Me gusta tener las bolas de Navidad

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Mi mujer llevaba todas las semana repitiendo lo mismo:

–No tenemos bolas de Navidad.

Mi mujer era mucho más joven que yo, casi 20 años, mucho más guapa y nuestro hijo acababa de cumplir los cuatro años. Para Valeria, no tenía perdón de Dios que a una semana de Navidad aún no hubiésemos decorado la casa de manera correspondiente. Pero la casa era nueva y los adornos, como tantas cosas, se habían perdido durante la mudanza. Así que me arrastró a mí y al pequeño Arturo a pasar una sábado en el infierno de unos grandes almacenes.

No era sólo el parking atascado, no era sólo la gente enloquecida, no era sólo la aglomeración. Eran todos los avisos que recibimos:

–¿Adornos de Navidad? –nos avisó el encargado del aparcamiento–. Yo no iría. Como son objetos de poco valor han puesto allí a los peores vendedores. En este momento aquello es como un batallón de castigo.

–¿Lo ves, Valeria? Te dije que no debíamos venir…

–Exageraciones.

–Si al menos me hubiese podido quedar en casa…

–¿Ah, sí? ¿Y quién me ayudaría a cargar el árbol en el coche?

No sólo es que fuera más joven y con más empuje que yo… Ya un cincuentón cansado. Es con la Navidad, no había quien la parase.

Como un tipo como yo se había casado con una mujer como ella… sólo se explica porque uno de mis jefes la tenía de secretaria de dirección y acabó facilitando que nos enrollásemos y que yo de manera rápida abandonase una soltería considera más condena que vocación por el simple hecho de que querían librarse de ella. Yo me casé, ella dejó la compañía con una indemnización desorbitante y el jeje empezó a tirarse a otra. A los nueve meses de nuestra luna de miel nació Arturito.

Podría pensarse que al conformarse con un tipo como yo y una salida como esa más bien una pavisosa. Pero si había que buscar una palabra para definirla era putiboba. Un combinación de optimismo desmesurado, unas ganas de agradar fuera de lo común y una inocencia caída directamente del guindo más grande que uno pudiese imaginar. Todo ello dentro de una cabecita tan mona como encantadora que remataba un cuerpo de vértigo, del que mi pobre esposa nunca parecía ser consciente.

–¿Ves? Todavía me queda bien mi vestido verde elfo. Todavía me va como un guante.

No mentía, no… Como un guante,,, muy ajustado.

–No me lo ponía desde hacía años.

Desde antes de que naciese Arturito. Ahora sus cuerpo se había redondeado y el vestido no sólo le iba ceñido nivel escándalo sino que como sus pechos habían subido dos tallas tras dar a luz y ahora el vestido se tensaba y por delante, haciéndolo más corto de lo que ya era.

–Además, querida, yo diría que llevas aquel sujetador push up que te regalé la Navidad pasada…

–¡Oh, qué mono! ¿Cómo lo has adivinado! ¡Me encanta que me regales siempre lencería por Navidad! Me encanta porque me hacen unos senos preciosos

No era adivinación el que vestido era tan fino y le quedaba tan reventón que se podía leer hasta las etiquetas de su ropa interior. Y no, no le hacía los senos bonitos, se los levantaban como una ofrenda a los dioses del deseo. Pero claro, esa elevación pagaba un precio porque la falda, que antes era corta, ahora lo era más: a medio muslo, Dios mediante.

Caminó hacia mí, mientras se perfumaba:

–¿A qué estoy guapa, amor?

–Ya… sí… pero…

–¿Pasa algo, cariñito?

El “cariñito” era peligroso. La traducción sería algo así como… ¿no me irás a tocar el chichi ahora?

–Es que al caminar… esas medias…

Eran unas medias bonitas, con unos lunares dispersos.

–Pero si ayer me depilé enterita, amor. Para ti.

–No, si no es eso… Es que… Son medias, no pantys.. al andar, el vestido, que ya se te sube… pues…

–Uy, sí… es que me las he puesto sólo para probar como me quedarían para Fin de Año.

–Ya, si me encantan…

–Pues nos vamos ya que si me cambio perdemos tiempo y el centro comercial estará a reventar.

El centro comercial estaba a reventar.

