Me transforme en la novia esclava

DE NOVIA CONSENTIDA A ESCLAVA SOMETIDA

Por Alcagrx

I

– Víctor, es que me da igual lo que nos haya dicho el guía; ¡te digo que quiero visitarlo! Así que haz el favor de ordenárselo….

En los casi dos años que llevábamos saliendo, yo me habría preguntado millones de veces porqué seguía soportando a aquella pija. Magdalena en el DNI, como todas las mujeres de su familia, Mada para amigos y parientes -otra tradición secular en su casa- era sin duda la persona más superficial que yo hubiese conocido en mi vida; parecía vivir sólo para satisfacer sus caprichos, y desde luego nunca paraba hasta salirse con la suya. Incluso si, para ello, tenía que utilizar a la gente; de hecho, esa parecía ser su especialidad, pues para ella los demás solo existíamos para servirla. Desde sus familiares hasta los criados, incluyendo a sus amigas -si es que alguna lo era de verdad- y sobre todo a mí; Mada estaba convencida de que todos los demás sólo existíamos para hacerla feliz. O, al menos, para esforzarnos en servirla.

En particular, Mada tenía claro que esa era mi función primordial como novio, sino la única: llevarla donde quisiera, decirle lo que quería oír, agasajarla y mimarla constantemente… Y, cuando a ella le apetecía, hacerle el amor; por supuesto siempre de la manera que decidiese, y poniendo tantos límites que, a veces, aquello más parecía un trabajo que un placer: apaga la luz, no me despeines, no me hagas sudar, deja de sobarme el pecho, que me haces daño, por detrás ni loca, cochino, estás loco si piensas que te la voy a chupar, qué asco…

En realidad, si yo seguía aguantando a Mada era solo por dos razones, pero ambas de mucho peso: la primera, lo buenísima que estaba. Casi metro ochenta de curvas perfectamente colocadas, con piernas interminables, nalgas duras y redondas, pecho firme, alto y con una hermosa forma de pera… Y una carita de ángel, que cuando sonreía me dejaba desarmado; moralmente, claro, porque si, además de mirarme con aquellos ojazos verdes, se me insinuaba un poco, desde un punto de vista físico me provocaba justo lo contrario a un desarme: vamos, que me ponía tieso como un poste. Y la muy malvada lo sabía; cada vez que quería algo de mí -y nunca pasaba más de media hora sin que eso sucediera- no tenía más que sonreírme, mirarme con cara lujuriosa y susurrarme sus instrucciones mientras me acariciaba. Aunque solo fuese una mano, o la rodilla.

No digamos ya si, además de tocarme, me dejaba que la tocase yo; y, sobre todo, si hacía eso llevando poca ropa: he de reconocer que, si Mada me hubiera pedido que me tirase al tren llevando puesto uno de sus micro bikinis, yo lo habría hecho en el acto, sin pararme a pensar en las consecuencias. No digamos ya, de habérmelo pedido desvestida. Lo que era muy poco frecuente, por otra parte; incluso en la intimidad, pues yo podía dar fe de que en materia de sexo era más bien mojigata, y sobre todo poco apasionada.

Sin embargo le encantaba provocar a los hombres, exhibiéndose ante ellos. Disfrutaba haciéndoles sufrir, dejando que viesen aquello que jamás catarían; pero nunca todo, claro, pues ni siquiera era partidaria del topless en la playa. Lo suyo eran los amplios escotes que mostrasen el sujetador, las faldas muy cortas…; o las largas pero con un profundo corte, para así enseñar sus impresionantes piernas al andar. Cosas de este tipo; como decía el deslenguado de mi hermano, Mada era una auténtica calientabraguetas.

La segunda razón resultaba aún más decisiva: Mada era la hija única del dueño de la empresa donde yo trabajaba; un viudo aún más pijo que su hija, y forrado de dinero. El cual, supongo que en premio por distraer a su niña, y así evitarle el tener que soportarla personalmente, me trataba de maravilla: BMW de empresa, ascensos, poco trabajo, gran sueldo… Pero sobre todo viajes, muchos viajes; a Mada le encantaba ver mundo, y cada dos por tres su padre nos mandaba por ahí, a todo lujo. Algo que, estoy convencido, hacía con un objetivo principal: perderla de vista.

Así que, como me decían mis amigos, no me podía quejar; supongo que la expresión “braguetazo” era la que más se acomodaba a mi situación, pero yo había ido aceptando la idea. Tanto era así que, tras aquellos dos años de relación, había llegado a soportar incluso las interminables comidas en el club de golf de mi suegro, con sus amigotes; el más joven de todos frisaba los setenta años, así que es fácil imaginar lo que me aburría con ellos. Hasta había aprendido a simular que agradecía los absurdos consejos que constantemente me daban; sobre golf (pues yo jugaba mucho mejor), sobre inversiones (en mi cuenta nunca había demasiado dinero, vivía al día), sobre salud (al contrario que ellos, a mis treinta años yo estaba sano como un roble) y sobre todo, acerca de las mujeres. A las que, por lo visto, en su tiempo sí que las sabían tratar… Aunque mucho hablar, sí, de la mano dura que necesitaban; pero cuando tenía delante a su niñita, cuarenta y pico años más joven que él, el “machote” de mi suegro se convertía, al punto, en un manso corderito, que le decía -como yo, claro- que sí a todo lo que ella le pedía.

En eso estaba yo, precisamente, en aquel momento; solo que en plena África Central, en un pueblo perdido de un país cuyo nombre me era imposible recordar -menos aún pronunciar bien- y al que habíamos acudido para hacer un safari fotográfico; Mada dijo que había visto, en un reportaje de la tele, que allí había unos gorilas muy graciosos -así lo dijo, lo prometo-, y a su padre le faltó tiempo para comprar dos billetes de avión en primera clase, reservarnos un bungalow de lujo en un campamento de alto standing, y facturarnos para África. Para él fue, supongo, un alivio; aunque muy caro, pues solo la estancia en el Camp Nosequé donde nos alojábamos superaba los mil euros diarios, y el avión no habría bajado de los seis o siete mil. Pero, claro, al hombre el dinero le daba igual, y por esa “módica” cantidad durante doce días no tendría que aguantar los caprichos de Mada.

Es decir, justo la situación contraria a lo que me sucedía a mí. Pues, desde que llegamos que ella no hacía más que quejarse: del calor (terrible), de los mosquitos, de la comida, del polvo, del mal estado de las carreteras, de la falta de tiendas elegantes (lo juro), … Por más que yo le recordaba que aquello era África, y que era ella quien había querido venir, la lógica no me servía para nada; Mada estaba de mal humor casi todo el día, y me trataba con todo el desprecio de que era capaz. Que, puedo garantizarlo, era muchísimo; desde luego, muy pronto vi que mis posibilidades de pasar con ella alguna noche romántica en la selva eran, exactamente, cero.

Pero todo cambió cuando Mada vio aquel edificio. De camino a visitar los dichosos gorilas cruzamos uno de aquellos pueblos africanos pobres y sucios, llenos de gente desharrapada y moscas; en el que destacaba una especie de fuerte de adobe muy grande, de altos muros y con pocas y pequeñas ventanas. Casi más por aburrimiento que por curiosidad, Mada preguntó al guía, un negro enorme que se llamaba Mnoni, qué era aquello; y la respuesta que recibió, en el inglés roto de aquel hombre, le hizo abrir unos ojos como platos:

– Eso es el mercado de esclavas, señora.

De inmediato, Mada comenzó a bombardearlo a preguntas, sin darle tiempo a responder; y, de pronto, me miró muy seria y me dijo:

– Déjate de gorilas, que ya los he visto por la tele. Vamos a visitar el mercado de esclavas.

Cuando yo, con un suspiro, le dije que haríamos lo que quisiera, como siempre, y di instrucciones al guía para que nos devolviera al pueblo -durante la conversación ya lo habíamos superado- Mnoni nos contestó que el capricho de Mada era absolutamente imposible.

– Señor, al mercado solo van vendedores, compradores y esclavas. No turistas permitidos.

Y, por más que Mada nos torturó, a él y a mí, con su insistencia, aquel hombre no dio su brazo a torcer; así que, por supuesto, logró que Mada se enfadase muchísimo, y le ordenase regresar al campamento de malos modos. Con él, y de rebote conmigo, claro: nunca la había oído decir palabras gruesas, y sin embargo oí como le soltaba a Mnoni, en su impecable inglés de clase alta, algo que incluía la palabra “fuck” varias veces. Y conmigo hizo algo aún peor: mirarme sin decir ni una palabra, con cara de indignación infinita.

Al llegar al campamento se fue derecha a la tienda; yo, por precaución y también por el calor, preferí irme al bar a beber con el dueño, Míster Vorster, un sudafricano muy simpático al que parecían caberle las cervezas por cajas. No pasé, sin embargo, de la tercera; la acabábamos de destapar cuando Mada, con una sonrisa de oreja a oreja y llevando su vestido más sexy, se acercó a nuestra mesa.

La verdad es que estaba espectacular con aquel vestido verde, escotado hasta la cintura y abierto también por atrás, dejando al aire toda su espalda; por supuesto lo llevaba sin sujetador, y hubiese jurado -pues no noté su relieve al besarla- que tampoco se había puesto bragas. El sudafricano se levantó de un salto, a besarle galantemente la mano; yo me di perfecta cuenta de cómo disfrutaba Mada, al comprobar que los ojos de aquel hombre no se separaban de su interminable escote. Y la siguieron hasta que se sentó; momento en que aún le ofreció mejor espectáculo, pues dejó que el largo vestido se abriera, dejando ver hasta medio muslo sus piernas púdicamente cruzadas.

Pero eso no era más que una anécdota; lo principal era que algo se le habría ocurrido que le había cambiado radicalmente el humor. Hasta el punto de haber dejado, sin protestar, que le manosease un poco las nalgas, cuando se acercó a mí para que la besase en la mejilla. No tuve que esperar ni un minuto para enterarme de qué era; pues, una vez sentada e imitando el mal inglés de Mnoni, Mada repitió:

– Señor, al mercado solo van vendedores, compradores y esclavas”.

Y luego, ya con su impecable inglés aprendido en un colegio carísimo de Kent, donde pasó los veranos de su adolescencia:

– ¿Qué tal si el vendedor fuese usted, Míster Vorster, el comprador fueses tú, Víctor, y la esclava yo misma?

Antes de que yo pudiera decir nada, la risa de aquel hombre atronó en el bar; cada vez se reía más, y más fuerte, y pensé que iba a darle algo. Mada se lo miraba mientras iba enfadándose otra vez, pues se daba perfecta cuenta de que aquella reacción no era, precisamente, un aval a su idea. Y por supuesto que no lo era, pues una vez que Vorster logró calmarse le dijo, con su fuerte acento bóer:

– ¡Querida mía, qué graciosa que es usted! Ya se nota que no sabe por lo que tienen que pasar las esclavas en aquel mercado… No se ofenda, pero allí dentro no tendría usted valor para asumir el papel de esclava ni por unos minutos; vamos, ni siquiera se atrevería a entrar en tal condición”.

En cuanto terminó de hablar, me di cuenta de dos cosas: una, que era obvio que no conocía bien a Mada; dos, que allí iba a haber lío. Y así fue; ella se revolvió en su asiento, con lo que nos enseñó aún más sus muslos y el principio de sus senos, y echando chispas por los ojos le contestó:

– ¿Qué se cree, que las mujeres de buena cuna no tenemos agallas? Discúlpeme, pero es usted un necio, señor Vorster; y además, un machista repugnante. Le propongo una apuesta: yo aguantaré en mi papel de esclava hasta que Víctor me compre, y usted le devolverá el precio que pague por mí en la subasta, pero doblado. ¿Se atreve, machito valiente?”

Vorster volvió a reír a carcajadas; se divertía tanto, que no pareció darse cuenta de que Mada había formulado aquella apuesta con su egoísmo habitual. Pues si el hombre perdía él tendría que pagar, pero ella no le había ofrecido nada para el caso de que, por el contrario, ganara. O quizás era que al hombre tanto le daba; al final, lo único que hizo fue alargar su enorme mano derecha, y estrechar la de Mada mientras seguía riendo.

II

A la mañana siguiente, mientras tomábamos el desayuno en el comedor, Vorster se nos acercó; mirando a Mada con cara socarrona, le dijo:

– ¿Lista? Si ya están a punto, Mnoni nos espera afuera, con el coche. Pero no se apresure; acaben primero de desayunar, que hay tiempo…

Lo que fue por su parte un error, pues Mada, para fastidiarle, se lo tomó al pie de la letra; y, como poco, tardó media hora más en dar por concluido su desayuno. Un tiempo que Vorster pasó allí de pie, junto a nuestra mesa; ya que Mada, por supuesto, en ningún momento le ofreció sentarse con nosotros. Cuando por fin acabó su té se levantó, haciendo ver que no se daba cuenta de que el hombre le ofrecía su mano, y sin decir nada se fue a la tienda; allí se estuvo al menos otra media hora, de nuevo haciéndonos esperar -aunque esta vez yo le había dicho a Vorster que se sentase conmigo- hasta que reapareció.

Estaba como siempre radiante: se había puesto una especie de pareo de seda, anudado al cuello y que le llegaba casi hasta los pies, calzados con unas finas sandalias; esta vez sí que aceptó mi mano, con una sonrisa, y juntos nos fuimos hasta el vehículo, que arrancó tan pronto como montamos en él. Para circular durante al menos una hora por aquellos caminos polvorientos; un tiempo en el que ni Mnoni, ni Mada, ni yo dijimos nada. Vorster sí, pero solo poco antes de llegar al pueblo, y de modo muy breve; para advertirnos de que había hablado con los responsables del mercado, y nos estarían esperando para iniciar los trámites.

Cuando paramos frente a la puerta del fuerte vi que nos esperaban al menos media docena de personas, todos hombres y negros; iban vestidos con una especie de túnicas hasta los pies, y llevaban en sus cabezas el típico sombrero de la zona. Al bajar nosotros tres del vehículo Mnoni, desde el mismo asiento del conductor, se puso a hablar con ellos; pero antes de que nos pudiera traducir lo que le explicaban Mada hizo algo que, he de reconocerlo, me sorprendió: llevó las manos a su cuello, desató el nudo que sujetaba su pareo, y se lo quitó con un grácil gesto.

Luego, con una sonrisa nerviosa, me lo entregó; y se quedó allí, delante de todos nosotros, vestida únicamente con sus sandalias y el bikini más sucinto que se había traído a África: el top no tenía tirantes, y era una simple banda de tela, de color carne, que cubría sobre todo sus pezones, dejando a la vista buena parte de sus bien formados pechos. Por arriba, y por debajo; pues, como mucho, tendría diez centímetros de anchura. Y la braguita no era, en realidad, más que dos cordeles finos: uno que bajaba a su pubis desde la cintura, en uno de cuyos lados se sujetaba con un lazo, y otro que salía de la parte trasera del primero, cruzaba a través de la hendidura de sus magníficas nalgas -que, por supuesto, le quedaban al aire- y, al pasar frente a su sexo, se ensanchaba; lo justo como para cubrir tanto los labios mayores, y el resto de su vulva, como el pequeño triángulo de vello púbico que Mada siempre llevaba cuidadosamente recortado. Un adorno que yo conocía bien porque, en alguno de sus raros momentos de excitación sexual, me había dejado ocuparme de repasárselo.

La reacción de todos aquellos hombres, sin embargo, no fue la que ella esperaba. Uno dijo algo en su idioma, y de inmediato los demás se pusieron a reír como locos; para mi sorpresa, pues yo creía que casi no hablaba el idioma local, incluso Vorster se reía. Enseguida Mnoni, mirando a Mada con la cara de triunfo de quien ve llegada la hora de su venganza, nos tradujo el comentario de aquel hombre:

– La blanquita debe creer que va a la piscina.

Y, antes de que Mnoni dijese nada más, fue Vorster el que intervino, sin parar de reírse:

– Señora, las esclavas van siempre desnudas. Ni siquiera van calzadas; su única vestimenta son las cadenas con las que sus amos las sujetan, y las marcas de lo latigazos que reciben. ¿Entiende ahora porqué le dije que usted no llegaría ni a entrar en el edificio?

Al oírle, Mada se quedó inmóvil, y se ruborizó intensamente; parecía que la cabeza entera le iba a explotar, del color tan subido que cogió, pero cuando por fin se movió nos dejó a todos de una pieza. Primero se puso en cuclillas, y desabrochó el cierre de cada una de sus sandalias; luego se incorporó, se las quitó y retrocedió un paso. Para cuando alargó sus manos a la espalda, buscando el cierre del top, todos los presentes nos manteníamos en un silencio tan expectante como, al menos en mi caso, asombrado; una vez que lo soltó, Mada se limitó a agitar un poco el torso, y con el bamboleo de sus senos la prenda cayó también al suelo, frente a ella. Tras lo que deshizo el lazo lateral de su tanga, tiró del cordel suavemente y se lo quitó; luego lo lanzó al suelo, junto con sus otras prendas, y sin perder el rubor que cubría toda su cara dijo con voz entrecortada:

– Adelante, hagan ustedes conmigo lo que tengan que hacer; cuanto antes se pongan a ello, antes acabaremos.

La completa desnudez de Mada tuvo, durante unos segundos más, un efecto paralizante sobre todos los hombres que la contemplábamos; en mi caso no porque fuese la primera vez que la veía así, pero sí porque, la verdad, no me esperaba de ella tanto arrojo. En cuanto a los otros, Vorster se la miraba como el gato al ratón, con ganas de comérsela; y los negros otro tanto, pues aunque seguro que habían visto a muchas mujeres de su raza desnudas, una blanca era sin duda una novedad. Y además, una blanca con aquel cuerpo de escándalo.

Pero, al final, uno de los negros se rehízo: avanzó hacia Mada, la cogió de un brazo y se la llevó así sujeta hacia la puerta del edificio; ella no opuso resistencia, pero mientras caminaba hacia su destino giró la cabeza, y me miró con una expresión que yo nunca había visto en su cara, mezcla de vergüenza y de miedo. Sobre todo, de miedo.

