
— Pero te compras ropa que valga la pena mirar, nada de tonteras de mojigata. ¿entendido?
— Sí, Señor. Muchas gracias, Señor.
— Es parte de tu bono por las horas extras de este mes.
Efectivamente, le hizo un depósito de bastante dinero. Mucho más del que tenía pensado para salir del paso. Como la oficina estaba inserta en el sector comercial de la ciudad, fue a mirar en tiendas a las que nunca había entrado. Compró un par de minifaldas, una más ajustada que la otra, pero sabía que la suelta, por lo corta, le gustaría a su jefe y compinches. Compró blusas de tela muy fina y delgada y por lo mismo, sujetadores y ropa interior con los que pudiera hacer juego, siendo provocativa. 3 juegos de medias (2 negras, una blanca) y se dejó tentar por unos zapatos de tacón de aguja (todos los que tenía eran de taco grueso), que no sentía necesitar, pero que le vendrían muy bien a todo lo que estaba comprando. Decidió no gastarlo todo. Repuso sus ahorros gastados antes y guardó en caso de que no le gustara lo comprado, o por si acaso.
Ésta vez, pudo cortarse y peinarse su liso pelo, como no lo había hecho antes. Con visos claros y dándose un escalonado coqueto. Se hizo una depilación completa. Compró maquillaje y decidió que al día siguiente se levantaría más temprano de lo habitual para poder darse una sesión de belleza a conciencia.
— Vaya, vaya. Así me gusta llegar a la oficina. Empezaré a llegar más temprano — fue la espontánea reacción de su jefe nada más abrir la puerta. Sin que él se lo ordenara, se levantó se separó de su escritorio y dio una vuelta sobre sí misma para que él apreciara bien su vestimenta — Éstas sí que son piernas. Bendita juventud.
Andrea optó por probar con la falda suelta, tableada, pero corta. Con un aire a escolar, pero en negro, que permitía apreciar sus bellas piernas, las que realzaban aún más con la tensión muscular provocada por los zapatos altos. Optó por ir sin medias. La blusa nueva que escogió, era de amplio escote, pues no tenía botones superiores. Sólo se podía abrochar desde la altura de los pechos. Y transparentaba el sostén negro de encaje que usó aquel día. Su maquillaje bien aplicado, ojos pintados, labios rojos, le daban tanto un aire elegante y provocador. Durante todo el trayecto a la oficina, atrajo la atención de hombres y mujeres a su alrededor. Algunos hasta incomodarla. Pero se sentía bien. Más segura, algo más como veía a la prostituta de Ramón.
Como una colegiala, los halagos de su jefe la hicieron reír y sonrojarse, cambiar de postura y ladear la cabeza coquetamente. Él, por su parte, como nunca lo había hecho, la saludó con un beso en la mejilla, tomándola firmemente por la cadera con su mano ancha. Andrea sintió el olor a aftershave, café y cigarro… y le gustó.
Cada vez que entró a la oficina, lo hizo con una sonrisa amplia, a paso firme y elegante, con sus piernas bien estiradas. Sabía que caminar así sacudiría sus partes, balancearía sus nalgas y la falda, dando la impresión que en algún momento llegaría a mostrar algo más. Cada vez que entró en la oficina, su jefe y quien le acompañara, se quedaron en silencio para contemplarla. Le sonrieron seductivamente y no le dedicaron más que halagos.
Al final del día, Andrea meditaba sobre cómo la preocupación por su aspecto había mejorado tanto su ambiente laboral.
Con el correr de los días, no es que el comportamiento de los socios y colaboradores de la oficina hacia Andrea cambiara. Seguían tan salidos y sueltos de cuerpo con ella como antes. Pero ella empezó a tomárselo con más relajo. Ya no los veía como ataques, ni insinuaciones directas. Los tomó como halagos, en el mejor de los casos y en los otros, empezó a reír con sus ocurrencias y a responderles de manera jocosa. A veces incluso dejándoles en silencio y víctimas de la burla de sus compañeros.
— Mamita, viéndola así se me ocurren tantas cosas para hacerle — le dijo Ibañez, uno de los investigadores / matones del jefe un día, en una reunión a la que ella había entrado a dejar papeles a su jefe.