Al principio no me importó. Mi mujer se emperró en conducir el Terrano nuevecito que me habían dado en mi trabajo: ingeniero aeronáutico. Nunca hablaba de ello, de mi trabajo. Si trabajas en Defensa, mejor estar calladito. Además, estaba encantado: a Valeria se le subía la falda conduciendo y era una espectáculo ver aquellos muslos dorados, que yo sabía firmes y prietos.

El infierno ya empezó en el parking de tres plantas. Una cola enorme, casi nos quedamos fuera. Al final pudimos aparcar por los pelos, en una plaza claramente mucho más pequeña. Por suerte un empleado con un chaleco fluorescente ayudó a mi joven esposa a aparcar. Primero pensamos que no podría porque había una viejecita con gafas de culo de botella en un Subaru. Pero al final entre la pensionista y el pibón, el asistente se inclinó… por el coche más grande, sin duda. Un profesional de los que ya no quedan.

Su precisas indicaciones permitieron a Valeria aparcar sobre las líneas. Dentro hubiese sido imposible con un vehículo de 1,75 metros de ancho.

–Qué majo, Ángel. Lo peor es que no llevo nada para darle propina.

-Pues no… lo siento.

No hizo falta. La amabilidad del aparcacoches no se paró ahí. Abrió la puerta de forma galante para que mi mujercita pudiese salir. Eso le permitió contemplar desde abajo las espectaculares piernas de Valeria. La falda de su vestido estaba lo bastante subida para que se viesen el final de sus medias, con sus remate de silicona negra que permitía que se aguantase en el muslo. Esperaba que mi joven esposa se bajase su falda. En vez de eso, para mi horror interno, fue a descender, bajó una pierna pero no la otra… Temí que le iba a dar un festival al solícito operario pero no fue eso… fue peor. Justo cuando estaba así, una pierna caída y la otra en el coche, del todo expuesta, se volvió hacia a mí y decidió que entonces, justo entonces era el momento para darme instrucciones.

–Saca el niño por la otra puerta, Ángel, por favor.

Fui a protestar, pero no por el encargo, sino porque mi inocente esposa estuviese tan despreocupada con lo más importante que tenía que proteger. Pero así era ella. Me tragué mi orgullo y me bajé del coche impotente. Estaba desabrochando al peque del arnés de su sillita cuando oí…

–Ahora no sé dónde he puesto el móvil…

Vamos, que si el tipejo quería recrearse, Valeria no se lo podía haber puesto más fácil.

Cuando salimos del ascensor los tres, Valeria, mi hijo Arturito y llegó el segundo aviso. Un guardia de seguridad escuálido y con cara no llegarle la camisa al cuerpo nos advirtió:

–Mejor que no entren en esta planta. Los vendedores ayer liaron una tangana cuando perdieron de penalti en el partidillo de la liga de la empresa y están muy agresivos.

Pero viendo la multitud que ocupaba la planta la verdad es que pensé que no podía pasar nada malo

A primera vista me sorprendieron cuatro cosas: la ausencia de mujeres dependientas, el aire perdulario de los vendedores, la cantidad de gente desatendida que vagaba sin saber dónde encontrar lo que buscaban y la gran cantidad de motivos cinegéticos que se vendían como adorno navideños: renos de impresionante testa, cuernos de ciervos, imitaciones de cornamentas de venado, coronas de astas de gamo… Imagino que la mayoría reproducciones falsas, para dar un aire de cabaña en el bosque a casas de ciudad…

Por suerte, a pesar de los saturado, a nosotros nos atendieron sin demora. Y no uno sino dos vendedores. Uno guapo, alto, aunque sin afeitar, como si hubiese dormido mal esa noche. La placa en la solapa decía “Álvaro”. El otro era más bajo, ojos vidriosos, calvo, pero con pelo acaracolado en sobre las orejas y la nuca. “P. Blasco”, rezaba en su plaquita.

–Lo que desee, señorita –garantizaba Álvaro.

–Señora. Aquí mi marido y mi hijito. Quería adornos de Navidad, lo típico… un árbol, unas luces, unas bolas.

–Tenemos las mejores bolas, señora –terció Blasco.

–Menos mal. Porque cuando llegan estas fechas me gusta tener a mano las bolas de Navidad.

No podía creer que hubiese dicho eso. ¿Pero en qué estaba pensando?

–Hay mucha aglomeración, costará que lleguemos todos –advirtió el guaperas de Álvaro.