Yo le sonreí, y mientras desaparecía dentro de aquel edificio recogí sus prendas; al incorporarme se me acercó Mnoni, y me dijo:

– El encargado me dice que ya supone que quiere usted seguir todo el proceso, y lo mismo le ofrece al señor Vorster. Pero, siendo infieles, tendrán que tomar una precaución: vestir como nosotros, y cubrir sus caras para que no les reconozcan. Si alguien les interpela, señálense la boca y hagan con los dedos el gesto de cortar; todos supondrán que no pueden hablar, y les dejarán tranquilos. En esta zona la guerrilla ha cortado muchísimas lenguas; bueno, también manos, brazos, piernas, de todo…

De inmediato le contesté que sí, y él mismo nos acercó a la puerta de entrada; daba a un gran patio, y justo en un lado había una especie de garita de donde sacó cuatro sandalias, dos de aquellas túnicas largas, un par de sombreros y unos pañuelos largos para que nos cubriésemos la cara. Vorster y yo nos lo pusimos todo y, una vez convenientemente velados, seguimos al resto de la comitiva hacia el patio interior del fuerte.

Enseguida volví a ver a Mada: estaba en una esquina del patio, con su cuerpo desnudo empapado de agua, quieta mientras dos hombres pasaban sobre su morena piel sendas pastillas cuadradas, muy grandes, de jabón. Ella gemía de vez en cuando, más de vergüenza que no por dolor, pero no se resistía; y cada poco los hombres dejaban las pastillas en un estante contiguo, para substituirlas por unos cepillos de fuertes cerdas con los que frotaban, enérgicamente, la desnudez de su nueva esclava blanca. Lo que, por supuesto, arrancaba de Mada mayores gemidos; sobre todo cuando las cerdas frotaban sus senos, o su sexo, cada vez más enrojecidos por tanta fricción.

Sin hacer caso a sus lamentos, siguieron dándole más jabón, y de nuevo cepillándola, largo rato, hasta que decidieron que ya era suficiente. Entonces uno de ellos fue a buscar una manguera, y pasaron a la siguiente fase; esta vez, mientras uno la regaba el otro, con sus manos, le quitaba el jabón del cuerpo. Siempre sin dejar que ella misma lo hiciese; le habían hecho levantar los dos brazos al aire, tanto como podía, y cuando trató de bajar uno -porque le estaban haciendo daño- lo único que consiguió fue que el hombre que la sobaba se lo volviese a subir. Y que, acto seguido, le diese una fuerte palmada en una nalga, con su mano abierta; Mada, al recibirla, dio un agudo grito de dolor, y observé que a punto estuvo de decirle algo al agresor. Conociéndola, seguro que sería algo muy poco amable; pero al final se contuvo, y soportó aquella nueva humillación también en silencio.

Cuando los dos hombres terminaron de aclararla la llevaron, sin esperar ni un minuto a que se secase -tampoco parecía que fuese muy necesario, con aquel terrible calor- y siguiendo el contorno de aquel patio, hasta un taller que había unos metros más allá, donde trabajaba un herrero. Mada iba chorreando agua, y tenía todo el cuerpo tan enrojecido como su cara; bastaba verla para darse cuenta de lo mal que lo estaba pasando, y no solo por tener miedo a lo que le pudiesen hacer. O por la vergüenza por tener que estar desnuda entre aquellos hombres, que para ella no eran sino unos miserables salvajes. Como yo la conocía bien, sabía que lo que más la mortificaba era haber perdido la capacidad de decidir; allí ya no era la niña caprichosa que todo lo consigue siempre, sino un mero objeto, una mujer sin voluntad, y sometida a la de sus captores.

De hecho, en cuanto llegaron al herrero tuvo otra buena muestra de ello, pues la visita no tenía otro objeto que cargarla de cadenas. Mientras Mada negaba con la cabeza, pero sin ofrecer otra resistencia que esa, el hombre le puso primero un collar de hierro, que desde donde yo la miraba me pareció una bestialidad: tenía casi la misma altura que su cuello -y el de ella era largo y esbelto-, al menos una pulgada de anchura, y parecía pesadísimo. Luego le pusieron, en las muñecas y en los tobillos, cuatro grilletes del mismo material; e igual de altos, de gruesos y de pesados. Para, finalmente, unirlo todo con unas cadenas tremendas, pues cada eslabón era grueso como uno de sus dedos, y hacía al menos cinco o seis centímetros de largo. Sujeto todo mediante unos remaches que el herrero aplastó a martillazos sobre un yunque, obligando a Mada a adoptar cada vez la postura adecuada para ello.

Mientras el herrero, manoseándola de paso a su gusto, la iba colocando en las posturas requeridas para poder martillar los remaches, pude ver que las primeras lágrimas asomaban a los hermosos ojos verdes de Mada. Sucedió cuando aquel hombre, justo después de hacerle agachar la cabeza sobre el yunque para poder asegurar el collar, la incorporó; al hacerlo, seguro que ella notó, en el acto, el peso de todo aquel hierro que rodeaba su cuello -no quiero exagerar, pero el total no bajaría de diez o quince kilogramos entre collar, cadenas y grilletes-, y comenzó a llorar quedamente. Así siguió, gimoteando, mientras le ajustaban los grilletes de las muñecas, separados entre sí por no más de medio metro de cadena; pero cuando el hombre, con una mano en su nalga izquierda, le levantó la pierna del mismo lado por la pantorrilla, y le colocó el pie sobre el yunque, ya no pudo más: comenzó a hipar, entre sollozos, mientras el rubor de sus mejillas se acentuaba aún más.

La pobre se daba perfecta cuenta, al igual que todos los que estábamos contemplando aquella escena, de que al levantar el pie a tanta altura exhibía su sexo completamente abierto; una postura que no solo no pudo evitar, sino que se prolongó por bastante tiempo. Pues hubo de mantener la posición algunos minutos, mientras el herrero aseguraba el remache a martillazos. Y que, al momento, tuvo que repetir; pues el hombre, una vez concluyó su tarea en el tobillo izquierdo, fue a hacer lo mismo con el otro. Pero esta vez fue incluso más humillante para ella, pues la corta cadena que discurría entre sus dos tobillos no le permitía alzar tanto el pie; así que tuvo que ser uno de los dos hombres que la habían lavado antes quien resolviera el problema: se puso justo detrás de ella y, pasando un brazo por su cintura y cogiéndola con la otra mano por su sexo, le levantó el trasero hasta que Mada pudo poner ambos pies sobre el yunque. Lo que permitió completar la labor de encadenarla.

III

Concluida esta fase, los mismos dos hombres que la habían llevado al taller la acompañaron hasta el lugar donde las esclavas estaban encerradas; una gran sala, abierta sobre el mismo patio, del que la separaban unas rejas de suelo a techo, y de pared a pared. En realidad aquella estancia fue lo primero que reparé al entrar en el patio, pues me llamó poderosamente la atención; y lo mismo le pasó a Vorster, a quien le hizo abrir unos ojos como platos. No era, claro, porque nunca hubiésemos visto una celda; ni porque aquel espacio hiciese al menos seis u ocho metros de ancho, por otros tantos de profundidad.

Lo que atrajo nuestra atención fue su contenido: al menos una veintena de mujeres, todas ellas igual de desnudas que Mada; y, como ella ahora, cargando pesadas cadenas sobre su desnudez. La mayoría parecían locales, pues eran de piel muy negra, aunque alguna podría ser árabe, por su tono algo más claro; desde luego no había ninguna otra blanca, y todas ellas eran muy jóvenes -alguna parecía más una adolescente que no una mujer adulta- y muy esbeltas. Algo en lo que Vorster también se fijó, pues me hizo un comentario admirativo en voz muy baja:

– ¡Joder con estos negros! Serán todo lo atrasados que se quiera, pero saben elegir bien a sus esclavas. Si no fuera porque mi hija me mata, ahora mismo me compraba una. No es por desmerecer a la suya, que sin duda es un bomboncito, pero mire usted qué cuerpos tienen estas niñas….

Yo no le contesté nada, y el pañuelo sobre mi cara le impidió ver que se me escapaba una sonrisa; así que debió de interpretar que su comentario no me habría gustado, y volvió a quedarse callado. Pero, en realidad, yo no solo estaba de acuerdo con él, sino que lo que veía me estaba haciendo muy feliz; y no por la exhibición de bellezas africanas que tenía frente a mí, aunque sin duda fuese un espectáculo muy agradable a la vista, sino sobre todo por lo que, una vez en la jaula, estaba haciendo Mada.

Se había acurrucado en un rincón, tratando de pasar desapercibida; algo imposible entre todas aquellas mujeres tan oscuras, ya que ella, aunque le gustase tomar el sol, tenía la piel morena pero muchísimo más clara, así que destacaba entre las otras. Pero lo que más me maravilló fue ver la expresión de su cara; ya no era la Mada altiva, dominadora y exigente, sino que parecía un animalillo asustado. Incluso por su postura, sentada en el suelo y acurrucada, con las rodillas sobre el pecho y las manos sujetando los tobillos; una postura, por cierto, que dejaba perfectamente a la vista su sexo, por entre unos muslos que apretaba con fuerza, casi con desesperación. Me pareció tan extraordinario verla así que, por primera vez, me decidí a inmortalizar el momento; saqué mi teléfono móvil y, acercándome lo más que pude -pero no tanto como para que me reconociese- le hice unas fotografías. Lo que provocó un nuevo comentario de Vorster, quien en aquel instante hacía justo lo mismo que yo:

– Si quiere le puedo pasar las del lavado; tengo muchas, hasta un vídeo, y ya he visto que usted no ha hecho ninguna. Pero, lamentablemente, yo tampoco hice ni una cuando su mujer se desnudó ante nosotros; reconozco que también me pilló por sorpresa, no pensaba que fuera a echarle tanto valor a la cosa”.

Tuve el tiempo justo de asentir con la cabeza antes de que Mnoni se nos acercase; con una sonrisa de oreja, y sin quitar sus ojos del sexo de Mada, me dijo que el encargado quería verme. Yo le seguí, y Vorster nos acompañó; fuimos los tres hasta un despacho, donde uno de los negros que nos habían recibido al llegar nos estrechó las manos y, por conducto de Mnoni, quien iba traduciendo al inglés, me hizo un largo discurso.

– Ya me ha contado el señor Vorster el motivo de su presencia aquí, y la absurda apuesta que ha llevado a la señora a la situación en la que ahora se encuentra. El caso es que, si seguimos el proceso normal en estos casos, no podríamos subastar aquí a su mujer; este es un mercado pequeño, regional, y en él solo vendemos las negras de la zona. Por lo general, hijas de agricultores o ganaderos pobres, que necesitan obtener dinero rápido. Pero las piezas de valor, por así decirlo, son llevadas siempre a la capital, al mercado central; aquí nadie iba a pagar por ellas el precio debido, pues los locales no tienen dinero suficiente. De hecho, las tres mujeres árabes que hay en la jaula, capturadas por la guerrilla en sus incursiones al norte, van a ser llevadas allí a vender. Así que mi pregunta es, ¿Quiere usted que su esposa siga el trámite normal, y sea llevada al mercado central, o prefiere que simulemos su venta aquí? De hacerlo así, podrían seguir ustedes con sus vacaciones de inmediato, y sin mayores molestias; piense que el viaje hasta la capital es largo, y sobre todo muy duro para las esclavas….

Una oferta que Vorster apoyó enseguida, lógicamente interesado en una venta simulada y al precio más bajo posible; ahora ya sabía lo bastante sobre Mada como para estar seguro de que, una vez que me fuese “vendida” en la subasta, ella le iba a exigir hasta el último euro de la apuesta.

Yo empecé a decir que, por supuesto, cuanto antes acabásemos mejor, pero de pronto una idea malévola asaltó mi cabeza; aunque, para llevarla a cabo, antes tenía que contar con el permiso de mi suegro. Así que le pedí al encargado que me diese un día antes de decidir, y a Vorster que me enviase el vídeo que había filmado mientras aquellos animales lavaban a Mada; una vez que lo tuve en mi móvil me lo miré -era muy bueno, sobre todo por el gran detalle con que había captado los fuertes frotamientos con los cepillos- y acto seguido llamé a su padre. Quien estaba, como siempre, en el golf, y por ser media mañana en plena partida; así que, de momento, me despachó con un par de frases corteses, y prometió llamarme en cuanto llegase a la casa club, ante mi insistencia en que era por algo muy importante.

Yo regresé frente a la jaula, a disfrutar del panorama mientras maduraba mi idea; aunque esta vez lo más interesante no pasaba allí dentro, sino en el rincón donde lavaban a las recién llegadas. Pues acababan de traer a una negrita muy joven, esbelta como una gacela, que se resistía a ser lavada; al final los hombres se cansaron de que ella se debatiese, los golpease con sus pequeñas y delicadas manos, y tratase de arañarlos. Así que optaron por una solución drástica: sujetándola por manos y pies la tumbaron boca abajo en el suelo, y llamaron a un tercero. El cual se acercó, sonriendo mientras les decía algo que sonaba a chanza; llevaba en la mano una vara de madera y cuando estuvo junto a ellos la levantó y la descargó, con todas sus fuerzas, sobre las nalgas de la chica.

Nunca había visto algo parecido: la vara pareció hundirse en aquellas carnosas nalgas, hasta desaparecer dentro de ellas, y al poco salió despedida hacia atrás; no sin antes dejar, en el lugar donde había golpeado, un surco ancho y profundo, cada vez de un color rojo más intenso. La chica comenzó a gritar como si, en vez de darle un azote, le hubiesen arrancado un miembro; mientras se debatía frenéticamente, tratando de soltarse de sus captores. Por supuesto que de nada le sirvió, pues los que la sujetaban eran mucho más fuertes que ella; y tampoco logró desasirse cuando el que la había azotado, tomándose su tiempo entre uno y otro, asestó sobre su trasero otros cinco fuertes trallazos con la misma vara. Procurando, me di perfecta cuenta, que no cayesen todos en el mismo lugar, pues los repartió desde la grupa hasta el inicio de los dos muslos.

La chica aullaba de dolor, y seguía debatiéndose desesperadamente; el hombre, sin perder la sonrisa, se detuvo tras el sexto golpe y le preguntó algo en su lengua, que la chica, entre lágrimas, contestó. Obviamente no entendí lo que decían, pero sí el sentido; pues la chica hacía que sí con la cabeza muy vigorosamente, y cuando los otros dos la soltaron se puso rápidamente en pie. Inmediatamente levantó los dos brazos al cielo, y dejó que la frotasen, con el jabón y luego con los cepillos, tanto como quisieran; de hecho ni siquiera se resistió cuando, con toda la perversidad de que eran capaces, le frotaron con mucha fuerza las estrías de su trasero, para entonces ya más bien amoratadas.

Aún pasó un buen rato hasta que recibí la llamada de mi suegro, el cual dediqué a disfrutar contemplando las tareas diarias de aquel mercado de carne femenina; por ejemplo, como encadenaban a la negrita. Y como, por cierto, el herrero tenía sexo con ella durante el proceso; de un modo ciertamente brutal, pues una vez encadenada la hizo doblarse hacia delante, hasta apoyar sus pequeños senos sobre el yunque, le separó las piernas a patadas, y la montó sin más trámite.

Verlo me hizo pensar lo que hubiese disfrutado si a Mada le hubieran dado el mismo tratamiento; y recordar que, aunque la “montasen”, no corría peligro de quedar preñada, gracias al DIU que llevaba colocado. Aunque, al ser ella una “pieza de valor” (en palabras del encargado), quizás no podían usarla; pues desde luego ni el herrero, a diferencia de lo que acababa de hacer con aquella negrita, ni los que la lavaron, no habían tenido sexo con ella.

Mada, mientras tanto, seguía acurrucada en la misma posición, desde que entró en aquella jaula; y continuaba con la misma y fascinante expresión en su cara, mezcla de humillación y de miedo. Una expresión que, unida al espectáculo que ofrecía su sexo, asomando por entre sus apretados muslos, me tenía por completo hechizado. Pero al poco tuve que alejarme de su jaula, pues mi móvil comenzó a vibrar.

Después de escuchar atentamente las vicisitudes de su partida de golf, le conté a mi suegro todo lo que había sucedido; él me escuchó sin decir ni una palabra, y cuando acabé solo me comentó:

– ¿Y dices que pone cara de estar asustada? Eso es extraordinario, de veras; mándame enseguida las imágenes, y luego te llamo.

Como ya estaba advertido de que Mada pasaba por toda su pesadilla en un estado de permanente desnudez, le mandé todo el material que yo tenía, incluso el que Vorster me había reenviado; al cabo de un cuarto de hora volvió a llamarme, riéndose a carcajadas, y me dijo:

– Mira que Mada ha tenido novios, pero ninguno me había hecho pasar un rato así; vamos, ni de lejos. Haz lo que sea para que siga humillándose tanto tiempo como resulte posible; hace tanto tiempo que mi hija necesita una buena lección, que esto le va a venir de perlas. Y, cuando llegue el momento de “recomprarla” en el mercado, tu verás; lo que más te convenga….

Yo me quedé de una pieza, pero una nueva carcajada de él me quitó el susto:

– No hombre, que es broma. La compras, y te la traes para casa; a ver si nos viene algo más dócil. Y por el dinero no te preocupes; cuando sepas el precio me lo dices, así como la cuenta a la que haya que mandarlo. ¡Ah! Una última cosa: tú continua con el reportaje gráfico, y me lo vas pasando; de veras, hacía mucho tiempo que no me divertía tanto. Me dan hasta ganas de enseñar las imágenes a mis colegas de golf…

IV

Cuando se puso el sol los encargados del edificio nos hicieron salir, y cerraron las puertas; mi última visión de Mada me confirmó que no se había movido ni un centímetro de su postura inicial, por más que hubiesen pasado ya bastantes horas. Ni siquiera lo hizo para orinar, o cuando uno de los hombres pasó a las presas, a través de las rejas, un poco de comida y varios botellines de agua; era como si se hubiera quedado paralizada.

Yo me fui al campamento con Mnoni, y cené solo en el comedor del edificio principal, mientras contemplaba el hermoso panorama que ofrecía la selva bajo la luz de luna; luego fui al bar a tomar algo, donde como siempre me encontré con Mister Vorster. El hombre, además de invitarme a una copa su mejor coñac -vaya maravillas producían en los viñedos sudafricanos, por cierto- se dedicó todo el tiempo a tratar de convencerme para que dejase correr lo que llamó “ese sinsentido”; y me pidió expresamente que le dijese a Mada, al día siguiente, que a él ya le había probado con creces su valor. Era obvio que se temía que la broma le saldría cara, y cuando le confesé mi intención de llevarla al mercado central simplemente palideció; empezó a protestar a grandes voces, diciendo que estábamos locos, que el viaje era muy peligroso, …

Al final, me canse de oír sus lamentos y me fui a dormir; pero lo cierto era que yo tampoco lo tenía tan claro como aparentaba. De hecho, aquella noche tuve una pesadilla en la que unos negros enormes violaban a Mada, y luego se la comían a mordiscos, mientras me invitaban a probarla; desperté bañado en sudor, y resolví que, al día siguiente, consultaría con ella antes de tomar una decisión.