— Perfecto, parta por hacerme un café y luego me hace espacio para poder trabajar tranquila Las risas que provocó de todos, su jefe incluído, sonaban aún cuando ella cerró la puerta y volvió a su puesto.
En principio, los viernes la jornada de Andrea terminaba a las 16 hrs. Pero casi nunca lograba salir a esa hora. Si alguna fijación tenía su jefe era el orden. Y le ordenaba dejar todo archivo ordenado el viernes para llegar el lunes listos a trabajar. Y durante la semana, se iba acumulando mucho papeleo que su jefe retenía en la oficina a su disposición y ella debía devolver a sus respectivos archivos. Así, habitualmente terminaba saliendo a las 18 hrs, si no más tarde.
2 semanas antes del fin de su período de prueba, no tenía aún una confirmación seria de su jefe de si podría continuar en el trabajo. Lo que significaría contrato indefinido y un aumento sustancial en su remuneración y premios. Aquel viernes, poco antes de las 16 hrs. Sonó el timbre de la oficina. Cuando abrió, entró una chica de su edad. Pelo algo más claro, liso, tomado en una coleta. Vestía de manera provocativa: una minifalda ajustada, elasticada, animal print de leopardo. Arriba llevaba una blusa de seda, amarrada a la altura del ombligo, dejando ver la ausencia de sujetador, sus tetas, saltonas se movían libres de un lado a otro y sus pezones se marcaban notoriamente en la tela. Sus zapatos, además de taco, llevaban un terraplén de 5 centímetros y eran de una amarillo escandaloso. En el cuello, llevaba un fino collar de cuero rosado. Usaba el pelo más claro de Andrea (claramente teñido), casi rubio. El rush muy marcado y pestañas postizas, además de una buena base de maquillaje en el rostro.
— ¿Está mi papá? — preguntó sin siquiera saludar. Ante la cara en blanco de Andrea, agregó — Edgardo, tu jefe — tenía una arrogancia casi intrínseca en su manera de decir lo que fuera.
Andrea se recuperó de su sorpresa y le dijo algo titubeante:
— Claro, pase. Le avisaré — Andrea se puso nerviosa, no sabía cuál sería la reacción de su jefe. Afortunadamente, no estaba en reunión.
La chica se sentó cruzando las piernas y pegó su mirada al celular. Llamó a su jefe por el citófono y le comunicó el arribo de la chica. Se produjo un silencio por unos segundos y por fin dijo “OK” y cortó. Edgardo no apareció inmediatamente. Así que Andrea sintió la necesidad de cortar el silencio con un “ya viene”, pero la muchacha no le hizo caso y siguió deslizando sus pulgares por la pantalla del móvil.
Andrea no podía creerlo. Ahora entendía cómo había obtenido el puesto: ella y la chica que acababa de entrar eran casi idénticas. Aunque parecía que no así para la hija del jefe, quien después de mirarla de arriba a abajo al entrar, sólo hizo un gesto de desprecio y centró su concentración en el aparato tecnológico.
Cuando apareció Don Edgardo, lo hizo con cierta inusual incomodidad. No miró a Andrea, desde la puerta extendió los brazos a su hija (como si fuera una niña) y la llamó:
— Venga acá mijita ¿a qué se debe esta sorpresa?
— Ay, papito, necesitaba hablar contigo — adoptando un tono infantil, la chica se levantó del sillón y fue hasta donde su padre dando un pequeño trote. Todo en ella rebotaba. Edgardo cerró la puerta y se escuchó el nasal tono de la chica hablando sin parar.
Para Andrea, fue un cuadro algo bizarro. Padre e hija realizando una actuación algo perversa. Él de hombre cariñoso y querendón; ella, de niña pequeña consentida… bueno, quizás en su caso era media actuación.
Andrea no necesitaba pegar la oreja al muro para saber qué se discutía ahí adentro. Lo había visto tantas veces entre hijas malcriadas y sus padres. Él no tenía la capacidad de negarle nada que ella pidiera haciéndose la modosa; ella sabía que su manera reveladora de vestir en contraste de su actitud infantil, erotizaban al padre y que él terminaría cediendo a cualquiera de sus egoístas peticiones.