–Pues, cariño, quédate tú con el peque en la cafetería de la terraza y yo hago las compras. Luego tú vienes para cargar el árbol y volvemos al parking.

Mi interés por la Navidad en general y por los adornos en particular era relativo, así que el plan de Valeria me pareció bien… Hasta que antes de alejarme vi como el guaperas de Álvaro le ponía la mano en la espalda a mi mujer. ¿Pero qué se había creído? Pero no dije nada. Total, la terraza tenía una cristalera que la separaba de la zona comercial. Así que podría ver a Valeria en todo momento.

Me pedí un café y un batido de chocolate para Arturo.

A los diez minutos la cosa empezó a torcerse:

–Papá, papá… mamá está subida a un estante…

Me volví y allí estaba Valeria, encaramada en una breve escalera trasteando unas cajas arribar de todo. Lo peor no eran los dos tipos babosos que la miraban desde abajo, lo catastrófico era que ella subiendo los brazos estuviera subiendo el vestido y que se le viese no sólo el final de las medias, no sólo los dorados muslos, no sólo el inicio de las nalgas… Es que además la estaban tocando. Blasco, el bajito, la sujetaba por una pantorrilla. Y al otro lado, Álvaro, el apuesto, lo hacía por el muslo, al ser más alto.

Me levanté para llamarles la atención, me iban a oír.

–Papá, que no me he acabado el batido.

Me senté. No sé si porque no podía dejar al niño solo o porque necesitaba una excusa.

Al final mi dulce Valeria bajó con la caja. Álvaro, el alto sopló el polvo que había sobre ella.

–Papá, papá… el señor ha soplado y le ha tirado un montón de polvo a mamá… suerte que el otro señor la está limpiando.

Mi labio superior empezó a temblar de rabia. El libidinoso Blasco estaba sacudiendo el vestido verde elfo de Valeria.. pero no en cualquier sitio sino justo en sus impresionantes y desafiantes pechos. ¿Pero qué se habían creído? Y para mi desgracia en vez de pararles los pies ¿o debería decir las manazas? Valeria se reía y echaba la cabeza hacia atrás, con su ondulada melena morena que llegaba justo por encima de los hombros, como si todo aquello le hiciera gracia… Y en vez de pararlos, proyectaba aquel par de melones sobrenaturales al frente, ofreciéndolo todavía más, si eso era posible.

Intenté calmarme y pedí otro café. Pero me despisté y no especifiqué descafeinado.

Me lo trajeron casi al momento, porque el servicio de la terraza funcionaba como un reloj suizo, mientras que los dependientes de la planta respondían más bien al modelo de la relojería albanesa. Me lo llevé a los labios.

–Papá, papá… mamá parece que no se la pueden meter…

Entre que el café quemaba y lo que acaba de oír lo acabé escupiendo atragantado. Me volví y en efecto… Mi mujer estaba inclinada hacia la pared con los pies muy juntos y combando su cuerpo noventa grados, con aquel salido melifluo de Álvaro pegado a ella inclinándose también. En aquella posición el vestido se le subía tanto que sus sucintas braguitas negras resultaban perfectamente visibles. Y si no lo eran tanto era porque el muy ladino fingía alargar el brazo hacia algo y con esa excusa le refrotaba todo el paquete por su pluscuamperfecto trasero.

–¿Ves? No le pueden meter el enchufe de las luces para que vea como quedan en el árbol, papá.

–¡Me van a oír! ¡Estos no saben quién soy yo! – y me levanté desencajado.

–Señor, ya he visto que le he servido su café muy caliente… ¡soy tan tonta!

La camarera tetona y muy joven, aún más que mi mujer había aparecido a mi lado. Me puso una mano sobre el hombro y dócilmente me sentó…

–Ya veo que se ha manchado. Ha sido por mi culpa. Por favor, no le diga nada al encargado, ya me odia bastante.

–No, si yo…

Y de repente ya no sólo me sentía incómodo por lo que le estaban haciendo a mi mujer, con aquel cabrón fingiendo que el enchufe no entraba para así pegar su inhiesto paquete al prominente culito de mi mujercita. Es que aquella tetuda teñida estaba en cuclillas con uno de su melones pegado mi pierna y con una bayeta estaba frotando mis pantalones justo en el punto donde no quería que me tocasen en ese momento. ¿O sí quería? Tampoco me estaba resistiendo tanto…

–Papá, yo creo que ya sé porque no entra… Está duro.