Y así lo hice, por supuesto. En cuanto hube desayunado Mnoni me llevó al fuerte, donde entré al patio vestido con mi aspecto normal; enseguida vi que Mada seguía en su rincón, aunque tumbada de lado en el suelo, y que miraba al infinito con aquella misma expresión de animal atrapado que ya tenía el día anterior. Como ella no se había fijado en mí, tuve que llamarla; pero, cuando levantó la vista y me vio, sufrió una transformación instantánea: su cara recuperó la expresión desdeñosa con la que llevaba días castigándome, y me dijo con tono irónico:

– ¿Te parece que esta tontería va a durar mucho más? Esto, la verdad, es de lo más aburrido; como todo lo que hay en este país, vamos. ¿Sabes? He pensado que, cuando volvamos, nos pasaremos un día entero de compras por Serrano. Y, antes de eso, una mañana entera en la peluquería, claro”.

Aunque sin duda era muy buena disimulando sus sentimientos, y el rubor de sus mejillas ya se había desvanecido, cierto temblor en sus manos la delataba; se dio cuenta de que yo se las miraba, y para excusarse me dijo:

– Son estas viejas cadenas, que pesan una barbaridad. Supongo que es como un símbolo de lo pesados que son ellos, y de lo pesado que me resulta todo… Por cierto, ¿Sabes que estos cafres atrasados no tienen inodoros? He tenido que orinar ahí, en el rincón junto a las negras; pero supongo que no esperarán que haga allí cosas mayores, ¿no? Así que dile al encargado que, cuando le avise, haga el favor de llevarme al baño…”.

Pero su temblor era cada vez más acusado, así que decidió aviarme antes de que, involuntariamente, pudiese mostrar alguna debilidad:

– ¿A qué esperas, atontado? Vete a buscar al encargado de los retretes, y dile que la señora le necesita… Y, de paso, mira a ver si abreviamos los trámites, y me subastan de una vez; me aburro, y ya sabes que eso es lo que más odio en el mundo.

En aquel justo momento decidí lanzar el anzuelo; y, con una sonrisa que quería ser comprensiva, le dije:

– No sufras, que tu pesadilla acabará muy pronto. Aunque, siendo tú una esclava muy valiosa, me dijo que lo normal sería que te llevasen a vender a la capital, en donde además pagarían por ti muchísimo más dinero, el encargado me ha ofrecido simular aquí tu venta. Así que, si quieres, esta misma tarde montan un simulacro de subasta; hasta podemos poner un par de negros que parezcan pujar por ti. Yo te compro, nos vamos a cenar al campamento, y asunto acabado. Por cierto, Míster Vorster me manda decirte que tu valor le ha impresionado, y que se rinde ante él.

Tan pronto acabé mi discurso, y solo viendo la cara que se le había puesto a Mada, comprendí que había picado, y en cuanto ella empezó a hablar lo confirmé con creces:

– Pero, ¿qué os habéis creído, ese machito de mierda y tú? ¿Qué yo soy una niña pequeña, a la que hay que organizarle juegos de jardín? ¿Qué me asusta ser tratada como una esclava de verdad? Pues estáis muy equivocados, tu nuevo amigo y tú; pero que mucho, vamos. Dije que haría de esclava hasta que fuese vendida, y así lo haré; aunque tengan que llevarme al mercado de la capital a venderme. Vamos, como si fuese a Tomboctú: si eso es lo que hacen con las esclavas valiosas, así sea; al menos, por lo que me dices, hay aquí un hombre que sabe ver lo que valgo. No como vosotros dos… Y que se prepare ese Vorster, que la broma le va a costar hasta la camisa; mi precio batirá el récord de todos los mercados de esclavas de África.

A partir de ahí, ya fue imposible razonar con ella; es más, cuanto mayor el esfuerzo por mi parte, más se enfadaba, y con más vehemencia rechazaba mis argumentos. Tanta que, he de confesarlo, logró incluso excitarme, pues la indignación hacía que sus pechos se agitasen de un modo muy atractivo; por un momento pensé en pedir a dos de los guardias que la sujetasen mientras yo la penetraba, para que comprendiera qué significaba ser una esclava, pero me contuve y seguí argumentando con Mada. Que si los peligros e incomodidades del largo viaje, que si el maltrato -ella también había visto como azotaban a la negrita, e incluso había tocado con los dedos las profundas heridas en sus nalgas-, que si la posibilidad de ser violada… Nada hizo mella en su voluntad, y me guardé muy mucho de decirle lo que su padre pensaba que le convenía; pues aún la hubiera convencido más de la necesidad de asombrar al mundo con su coraje.

Un coraje que yo sabía que, en el fondo, no tenía; así que al final me cansé de malgastar tiempo y esfuerzo, y me limité a decirle:

– Tú ganas, como siempre; nos vemos en la capital, y buen viaje”

y a marcharme a las oficinas del fuerte. Donde expliqué lo sucedido al encargado, y por supuesto le pedí que me dejase formar parte de la comitiva que iba a llevarla, con las necesarias medidas de ocultación de mi identidad. Al hombre no le hizo demasiada gracia la idea, pues igual que Vorster pensaba que el camino era largo y peligroso, pero al final cedió; para mi sorpresa, ni siquiera hicieron falta los mil dólares que yo llevaba en un bolsillo, por si hacía falta “engrasar” la negociación. Eso sí, me advirtió que la expedición no saldría hasta una semana más tarde; algo que me cuidé mucho de ir a explicar a Mada. Ya se iría enterando, eso seguro, y yo prefería evitar otra bronca suya; así que me volví directo al campamento, sin pasar antes por aquella jaula donde ella, desnuda y encadenada, iba a pasar la siguiente semana de su vida.

Tardé, a propósito, cuatro días en volver a visitarla, y cuando lo hice fue porque Vorster me advirtió de que aquella tarde se iba a celebrar la subasta de las negras; un espectáculo que, lógicamente, me apetecía mucho presenciar. Llegamos al fuerte poco después de comer, y la primera sorpresa fue que la puerta principal estaba cerrada; pero al llamar nos dejaron entrar, y enseguida comprendí la razón de tal medida de seguridad. Pues todas las esclavas, con excepción de Mada y las tres árabes, estaban fuera de la jaula; paseando su desnudez y sus cadenas por el patio, donde también estaban los compradores. Como me explicó Mnoni, la medida obedecía a la necesidad de que, antes de comprarlas, los potenciales compradores pudiesen examinarlas de cerca; de hecho, lo hacían tan “de cerca” que, principalmente, se dedicaban a sobarlas por todas partes, y algunos incluso a penetrarlas.

En concreto eso era lo que le sucedía a la negrita que, días antes, había sido azotada frente a mí; estaba en el suelo, de cuatro patas y delante de la jaula, mientras un negro enorme la penetraba desde atrás, dando fuertes arreones. Cuando el hombre, por fin, terminó su tarea y se retiró, oí la voz de Mada; desde la reja me decía:

– No te preocupes por mí, que estos cafres jamás se atreverían a hacerle algo así a una blanca. Aunque está claro que, al menos en materia de tamaño, este es un cafre muy bien dotado…

Yo, desde luego, no era de la misma opinión que ella, al menos respecto de su primera afirmación, pero me guardé mucho de contradecirla; una vez más, pensé que si algún hombre de aquellos decidía usarla sexualmente, ya comprendería entonces ella a lo que se había expuesto por su cabezonería.

En cualquier caso, no dejaba de maravillarme la indiferencia que, en nuestras conversaciones, aparentaba siempre sentir. Aunque estuviese dentro de aquella jaula, desnuda y cargada de pesadas cadenas, hacía ver que lo de ser una esclava no iba con ella, como si en realidad estuviéramos comentando todo aquello mientras tomábamos café, en la terraza de un hotel elegante.

Siguió igual, por supuesto, una vez que comenzó la subasta en el lado del patio opuesto a la jaula, donde habían instalado una tarima a la que se subió el encargado con la primera de las chicas; mientras el hombre hablaba, Mada me dijo con una sonrisa:

– Yo tengo mejor culo.

Una vez que la vendieron, y subió al estrado la segunda:

– A esa le haría falta reafirmar un poco el pecho.

De la tercera, con un cuerpo de escándalo, solo pudo decir:

– ¿Qué feas son las negras, ¿verdad?

Y así todo el rato, como si estuviera allí de visita; la única vez que la vi alterarse algo fue cuando, ya hacia el final del acto, Vorster y Mnoni se nos acercaron. Enseguida noté su incomodidad, pero ella se dio cuenta de que yo la detectaba, y logró contener el impulso de volver a su rincón para acurrucarse allí; es más, cuando los tuvimos al lado aún se permitió desafiarlos:

– ¿Qué, Míster Vorster, disfrutando de las vistas, al igual que el negro? Pues nada, nada, regálense los dos los ojos, que ya saben lo que les toca: lo verás, pero no lo catarás. Vaya par de pervertidos…

El sudafricano no dijo nada, pero Mnoni sí; entre dientes masculló una frase en su idioma, que hizo reír al otro; una vez que nos despedimos de Mada -pues solo venían a decirme que ya era la hora de volver al campamento- y de camino al vehículo, de pronto Vorster volvió a reírse, y me dijo:

– ¿Sabe qué ha dicho antes Mnoni, en su lengua, mientras disfrutaba de la visión de su señora, desnuda y enjaulada? Eso es lo que tú te crees, pero ya verás lo que te espera….

V

Aún tardamos otros cuatro días en emprender el viaje a la capital; un tiempo que consumí en el campamento, sin más distracciones que beber, y charlar con Vorster; sobre todo, lo primero. Pues la conversación se hacía un poco repetitiva, ya que el hombre siempre volvía a lo mismo: los peligros del viaje, y la necesidad de dar por acabado el asunto. De nada sirvió que le dijese lo que él mismo ya había visto; esto es, que Mada estaba dispuesta a todo, con tal de probarse a sí misma lo muy valiente que era. Y, de paso, avergonzarme a mí, y desvalijar a Vorster, claro.

Al final, el hombre se limitó a declarar, de un modo muy solemne, que por supuesto él no vendría con nosotros; y, la víspera del viaje, a darme lo que llamó “un regalo de despedida”: un enorme pistolón, que como poco debía ser de los tiempos de la guerra de los Boers. El cual rechacé tan amable como firmemente; primero porque de poco me iba a servir, incluso en el -desde luego sorprendente- caso de que funcionase. Y, en segundo lugar, porque pesaba casi más que las cadenas que Mada llevaba días llevando como único adorno de su desnudez. Por cierto, no volví tampoco a visitarla en aquellos cuatro días; a la vista de la actitud que había adoptado, llegué a la conclusión de que lo mejor para ella era que la dejase aburrirse allí encerrada. Y así, de paso, yo me ahorraba sus invectivas…

El día convenido, Mnoni me llevó en el todoterreno hasta la puerta del fuerte, donde una larga comitiva se había formado; una comitiva, por otra parte, muy poco moderna, pues consistía en una larga hilera… de burros. Al menos una veintena, la mayoría cargados con fardos; y seis montados por otros tantos hombres negros, con la vestimenta habitual. Más uno sin carga, que supuse era el mío; Mnoni, antes de nada, me llevó a la portería del fuerte, para que me disfrazase como el primer día, y luego me dijo que montase en mi burro.

Al hacerlo, saludé al hombre que iba justo delante de mí, que Moni me presentó como el jefe de la caravana; y observé que, entre su burro y el siguiente, había un espacio vacío de cinco o seis metros. Pero no hizo falta preguntar para qué era, porque de inmediato otro hombre trajo a las cuatro esclavas; las tres árabes delante, y Mada cerrando la comitiva. Por supuesto, las cuatro seguían estando completamente desnudas; incluso más que estando en la jaula, pues, aunque seguían llevando sus collares, les habían quitado todos los demás hierros. Y los habían sustituido por una sola cadena de unos tres metros, que iba desde el collar de Mada hasta el de la primera chica; uniendo por el camino los otros dos, y manteniéndolas a como un metro una de otra. Mientras caminaban hacia nosotros pude ver, en la cara de Mada, que algo nuevo había sucedido; pues su expresión, antes mezcla de vergüenza y miedo, había cambiado a una que se decantaba, claramente, hacia lo segundo. Y comencé a sospechar lo que le había sucedido cuando, una vez que la tuve ya más cerca, vi que sus muslos brillaban de humedad, empapados con algo viscoso que resbalaba, por ellos, desde su sexo.

Además de eso, estaba claro que caminar descalza no era lo suyo, pues cada poco trastabillaba, o hacía gestos de haberse herido un pie con las ramas y piedras del suelo; pero lo más sorprendente para mí vino cuando, llegadas a su lugar en la caravana, todas se giraron hacia el frente, dándome la espalda. Entonces pude ver que Mada tenía las nalgas surcadas por unas marcas como las que, días atrás, la vara había pintado en el trasero de aquella negrita; mejor dicho, las mismas no, porque la negrita recibió seis, y en las preciosas nalgas de mi novia conté una docena. Aunque el jefe, frente a mí, me tapaba un poco -ya supuse que me habrían puesto detrás de él para que Mada, si se giraba, no fuese a reconocerme- logré acercar la imagen con mi móvil, y obtuve algunas buenas fotos de su atormentado trasero; así como vistas generales de la caravana, y algunas más detalladas de la fila de las cuatro esclavas. Fotos que, por supuesto, envié de inmediato a mi suegro.

No tardamos en emprender la marcha, pues ya solo faltaba el último detalle; uno de los encargados del fuerte vino con un tramo de cadena de como dos metros, la unió con un candado al collar de la primera esclava árabe de la fila, y entregó el otro extremo al jinete que montaba justo delante de ella. El cual sujetó la cadena a su silla, y se giró para decir algo al jefe de la caravana; supuse que era que estaban listos, pues el otro contestó dando un grito y arrancamos. Cruzando, por de pronto, el pueblo entero; no hace falta decir que las cuatro esclavas desnudas fueron objeto de toda clase de insultos y burlas; y no solo eso, pues los niños les tiraron un buen montón de piedras. Algunas de las cuales impactaron en el cuerpo desnudo de Mada; lo que le arrancó más de un gemido de dolor.

Continuamos la marcha durante bastantes horas; y, para cuando el jefe ordenó parar para comer, reconozco que, pese a haber bebido agua varias veces, tenía sed, y sobre todo las nalgas doloridas. Así que no era difícil pensar cómo de sedienta y agotada estaría mi esclava favorita; aparte de que, cada poco, se quejaba de dolor en los pies -el camino era muy pedregoso-, y de que a punto estuvo más de una vez de caerse de bruces, nos castigaba un sol tremendo. Y, si bien los hombres llevábamos sombreros y túnicas, ellas cuatro no llevaban nada que protegiese su desnudez. Al menos hasta que hicimos esa parada; a una señal del jefe, cuatro hombres llevaron la reata de esclavas bajo un árbol, a la sombra, y antes de dejarlas descansar -y, claro, de darles agua y comida- procedieron a untar sus cuerpos con una especie de pasta oscura.

Yo supuse que era la versión local de la crema solar, pero lo realmente entretenido era ver las caras de Mada mientras uno de aquellos negros, con unas manos tan grandes como panes de hogaza, la restregaba por todos los rincones de su sudorosa desnudez; entreteniéndose, sobre todo, en el lugar donde menos falta hacía: el sexo, donde incluso tuve la sensación de que le introducía algo de crema con los dedos. Yo lo contemplaba todo, y sacaba las oportunas fotografías, desde unos diez o doce metros; me daba verdadera risa ver las expresiones de asco, odio, vergüenza, desesperación, … que Mada iba adoptando. Una tras otra acudían a su cara, mientras que reprimía, todo el rato, las enormes ganas que debía tener de abofetear al negro que la sobaba; un deseo que, seguro, el dolor en su trasero le ayudaba mucho a controlar.

– Ya habrá visto que tuvimos que azotarla un poco. Es una pena, pero no hubo más remedio; cuando fue al herrero, a que le quitasen las cadenas, se negó a pagarle al hombre el favor como manda la costumbre local. Total, que tuvimos que recordarle sus obligaciones usando la vara; pero no se preocupe, que el castigo fue un éxito completo: no solo la montó el herrero, sino todos y cada uno de los encargados que aquel día estaban en el fuerte. Incluso Selim, y eso que el hombre es un pesado; por no sé qué historias que siempre cuenta, solo usa a las mujeres por su puerta de atrás. Ya me entiende, ¿verdad? Y no se preocupe, que somos africanos pero no salvajes; todo el personal pasa estrictos y frecuentes controles médicos. Están sanos como baobabs, nada de enfermedades venéreas.

El jefe se había sentado a comer justo a mi lado, y al acabar de hablar exhibió su mejor sonrisa desdentada; mientras contemplábamos el hermoso espectáculo que ofrecían las esclavas desnudas y encadenadas, comiendo sentadas en la sombra, me obsequió con otro pedazo de su filosofía:

– Las moras han sido hecha prisioneras, así que no les queda otra que someterse. Así es la vida, desde siempre. Pero lo de su mujer me sigue intrigando; y eso que no es la primera blanca que tenemos por aquí, jugando a ser una esclava. Es más, si le dijese las que han pasado por el mercado de la capital, se iba usted a sorprender; hasta alguna actriz famosa, de las que salen en las películas. Una, incluso, se quejó al encargado de que en todo el proceso nunca habían usado el látigo con ella… Yo no le veo otra explicación que esta: ustedes los blancos son tan ricos que se aburren, y cada vez tienen que hacer cosas más extrañas para divertirse.

Yo le sonreí, y le dije que, bien mirado, no le faltaba razón en absoluto.

Aquel descanso de mediodía duró una hora, más o menos, al cabo de la cual reemprendimos la marcha; y ya no nos detuvimos más hasta que, por la proximidad de la puesta de sol, el jefe consideró prudente montar allí nuestro campamento. Aunque todo el rato habíamos circulado por trochas, cruzando una selva impenetrable, en aquel lugar se formaba un gran claro casi redondo, de al menos treinta metros de diámetro; por lo que comprendí que era ideal para pasar la noche. No solo eso, sino que desde donde estábamos oía correr un río; no era que en aquella selva faltase el agua, ni mucho menos, pero la corriente nos permitió, además de beber, refrescarnos un poco.