A ella se le escuchaba hablar sin parar, dejando pausas para dejar hablar a su viejo, a veces subía el tono, mientras él lo mantenía igual. Tras diez minutos, salieron ambos de la oficina. Ella feliz y coqueta, abrazó a su viejo, le besó repetidas veces la mejilla y hasta se despidió despreocupadamente de Andrea, moviendo el culo de un lado a otro, al dirigirse a la puerta del salida. Andrea no perdió el detalle de que Don Edgardo le siguió el culo con la vista, sin perderse el contoneo. Cuando él quitó la vista del culo de su hija, su mirada se encontró con la de su secretaria por unos segundos y ambos la desviaron, ruborizándose. Él volvió a su oficina y cerró la puerta.
La secretaria se quedó un rato sin hacer nada, pensando. Lo sucedido le parecía extremadamente raro. Aunque nadie hubiera hecho nada malo en rigor. Toda la escena tenía un perfume a farsa, perversión y morbo. Pero tenía que terminar el orden de las carpetas, si no, la bronca que le iba a caer sería peor.
Se levantó de su silla, estiró sus ropas con sus manos, tomó aire y fue hasta la puerta. Tocó dos veces antes de entrar, sin esperar ni recibir respuesta.
— Permiso Señor, vengo a recoger los documentos…
— Entra, entra… no son necesarias tus explicaciones tontas — le contestó en un tono molesto. Don Edgardo tenía la vista fija en unos papeles sobre su mesa. Informes y fotos. Tenía el ceño fruncido y preocupado.
Andrea pasó en silencio a buscar las carpetas y ordenarlas antes de llevárselas fuera. En su incomodidad por lo que ella sentía como un aire tenso, no notó que su jefe, levantó la vista lo justo para no perder de vista ninguno de sus movimientos. En un momento en que ella estaba inclinada, dándole la espalda, dijo:
— ¿porqué cresta tiene que ir provocando por ahí? ¿tanto les gusta exhibirse?
Andrea dio un salto por lo repentino de la intervención de su jefe. Y no sabía qué responder. ¿Acaso no le había dicho antes que le gustaba cómo estaba vestida?
— ¿Perdón?
— Sonia… no le basta con vestir como callejera. Además, le gusta venir acá, cuando le he ordenado que no lo haga. He visto cómo la miran los viejos verdes que tengo por socios. Seguro alguno le ha tirado ya los corridos… Viera con cada tipo que vuelve a casa. Sujetos que he visto en los juzgados, en los cafés. Esos viejos se han de reír de mí cuando me ven. ¿Porqué tiene que hacer eso?
— Ehh… no sé, la señorita es muy guapa. Se debe sentir muy segura vistiendo así…
— ¿Ud lo hace? ¿Le gusta ir provocando por la calle?
No era cierto, pero pensando en su continuidad en la oficina decidió contestar:
— ehh… me gusta sentirme admirada. Ahora que aún soy joven…
— son todas zorras — dijo como para sí mismo — siga ordenando, para que se vaya luego.
Andrea temía haberlo hecho enojar, pero notó cómo cada vez que volvía a entrar a la oficina el viejo la seguía con la mirada en silencio. Una idea se generó en su cabeza…
Terminó de ordenar y sin gran ceremonia se despidió de su jefe, que seguía enfurruñado, al parecer sin planes de volver a casa en un rato.
NEGOCIANDO ELCONTRATO
Al lunes siguiente, comenzaba la última semana de prueba de Andrea en la oficina.
Cuando Don Edgardo abrió la puerta y dio un paso, antes de alcanzar a saludar, se quedó paralizado por un segundo ante la vista que se le presentaba. Agachada a un lado del escritorio de la secretaria, se encontró con un culo redondo y familiar, enfundado en una minifalda elasticada de leopardo, las piernas cubiertas en una media de red abierta, estaban juntas, formando una deliciosa y familiar forma para el hombre. No sabía quién era, pues la mujer estaba inclinada recogiendo algo del suelo. Cerró la puerta y la chica se enderezó de un brinco
— Ay, Señor Ramírez, me asustó! — le dijo risueña su secretaria, Andrea, que se levantaba algo despeinada, dándole un aire sexy y permitiéndole contemplar el resto de su vestimenta: un grueso cinturón de cuero negro y una blusa negra, ligera y bien abierta, entregando un escote en V que incluso permitía percibir el borde de su sostén de encaje.