Justo en lo que estaba pensando yo en este momento, mientras la camarera se recreaba más de lo necesario. ¿La erección era por lo que estaba viendo o por lo que me estaban tocando?

La camarera se levantó…

–Ahora le traeré otro café… Lo siento mucho…

–No yo… no es su culpa… es que mi mujer…

–Tranquilo, seguro que su esposa está en las mejores manos.

Justo era eso lo que me preocupaba.

Me trajo otro café en un momento. Yo buscaba a mi mujer con la vista, pero en ese momento no la veía a través de la cristalera.

–Una tacita de Black Insomnia, nuestro café más fuerte. Invita la casa –y me dio una palmadita en el brazo.

No sabía si era justo lo que necesitaba. Ya tenía la polla excitada en exceso, tal vez no era buena idea agitar también el cerebro. Pero me lo bebí de varios sorbos rápidos.

Miré a la camarera alejarse. Tal vez estaba un poquito pasada de peso, pero la verdad es que había sido encantadora.

–Papá, papá… mamá se ha enredado con el árbol.

–¡No me lo podía creer! Apurando el café lleno de rabia pude ver como los dos ladinos dependientes bregaban con un árbol gigantesco, el que supuestamente había comprado mi dulce Valeria, pero que ambos tunantes habían trajinado con tan torpeza, o habilidad, vete tú a saber; que una de las ramas del abeto se había enganchado en el ya de por sí breve vestido de mi inocente esposa.

Ella lanzó un gritito entre divertido y escandalizado, que sirvió para alertar a algún hombre en la planta que por algún milagro ya no estuviese mirando al libidinoso cuerpo de mi esposa. Álvaro subía el árbol, en vez de bajarlo, y el cetrino Blasco, con la excusa de intentar desengancharlo estaba rebregando los suaves pero bien firmes muslo de mi mujer. Yo creo que más de un marido aprovechó para hacer fotos con su móvil de tan expuesto momento.

Evidentemente me levanté para intervenir…

–La nota, señor… Y otro café, que ya sé que ha habido un problema.

No era la camarera, era el encargado, bigotudo, de hombros anchos, brazos como jamones y cara de pocos amigos. No me atreví a irme corriendo para salvar a mi mujer. Tragué saliva y saqué la tarjeta de crédito.

–Espere un momento, que está esperando la señal, me dijo sosteniendo el TPV.

Yo sólo tenía ojos para mi pobre Valeria, que forma torpe intentaba bajarse el vestido una y otra vez mientras los dos dependientes escenificaban una coreografía de Mack Sennett a costa de mi cónyuge. Y Blasco cada vez subía más las manos y yo diría que sus dedazos estaban rozando las provocativas y caladitas braguitas de Valeria.

–Pues no la coge. ¿No tendrá otra? ¿O efectivo?

Busqué en mi monedero desesperado, cuando ya Valeria se mordía el labio inferior, echando de nuevo su deliciosa cabecita hacia atrás, tal vez sintiendo más placer que la vergüenza que le provocaba la situación. Era evidente que tenía que salvarla. Así que lo arrojé veinte euros, cogí al chico de la mano y corrí hacia la galería.

Cuando llegué los tres seguían haciendo el payaso… aunque ya habían desenganchado el árbol y la faldita había vuelto a su posición natural.

–Oh, caíste debajo del muérdago.

La estaban tuteando, tuteando.

Mi mujer emitió una risita… esa risita tonta que me encantaba en nuestra intimidad momentos todavía más íntimos.

–¡Uy, tendré que besaros!

Y allí, en mis narices besó al asqueroso de Blasco en la mejilla. Fue a hacer lo mismo con el guaperas de Álvaro, pero el muy tuno giró la cara en el último momento y la buenaza de mi mujer le acabó dando un pico.

–¡Perdona!

–¡No importa! ¡Es Navidad! –se rio ella.

Todavía no era Navidad. De hecho, faltaban unos días para la Navidad, yo estaba rojo de ira, era una olla exprés a punto de explotar.

Valeria se dirigió a mí, tan jovial como acogedora:

–¡Qué suerte que estés aquí! ¡Los chicos me han dicho que al otro lado de la planta hay un Papá Noel! Podemos llevar a Arturo.