En particular a las cuatro esclavas, a las que uno de los hombres, arrastrándolas por la cadena que las mantenía juntas, llevó hasta el centro del río; aunque el agua les llegaba a la cintura, no más, sus gritos histéricos nos hicieron reír un buen rato a todos. En realidad, y como luego supe, solo una de las árabes no sabía nadar, y por eso se resistía a entrar en la corriente; lo que las hacía gritar de aquel modo no era el miedo, sino lo fría que estaba el agua, un torrente bajando de las montañas cercanas. Aunque, claro, sus gritos no las libraron del remojón; y de cuerpo entero, además, pues el hombre que las llevaba las hizo perder pie tirando de la cadena. Así que, cuando por fin las sacaron del agua, Mada y sus tres compañeras estaban empapadas, y tiritaban de lo lindo; en un extraño rasgo de bondad, el mismo hombre que las había bañado las llevó junto a un gran fuego que sus compañeros acababan de encender, y las dejó a su vera mientras que ayudaba a los otros a montar las tiendas.

Por más que traté de ayudar, el jefe me lo impidió, diciéndome que yo era su invitado; además de que, con un guiño, añadió:

– Su trabajo aquí es otro: hacer de reportero. Aunque ya supongo que fotografiará sobre todo a su mujer, y a las otras tres esclavas, si nos saca a los demás mire de que salgamos bien parecidos…

Estaba en lo cierto, pues yo no paraba de hacer fotos con el móvil; tantas, que empezaba a temer que agotase la memoria con ellas. Y, además, como era de esperar allí no había cobertura; así que no las podía mandar a ningún sitio para liberar espacio. De hecho, las únicas fotos que había logrado enviar, a mi suegro y desde el pueblo, eran las del trasero lacerado de Mada, y la formación de la caravana; que fueron un éxito, pues antes de abandonar la cobertura recibí este correo de él:

– ¡Qué pasada! ¿Se lo has hecho tú? Si es así, te felicito; insiste, que vas por el buen camino…

Así que cené, charlé durante un rato con el jefe y luego me despedí, para ir a dormir en la tienda de campaña que me habían preparado; no sin antes ofrecer mi colaboración, que una vez más fue rechazada, para los turnos de guardia. Aunque él, con una sonrisa, me dijo:

– No se vaya aún, que ahora viene algo que seguro querrá fotografiar. Mis hombres van a pasar la noche haciendo turnos de guardia, para que estas cuatro esclavas puedan dormir tranquilas; así que es justo que ellas se lo agradezcan, ¿no? Y las esclavas solo pueden mostrar su gratitud hacia los hombres de una manera….

Mientras el jefe hablaba, cuatro de sus hombres se habían quitado las túnicas, y los calzones que llevaban debajo; tras lo que se habían sentado junto al fuego, a poco más de un metro uno de otro y exhibiendo sus miembros semi erectos. De inmediato las cuatro esclavas se les acercaron, y se arrodillaron de forma que cada una quedó justo frente a un hombre; al unísono, las cuatro se pusieron a chupar y lamer los miembros que tenían delante, hasta que todos estuvieron tiesos como estacas. Y luego, a una señal de la chica árabe que estaba encadenada en el extremo opuesto que Mada, las cuatro detuvieron las felaciones; y, caminando en cuclillas, fueron a situarse sobre los penes que las aguardaban enhiestos.

Sin dudarlo se empalaron en ellos, y comenzaron a cabalgarlos con creciente velocidad; yo no podía dejar de mirar a Mada, y lo cierto era que no salía de mi asombro: dos años de constantes negativas, tanto respecto de las felaciones como del sexo anal, y qué pronto se le habían pasado las manías… Claro que, bien pensado, seguro que el estímulo de la vara había hecho milagros; pero, aún y así, mi asombro era tan grande que, de no ser porque el jefe me avisó, me hubiera olvidado por completo de sacar fotografías. Por suerte, me lo recordó cuando Mada aún estaba chupando el pene de aquel hombre, con tanta energía que parecía como si en ello le fuera la vida; así que pude recogerlo todo. Incluido el momento, minutos después de empalarse, en que el guardián sobre el que cabalgaba eyaculó; me pareció, por la cara que ponía Mada, que ella también había alcanzado un orgasmo. A la vez, o justo un poco antes.

La cosa no terminó ahí, pues aún les faltaban tres hombres: el que en aquel momento montaba la guardia, el jefe y yo mismo. Por mi parte decliné la oferta de montar alguna de las otras esclavas, pues temía que Mada pudiese reconocerme mientras lo hiciera, y el jefe me dijo que ya aprovecharía su turno junto con el hombre de guardia, cuando este terminase; así que me dispuse a retirarme a la tienda, pues tuve la sensación de que su intención era montar a Mada, y de que le daba cierto reparo ponerse a ello delante mío.

De pronto, y mientras obtenía la última foto de aquellas cuatro bellezas desnudas, que de nuevo se habían acurrucado junto al fuego, me di cuenta de que, aparte de las cadenas que mantenían juntos sus collares, no estaban amarradas de ningún modo. El jefe, como si leyese mi pensamiento, me explicó el por qué:

– Si se alejasen del fuego, en esta selva y de noche, no durarían ni media hora. Esto está lleno de animales que cazan en la oscuridad, sobre todo panteras. Pero, por suerte, a todas las fieras les da pánico el fuego; y además, si se acercan por aquí mis hombres van bien armados. Así que tranquilo y felices sueños; su mujer estará aquí bien. Aunque puede que tenga algo de frio, de madrugada, pero ellas ya saben qué han de hacer para calentarse.

Con lo que me retiré con un solo pensamiento en la cabeza: que cada poco me asomaría fuera, tanto por “pillarla” siendo penetrada por el jefe como, sobre todo, por si lograba una foto de Mada en plena relación lésbica. Pues eso era algo que ella, siempre, calificaba como “gorrinada suprema”; supongo que por considerarnos seres inferiores, dominados por nuestras pulsiones sexuales, comprendía que existiese la homosexualidad masculina. Pero la femenina, ni pensarlo.

VI

No fue, sin embargo, posible; y no porque la relación no existiera, que tal vez la hubo o tal vez no, sino porque me quedé profundamente dormido; y para cuando desperté, ya era de día hacía algún tiempo. De hecho, me despertaron los chillidos de las mujeres, a las que habían vuelto a llevar al río; al salir de la tienda lo primero que vi fue que, junto al fuego, habían servido el desayuno, y que un hombre me hacía señas para que me acercase. Así que allí me fui, casi a la vez que las cuatro esclavas llegaban corriendo, empapadas y tiritando de frio, a calentar un poco sus desnudos cuerpos en el fuego, justo a mi lado. Tan a mi lado que muchas de las gotas de agua que saltaban del cuerpo de Mada, mientras se sacudía para combatir el frío, iba a parar sobre mi plato, o en mi regazo.

De pronto, yo me quedé helado también, pues me di cuenta de que, por estar aun algo dormido, había olvidado velar mi rostro con el pañuelo; pero, por suerte, Mada estaba muchísimo más pendiente de calentar su desnudez en aquel fuego que no de las caras que la rodeaban, y pude volver a la tienda a buscar mi pañuelo sin que ella me hubiese reconocido. Y afortunadamente, más por costumbre que porque el sol ya calentase -pues aún estaba muy bajo en el horizonte, y lo ocultaban los árboles que rodeaban aquel claro- me había puesto el sombrero al salir de la tienda…

Al acabar el desayuno reemprendimos la marcha, y continuamos por la misma clase de trochas durante toda la mañana; hasta que, algo después del mediodía, el jefe mandó hacer una parada. Para entonces las cuatro esclavas parecían agotadas, pues habrían caminado cuatro o cinco horas; y además descalzas, sobre aquel suelo lleno de toda clase de cosas que herían sus pies. Y de peligros: al cabo de una hora de haber iniciado el camino, más o menos, la morita que encabezaba la reata empezó a chillar histéricamente; cuando miramos hacia ella vimos que, de un árbol junto al camino, colgaba una enorme serpiente que la miraba, inmóvil, a menos de un metro de su cara. El hombre que montaba justo frente a ellas se rio, y dio un fuerte tirón de la cadena que por poco no tira a las cuatro al suelo; el jefe se giró hacia atrás, y me dijo:

– No tema, no es venenosa. Grande sí, y mucho; es una pitón de Seba. Las he visto de hasta ocho metros de largo, y casi doscientos kilos de peso. Pero no cazan aquí, desde los árboles, sino cerca del agua, y matan a sus víctimas por asfixia; así que, si tratase de enroscarse en una de las esclavas, la cortaríamos en varios pedazos antes de que lo hubiese logrado…

Sin duda debía de saber lo que decía, pero el animal daba mucha impresión; a mí, cuando pasé a su lado vestido y sobre mi burro, me provocó escalofríos, así que era muy fácil suponer lo que Mada y sus compañeras, desnudas y descalzas, debían de sentir ante la visión de aquella serpiente tan próxima como inmensa.

La parada para comer duró sobre una hora; un tiempo que Mada, además de comer con avidez las gachas que le dieron, y de beber tanta agua como le ofrecieron, dedicó casi por entero a cuidarse los pies. Aunque no quise acercarme, por precaución, desde donde estaba veía que los tenía, además de sucios, llenos de pequeñas heridas, golpes y raspaduras; con un poco del agua que le dieron, y siguiendo los consejos de la chica encadenada justo a su lado, trató de aliviar el dolor que sentía, y de limpiar sus heridas.

Pero lo que más me llamó la atención fue el modo en que lo hacía: sentada en el suelo y con las piernas abiertas y flexionadas noventa grados, formando una M mayúscula, no parecía preocuparle en absoluto el espectáculo que su sexo, obscenamente exhibido, ofrecía en aquella postura. En la que acercó primero el pie izquierdo, hasta tenerlo sobre la rodilla derecha y frente a su cara, y luego hizo con el otro del mismo modo; he de decir que, sólo en las pocas ocasiones en que me había dejado acariciársela con mi lengua, había visto la vulva de Mada tan abierta y expuesta.

Antes de que reemprendiésemos la marcha, y mientras que él a su vez disfrutaba del espectáculo que el sexo de Mada nos ofrecía, el jefe me advirtió:

– Ahora le van a dar un poncho. Téngalo a mano, porque en unas horas va a comenzar a llover; y, por el aspecto de las nubes, no será un chaparrón breve, sino que durará unas horas.

Y vaya si tuvo razón: no hacía ni una hora que habíamos reemprendido la marcha cuando comenzó a tronar, y enseguida nos cayó encima un diluvio tropical intensísimo; en pocos minutos el camino se convirtió en un barrizal, donde chapoteaban nuestros burros. Y, por supuesto, las cuatro chicas; como el suelo, además de blando, se volvió muy resbaladizo, cada poco caía alguna de ellas, y, por lo general, al hacerlo arrastraba a las demás.

Así continuamos, sin embargo, nuestro avance, aunque sin duda íbamos mucho más despacio; con lo que, para cuando comenzó a oscurecer, aún estábamos lejos del lugar que estaba previsto para acampar. Y seguía lloviendo a cántaros; así que el jefe, después de consultar con uno de sus hombres, decidió variar un poco la ruta, y en menos de media hora -eso sí, campo a través- nos llevó hasta unas rocas, donde hallamos una especie de hendidura para resguardarnos. En la que, aunque no era muy espaciosa, pudimos desplegar nuestros sacos de dormir; los siete hombres, por supuesto, pues los burros y las cuatro esclavas tuvieron que quedarse bajo la lluvia hasta que, ya entrada la noche, terminó tan de golpe como había empezado.

A la mañana siguiente el aspecto que ofrecía Mada era francamente penoso; bueno, el suyo y el de sus tres compañeras. Cubiertas de barro, con el pelo enganchado a la cabeza por pellas de fango, parecían menos desnudas; así que lo primero que hicimos, una vez desayunados, fue buscar una corriente de agua donde lavarlas. No tardamos demasiado, pero al llegar allí nos dimos cuenta de que había un problema: con el diluvio de la noche anterior el caudal había crecido muchísimo; a mí, desde luego, me hubiese dado mucho miedo meterme en aquel torrente, y las caras de ellas decían sin duda lo mismo. Pero el jefe encontró una solución: aprovechando la rama de un inmenso árbol junto al cauce, que se prolongaba sobre él unos cinco metros, hizo pasar una soga sobre ella.

Luego, pasaron uno de sus extremos por la anilla del collar de Mada, y sujetaron el otro en el collar de la morita que estaba al principio de la reata de esclavas; y, una vez así atadas, las lanzaron al agua. Y digo bien, porque los hombres tuvieron que emplearse a fondo, dándoles empujones hasta que lograron que entrasen en el río; una vez dentro, la corriente trató por supuesto de arrastrarlas, y además muy violentamente, pero la cuerda las mantuvo en el sitio. Y con las cabezas más o menos fuera del agua; al menos, cuando un rato después las sacaron del río ninguna se había ahogado, aunque sus caras exhibían una maravillosa combinación de frío, sofoco y, sobre todo, pánico.

Eso sí, en ninguno de sus cuatro cuerpos quedaba un solo resto de barro; de hecho, sus desnudeces lucían tan espléndidas y tentadoras, mojadas, temblorosas y jadeantes, que los hombres decidieron, de inmediato, cobrarse -por el método usual- el favor de haberlas limpiado tan bien. Y a ello se pusieron allí mismo; para, una vez que quedaron saciados, volver a meterlas en el agua, claro; pues la sesión de sexo salvaje había vuelto a llenar los cuerpos desnudos de las mujeres de polvo y barro. Desde luego así sucedió con Mada, a la que penetraron tres de los hombres; dos de ellos a la vez, por delante y por detrás. Haciendo que los gritos de ella, mientras la cabalgaban al unísono, no fuesen precisamente de dolor.

Caminamos el resto de aquel día, y otro más, siguiendo la misma rutina y sin que, por fortuna, volviese a llover; pero el quinto día de marcha algo del todo inesperado alteró la monotonía: a media mañana nos dimos de bruces con un grupo de turistas occidentales, que al igual que nosotros -días atrás, claro- estaban allí para un safari fotográfico. No hace falta decir el revuelo que causó entre ellos la hilera de esclavas desnudas; y, por supuesto y sobre todo, Mada. Eran una docena de personas de mediana edad, de ambos sexos y de origen europeo, viajando en dos de aquellos todoterrenos descapotables en que los organizadores de safaris solían pasear sus clientes; cuando se detuvieron junto a nuestra columna, todos ellos se bajaron de los vehículos, y rodearon a las chicas haciéndoles fotos, así como toda clase de comentarios y de preguntas, en inglés y a cuál más tonta. Que si qué hacen ustedes así, que porqué van encadenadas y desnudas, que a dónde van…

Incluso uno de los hombres, un inglés -me resultó obvio por el acento- de mediana edad, con un gran mostacho y vestido para la ocasión (pantalón corto, camisa caqui y salacot), nos preguntó si podía tocar a las esclavas. Y, sin esperar a la respuesta, avanzó una de sus manos hacia el pecho de Mada. La cual, desde el principio e igual que sus otras tres compañeras de cautiverio, se había mantenido en absoluto silencio, mirando al frente; pero al ver la mano que se le acercaba perdió la paciencia, y le salió la fiera que llevaba dentro, tantos días reprimida. Miró al hombre con aquella cara de desprecio que yo tan bien conocía, y le dijo muy digna:

– Lo que yo haga no es de su incumbencia, caballero; y si me pone una mano encima, se va a llevar el bofetón más fuerte que le hayan dado en su vida. Se lo advierto.

El hombre enrojeció, indignado, sobre todo por observar que todos los guardias de la caravana se ponían a reír a carcajadas; aunque en realidad no se reían de él, sino del absurdo ataque de dignidad de aquella esclava, a la que cada noche penetraban a su antojo, y por donde les apeteciera. Pero el inglés no lo entendió así, y se quedó allí plantado, sin saber muy bien qué hacer, hasta que el guía de su expedición se le acercó y le dijo:

– Vámonos ya, Sir Thomas, por favor; llevamos retraso sobre el horario, y aquí ya no hay nada más que ver.

El caballero en cuestión estaba furioso, y no dejaba de mascullar algo sobre que a él ninguna esclava le faltaba al respeto; al final uno de los hombres de nuestra expedición, que con toda seguridad desconocía las condiciones semi pactadas de la esclavitud de Mada, decidió tratar de aliviar su humillación, y le explicó:

– Estas esclavas van al mercado central, donde serán vendidas. Así que, si quiere usted hacer con la blanquita todo lo que le apetezca, no tiene más que comprársela. Le aseguro que no se arrepentirá, folla como una fiera en celo.

El efecto, sin embargo, fue justo el contrario al que pretendía, pues el inglés comprendió que aquellos negros tenían pleno acceso a todo lo que a él se le negaba; así que, mirando con rabia a Mada, le soltó:

– ¿Ah sí? ¿Follas con negros, pero no quieres que un caballero te toque? Pues ya tendrás noticias mías, perra. Y más pronto de lo que imaginas.

Tras lo que dio media vuelta y se volvió a su vehículo, aparentando gran dignidad; pero entre las risas de mis compañeros de expedición y muchos comentarios en su lengua, que de seguro no eran precisamente elogiosos.

Al siguiente día el paisaje empezó a ser menos salvaje, y aunque nos seguía rodeando una selva muy espesa el camino se ensanchó. Comenzamos a encontrar pueblos, cada vez más con más gente en ellos, y en todos los que cruzábamos se repetía el mismo patrón que vivimos al empezar el viaje: la gente se congregaba para ver las esclavas, e incluso los más atrevidos se acercaban a tocarlas; mientras que los niños, por supuesto, se burlaban de ellas y les tiraban piedras. Y, al caer ya la tarde, alcanzamos una colina desde la que se veía la capital; una inmensa llanura pelada, literalmente infestada por millares de chabolas, en cuyo centro se veían algunos edificios modernos, formando el que supuse sería el centro de la ciudad.