El desconcierto de su jefe era uno: la falda, parecida a la que su hija había usado el viernes, lo que le hizo dudar por un momento si era el culo de su hija con el que se había encontrado al entrar.
— ¿Le gusta cómo me queda? — le dijo alegre en un tono algo tonto, que practicó durante el fin de semana. Adelantándose a su jefe, dio un giro sobre sí misma.
— Le sienta bien.
— ¡Gracias! — rió y se acercó a saludarle con un beso en la mejilla. El hombre estaba azorado y eso le gustó. Lo siguió a su oficina, con la lista de actividades del día. Tenía la mañana libre, aunque su socio Robert, el abogado senior, dijo que pasaría a verle en algún momento durante la mañana.
Acompañó a su jefe hasta su escritorio para darle un recordatorio de las actividades y reuniones del día. No era mucho, ya había terminado cuando el viejo Edgardo se sentó en su asiento y Andrea notó que no le escuchaba. Estaba en shock por la visión de la entrada.
— Y la señorita Sonia, ¿se sigue portando mal? — le soltó Andrea a bocajarro, probando suerte.
— ¿qué?
— Si la señorita Sonia ha hecho algo más este fin de semana, que le molestara, jefe — preguntó haciéndose la inocente, manos atrás, meciendo su cuerpo, de pie sobre sus piernas cruzadas. Dejaba ver el tajo que tenía la falda sobre su pierna izquierda, que permitía vislumbrar la liga que remataba la media de red por arriba.
La vista de Edgardo se clavó en la falda, de algún modo realzaba la cadera y vientre de la chica. Por primera vez, a pesar de las tantas veces que su propia hija había utilizado una falda igual a aquella (y con el mismo efecto sobre sus caderas) no sintió la necesidad de retirar la vista.
— Siempre — empezó diciendo sin retirar la mirada de la falda y las caderas de su secretaria — el sábado dijo que iba a salir con unas amigas, pero llegó un mercedes con un sujeto mayor dentro que ni se bajó a buscarla. Tocó la bocina y ella salió corriendo como un animalito… Vi cuando la saludó con un beso y se fueron… y a la noche, volvió a las 4 de la madrugada. El mismo auto pero no la vi a ella, creí que era por la penumbra, pero se detuvieron debajo de un poste y ella no se veía… estuve a punto de salir a ver qué pasaba… cuando ella apareció de debajo del manubrio, riéndose, pasándose la mano por la boca. El sujeto la tomó del pelo (que lo traía desordenado) y le plantó un beso. Cuando entró a la casa y encendí la luz para recibirle, pude verle la barbilla brillante. Llegó ebria y yo creo que drogada porque sus ojos se veían rojos e hinchados, como si hubiera llorado mucho, pero no podía dejar de reir… ¡Intentó saludarme con un beso! Cuando dos minutos antes había estado chupándole la verga a aquél desconocido.
El viejo Edgardo apretaba el puño fuertemente cerrado, mientras relataba las andanzas de su hija. Su tono era iracundo, a punto de ponerse a gritar.
— ¿Y qué le dijo?
— Intenté obligarle a decirme quién era ese sujeto, pero sólo me decía “un amigo”. Le pregunté si era su novio y me dijo que no… y le pregunté “¿porqué le hacías un mamón en el auto?” si no era su novio ¿y sabes qué me dijo? — no esperó respuesta — “porque me lo pidió” y se rió en mi cara. Tenía tantas ganas de reventarle la cara… a mi propia hija!
— ¿Y le pegó?
— Jamás le he tocado un pelo, es lo que más atesoro en la vida. No sé qué hacer con ella. Sólo me provoca rabias, como si lo hiciera a propósito… no sé qué hacer para que deje de comportarse como una mujerzuela…
— Quizás debería castigarla — dijo Andrea. Ahora la miró su jefe
— Ya te he dicho que nunca le tocaré un pelo. ¿O estás sorda?