Me desarmó. Cogió a Arturito de la mano y de manera desenvuelta y avanzó hacia el otro lado de la planta, mientras los odiosos dependientes me endosaban el árbol de Navidad, y las bolsas de los adornos. No pesaban mucho pero eran incómodos de llevar, sobre todo si uno intentaba ir apartando el ramaje para ver el ondulante trasero de mi mujer llevando de la mano al niño y seguida por los dos dependientes, que para nada pensaban separarse de ella por mucho que la compra parecía haber ya finalizado. Cruzó juguetes, la sección de belenes… Era cómo si sólo mandasen sus tacones de diez centímetros repiqueteando sobre el piso.

En el otro lado había un Papa Noel, más bien penoso y una larga cola de niños… Álvaro con su hipocresía encantadora se llevó al peque. Yo fui a protestar…

–Pero es que su cola es esta. Jimena cuidará bien de él…

Jimena era la primer mujer que veía en la planta. La depilación de cejas no parecía su fuerte pero tenía un gesto afable. Valeria pareció protestar:

–Pero mi pequeño…

–Estará bien –dijo Álvaro cogiéndola del brazo­– esa fila es para él… pero para usted tenemos algo un poco más… especial.

–¿Cómo se atreven…?

Yo iba a protestar, pero en vez de eso parecía un abeto parlante. Blasco muy amablemente me llevó a un mostrador vacío y me propuso:

–Puede dejar todo esto aquí. No se preocupe. Nadie las tocará.

Lo que me preocupaba que tocasen no era eso.

Luego le seguí y vi otra cola… Pero esta estaba frente a una gran columna tras la cual no se veía nada.

–Es esta cola de las niñas…

–Hombre, niñas, niñas…

Había una fila de una docena de chicas, jóvenes, o muy jóvenes. Maquillaje extremo, algún mechón teñido, uno que otro piercing, a veces faldas muy cortas, en ocasiones, minishorts ceñidísimos y una alergia sorprendente a cualquier equivalente al sujetador.

–Lo siento chicas, tiene reserva… –y Álvaro la hizo pasar delante de la fila, que de manera automática empezó a soliviantarse.

–Tranquilas, chicas. Habrá para todas.

–¡Llevamos aquí horas!

–Y ahora encima pasa el marido –se lamentó otra cuando Blasco me fue guiando del brazo.

Al otro lado había un Papa Noel tan macilento como el de los niños pero con un aire más… inquietante… Tragué saliva… aquel espacio no estaba a la vista de todo el mundo. Sería por algo. Me temí lo peor…

–Es un bonito detalle, chicos… –replicó mi cándida mujer.

–Si se sienta en su regazo le haremos una foto con su móvil.

Ella les entregó su teléfono sin mayor resistencia. Así era ella, un alma de cántaro y un cuerpo de cántaros, sin poder decir cuál impresionaba más a los extraños.

–No me parece buena idea, cari…

Blasco me puso la mano sobre el hombro. Para ser más bajito que yo me apretó con una fuerza inesperada y murmuró a mi oído…

–Tú, chitón.

Valeria se sentó en las rodilla del Papá Noel…

–Jojojojo…. ¿Cómo te llamas, niñita?

–Valeria.

Álvaro la enfocó con el móvil. Pero en lugar de hacer la foto se acercó y le espetó…

–Así no queda bien, señora. Péguese más –y la empujó hacia la falsa barriga.

–¡Oh, que dura!

Qué fuese la barriga, que fuese la barriga.

–Ahora sí que queda bien –y vi a Álvaro disparando varias fotos

La verdad es que quedaba espectacular. A mí se me estaba poniendo más dura aún, si eso era posible en los últimos 15 minutos. Con el empujón la pobre Valeria había quedado con las piernas abiertas, aunque ella lo había intentado disimularlo poniendo las rodillas hacia dentro. Pero el final de las medias y sus tiras elástica de silicona ya eran más que visibles, al subírsele el vestido.

–Cariño, deberíamos irnos… –sugerí casi sin alzar la voz. Vi las manos con guantes blancos en su estilizada cintura.

–Antes debe pedir un deseo –le dijo el Santa bajo su barba falsa.

–¿Un deseo? Uhmmm, no sé… –vi como movía suavemente su culito. ¿O era él, con sus manos? ¿Estaba mi mujer refrotándose contra el paquetorro de aquel salido hijo de Claus.