Un centro que, al llegar al país, no habíamos visitado, pues un vehículo del campamento nos había recogido en el aeropuerto, y nos había llevado directamente a nuestro safari. Y que tampoco entonces alcanzamos, pues un poco antes de llegar a la parte moderna de la ciudad nos detuvimos en lo que parecía una cárcel europea decimonónica; un edificio de ladrillo, de los tiempos coloniales, con pequeñas ventanas enrejadas y rodeado por un muro alto, coronado con alambre de espino. El jefe, al detenernos frente a su portón principal, se giró y me comentó en tono socarrón:

– El mejor mercado de esclavas de toda África, sin duda. Más que nada porque cada vez van quedando menos; ya sabe, las dichosas feministas esas de la ONU… Si los líderes africanos quieren recibir subsidios, han de acabar con el comercio de esclavas; y si algo “motiva” a nuestros amados líderes es el dinero. Aunque la mayoría de ellos hacen lo mismo que nuestro presidente: van recibiendo dinero y, mientras, simulan luchar contra el tráfico…

VII

Después de seis días sobre el lomo de aquel burro, y durmiendo en una tienda de campaña, yo estaba literalmente agotado; así que podía imaginar lo que Mada debía sentir, pues ella había hecho todo aquel camino desnuda y encadenada, caminando descalza, durmiendo al raso, y sirviendo de desahogo para las tensiones sexuales de los guardias. Pero ella se lo había buscado; aunque, vista su reacción con el inglés, yo cada vez tenía más dudas de que todo aquello fuese a servir para bajarle los humos. Al contrario, empezaba a temer que, a partir de entonces, aún se volviese más dominadora; vamos, que haber superado una ordalía así reforzase su ego. Como si necesitara algún refuerzo…

De momento, sin embargo, su cara reflejaba la fatiga acumulada; era como si, de golpe y aunque su cuerpo desnudo estaba igual de espléndido, hubiera envejecido unos cuantos años: se le marcaban profundas ojeras, y las mejillas, por lo común tan tersas, se le veían caídas. Tenía, además, el cabello bastante sucio, y se le notaba que hacía dos semanas que no se recortaba el vello púbico; su siempre cuidado triángulo se había convertido en una masa desordenada de pelo. Pero, de momento, la iban a dejar descansar; así me lo indicó el jefe de la expedición:

– Ahora solo las llevaremos a que les quiten la cadena que las mantiene juntas, y luego a sus celdas, a descansar; mañana no saldrán de ellas en todo el día, porque tienen que recuperarse. Pero pasado mañana no falte; venga aquí a primera hora, y con memoria en su cámara de fotos. Le aseguro que el espectáculo le gustará.

No me lo tuvo que decir dos veces; tan pronto como Mada y sus tres compañeras desparecieron al otro extremo del patio, en lo que parecía el taller del herrero, desmonté, entregué mi túnica y mi sombrero, cambié las sandalias por los mocasines que llevaba en mi mochila y salí a la puerta del mercado, donde había visto una hilera de taxis. En el primero de los cuales fui hasta el Sheraton de la ciudad; donde había llamado tan pronto como tuve cobertura, y ya tenía una habitación esperándome. Me registré, pedí que me subieran a la habitación una cena ligera, y en cuanto la acabé caí dormido sobre la inmensa y mullida cama de matrimonio; lo menos dormiría doce horas, pues cuando me desperté eran ya las diez y pico de la mañana.

Llegué justo a tiempo para desayunar en el comedor, y después me compré, en la tienda del hotel, un libro, un bañador y unas chanclas; cosas con las que, una vez duchado, pasé el resto del día en la piscina, donde me tomé un sándwich a la hora de comer. Cuando oscureció volví a pasar por la tienda, pues caí en la cuenta de que no llevaba más ropa que la puesta, sucia y de safari; y, una vez limpio y arreglado, pregunté al conserje qué lugar era el ideal para ir a cenar, y cuál para luego tomar unas copas. Seguí todos sus consejos, y lo cierto fue que cené de maravilla, y luego presencié un espectáculo erótico muy interesante; tanto que, cuando regresé a mi cama, me di cuenta de que echaba de menos a Mada. Pero poco podía hacer, así que me limité a enviar a mi cuenta de correo -y de paso a mi suegro- todas las fotos de mi teléfono, empleando el excelente wifi del hotel; luego puse el móvil a cargar, y me dormí plácidamente tras poner el despertador a las siete.

No me hizo falta: un poco antes de que sonara desperté, y una hora más tarde subía a un taxi, duchado, vestido y desayunado, en dirección al mercado. Donde, ciertamente, me aguardaba una sorpresa; mientras, en la portería del edificio, me ponía mi disfraz habitual para no ser reconocido por Mada, se me acercaron el jefe de la caravana y otro negro. Era un tal Aziz, el encargado del lugar, el cual de inmediato me explicó, en un inglés muy correcto, lo que yo iba a presenciar:

– Todas las esclavas que ingresan en el mercado son marcadas, con su número de serie y nuestro distintivo. Eso es lo que, entre ayer y hoy, les hacemos a las cuatro que llegaron anteayer; una vez marcadas ya pueden ser puestas a la venta, pero antes no es legal.

Yo, que no me lo esperaba, solo supe preguntar como lo hacían, si tal vez las tatuaban. Los dos hombres comenzaron a reírse a carcajada limpia, y a decir cosas en su idioma que yo no comprendía; cuando pararon, Aziz me contestó:

– No, hombre, no. Las esclavas se han marcado toda la vida con un hierro candente, como el ganado. Y la marca se pone en el pubis, justo sobre su sexo; ello permite al comprador, si lo desea, ocultarla dejando crecer el vello púbico de la esclava. Por cierto que, en el caso de su mujer, primero habrá que rasurarla a fondo, pues parece que durante el viaje le ha crecido mucho. Si quiere, antes de marcarla podemos darle un poco de láser, para que no le vuelva a crecer; así nunca más podrá ocultar su marca de esclava.

Me pareció una idea tan excelente que de inmediato la aprobé, aunque con una sola condición: que no le dijeran, nunca, que eso se lo habían hecho por decisión mía. Conociéndola, mejor evitarme problemas…

Cuando accedimos al patio pude ver que, en su centro, habían instalado una especie de grada semicircular, con capacidad para al menos un centenar de personas; frente a ella había un estrado en el que, de momento, solo se veían una mesita baja y un sillón de ginecólogo, elevado un poco más de lo normal y con su frente orientado hacia el público. Aziz me dijo, con una sonrisa pícara:

– Ayer marcamos a las tres árabes, por la tarde y una tras otra; pero a su mujer la hemos dejado para hoy. Normalmente se procesan todas seguidas, pero como había muchísima expectación por ver a la blanca, pensé que podría vender entradas dos veces. Y así ha sido; ayer no llenamos, pero por muy poco; pero hoy, de haber tenido más gradas, seguro que también se hubiesen llenado de gente…

Mientras me lo decía vi que ya había empezado a situarse el público; nosotros nos sentamos en la primera fila, justo en el centro, en unas plazas reservadas para “Autoridades”. Que estaban, a mi parecer, excesivamente próximas al estrado, no más de diez metros; pero Aziz me tranquilizó diciendo:

– No se preocupe, que su mujer no le va a reconocer; al principio porque pasará demasiada vergüenza como para tratar de adivinar las caras tras los pañuelos, y al final porque el dolor le impedirá pensar en nada más.

Al menos el primer vaticinio se cumplió muy pronto; en cuanto se terminó de llenar aquella grada se abrió una puerta al fondo del patio, y una comitiva avanzó hacia nosotros. Eran dos guardias llevando a Mada, y otro hombre detrás, vestido con bata blanca y cargando una bandeja con instrumental. Ella, que por supuesto seguía por completo desnuda -de hecho no del todo, pues aún llevaba el collar de hierro- avanzaba sujeta de ambos brazos por los dos hombres, pero dando tirones hacia atrás; su cuerpo lucía limpio, y su pelo muy arreglado, así que estaba claro que la habían lavado a fondo. Pero su cara estaba intensamente ruborizada, casi más que la primera vez que se desnudó frente al mercado de aquel pueblo; y venía diciendo:

– ¡No, por favor!; ahí no puede ser; delante de tanta gente, no. Por el amor de Dios, tengan un poco de compasión de mí…

Sin darse ella ni cuenta, de tan nerviosa y horrorizada que estaba, de que lo hacía en español, con lo que nadie podía entenderla. Aziz, en voz baja y muy sonriente, me dijo

– Fíjese, y eso es solo porque ha visto el sillón; nadie le ha dicho aun qué es lo que vamos a hacerle ahí.

Cuando llegaron junto al aparato, los dos hombres la soltaron; aunque de inmediato cogieron, de la parte trasera del respaldo, dos varas de madera con las que le señalaron el asiento del sillón. Mada, pese a su sofoco, entendió perfectamente qué tenía que hacer si no quería ser azotada, y muy lentamente, con un esfuerzo sobrehumano, se sentó en el lugar indicado. Aunque de inmediato empezó a gimotear, con los ojos cerrados, los pies en el suelo y las rodillas muy juntas; y, por más que lo intentó, no fue capaz de abrirse de piernas y poner los dos pies en los correspondientes estribos, separados hasta el máximo que el aparato permitía. Así que uno de los guardias la ayudó, de inmediato, a decidirse: sin mediar palabra, descargó un tremendo varazo sobre los pechos de Mada, cruzándolos justo por encima de sus pezones.

Yo nunca había visto nada igual: los dos hermosos pechos de Mada se hundieron, divididos por la mitad ante el avance de la vara hacia sus costillas; y luego, como si de un resorte se tratase, escupieron de nuevo hacia arriba aquel diabólico instrumento. De inmediato, sus dos senos comenzaron a dar saltos en todas direcciones, bamboleándose como si quisieran separarse de su torso. Mientras el público reía alborozado, Mada dio un grito de dolor inhumano, se llevó ambas manos a sus pechos, en los que se había formado un surco rojizo de lado a lado, y… separó las dos piernas, tanto como era necesario para colocar los dos pies sobre los estribos del sillón; ofreciendo a los congregados, al hacerlo, una vista directa de su sexo completamente abierto.

Mientras iba recobrando el resuello, entre profundos jadeos, el hombre de la bata blanca encendió un soplete portátil de gas, y con él se dedicó a calentar un bote grande; cuyo contenido se hizo evidente, por el olor, tan pronto como aquello alcanzó cierta temperatura. Era sin duda cera, y una vez que estuvo lo bastante caliente el hombre, vertiéndola directamente del bote, cubrió el pubis, el sexo y la hendidura entre las nalgas de Mada con aquella pasta marrón; provocando, al hacerlo, más gemidos por parte de ella. Yo me fijé en que, contrariamente a lo que hubiese sido normal, el hombre no se había molestado en recortarle primero el vello púbico; estaba claro que no era un olvido, sino algo pensado expresamente para hacerle más daño. Pues, una vez que la cera se secó, el mismo guardia que la había azotado le dijo:

– Ahora no te muevas, o tendré que darte los once azotes que te faltan para la docena.

Mada le hizo que sí con la cabeza, sin abrir los ojos, y se quedó muy quieta mientras el de la bata sujetaba, con las dos manos, el extremo de una pella de cera, y tiraba de ella con todas sus fuerzas.

Esta vez, los gritos de Mada casi superaron en volumen a los que había dado al recibir el varazo en sus pechos; pero, para mi sorpresa y aunque de inmediato llevó sus manos a la zona recién depilada, logró mantenerse igual de espatarrada. Eso sí, las lágrimas volvieron a sus ojos como un torrente, y oí como, otra vez en español, le decía muy bajito a su torturador:

– ¡Por favor, por favor! Me duele mucho…

Pero tan pronto como el guardia le tocó un pecho con la punta de la vara devolvió los brazos a los soportes laterales, y se resignó a sufrir otra vez aquel dolor lacerante. Que se repitió media docena de veces, más o menos, hasta que toda la cera le fue arrancada; dejando la piel de su pubis, de su sexo y de los alrededores de su ano enrojecida, pero sin un solo pelo. O casi sin ninguno, pues aunque el dolor había acabado, no así la humillación; con unas pinzas y una lupa, y tomándose su tiempo, el hombre revisó con todo detalle la zona recién depilada, y arrancó los pocos pelos que aun encontró. Sobre todo de los labios mayores de su sexo; cada vez que encontraba alguno, y para humillar aún más a Mada, lo arrancaba haciendo una gesticulación exagerada, destinada sin duda a que el público corease su acción.

Y vaya si lo hacía; la gente parecía del todo entusiasmada, y para cuando el hombre terminó, y comenzó a untar la zona inguinal de Mada con una especie de crema incolora, todos gritaron a coro una frase corta en su idioma. Que Aziz de inmediato me tradujo como “Marca ya a la perra blanca”; una petición que no me sorprendió tanto como ver quién era uno de los que la gritaban: Sir Thomas, el inglés al que Mada había humillado durante nuestro periplo por la selva, sentado unos sitios más a mi izquierda.

VIII

Una vez terminó, el hombre de la bata pasó sobre el pubis, el sexo y el ano de Mada un aparato eléctrico que le trajeron, y que supuse era el láser; y una vez que concluyó la operación hizo lo que, al parecer, era la costumbre en el país: cobrarse el servicio. Mientras Mada le miraba con horror, el hombre se quitó la bata, los pantalones y los calzoncillos, mostrando al público una más que respetable erección; a la que, mientras la untaba un poco con su propia saliva, dio unos cuantos arreones. Una vez que se consideró a punto se colocó justo frente a Mada, y de un empujón la penetró; yo no podía ver más que las nalgas del hombre, pues me privaba la visión de ella con su cuerpo, pero era obvia la violencia con la que la estaba taladrando. Tanta que la silla, pese a ser muy pesada, se tambaleaba como si fuera a caerse al suelo. El hombre siguió así, empujando y retrocediendo, durante unos cuantos minutos más, espoleado por el público, y finalmente se detuvo; pero no fue porque hubiese terminado, sino solo porque decidió cambiar de agujero. Algo que, pese a no poder ver nada, deduje de dos cosas: por un lado, los gritos del público se convirtieron en verdaderos alaridos de júbilo; y por el otro, escuché como Mada le decía:

– ¡No, por favor, por detrás no! Se lo suplico, pare…

Esta vez en inglés, pero con el mismo resultado que cuando la trajeron hasta la silla; es decir, ninguno. Pero aun pudo repetir la frase un par de veces, antes de sustituirla por un grito desgarrador, en el momento -lo supuse por sus gestos- en que el hombre penetró en su recto hasta el fondo, y comenzó a bombear. Aunque no aguantó haciéndolo más de un par de minutos, y con un gruñido terminó eyaculando. Cuando se retiró de allí, lo primero que pude ver fue que el ano de Mada rezumaba el semen de aquel hombre; era una visión tan sorprendente que a punto estuve de olvidar fotografiarla. Y me pareció que a ella, que debía notarlo en sus muslos, le humillaba casi más que el hecho de haber sido penetrada en público, y por detrás; pues tenía los ojos cerrados, y lloriqueaba en silencio.

Al instante los otros dos guardias sacaron, del cajón inferior del sillón, un montón de correas; con las que, sin hacer caso alguno a las quejas de ella -les decía que no era necesario, porque seguiría estando quieta- procedieron a inmovilizarla en el sillón. Le colocaron un montón de ellas, en brazos, piernas, torso y cintura; para cuando acabaron todas las que tenían, Mada solo podía mover la cabeza, y un poco las manos y los pies.

Entonces, y solo entonces, otro guardia se acercó al estrado, llevando la marca; era, efectivamente, como los hierros de marcar el ganado: una placa de metal, de unos ocho o nueve centímetros de largo por otros dos o tres de ancho, sujeta a un mango corto, también de metal, que acababa en una empuñadura de madera. Aunque el hombre nos la mostró de cerca, al estar el relieve del revés -para así marcarlo del derecho sobre la piel- no tuve tiempo de leer exactamente el número que figuraba en él; pero vi que era de cuatro cifras, y que justo antes de la primera había un pequeño dibujo. El cual parecía representar un escudo como los de los guerreros nativos, de forma oblonga y con sus extremos puntiagudos; y con dos lanzas cruzadas detrás, de las que se asomaban, tan solo, sus puntas inferiores y superiores.

Mada, mientras tanto, seguía tratando de normalizar su respiración, pero aun jadeaba ostensiblemente, y no prestaba mucha atención al hombre; de hecho, tuve la sensación de que aún no había comprendido para qué era aquel instrumento. Efectivamente eso sucedía; pero cuando el hombre de la bata blanca volvió a encender el soplete portátil, lo puso a máxima potencia -casi no se veía la llama, de un intenso color azul- y comenzó a calentar el hierro con él, de pronto la cara de ella cambió. Y pasó, de exhibir una mezcla de tristeza y humillación, a una expresión de puro, intensísimo terror.

Empezó a gritar a pleno pulmón, casi histéricamente, suplicándole que no lo hiciera; y no paró de chillar hasta que uno de los guardias sacó, del mismo cajón de donde había cogido aquellas correas, una mordaza negra, enorme. Y se la puso a Mada en la boca, aprovechando que la tenía abierta en un grito desgarrador y no se esperaba ser amordazada; pues el hombre se la colocó desde su espalda, por supuesto sin advertirle de que iba a hacerlo. Aunque ella siguió gimiendo y chillando, el ruido que hacía pasó a ser muy amortiguado; pero, como también seguía agitándose muchísimo pese a las correas, el hombre de la bata le dijo en inglés, en voz alta:

– Ahora te voy a marcar en el pubis. Ya sé que duele horriblemente, pero si pese a las correas te mueves, y la marca queda mal, no tendré más remedio que ponértela en otro sitio. Y luego en otro, y en otro, … Hasta que una quede bien; así que trata de estarte quieta. Piensa que, si la del pubis sale mal, el siguiente intento será en uno de tus pechos.