— Perdón, don Edgardo… quizás yo le podría ayudar — había logrado llevar la conversación hasta donde quería, pero eso no le aminoraba los nervios que sentía en ese momento. Tenía los músculos tensos y el corazón le palpitaba en la garganta, pero tenía que asegurar su continuidad en el trabajo con el aumento prometido y bonos que debería negociar quizás en ese mismo momento. Aprovechó el nerviosismo a su favor, para mantener un movimiento lateral que pareciera “infantil” y mordiéndose el labio inferior antes de decirle a don Edgardo, quien no le quitaba el ojo de encima con interrogación en su mirada.
— Mi papi me solía castigar cuando yo hacía cosas como esa. Me daba palmadas para que aprendiera… quizás ud podría practicar conmigo, para después hacerlo con la señorita Sonia — la sonrisa al final de la oración, fue quizás lo que más desconcertó al viejo Edgardo. ¿de verdad se estaba ofreciendo para ser castigada por algo que no habría hecho? Edgardo no había llegado a su posición de poder, sin lograr entender lo que la gente no le decía ¿qué quería su secretaria?
— ¿No le parece que con esta falda me veo igual que la señorita Sonia? — Andrea se dio media vuelta y sacó la cola para atrás, mirándole por sobre el hombro. Como tenía las piernas cruzadas, su culo se veía aún más amplio de lo que era, pero con todo el esplendor de su natural redondez — Si me castiga a mi, sería como castigarla a ella — concluyó hablándole mimosa por sobre el hombro y meciendo su trasero atrás y adelante.
— ¿Qué quieres a cambio? — el tono de su patrón cambió a uno que nunca escuchó antes, más grave y rugoso, le produjo un escalofrío escucharle, pero ya había lanzado los dados y no iba a esconder la mano.
— ¿Me voy a quedar con mi puesto?
— Sí, ya lo tenía decidido.
— ¿Contrato indefinido? ¿suelo de 1 millón más bonos?
— Finalmente sacaste las garras, putita ambiciosa — Edgardo se levantó de su sillón, rodeó el escritorio y acomodó una silla, apuntando el respaldo hacia Andrea. Se detuvo frente a Andrea, quien cada vez podía ocultar menos sus nervios. Ahora temblaba, apretándose ambas manos con fuerza frente a su entrepierna.
— ¿Estás segura de lo que me estás ofreciendo? — le preguntó en la cara, mirándola hacia abajo, haciendo notar los 15 centímetros que aún le sacaba de ventaja, a pesar de los tacos altos que llevaba la chica. Ella pudo sentir en la cara su aliento cálido y amargo por el café y cigarros.
— Lo que me ofrezcas ahora será parte de tus servicios siempre que yo lo ordene. Sin pendejadas. Sin echarte pa’trás — Andrea asintió, develando cada vez más su expresión de nerviosismo y algo de miedo en la mirada — Si no eres capaz de soportarlo, te vas… Y si andas pidiendo bonos, será mejor que sepas ganarlos, porque por unas palmadas, no te voy a dar ni diez pesos — Andrea volvió a asentir, apretando los labios. Eso sólo podía significar sexo para ella y ya había decidio durante el fin de semana, que trataría de sacarle al viejo la mayor cantidad de dinero posible en el tiempo más breve y largarse en cuanto tuviera un buen ahorro.
— Pon las manos acá y mira para allá — le indicó el respaldo de la silla para que se parase mirando hacia ella. Le puso una mano en la espalda, empujando y le ordenó — saca el culo para atrás.
— Ésta será tu prueba, putita. Te voy a dar una sola palmada en este culo que te cargas — le empezó a sobar el trasero sin reparos, con la mano derecha abierta, dando círculos alrededor y ejerciendo una presión que la llegaba a mecer en su lugar — De todos modos te voy a dejar como mi secretaria, si te arrepientes después de la prueba. Finalmente lograste entender lo que tienes que ofrecer como secretaria y hembra… Pero si quieres el millón y los bonos, después de la palmada me empezarás a llamar “papi” cuando te lo ordene. Si te arrepientes después de eso, te echo de una patada a la calle. ¿entendido, puta?
A Andrea no le parecía nada mal, se había imaginado que su primera prueba sería de carácter sexual. Quizás su amiga Vanessa tenía razón y era impotente. Y las palmadas en el culo no le preocupaban tanto, su ex tenía, según ella, una rara fijación por dejarle el culo rojo a palmadas cuando tenían sexo (siempre a lo perrito) y ella había llegado a disfru…
¡¡PLAAFFF!!