Vi como entrecerraba los ojos de placer… Con aquellas braguitas tan, tan finas debía de sentir aquella barra de pan dura como los mangos de los cuchillos Bowie de “Forjado a fuego”.

–Ya veo que estás buena, preciosa… pero ¿has sido buena?

–Uummm, Uhmmm, Santa… he sido muy, muy buena –dijo con un tono de estarse derritiendo.

–No me lo acabo de creer… tienes aspecto de chica traviesa.

–Oh, Santa… te noto… tenso… Veo que este trabajo es muy, muy duro.

–No sabes cuánto.

–Yo sólo quería felicitarte la Navidad, Santa. Pero se me está clavando este bastón de caramelo que llevas en el bolsillo –y se levantó para quedarse con las rodillas medio dobladas. Yo creo que se hubiera puesto del todo de pie si sus tetazas no hubiesen chocado con la cara del afortunado figurante.

–Espere voy –y le bajó el pantalón un poco… muy poco.

–Nofff, nofff… no ef un melo de falo –llegó a farfullar con unos de los senos de Valeria en su boca, llenando el vestido de babas asquerosas.

Basó bajarlo un par de dedos para que emergiera la torre de St. Mary Axe. Era descomunal.

–¡Oh, cielos! ¡Esto no es una bastón de caramelo!

–Valeria, ni se te ocurra tocarlo- advertí entre dientes.

Se volvió a sentar en la rodilla, per más al borde, hacia las rodillas.

–Ya sabía que eras una picarona. Santa lo ve todo, nena.

–La que lo está viendo todo soy yo… y te voy a demostrar que soy buena… muy buena de hecho.

Me zafé de Blasco y me abalancé sobre ella. Aquello no podía estar pasando. Álvaro me debió ver por el rabillo del ojo. Con habilidad me puso una zancadilla y me fue de bruces contra ella. Al golpear su espalada la cara de mi desvalida esposa cayó contra aquel pollón. Sentí como el malévolo Papa Noel me pateaba en el pecho para apartarme y cómo un escalón me pegaba en la mejilla, que empezó a arder. Álvaro se sentó encima de mí y sólo dijo…

–Tranquilo, tranquilo…

Con su peso sobre mí casi no podía respirar… y menos moverme… Pero si pude ver a mi mujer arrodillada entre las piernas del siniestro Papá Noel cimbreando aquel pollón a dos manos.

Valeria se volvió un momento para explicarme:

–No puedo dejarlo así, querido… Piensa en todas esas pobres, inocentes niñas esperando que se encuentran ese inmenso rabo que yo he despertado sin querer… ¡Podría pasar una desgracia!

–¡Ya está pasando, Valeria! –sollozé yo desde el suelo.

–No te obsesiones con lo que ves, piensa en esas pobres chicas de cola que si se encuentran con esta… monstruosidad, quedarían traumatizadas, sufrirían ataques de ansiedad… Alguien tiene que evitarlo, Ángel.

–¡Pero sin son pendones! ¡Si a la que no se le ve el ombligo se le ve las tiras del tanga!

–Es que la juventud ahora viste así, Ángel. Pero son puras…

–Puras no sé… pero putas un rato –repliqué mientras se me saltaban las lágrimas de impotencia. Y sentía todo el peso de Adrián en mi espalda.

–¿Te gustan las pollas grandes, nena? –preguntaba Santa, como si ese fuese el espíritu de la Navidad.

–Oh, sí… me encantan lo pollones como este.

–Mira, mira cómo te da en la cara… –y movía las caderas pegándole pollazos en la delicada carita de mi dulce Valeria.

–¡Oh, sí, Santa! ¡Sí, sí…!

Valeria empezó a chupar aquel vergazo. Primero la punta y luego más y más… Y además, Blasco, como ya no tenía que vigilarme, atacó a mi mujer por la espalda, le agarró las tetas y comenzó a restregarle la polla por su culo, empezando por la nalgas y acabando más allá del coxis.

–Valeria, no la chupes, no…. –no quise verbalizar que a mí no me la había mamado nunca. Pese a las veces que le había suplicado en la intimidad de nuestro dormitorio. Y ahora a aquel cerdo, llegar y besar el santo, o mejor dicho… besarle la Santa… pija.