Supongo que la asustaría tanto como a mí, pues Mada detuvo sus convulsos intentos de soltarse; no paró de chillar dentro de la mordaza, eso no, pero al menos sí de moverse. Una reacción que Aziz comentó con sorna:

– Es una amenaza falsa, aunque nunca falla. Por más que traten de moverse, una vez que el hierro está en contacto con la piel no hay escapatoria posible; con el primer intento siempre basta, piense que la quemadura es muy profunda…

Cuando el hombre estuvo satisfecho con el color de la marca, de un rojo intensísimo, apagó el soplete y se dispuso a aplicarla; pero, antes de que lo pudiera hacer, una voz imperiosa le interrumpió:

– Si me permite, joven, quisiera marcarla yo. Tengo mucha práctica, ¿sabe?, en mi granja de Bloemfontein tengo millares de reses. Y además, si me permiten hacerlo a mí estoy dispuesto a pagar con creces por el privilegio…

Era el inglés, claro; cuando terminó de hablar se levantó y se acercó al estrado, donde entabló una conversación con el hombre de la bata que yo no pude oír. Aziz se levantó también, y se acercó a ellos; al principio tanto él mismo como el de la bata negaban con la cabeza mientras hablaban con Sir Thomas, a quien Mada miraba con una expresión aún más horrorizada de la que tenía segundos antes. Pero sus negativas fueron siendo cada vez menos enérgicas; y, al final, vi como el inglés sacaba de su bolsillo un fajo de billetes y se los pasaba a Aziz, quien regresaba con ellos al asiento. Una vez a mi lado, y mientras sacudía la cabeza con incredulidad, me dijo:

– Ustedes los blancos están todos locos. Por el precio que el bwana ha pagado, y solo por poder marcar a su mujer, se podía haber comprado una esclava negra; y no una cualquiera, sino de las más jóvenes y hermosas…

Francamente asustado vi como el de la bata entregaba el hierro a Sir Thomas, y como luego volvía a encender el soplete, usándolo para devolver la marca a la incandescencia. El inglés, mientras sujetaba con una mano la marca sobre la llama, acariciaba con la otra el sexo de Mada; pude oír como le decía:

– Ya te dije que nos volveríamos a ver, zorra. ¿Dónde está tu orgullo ahora? Ya no me pareces tan altiva, la verdad. En fin, me has costado mi buen dinero, pero esto voy a disfrutarlo como pocas cosas en mi vida. Nunca antes habrás sentido un dolor así; todos sabemos lo que duele una quemadura, pero la sensación suele durar unas décimas de segundo, hasta que nos apartamos. Esta no: para que la marca quede bien, al menos ha de estar sobre tu vientre cinco segundos; y eso supone un sufrimiento terrible. Pero no sé para qué te lo explico, si vas a comprobarlo enseguida; por cierto, te quitaré la mordaza. Así nos lo cuentas…

Antes de que apagasen el soplete, el inglés indicó a uno de los guardias que le retirase la mordaza a Mada; en cuanto el hombre lo hizo, la pobre comenzó a suplicarle clemencia, ofreciéndose a tener sexo con él tanto como quisiera. Pero de nada le sirvió; o mejor dicho, para que él se burlase un poco más de ella, diciéndole:

– Si quisiera follarte podría hacerlo ahora mismo, zorra; estás colocada en la postura ideal para eso. O después de marcarte, en pago por el servicio; es una estupenda costumbre local, ya la debes de conocer. Pero lo que me apetece es hacerte daño, y mucho; más del que nunca nadie te ha hecho. Por años que vivas, nunca olvidarás este momento…

En el mismo instante en que se apagó la llama, Sir Thomas acercó el hierro al rojo al pubis de Mada, y lo aplicó, con cuidado, un par de centímetros más arriba de la intersección entre los dos labios mayores de su sexo.

Al instante Mada lanzó un alarido agudo, interminable, que al menos a mí me heló la sangre, y me hizo parar por un instante de hacer fotografías; todo su cuerpo se puso tan tenso que se le marcaban los tendones por todas partes, y enseguida un fuerte olor a carne quemada llegó hasta la grada donde yo estaba sentado. El inglés mantuvo el hierro de marcar contra su vientre durante un tiempo que, al menos a mí, me pareció excesivo, aunque seguramente solo fueron segundos; luego, y a una señal del hombre de la bata -a quien, mientras tanto, los guardias habían acercado una manguera- lo retiró muy despacio, con la misma delicadeza con que lo había aplicado.

Tan pronto como lo apartó, el otro comenzó a regar la quemadura en el vientre de Mada con agua fría, y Aziz me comentó:

– No se asuste tanto; el dolor es horroroso, por supuesto, pero no dura demasiado tiempo. Primero por la acción del agua fría, que impedirá a la quemadura progresar más; pero, además, ahora la llevarán a la enfermería, donde tienen fármacos que hacen milagros sobre la piel. Y con el dolor; no tiene sentido que sufra sola, ¿verdad? Las esclavas sufren para nuestro placer, pero cuando no las vemos, ¿para qué? Ya verá cómo, en una o dos semanas, estará bien; y, con el tiempo, hasta llevará orgullosa su marca. Por lo que he podido ver en otras blancas, a la larga la exhiben como hacen los guerreros con sus cicatrices: una prueba de su valor.

Lo cierto era que yo no lo tenía ni mucho menos tan claro como él, sobre todo, viendo la cara de intensísimo sufrimiento de Mada; tan concentrada estaba en él que si, en aquel preciso momento, me hubiese quitado el pañuelo y hubiera acercado mi cara a la suya, ni aun así me habría reconocido.

Cuando, minutos después, se la llevaron, semiinconsciente, sucedió algo que tampoco me esperaba; el inglés se me acercó, y con una sonrisa que trataba de aparentar simpatía me dijo:

– Ya sé quién es usted, así que no hace falta que disimule. Aziz me lo ha contado todo; ni se imagina lo que un buen fajo de dólares puede hacer en países así… Solo quería pedirle que disculpase mi atrevimiento, al ofrecerme para marcar a su mujer; pero usted es también un caballero, sin duda, y comprenderá que yo no podía dejar sin castigo la ofensa que ella me hizo. Así que, por mí, cuenta saldada; con ella, claro. Y, desde luego, no le he causado ningún dolor que no fuese a sufrir igualmente… Pero desearía saldarla también con usted: me gustaría invitarle a cenar en mi casa esta noche; estoy seguro de que encontrará el lugar muy interesante.

Mi primer impulso fue el de rechazar la invitación, pero antes de hacerlo recapacité; pues Aziz me había sugerido, al hablar de la recuperación de Mada, que quizás hasta dos semanas después no iba a estar en condiciones de ser subastada. Así que disponía de un montón de tiempo para mí; y lo cierto era que la idea de pasarlo todo en la piscina del hotel no era excesivamente interesante. Pues, en mi primer día, había podido comprobar que allí tomaban el sol muchas mujeres hermosas; pero todas ellas acompañadas por hombres que no hacían cara, en absoluto, de estar dispuestos a que yo las cortejase. Así que le agradecí la invitación, cogí la tarjeta que me ofrecía, y le prometí que llegaría a su domicilio puntual para la cena. No sin dejar de pensar que aquello iba a costarle a mi suegro más dinero que el más caro de los restaurantes del país; pues, antes de despedirnos, me advirtió de que en su casa siempre se cenaba de etiqueta.

IX

La tienda del hotel resolvió el problema, con cargo a la cuenta que mi suegro pagaría en su día; aunque parecía que el hombre empezaba a pensar que quizás nos estuviéramos excediendo un poco. No en el gasto, que eso a él le daba igual, sino en el castigo a Mada. Pues me mandó el siguiente mensaje, minutos después de que le mandase las fotos del marcado de su hija:

– Joder, Víctor, ¿marcada con un hierro al rojo? No sé, igual habría que ir pensando en sacarla ya de ahí; pero, o poco la conozco, o después de todo lo que ya ha pasado, nadie la convencerá de no llegar hasta el final…

No podíamos estar más de acuerdo; como aún no se lo había explicado, aunque le había pasado las fotos, aproveché para contarle el encuentro en la selva con el inglés, y la reacción de Mada ante sus avances. Con lo que se reafirmó en su idea:

– Ya te digo. Nos lo habremos pasado en grande unos días, pero Mada se va a cobrar todo esto con creces; y por el resto de nuestras vidas, ya lo verás.

Yo era de la misma opinión, y no veía qué más podríamos hacer para doblegar su orgullo; así que lo dejé correr, y me concentré en observar a las bellezas de aquella piscina, imaginándolas desnudas sobre el sillón, mientras yo las marcaba al fuego. La verdad es que más de un vez tuve que meterme en el agua, para calmar la tremenda erección que tal pensamiento me provocaba; y cuando finalmente me fui a comer, ya tarde, decidí que, por la tarde, mejor ya no volvía por allí.

Entre la siesta, y luego la prueba -con los últimos retoques- del smoking que me había comprado, se me pasó el resto de la tarde; y algo antes de las siete subí a un taxi para ir a casa de Sir Thomas, vestido como James Bond en una de sus películas. Era un inmenso chalet a las afueras de la ciudad, cuya verja nos abrieron dos hombres bien armados; tras comunicar con la casa nos dejaron pasar, y el taxi me dejó frente a la puerta principal. A la cual no tuve que llamar, pues se abrió al acercarme; con lo que me llevé la primera sorpresa de la noche: me abrió una camarera negra, muy sonriente, que me indicó que la siguiera.

De hecho, la sorpresa no fue por eso, sino porque, aparte de llevar una cofia -por eso supe que era la camarera- y unos zapatos de tacón, iba por completo desnuda; y lo cierto era que tenía un cuerpo de escándalo: largas piernas, pecho firme, lleno y alto, nalgas redondeadas y respingonas… Bueno, en realidad sí que llevaba algo más sobre su cuerpo, pero no era una prenda: en el lado izquierdo del pubis tenía una marca al fuego, alta de al menos cinco centímetros y ancha de otros tres, con las letras S y T entrecruzadas. Que se veía antigua, pues estaba perfectamente cicatrizada. La chica, al ver que yo miraba su vientre, lo adelantó con un grácil gesto, para que yo pudiese ver más de cerca la marca; en eso estaba cuando la voz del inglés nos interrumpió:

– Sí, tengo que reconocerlo: me ha pillado. No practico con mis reses, sino con mis mujeres; ya verá que todas están marcadas.

Al girarme vi que me alargaba la mano, y se la estreché; le seguí hasta el porche, donde nos sentamos en un cómodo sofá mientras la criada, a una orden de él, iba a la cocina a buscarnos dos cervezas. El hombre, una vez arrellanados, comenzó a explicarme la historia de su vida, y sobre todo como había ganado muchísimos millones; lo cierto era que a mí todo eso no me interesaba, y me distraje un poco. Hasta que le oí decir

– ¡Ah! Ya está aquí mi mujer. Acércate, querida, que te presentaré a nuestro invitado.

Al oírlo miré hacia el interior de la casa; para ver, junto al sofá y muy sonriente, a otra mujer igual de despampanante que la criada, pero blanca y de más edad que aquella. Aunque no mucho, pues la recién llegada no tendría más de cuarenta años. Por sus facciones parecía de origen eslavo, pero lo más sorprendente era que, al igual que la sirvienta, iba completamente desnuda, y llevaba la misma marca en su pubis; la única diferencia era que no llevaba cofia, claro, y además iba anillada. Además, en cada uno de sus pezones llevaba un aro que parecía de oro, de un grosor considerable y atravesándolo de lado a lado; y otro similar en la juntura de sus labios mayores, perforando el prepucio del clítoris y colgando justo sobre éste. Por lo que destacaba mucho, pues además iba por completo rasurada.

Yo me levanté al instante, más por la sorpresa que por ser educado, y ella me alargó una mano; yo se la besé, sujetándola con la mía, y así fuimos de nuevo a sentarnos en el sofá, uno al lado del otro. Hecho lo cual iniciamos los tres una conversación casual que, de no ser porque ella estaba desnuda y los dos caballeros íbamos de smoking, hubiese resultado la normal en aquellas circunstancias; y que se prolongó hasta que la criada regresó, para advertirnos de que la cena estaba servida.

Fue opípara, sin duda, y regada con los mejores vinos; comprobé, por cierto, que a Sir Thomas, como buen inglés, lo de beber vino era algo a lo que poca gente podía ganarle. Para cuando ya estábamos de vuelta al porche, y sin que viniera a cuento -pues él y su mujer me estaban contando su último viaje a Europa- me dijo de pronto:

– Supongo que una misma pregunta le atormenta desde que ha llegado, pero no se atreve a hacérnosla por educación; no se preocupe, que mi mujer se la contestará personalmente.

Yo me giré hacia ella, y Nadia -así se llamaba- comenzó su discurso:

– Llegué aquí hace doce años, con veintisiete y contratada por Sir Thomas como señorita de compañía; ya me comprende. Por entonces él tenía muchas, y un buen día nos planteó a todas un desafío: la que tuviese valor para soportar las pruebas a que nos sometería, sería también su mujer, y la heredera de toda su fortuna. Cuatro nos decidimos a probar; no voy a explicarle con detalle todo lo que nos hizo pasar, pero baste con decirle que me tuvo casi un año trabajando, desnuda, en una mina de diamantes de su país, y no solo de minera. Ya me comprende… Las pruebas duraron cinco años, hasta que las otras tres se rindieron; la que más aguantó, una brasileña llamada Eva, resistió ese tiempo.

Nadia dio un sorbo al café que nos acababan de servir, separó un poco más sus rodillas -aunque hacía rato que exhibía descaradamente su sexo- y continuó:

– Para cuando regresé, me di cuenta de que ser esclava me excitaba muchísimo; supongo que los cinco años de sumisión absoluta me habían condicionado más de lo que pensaba. Así que le propuse a Sir Thomas que, además de ser su mujer, me dejase ser su esclava, y aceptó. Reconozco que a veces puede ser muy duro, pero nunca he tenido orgasmos como los que disfruto estando sometida, se lo aseguro…

El inglés, que escuchaba el discurso con los ojos entrecerrados, pareció despertar entonces:

– Le aseguro que es de una sumisión perruna; luego, si le apetece, se lo demuestro tomando el café. Me han regalado un látigo que aún no hemos estrenado; igual se anima usted a hacerle los honores a Nadia, y ser el primero que la azota con él.

Yo, he de reconocerlo, me sonrojé al oír eso, pero sin apartar mis ojos del sexo anillado de la mujer; Sir Thomas sonrió, y continuó:

– Ya, ya supongo que le apetece; no hace falta que disimule, para ella será un gran honor llevar las marcas de sus golpes. Pero, en realidad, yo le he invitado para hacerle una propuesta; verá, si no me equivoco, el objetivo de su mujer es demostrar a todos lo fuerte que es, mientras que lo que a usted le gustaría sería bajarle esos humos, y radicalmente. ¿No es así?”.

Como yo no le contesté nada, interpretó mi silencio correctamente, y siguió hablando:

– Le propongo comprarla yo. La traería aquí, como esclava, y entre mis castigos y el ejemplo de mi mujer, le aseguro que la domaríamos. Puede que tardásemos unos años, pues parece ser bastante cabezota, pero al final lo conseguiríamos, seguro. De hecho, no sería la primera vez: hace unos años lo hicimos con la futura mujer de un amigo mío, y fue un éxito completo”.

Al oír eso, Nadia sonrió a su vez, y me dijo:

– Nos anillaron juntas, ¿sabe usted? Y por un método extremadamente doloroso: taladrándonos los pezones, y el sexo, con agujas calentadas al rojo vivo. No fue un dolor tan terrible como el de la marca en el pubis, cierto; pero duró bastante más rato, eso seguro. Solo el recuerdo de esa aguja tan gruesa, quemando el interior de mi pezón, ya me excita; mire como estoy de mojada, tengo los muslos empapados. Toque, toque aquí…

No me hice rogar, desde luego, aunque manosear a Nadia delante de su marido me hacía sentirme incómodo; pero tenía una piel muy agradable, y era cierto que estaba empapada. No solo los muslos, sino sobre todo más arriba; con su mano guio la mía hasta que, sin habérmelo yo propuesto, me di cuenta de que la estaba masturbando descaradamente. Sir Thomas, que sabía más que de sobras como acabaría aquello, masculló una disculpa y se marchó un momento.

Tan pronto lo hizo, Nadia alargó sus manos hacia mi bragueta, sacó mi pene y se puso a chuparlo con auténtica devoción. Yo estaba ya bastante erecto, pero sus atenciones me pusieron, enseguida, como un poste; he de reconocer que la felación es una de mis prácticas sexuales favoritas, y desde luego con Mada me había resultado, hasta entonces, del todo imposible que se animase a hacerme una. Lo más que yo había logrado, y solo sucedió una vez, era que me masturbase; pero solo la cara que puso mientras lo hacía, ya fue más que suficiente como para que nunca más se me ocurriese pedírselo. En aquella ocasión, sin embargo, era todo lo contrario, pues Nadia me llevó hasta el orgasmo con auténtica dedicación; y cuando eyaculé en su boca no solo se tragó toda mi copiosa eyaculación sin chistar, sino que luego me sonrió y dijo:

– Gracias, señor Víctor; siempre que me necesite, estoy a su servicio para lo que desee. Si me lo permite, me atrevería a pedirle un favor: ¿Sería usted tan amable de ser el primero que me azota con el nuevo látigo de mi Amo? Ya supongo que no tiene usted práctica en eso, pero yo le enseñaré como debe usarlo. Ahora sobre mí, pero mañana quizás en su mujer…

Pedido así, quién se hubiera negado; así que le dije que fuera a buscar el arma, y ella se marchó a la carrera, haciendo que sus pechos y sus nalgas se agitasen de un modo que me pareció muy atractivo. Al poco volvió con un látigo corto, de cuero negro trenzado, y me lo entregó; tras lo que se tumbó en el sofá boca abajo y me dijo que empezase por sus nalgas. Yo le di un golpe que, seguro, fue demasiado suave, porque ella no dijo nada; luego le di un poco más fuerte, y un poco más… Hasta que, en uno de los azotes, ella gimió de dolor; cuando me detuve, Nadia me dijo:

– Nunca juzgue la fuerza de sus azotes por los gemidos de la esclava, sino solo por las marcas que deja en su piel; las hay que son grandes expertas a la hora de exagerar su dolor. Así que siga pegando cada vez más fuerte, sin hacer caso a mis gemidos y súplicas, hasta que vea que cada golpe deja una estría bien visible en mis nalgas.

Le hice caso, vaya si se lo hice, y tanto me concentré en mi labor que tuvo que detenerme la mano de Sir Thomas, sujetando la mía; aunque con una sonrisa, comentó:

– Para ser su primera vez, no está nada mal, pero tampoco se deje llevar por la furia; este látigo es muy doloroso, y deja marcas muy duraderas. ¿Lo ve?

Tenía una vez más razón, pues las nalgas de Nadia estaban cubiertas de profundas marcas que las surcaban en todas direcciones; al levantar ella la cabeza vi que estaba llorando, pero a la vez que me sonreía con un gesto de aprobación.