Un sonido estrepitoso, seco y repentino, que fue acompañado al final por un chillido agudo que emitió Andrea, tanto producto de la sorpresa, como del dolor. Pero este dolor, que partió localizado, se expandió por su pierna y cadera, como una onda de choque. Le ardió el cachete derecho como nunca lo había sentido, no como si le hubiera pegado, sino quemado. El impacto fue tal, que la levantó unos centímetros en su lugar y la sacudió por completo, llegando a levantar su cabello tomado. De no ser porque estaba apoyada en la silla, probablemente el golpe la habría tirado al suelo.
Pronto acudieron a sus ojos las lágrimas, que los desbordaron. Aunque no estaba sollozando, éstas corrieron por sus mejillas, llevándose el rimel consigo y dejando un zurco negro a cada lado de su nariz. Empezó a hacer pucheros, temiendo que se vendría otro golpe como el anterior.
— Muy bien — le dijo cerca de su oído, su jefe — al menos lo aguantaste en tu lugar — el único cambio en su postura había sido que dejar la pierna derecha flectada, con el pie en el aire.
— Ahora … — empezó a decir y sonó el timbre de la puerta — Ah!, debe ser Roberto. Ve a abrirle y nos dejas hablar un rato hasta que te llame — cambió el tono como automáticamente. Volvió a hablar con siempre y se fue a su lugar.
Andrea, en cambio, ahora era ella la que estaba en shock. Ni su cuerpo ni su conciencia reaccionaron inmediatamente. Aún estaba aferrada a la silla con sus uñas, cuando su jefe le retó.
— ¿Qué sigues haciendo acá, tonta? ¡Ve a abrirle a Robert, de una puta vez! — Andrea asintió y trató de caminar como siempre, pero notó que el músculo de la pierna derecha y la nalga, le había quedado agarrotado, así que tuvo que cojear. Por supuesto, no notó la satisfacción y gracia que le causó a su jefe verla renguear hacia fuera de la oficina. “Si se soba el cachete, sería para encuadrarlo”, pensó su jefe, pero en vez de eso, a ella le preocupaba más el rimel corrido, Se pasó los dedos por las mejillas y debajo de los ojos, pero era evidente como se le había corrido el maquillaje, dejándole negras ojeras difusas y manchas del surco de lágrimas en algunas partes de la mejilla y más claramente en la barbilla, por donde Andrea, sin espejo, no se pudo limpiar bien.
Roberto tuvo dos reacciones paralelas al verla aparecer, admirarla con un “¡Vaya, que tenemos aquí!” y luego le preguntó preocupado, si estaba bien.
— Sí, don Roberto, son sólo alergias.
— ¡No dejes que este cascarrabia que haga pasar penas! — dijo en voz alta, sacándole una sonrisa a la chica.
— No es eso, no se preocupe — le dijo para devolver la amabilidad.
Pero a Roberto no se le pasó el caminar afectado de la chica, así que miró a su socio y la mirada de éste fue todo lo que necesitó para confirmar sus sospechas. Así que, sonrió y se fue a encerrar con Edgardo en la oficina.
En cuanto se cerró al puerta, Andrea se dirigió al baño cojeando. Tras el lavamanos, el espejo era lo suficientemente grande para verse reflejada hasta las rodillas, si te parabas apegado a la pared. Eso hizo Andrea, poniéndose de espalda al espejo y levantó la falda, descubriendo marcada en gran parte de la extensión de su nalga (que no era poca cosa) la mano de su jefe, en rojo. Se podían contar los cinco dedos bien dibujados. Sacó su celular y se tomó dos fotos: una de cuerpo completo, mostrando la marca y la otra, un acercamiento a la misma, apreciando la rotundez del cachete. Pasó la punta de un par de dedos por la marca, sorprendiéndose de no sentir dolor con sólo tocarla, pues la sentía más como una abrasión. Se arregló el maquillaje, bajó la falda y frotó nalga y pierna para recuperar la movilidad en ellas.
Afuera se escuchaban las risas de los hombres y sonó el citófono. Don Edgardo le ordenó un café para ambos.