El tipo le había cogido la cabeza y se la iba hundiendo cada vez más. Le estaba follando la boca, allí, delante mío. Con el otro cerdo que si mi pobre mujercita se despistaba le daría por el culo.

–Oh, sí… chupa, chupa. Sí que eres buena… eres muy, muy buena.

Nunca hubiese dicho que mi dulce Valeria pudiese tragarse una verga de esas dimensiones. Pero lo estaba haciendo. Veía su nuca subir y bajar. Hasta que el tipo empezó a jadear… a gritar como un cerdo… Se estaba corriendo. Se estaba corriendo en la boca de mi mujer… La buena noticia es que Blasco no le dio por el culo. Estaba tan salido que no pudo contenerse se corrió casi al mismo tiempo que le maldito Papa Noel, pero en su culo y en su espalda.

–Santa te ha dado lo que querías, nena.

–No hay bondad sin sacrificio –replicó mi abnegada esposa.

Se adecentó un poco. La bajarse el vestido se limpió la corrida de la espalda. Y con la mangas la de la boca.

Álvaro me ayudó a incorporarme. Con la misma amabilidad de siempre nos acompañó fuera. Aguantamos las malas caras de las chicas que esperaban. Jimena estaba cerca con el pequeño Arturo:

–Mamá, mamá… te has manchado el vestido.

Arturito, siempre tan oportuno. Álvaro nos acompañó al mostrador a recoger nuestras compras. Cargué con el árbol. Al pasar por el área de decoración, Álvaro me dijo…

–Con clientes como ustedes, siempre tenemos algún detalle. Esto les encantará.

Y me entregó una cornamenta de ciervo para poner de centro de mesa. Había que reconocer que Álvaro tenía sentido del humor.

Volvimos al coche. Salir del parking fue otro infierno… Tanto que no habíamos subido a la primera planta, con una cola enorme. Valeria y yo no hablábamos. Miré hacia atrás. Arturito se había dormido en la sillita. Me moría de ganas de organizarle una bronca a Valeria de órdago… Por lo que había pasado, por lo que había permitido que pasase, por aquella facilidad con la que se había dejado llevar en cuanto un par de cerdos…

Y entonces pensé: ¡¡A la mierda!!

–Cariño, se me han caído las llaves. ¿Podrías…? Es que yo conduciendo…

No sé lo que me pasó. Tal vez fue la sobredosis de cafeína.

Lo hizo. Se inclinó sobre mi regazo y empezó a mover su mano entre mis piernas. Desde luego no encontraba las llaves, porque estaban a buen resguardo en la guantera de la puerta.

–No las encuentro, Ángel mío.

–Estírate un poco más, querida. Por favor…

–Lo estoy haciendo. Pero no se ve nada. Este aparcamiento es tan oscuro.

Lo estaba haciendo, en efecto, por eso tenía la cara pegada a mi bragueta. Y tenía que sentir mi polla dura como un monumento del neolítico. Con el coche parado gracias un inútil que no sabía pagar en la barrera fue fácil desenfundar mi miembro. Cuando la pegué a su cara, Valeria intentó zafarse pero la sujeté del cuello.

–Ángel, ¿qué haces? ¿No irás a aprovecharte de mí? Ángel que estoy indefensa, que… umpffffff….

Esta vez no. Esta vez iba a tragar. Literalmente. Me costó poco metérsela en la boca. En parte porque no era tan gruesa como la de Santa. Al principio parecía resistirse, pero en unos minutos empezó a chuparla como una golfa, como el pendón más pendón. En mi coche, en el Terrano, en un parking.

Mi corrida fue antológica. Le pegué tanto al volante con mis manos que pensé que se iba a disparar el airbag. Por suerte, eso no pasó.

Enfilábamos la rampa cuando mi mujer acabó su fantástico trabajito oral.

Pensé que iban a empezar los reproches. Pero no fue así.

–Feliz Navidad, querido. Eres el mejor marido del mundo.

–Feliz Navidad, amor. Tú sí que sabes celebrar las fiestas. Esto ha sido mejor que el tarjetón que me haces cada año.

Fue la mejor Navidad de mi vida. Y el sexo con mi mujer mejoró muchísimo a partir de entonces. Para empezar cuando llegamos a casa, donde me exigió que le diera su más que justificada satisfacción. Desde luego, nunca hablamos de lo que pasó ese día. Y para Navidad ya no me hace tarjetones.