El resto de la velada fue más convencional, una vez más si es que así podía llamarse a una sobremesa en la que la criada va desnuda por completo; y la anfitriona, además de estar también desnuda, tiene el trasero literalmente cubierto con los azotes que el invitado, de smoking como el anfitrión, le acaba de propinar con un látigo. Yo le prometí a Sir Thomas que consultaría su oferta con mi suegro, cuyo conocimiento del asunto -y, sobre todo, su bendición a todo- a él le hizo mucha gracia; después de repetir “¡Asombroso, realmente asombroso!”varias veces, acabó por decirme que, pensándolo bien y visto su primer encuentro con Mada en la selva, nos comprendía perfectamente a los dos. Y, como era un caballero, se comprometió a respetar nuestra decisión al respecto; como bien me dijo, guiñándome un ojo:

– Por lo que me dice, su suegro tiene tanto dinero como yo o más; sería absurdo que nos arruinásemos, pujando los dos por la misma mujer, cuando hay tantas en el mundo… Al menos para mí, claro; ya comprendo que es su hija, y que él no tendría otro remedio que pujar hasta un final en el que ninguno saldríamos ganando. Así que haremos lo que ustedes decidan.

Para cuando casi nos habíamos acabado una botella entera de whisky de malta, de más edad que yo y por supuesto excelente, decidimos dar por concluida la velada; regresé a mi hotel en un taxi, agradeciendo -pero sin aceptarla- la oferta de Nadia, que quería regalarme otra felación, y prometiendo que estaríamos en contacto. Pero en el camino de vuelta, y quizás por influjo del mucho alcohol -de calidad, eso sí- que me había tomado, se me ocurrió una manera de aprovechar mejor su oferta; una idea malévola, que me hizo irme a dormir con una sonrisa en los labios.

X

A la mañana siguiente, lo primero que hice fue hablar con mi suegro; bueno, más bien lo segundo, pues la resaca con la que me levanté precisó de cuidados urgentes. Pero, una vez duchado y desayunado, me encontré lo bastante bien como para poner en marcha mi plan; así que, después de llamar al padre de Mada y obtener su aquiescencia, me fui a verla al mercado central.

Ya la habían trasladado a una de las celdas, no sin ponerle antes un apósito en el vientre, para proteger la quemadura; el guardia que me asignaron me llevó, bajando interminables escaleras, hasta un sótano inmenso, en el que lo menos habría una veintena de ellas, sin nada más que algo de paja en el suelo, y separadas del pasillo por una reja de suelo a techo. Cuando llegué frente a la de Mada ella estaba acurrucada en un rincón, por supuesto desnuda -más exactamente, con su pesado collar como única prenda- y con la mirada perdida en la pared que tenía enfrente; de hecho, tuve que decir su nombre varias veces antes de que me mirase, y cuando lo hizo aun tardó un poco en reconocerme. Pero, cuando lo logró, adoptó su pose de mujer dura y decidida; sin moverse de su postura al fondo de la celda, sentada en el suelo y con los brazos sujetando las dos rodillas contra su pecho, me saludó diciendo:

– ¡Hola, Víctor! Pensaba que te habías olvidado de mi… Ya ves, aquí aburrida, esperando la dichosa subasta; pero me ha dicho un guardia que ya me queda poco. En cuanto mi marca se vea bien, sin inflamación, me sacan a la venta, y asunto terminado. En fin, espero que el imbécil de Vorster haya estado haciendo ahorros; pienso costarle todo lo que tiene, y más.

Yo la miré con tanta cara de preocupación como pude aparentar; un esfuerzo que se vio, sin duda, ayudado por mi resaca, porque aquella mañana yo lucía unas ojeras espantosas. Y le solté:

– Mada, me alegro mucho de que estés tan bien de ánimo, porque te traigo dos malas noticias. La primera es que me tengo que volver a España de inmediato; ha surgido un asunto de negocios que he de atender sin falta, y tu padre me ha ordenado que regrese ya. Aunque en principio eso no tiene demasiada importancia, pues el encargado me acaba de decir que, al menos, tardarán aun unos quince días en subastarte; así que supongo que para entonces habré acabado. Venía algo preocupado por dejarte sola, la verdad, pero ya veo que te tomas con gran tranquilidad tu cautiverio.

Aunque de momento no me dijo nada, pude ver cómo le cambiaba la cara; estaba claro que ardía en deseos de gritar “¡Sácame de aquí ahora mismo!”, pero se contuvo, si bien muy a duras penas. Yo dejé que la noticia hiciera su efecto un rato, sin decir nada; esperaba su respuesta, pero cuando ésta llegó fue con su habitual frialdad:

– Vaya por Dios, o sea que más aburrimiento. Qué le vamos a hacer; llegados hasta aquí, todo sea por derrotar a ese machito. Y, por mí, vete a donde quieras; como comprenderás, yo aquí no te necesito para nada. Mejor dicho: no me sirves para nada, lo que resulta aún peor; con que regreses el día indicado a comprarme, ya será suficiente”.

Esta vez le tembló un poco la voz al acabar la frase, pero consiguió mantener la compostura, disimulando con una tos forzada; así que decidí que ya era hora de soltarle el golpe final.

– Mada, no sé cómo decirte esto, la verdad. El problema serio, grave, es que no sé si podré comprarte. Verás, ayer estuve hablando con un inglés muy rico, casi podría decirse que el dueño de medio país; se llama Sir Thomas No Sé Cuántos, y tú le conociste en la selva. Seguro que lo recuerdas: un hombre de mediana edad que, según parece, quería abusar de ti; al que, por lo que me han dicho, tú pusiste en su sitio”.

La cara de Mada era, para entonces, un poema; pues, obviamente, ella recordaba a Sir Thomas por otra cosa aún menos agradable: la marca en su vientre, y lo que él le dijo mientras se la ponía. Pero eso no me lo explicó, aunque comenzó a temblar de un modo visible; yo hice ver que no me daba cuenta, o que pensaba que su recuerdo la hacía temblar de indignación, y le descargué la última estocada:

– Verás, el hombre sigue indignado contigo; la verdad es que no me pareció que fuese para tanto, pero él sabrá. El problema es que me dijo que piensa acudir a la subasta, y comprarte “al precio que sea”. Así me lo dijo, textualmente, y al decirle yo que pensaba recuperarte, y que tu padre también era muy rico, me contestó que, si fuese necesario, se arruinaría pujando por ti; a mi parecer se lo ha tomado demasiado a pecho, no paraba de repetir que mereces “sufrir hasta el final”. En fin, cuando regrese iré otra vez a verle; pero lo que más miedo me da es lo bien conectado que está con las autoridades locales. Solo puedo esperar que sea un caballero, y que no use de ninguna treta para quedarse contigo sin subasta; según me ha dicho el encargado, no sería la primera vez que un potentado se lleva una esclava a las bravas. De hecho, me dijo que ese es justo el modo en que se proveen de ellas los mandamases; vienen, la eligen, y se la llevan.

Antes de que yo terminase Mada ya estaba llorando a moco tendido, y temblaba como una hoja al viento desde que le dije lo de que Sir Thomas quería comprarla. Pero, cuando insinué que él podía llevársela por la cara, se rompió del todo; con un hilo de voz me dijo:

– ¡Víctor, por favor, sácame de aquí! ¡Ahora mismo, ya, te lo suplico! No puedo más, de veras; me han pegado con la vara y con el látigo; me han violado tantas veces que he perdido la cuenta, incluso por detrás; me han quemado el vientre con un hierro al fuego… Y todo por mi tozudez; tenía toda la razón Vorster, en mala hora me quité la ropa en aquel pueblo miserable. Así que no me dejes aquí, te lo ruego; si logras convencer a ese maldito hombre de que se olvide de mí, te prometo que cambiaré: haré siempre todo lo que tú me digas, incluso en la cama. Ese tío es un animal; tú no lo sabes, claro, pero pagó una fortuna por ser él mismo quien me quemase el vientre, y aún no está satisfecho con eso. Así que, si caigo en sus garras, estoy perdida”.

Yo hice ver que me sorprendía mucho con aquella noticia, y le manifesté mi escepticismo respecto de la posibilidad de que Sir Thomas fuese a olvidarla; sobre todo porque aquel empeño en aplicarle el hierro demostraba, le dije, su obsesión con ella. Mada cada vez estaba más asustada, y finalmente decidió pasar a la acción: se puso de pie, exhibiendo su maravillosa desnudez, y vino a arrodillarse junto a mí, al otro lado de los barrotes que nos separaban; una vez allí puso una sonrisa que pretendía ser seductora, y susurró:

– Si tú quieres te la chupo, ahora mismo. O si prefieres, hazme el amor por detrás; ya se que nunca te he dejado, ni una cosa ni otra, pero no voy a negarte nunca más lo que estos malditos cafres me han hecho, ya, demasiadas veces. Sácame de aquí, y te prometo que nunca más podrás quejarte de mí; como compañera, y sobre todo como amante”.

Dejando aparte la evidente cursilería de su discurso, lo cierto era que su oferta era muy tentadora; pero, una vez más, era obvio que no se trataba más que de un intento por su parte de manipularme. Así que, no sin un esfuerzo de voluntad considerable, tuve que declinarla; lo que hice mirando de avergonzarla un poco:

– Me encantaría hacer el amor contigo, Mada, de veras; pero ahora mismo estoy demasiado preocupado para eso. En realidad, me sorprende que tengas ánimos para pensar siquiera en ello; supongo que tanto tiempo siendo una esclava te estará cambiando el carácter. Pero te aseguro que, si es que logro recuperarte, tiempo habrá para que lo celebremos tú y yo; y me alegro de que te hayas dado cuenta de que el sexo es para disfrutarlo. Por ti, y sobre todo por mí; es más, me alegro de que comprendas que cuanto más sucio y obsceno, más se disfruta con él. Y ahora lo siento, pero he de irme; mi avión despega en unas horas, y no puedo perderlo bajo ningún concepto. En cuanto pueda regresar vendré a verte; mientras tanto, esperemos que Sir Thomas se comporte, y que aguarde hasta batirse con nosotros en la subasta. Ya sé que para ti es muy duro, una pesadilla; pero te pido por nuestro amor que tengas fe. Haré cuanto esté en mi mano.

Subiendo las escaleras aun oía los lamentos de Mada, y pensé que, de existir un ranking de las mujeres más desgraciadas del mundo, en aquel mismo momento ella estaría, sin duda, en alguno de los puestos de honor. Pero, por así decirlo, yo aún iba a echar más leña a su fuego.

Antes de partir hablé con el encargado del mercado, a quien entregué una buena suma de dinero a cambio de algo muy simple; hacer llegar a Mada, en su encierro, que Sir Thomas era un sádico de cuidado -eso ya lo sabía ella, pero no me venía mal que se lo recordasen-, que tenía incontables cantidades de dinero, que estaba muy bien relacionado con las autoridades más altas del país, y que -eso me lo había inventado yo- en una ocasión ya se había llevado a una esclava de allí porque quiso, sin pasar por la subasta. Y luego llamé a Sir Thomas, para invitarle a comer a mi hotel, con la intención de contarle mi plan y su participación en él; si era tan amable, claro, de aceptar colaborar conmigo.

Pero no hubo modo de convencerlo para que viniese: era un sibarita, y no le gustaba ni un ápice la comida de hotel, además de que como buen inglés prefería cenar a comer; así que al final opté por invitarle, aquel mismo día y sobre las siete, al mismo restaurante donde el conserje me había enviado en mi primera noche en el Sheraton. Lo que aceptó, ahora sí, encantado; y además le permitió -y me obligo a- hacer lo que yo había tratado de evitar invitándole a comer: vestirnos otra vez de smoking. Cuando llegué al lugar, el maître me llevó a un reservado; algo que yo no había pedido pero que, al parecer, Sir Thomas había solicitado expresamente, llamándoles tras conocer donde íbamos.

Cuando llegó entendí por qué: yo le había insistido en que trajese a Nadia, y así lo hizo; tan pronto como entraron en el reservado, y tras saludarme con una ancha sonrisa, ella deshizo el botón que sujetaba la capa que llevaba puesta, y se quedó desnuda salvo por sus zapatos. Antes de sentarse, y en una deferencia que agradecí, me mostró sus nalgas; en las que se veían, ya más bien amoratadas y formando unos profundos surcos, las marcas que yo les había dibujado la víspera. Y, tan pronto como nos sentamos todos, no pudo reprimir más su curiosidad, y me preguntó por el plan que les había anunciado. Yo no me hice de rogar; mientras nos servían unas copas de champán, como aperitivo, les conté mi entrevista con Mada, y luego le dije a Sir Thomas:

– Verá, anoche de camino al hotel se me ocurrió una idea: aprovecharle a usted para hacer de ogro del cuento, por así decirlo. Ni mi suegro ni yo queremos que Mada esté lejos durante años, así que la oferta de educárnosla, con ser muy tentadora, no podemos aceptarla. Aunque se la agradecemos, sin duda, en lo que vale. Pero lo que sí nos gustaría, si a usted no le importa, es que le de un buen susto, por llamarlo de algún modo; ahora mismo, como les acabo de explicar, ya la tengo bastante a punto, pero nos iría bien un último empujón…

Tanto Nadia como él se rieron, y Sir Thomas me propuso una solución:

– ¿Qué le parece si, cuando su quemadura haya curado, la saco del mercado y me la llevo a casa, como si me la fuese a quedar? La maltrato un poco, la asusto muchísimo, y luego usted la “rescata” de allí y se la lleva a España de vuelta, donde en adelante será su protector ante la constante amenaza del monstruo; que la quiere recuperar, como sea, para torturarla.

Yo también me reí, y lo acepté de buen grado; incluso la agradable condición que además me impuso:

– Eso sí, nada de seguir alojado en el hotel. Se viene usted a mi casa, y así podrá presenciarlo todo; no me diga que no le tienta. Y, además, podrá seguir con su aprendizaje en las artes del dolor; Nadia estará encantada de seguir instruyéndole. Aún le falta bastante; piense que azotar nalgas es lo más fácil. Es mucho más complicado azotar el sexo, o los senos; a diferencia de la carne de los glúteos, hay que saber controlar la fuerza: hacer daño, incluso mucho, pero sin provocar lesiones permanentes. Y dese cuenta de que, a partir de que regrese a casa con su mujer, necesitará castigarla con frecuencia y dureza… Sería una pena que olvidase lo aprendido aquí, ¿verdad?

XI

Pasé en casa de Sir Thomas algo más de dos semanas, por supuesto sin acercarme por el mercado a ver a Mada; al fin y al cabo, se suponía que yo estaba en España… Eso sí, fueron las dos semanas más instructivas de toda mi vida: Nadia me enseñó a usar el látigo sobre cualquier parte del cuerpo de una mujer, tanto para solo excitarla, como para marcarla salvajemente; y no solo ella colaboró en la instrucción, sino también la criada.

Jasmine, que así se llamaba, fue asignada por Sir Thomas a mi servicio casi exclusivo; lo que, salvo en las horas en que yo dormía, o no estaba en la casa, significaba velar porque todos mis deseos se viesen satisfechos. Y colaborar a mi instrucción, pues desde el principio Nadia me advirtió de que Sir Thomas solo le había prohibido dos cosas: que yo la penetrase, por delante o por detrás, y que la azotase en su sexo.

– Lo siento mucho, de veras, es una sensación indescriptible; nada somete tanto a una mujer, la humilla hasta tal extremo, como el castigo genital. Estar allí, espatarrada frente a un hombre que azota tu sexo, es realmente algo que no pude explicarse con palabras; pese a que duele una barbaridad, eso por descontado. Pero no se preocupe, que practicaremos con Jasmine.

Y por supuesto que la usamos para mis prácticas; para cuando nos llegó el aviso de que a Mada ya le habían quitado su apósito, porque la quemadura estaba cicatrizada, la pobre Jasmine tenía los labios mayores, y más o menos todo su perineo, inflamados de tantos golpes. Suerte, pensé con cierta maldad, que es negra, y no se nota tanto el enrojecimiento; pero la oscuridad de su piel no le evitaba el terrible dolor que sentía cada vez que yo la penetraba, y raro era el día en que eso no sucediese, al menos, una vez. Por delante, o por detrás, claro; pero para eso era una esclava…

Una vez que recibimos el aviso, Sir Thomas organizó la expedición para, como él decía, darle el susto de su vida; con una sonrisa irónica, se negó a desvelarme qué tenía preparado para Mada, pero me animó a que formase parte del “grupo de asalto” (así le llamó), convenientemente enmascarado. Por supuesto que acepté, y a la madrugada siguiente, sobre las dos, nos pusimos en marcha: cuatro de sus hombres y yo, todos vestidos con ropa militar y con pasamontañas para ocultar nuestras caras. Lo que, por otra parte, nos daba un aspecto mucho más malvado que no un simple pañuelo.

Evidentemente estaba todo pactado, y nos dejaron franquear la entrada del mercado sin problemas; cuando bajamos al sótano pudimos ver que, a diferencia de la primera vez que lo visité, las celdas estaban casi llenas. Pero fuimos directos a la que nos interesaba, acompañados de un guardia con las llaves; al cual, para cumplir mejor con nuestra representación, uno de mis compañeros apuntaba con una pistola. Cuando nos abrió la celda de Mada, que con el ruido acababa de despertarse, el más corpulento de nosotros la cogió del pelo y la sacó de allí a rastras, entre sus súplicas y gemidos. Y así llevó su cuerpo desnudo hasta la furgoneta que nos esperaba en el patio; una vez dentro de ella, cubrió su cabeza con una capucha y le dijo, poniéndole un cuchillo en la garganta:

– Si dices una sola palabra te rajamos el cuello, perra. Así que ábrete bien de piernas, pero cierra la boca.

Mada obedeció, por supuesto, aunque no paraba de temblar; una vez encapuchada aproveché para hacerle más fotos, mientras mis compañeros se entretenían en manosearla tanto como les vino en gana, y durante todo el trayecto.

Al llegar a casa de Sir Thomas la furgoneta se dirigió directamente a los establos, que yo conocía por haber estado allí más de una vez; en mis ensayos con el látigo, tanto sobre Nadia como sobre Jasmine. Paramos en la puerta, y el mismo compañero que la había metido en la furgoneta la sacó, tirando de su pelo, y la llevó hasta una estancia que yo no conocía; al abrir la puerta nos recibió un guirigay de ladridos, y comprendí que eran las perreras: una sala de casi cinco metros por diez, con una gran jaula en una pared donde habría, al menos, una veintena de perros de caza. El hombre la metió, a empujones, en una jaula más pequeña, que estaba separada de la de los perros sólo por una reja; antes de encerrarla allí le quitó la capucha, y la reacción de Mada al ver aquello me sorprendió, pues cambió de puro terror a una de alivio.