Frente a Don Roberto, Andrea intentó ser como siempre. Entró sonriendo, dejó un café en la mesa de su jefe y otro se lo pasó en las manos a Don Roberto. Le habló su jefe, otra vez en aquel tono grave y rasposo:
— Entonces, Andrea. ¿Te quedas por el base, o quieres esforzarte por los bonos?
Andrea miró a Roberto, que la observaba atento, y volvió a mirar a su jefe, que esperaba su respuesta. No esperaba que fuera ahí, frente a otra persona. Tragó saliva y respondió
— Por… por los bonos — pero su jefe se mantuvo impertérrito, como esperando aún la respuesta. Entonces agregó, titubeante: “…papi”
— Dilo más fuerte y claro, que Roberto sea testigo de lo que estás ofreciendo
Esta vez, por vergüenza, no quiso mirar al abogado, bajó la mirada para tomar aire, volvió a mirar a su jefe y repitió con mayor convicción
— Me quedo por los bonos, papi
— ¡Maravilloso! — exclamó Roberto y aplaudió un par de veces, entretenido por lo que acababa de ver.
— ¿Ves que no era tan insulsa como tú decías? Ya te he dicho que todas son putas.
— Incluso tu hija
— Ésa es la que más… Putita, muéstranos, al tío Roberto y a mí, cómo te quedó ese culazo que te cargas.
Sabía lo que estaba aceptando, con ese “papi” y estaba claro que su jefe no se iba a tomar un tiempo para hacerlo efectivo, así que se giró, tiró hacia arriba de la falda elasticada, hasta quedar enrollada bajo el cinturón de cuero y sacó el culo hacia atrás.
— Vaya, qué maravilla de culo, Edgardo, no es para que le dejes esa brutalidad de marca.
— Le dejaré las marcas que se me vengan en gana, que es lo que ella aceptó. ¿No es así, putita?
Parece que tendría que acostumbrarse rápido al nuevo sobrenombre. Miró por sobre su hombro y les respondió:
— Sí, papi. Puede castigarme cómo quiera.
— Y masoquista más encima la pendeja… me tenías engañado — reflexionó Roberto. Andrea sólo lo miró aunque sentía la necesidad de disculparse con él por el “engaño”.
— Ahora sal de acá, puta. Que tenemos cosas importantes que atender.
La echó su jefe como si nada. Así que arregló su falda sin más y salió a realizar sus tareas habituales. Aunque en cuanto cerró la puerta se dio cuenta de que estaba temblando. Sus pezones marcaban la blusa, a pesar del brassiere y ella estaba agitada y excitada. La exhibición, el castigo, la humillación, los insultos, eran una mezcla confusa. No sabía cómo podría volver a concentrarse con tantas cosas en su cabeza.
Por un rato, hizo lo mejor que pudo, trató de serenarse con un té y leyendo emails. Pero cada tanto su cabeza volvía a la oficina y al rostro de aquellos hombres viéndola con complacencia en su momento más humillante. No podía creer tampoco todo lo que había estado dispuesta a hacer.
En eso, salió don Roberto y ella se levantó a acompañarle a la puerta. Él la tomó por el brazo para admirarla bien, ella notó la mirada de él, fijándose en la marca de los pezones bajo la ropa, que volvían a endurecerse rápidamente.
— Buena movida el buscar parecerte a la puta hija de Edgardo. Está claro qué vio en ti de su interés — le tomó el culo, en la zona de impacto, con la mano abierta y apretó, causándole una ligera molestia — Jamás creí que fueras de esta clase. Pero ya ves cómo me equivoqué.
Y salió de la oficina.
Andrea pensó: “es cierto, no era así…”
— ¡Trae el culo acá, puta, cerremos el trato! — gritó su jefe y se le erizaron todos los pelos del cuerpo. Pero no dudo en entrar en la oficina y cerrar la puerta tras de sí.
FIN
NOTA DEL AUTOR
Si has llegado a este punto de la lectura, seguro te has formado una opinión sobre el relato. Tómate un momento y califica y comenta la historia que acabas de leer, por favor. La retroalimentación me ayuda a saber si voy bien o mal encaminado en la historia. Para quienes escribimos y publicamos en este sitio, puede ser un poco frustrante ver pocas interacciones para el esfuerzo puesto en cada relato. Si tienes más inquietudes o te gustaría conversar algo sobre la temática, puedes escribirme al email [email protected]