Los perros, mientras tanto, se lanzaban furiosos contra la reja que les separaba del cuerpo desnudo de su nueva compañera de cautiverio, sin parar de ladrar; pero ella debía de temer que fueran a torturarla, y al ver que no iba a ser así ya no parecía tan asustada como al sacarla de su celda. Allí la dejamos sola con los perros, sin decirle una sola palabra; cuando regresé a mi habitación -donde me esperaba Jasmine, arrodillada desnuda junto al lecho- a dormir lo que quedaba de noche, no paraba de preguntarme qué sería lo que había pensado Sir Thomas para conseguir aterrorizarla. Pero, conociéndole, estaba seguro de que sería algo sorprendente.

A la mañana siguiente, Sir Thomas bajó a desayunar llevando a Nadia por una correa, sujeta a un collar que le había colocado; por supuesto igual de desnuda que siempre, o incluso más, pues iba descalza. Cuando acabamos me explicó su plan, y lo cierto fue que me pareció una excelente idea; así que de momento, y para llevar a cabo la primera parte, me fui a disfrazar otra vez de comando encapuchado, y luego les acompañé, con otros cuatro hombres más, a las perreras. La cara de Mada, cuando vio entrar a Sir Thomas llevando a Nadia desnuda, a cuatro patas y sujeta por el collar, fue de auténtico espanto; y cuando él comenzó a hablarle, pareció quedar paralizada por el terror. Aunque no paraba de mirar a los perros, mientras le escuchaba decir:

– Por fin aquí, señorita Magdalena; me alegro de tenerla en mi casa. Sabe, estos perros son una maravilla cazando, pero tienen un problema: necesitan, además de mucho ejercicio físico, mucho sexo. En realidad, ambas cosas son ejercicio, ¿no? Verá, el problema es que tener a perras resulta complicado, pues distraen a mis sabuesos de su verdadera tarea: la caza. Así que se me ocurrió una solución: emplear esclavas. Costó un poco, pues hubo que enseñarles a montar a una mujer por delante; por detrás y a cuatro patas, como comprenderá, resultó más fácil. Y lo hemos logrado; el único problema es que se lanzan a hacerlo todos a la vez, y muchas veces acaban haciéndole mucho daño a la esclava. Ya sabe, mordiscos, arañazos, … A ver si con usted tenemos más suerte, y consigue que mis chicos respeten los turnos; yo le sugeriría que, mientras dos la montan por delante y detrás, use la boca y las manos para, al menos, mantener entretenidos a otros tres”.

Esta vez yo, en vez de fotografías, estaba filmando la escena, y prometo que la reacción de Mada, cuando uno de los hombres se acercó a la jaula y comenzó a levantar la reja que la separaba de los perros, no se pareció a nada que yo hubiese visto jamás; dando un grito inhumano, como el alarido de una bestia acosada, fue a acurrucarse al extremo contrario de su jaula, mientras musitaba algo que no comprendí. Pero era el momento pactado para comenzar nuestra representación, así que no me quedó más remedio que salir de aquella habitación; al tiempo que Jasmine, contoneando su hermosa desnudez negra, entraba en ella y anunciaba a Sir Thomas:

– Amo, está aquí el señor Víctor, y quiere verle de inmediato. Dice que, si no sale usted, llamará a la policía, al consulado y a no sé cuánta gente más.

Mientras Jasmine hablaba yo, detrás de la puerta, aprovechaba para quitarme mi disfraz, y en cuanto volví a mi apariencia normal hice una entrada espectacular; la abrí de golpe, y al ver la escena dije:

– Esto era lo que me temía. Sir Thomas, es usted la vergüenza de la nobleza británica; me dio su palabra de que lucharía contra mi en la subasta, de hombre a hombre y con igualdad de armas. ¿Qué diría la Reina, si le viese? Un caballero no falta a su palabra nunca, al menos en España…

Mientras yo hablaba, el hombre que levantaba la reja que separaba a Mada de los perros se había detenido, justo antes de que hubiera un hueco suficiente como para que alguno se colase; con mi mejor cara de indignación, le grité que la soltase y el hombre, logrando contener la risa, dejó caer otra vez la reja a su posición de cierre completo. Para mi gusto sobreactuando un poco, pues hizo unos gestos de temor que eran a todas luces exagerados; pero Mada ni se dio cuenta, pues lo único que hacía era jadear y gemir, aliviada porque la amenaza de ser montada por la veintena de perros que había al otro lado de la reja parecía, por el momento, conjurada.

Mientras Sir Thomas balbuceaba alguna excusa, muy colorado -no sé cómo lo hizo, pero parecía un colegial pillado en falta- yo continué mi discurso:

– Si aún estuviéramos en el siglo diecinueve, aquí mismo le retaría a un duelo. Lo que ha hecho es innoble, y usted lo sabe bien. Además, Mada es mía y solo mía; yo soy su dueño y señor, no usted, y haré lo que haga falta para recuperarla.

Por el rabillo del ojo vi que la expresión de ella se iba haciendo más dulce, y que me empezaba a mirar con cierta admiración; así que seguí con la pantomima:

– Es más, estoy dispuesto a demostrárselo ahora mismo. Usted necesitó, para poder marcarla, sujetarla hasta que quedó indefensa. Yo, en cambio, puedo hacerle lo que quiera, por doloroso que le resulte, y ella lo aceptará sin necesidad de que la amarren.

A partir de ahí, los dos comenzamos un diálogo que parecía escrito por un autor de novelas baratas del Oeste, bravuconeando ambos de un modo inmisericorde; hasta que Sir Thomas, aparentando resignación, me dijo:

– Está bien, se lo acepto; si me demuestra usted que es su esclava, y que le obedece sin chistar, dejaré que se la lleve. Pero habrá de ser algo muy convincente, pues esta zorra, con tal de escapar a mi castigo, es capaz de casi todo. ¿Qué tal un centenar de latigazos? Sin atarla a nada; si es capaz de soportarlos sin escapar corriendo, y además de agradecérselos, le creeré. Pero sin trampas: quiero verle pegar con todas sus fuerzas.

Yo le alargué la mano, y se la estreché; acto seguido me acerqué a la jaula donde estaba Mada, y la abrí. Ella salió con expresión casi de alegría, sujeta a mi mano, y fue conmigo hasta el exterior; una vez allí, y mientras uno de los hombres iba a por un látigo, la llevé debajo de un árbol que ya había seleccionado previamente. Donde le hice alzar los brazos hasta una rama baja y gruesa, a menos de dos metros del suelo, que pudo sujetar con sus manos estirando al máximo su hermosa desnudez. Obedeció en silencio, pero cuando yo ya me retiraba oí como me decía, en voz muy baja:

– Pégame tan fuerte como puedas, te lo suplico.

XII

Creo que no la defraudé, aunque al principio tal vez me costó un poco. Pero, al igual que me sucediera con Nadia, me fui animando, y cada vez la azoté con más saña; lo hice con aquel mismo látigo negro y corto que ya conocía tan bien, y para cuando acabé todo el cuerpo de Mada estaba surcado por anchas estrías coloradas, algunas ya un poco violáceas, desde sus muslos hasta su pecho y, por detrás, de las corvas a los hombros. Un castigo terrible, que sin embargo ella aguantó con gran entereza; aunque en media docena de ocasiones perdió la posición, y hube de esperar a que la recuperase, no dejó de contar los golpes, y de agradecérmelos, hasta el último. Y puedo asegurar que descargar aquellos tremendos trallazos sobre la desnudez indefensa de Mada, y oír a continuación como, entre alaridos de dolor, me agradecía el golpe, era lo más erótico que ella y yo nunca hubiésemos hecho juntos; en realidad, y de no ser porque estaba representando una escena, antes de la tercera docena hubiese parado, la habría tumbado en el suelo, y le hubiese hecho el amor con furia salvaje. Pero el guion me lo impedía, así que seguí sacudiéndole latigazos hasta acabar con la cuenta prevista; Mada, tras decir entre gemidos y sollozos:

– “Cien, gracias Amo”

besó mi mano hincada de rodillas, y me miró con una expresión de gratitud tan intensa como jamás le había visto. En realidad, bien pensado era quizás la primera vez que me miraba con gratitud, en vez de hacerlo con altivez o desprecio.

Con la misma mano la hice levantarse, y cogiéndola de un brazo la acompañé hasta el porche, donde Sir Thomas nos esperaba tomándose un refresco. Al hacerlo, me fijé por primera vez en la marca de su vientre; cruzaba el pubis en horizontal, justo por encima de los labios mayores de su sexo, y efectivamente la formaban el escudo y las lanzas que ya había visto, además del número 0722. Lo que me llamó la atención, pues lo primero que pensé fue que aquel cero suponía un suplicio añadido e innecesario; cuando pasé mis dedos sobre ella descubrí que tenía bastante relieve, y parecía bien cicatrizada, aunque algunos de mi latigazos habían golpeado allí, provocando pequeñas gotas de sangre en algunos puntos.

Al notar mis dedos sobre su vientre Mada dio un gemido de dolor, pero luego sonrió y me dejó hacer ; parecía, más que contenta, orgullosa, y cuando llegamos frente a Sir Thomas le soltó, de pie y con la voz temblorosa:

– Víctor es mi único dueño; usted no lo será nunca, por más daño que pueda hacerme. Le tengo miedo, eso seguro, pero no respeto; y no se lo tendré nunca, pues es usted un hombre malvado”.

Y luego mirando a Nadia, que estaba a cuatro patas al lado de él, con su correa sujeta en la boca, añadió:

– Compadezco a esta pobre mujer, que ha de soportar a alguien de su calaña. Si tuviese usted un poco de hombría la dejaría marchar; estoy segura de que ella huiría de su lado, si pudiera hacerlo.

Sir Thomas, aparentando un colosal enfado, le contestó:

– La primera vez que me ofendió, ya sabe lo que le acabó sucediendo. Tiene usted suerte de mi acuerdo con Víctor; si no fuese por eso, ahora mismo iría de cabeza a la jaula de mis perros. Pero no estoy dispuesto a ser humillado por él otra vez; ya falté a mi palabra en una ocasión, lo reconozco, y Víctor es un caballero. Dejaré que se la lleve, para así compensarle por mi incalificable conducta, pero recuerde siempre que le debo un castigo; aunque, mientras sea la esclava de él, no debe temer nada de mí, pues respetaré el acuerdo. Pero haré que la vigilen de cerca; y si un día Víctor la repudia, consideraré que me la devuelve; no digamos si usted le engañase o traicionase. Le aseguro que, si eso sucede, tardará muy poco en volver a la jaula con mis sabuesos. Y de allí no volverá a salir hasta que los deje a todos satisfechos”.

Mada le miraba con aquella cara de desprecio que ella tan bien sabía poner, pero no decía nada; yo la tenía sujeta por una mano, quizás el único rincón de su desnudez donde el látigo no había hecho estragos, y la notaba temblar como una hoja. Quizás por la indignación, por el dolor de sus heridas o por puro agotamiento, o por las tres cosas; pero, sobre todo, de puro miedo. Me pareció que era un buen momento para dar por terminada la pantomima, así que le dije al oído:

– Vámonos antes de que cambie de idea; ya sabes que este hombre no es muy de fiar.

Y ella, muy digna pero trastabillando un poco, se dejó guiar por mí hacia la puerta de salida, sin decir una palabra más y sin volver la mirada.

En un taxi la llevé hasta una clínica privada, con la que ya había llegado a un acuerdo; por suerte Mada, en su pesadilla de dolor, no preguntó cómo era que la llevaba allí directamente. Por no preguntar, ni siquiera me pidió que la cubriese con algo; así que tuve que dar una generosa propina al conductor del taxi a cambio de su silencio, pues no debía tener demasiada costumbre de llevar en su vehículo a mujeres blancas desnudas, y además cubiertas de marcas de latigazos recientes. Una vez en la clínica la dejé en las competentes manos de los doctores; aunque ella no quiso soltar la mía hasta que, vencida por el potente sedante que le dieron, se quedó profundamente dormida.

Y de allí, con la promesa de que me avisarían cuando estuviese mejor, volví a casa de Sir Thomas; me recibió muy contento, pues según él se lo había pasado en grande:

– Nunca había hecho algo así, y es muy divertido. Ya tiene gracia que, a mis años, descubra que tengo vocación de actor…

Después de bromear un rato, sin embargo, añadió:

– Ahora su mujer está bajo el shock de lo que le ha pasado, pero una vez en España volverá, gradualmente, a ser otra vez ella, a sentirse más segura. Así que le aconsejaría que la asuste de vez en cuando: haga que alguien la siga, por ejemplo, y si es necesario amenácela con dejar correr su relación. Yo, desde luego, prefiero no saber más de ustedes dos; a no ser que vengan por aquí de visita, claro: siempre serán bienvenidos, aunque no creo que su mujer quiera verme nunca más. Pero, si le fuese imprescindible, llámeme; espero que no suceda, pero unas palabras mías a su mujer podrían ser, en un caso extremo, lo que ella necesitase para volver al camino recto.

Aquella misma tarde llamé a mi suegro, y se lo conté todo con pelos y señales; por supuesto la versión auténtica, pero también lo que Mada creía que le había sucedido, para que él no le explicase la verdad en un descuido. Y le mandé la grabación que, con mi teléfono y mientras yo la azotaba, había hecho uno de los hombres de Sir Thomas; la verdad era que el autor sabía mucho más que yo de filmar, y había logrado una auténtica obra de arte: sin saltos, temblores ni desenfoques, acercando la imagen justo en el momento de algún impacto, registrando con absoluta nitidez los alaridos de dolor de Mada, y su posterior agradecimiento del azote… Era un testimonio genial, y a mi suegro le encantó; pero, como era un hombre de negocios, enseguida le salió el lado práctico:

– Mada ya ha sufrido bastante, ¿no te parece? Ahora lo importante es conservarla así de sumisa, y de eso deberás ocuparte tú; su “dueño”, como dice ella. Ve pensando cómo lo harás, pero ya te digo que los consejos de tu amigo inglés no son nada malos, no señor. Algún día te contaré como domé a la madre de Mada, que en paz descanse; igual te sirve a ti de algo. Pero lo más urgente es traeros de vuelta a casa. Así que mañana mismo te mando un avión medicalizado a recogeros. Nos vemos a vuestro regreso; buen viaje.

A la mañana siguiente me despedí de Sir Thomas y de Nadia para siempre, pues sabía que, salvo en circunstancias excepcionales, no podríamos volvernos a ver. Y también de Jasmine, claro; aunque de ella ya lo había hecho, y de un modo mucho más efusivo, durante toda la noche. Me pareció la más triste de los tres, y cuando le dije adiós por última vez me confesó porqué:

– Mis amos no son malos, pero me encantaría ir con usted a Europa. Si algún día necesita una esclava, se lo ruego: cómpreme.

Yo le dije que por supuesto, pero que ya tenía una esclava, mientras acariciaba su sexo por última vez; ella adelantó sus pechos, para tratar de demorar lo inevitable, pero yo subí al taxi y me alejé, mientras miraba por el vidrio trasero su cuerpo desnudo, iluminado por el sol. Y me fui directamente al aeropuerto, pues los de la clínica iban a llevar a Mada allí; una vez que terminé con todos los trámites burocráticos -al contrario que en Europa, resultaron relativamente sencillos: unos billetes de cien dólares aquí y allí, y todo concluido- me subí al avión. Donde ya me esperaba Mada, tumbada sobre la camilla que ocupaba uno de los lados de la cabina, y con una enfermera muy sonriente al lado. Por su cara parecía mejor, pero una sábana le tapaba todo el cuerpo, así que yo no podía saber en realidad como estaba; aunque ella, cuando la besé en la frente, me dijo que mucho mejor, y yo me senté en una de las butacas, abroché mi cinturón y me preparé para el despegue.

Cuando el avión ganó altura, y se apagaron las luces de los cinturones, yo desabroché el mío; mientras me incorporaba del asiento oí como Mada decía a la enfermera que le quitase el suyo -era una especie de aspa, cruzada sobre la camilla- y que nos dejase solos por un rato, pues ya la llamaría si la necesitaba. La enfermera obedeció, soltó el cinturón y se retiró a una pequeña cabina-dispensario que había en la popa; en cuanto se cerró la puerta de separación, Mada apartó la sábana que la cubría, mostrándome su cuerpo tan desnudo, como cubierto de anchas y feas estrías violáceas. Luego sonrió, y me dijo:

– Durante esta pesadilla he pensado mucho, y sobre todo te he echado mucho de menos. Me doy cuenta de que nunca me he portado bien contigo, y a partir de ahora eso no volverá a suceder. Soy tuya; dime lo que quieres, y lo haré.

Yo, por el momento, no le contesté nada, enfrascado en tratar de averiguar qué era lo que más la motivaba, el arrepentimiento sincero… o el miedo a Sir Thomas. Pero, finalmente, decidí hacer una prueba; recordando los aros de Nadia, le dije:

– Ya estás marcada, y ponerte otra marca sería absurdo; peor aún, vulgar por repetitivo. Pero me gustaría anillarte, en los pezones y en el clítoris; ¿aceptas llevar ahí mis anillos?

Tan pronto como lo dije me di cuenta de mi error, pues anillar su clítoris era algo exagerado; el dolor, sin anestesia por supuesto, sería excesivo, y por eso Nadia llevaba el aro justo encima, atravesando el prepucio. Pero, cuando iba a rectificar, Mada me cogió una mano, la puso sobre su sexo, y me dijo:

– Aníllame donde tú quieras, ya te digo que soy toda tuya. Y azótame a menudo; el látigo duele una barbaridad, pero me recuerda que te pertenezco. Sabes, desde muy pequeña soñaba con ser sometida por un amo duro y cruel, pero hasta que llegaste tú no conocí a ningún hombre que mereciera de mí otra cosa que desprecio. Te lo suplico, fóllame aquí y ahora; da igual que puedan abrirse otra vez mis heridas, quiero sentirte bien adentro.

Mientras la ayudaba a bajar de la camilla, entre gemidos de dolor, y a ponerse de cuatro patas sobre uno de los sillones -pues ya era hora de que yo estrenase su ano- me di cuenta de lo mucho que le debía a África. Tanto o más que a mi suegro, sin duda…