Su coño quiere batalla
CONFESIONES DE CORNUDO CONVICTO Y CONFESO 9
Su coño pidiendo guerra (1)
Sí, por supuesto que sí, se lo dije casi sin pensarlo, sin que mi cerebro lo procesara al completo, se lo advertí con la mirada y señas lascivas de los labios míos, en un arranque de turbulencia súbita que tampoco yo había previsto ni fantaseado así. Se lo comuniqué sin especulación, sin el más mínimo rodeo, exenta de vergüenza, con todo mi deseo vivo de mujer adicta al sexo, como una gata en celo refregando su chichi por los suelos, con todas las ganas enormes que tenía de follar con él, follármelo y que me follara él (pues no es lo mismo, ustedes sabrán, lo uno que lo otro), y sentir bien dentro mía, por donde él quisiese metérmela: en mi boca, en mi chocho o en mi culo, su polla dura, y gozar en mis tetas sus labios y sus manos fuertes abrazándome vigorosamente… pero, y casi con las mismas fuerzas, apenas un segundo o menos después de lanzarle tan obsceno mensaje, descarado, pidiéndole verga, tuve que arrepentirme a toda priesa de lo que había hecho, pues Antonio, el conductor del autobús, tan ganoso o más de mí y por mí, pero tal vez sin esperarse el hombre que yo fuese así de rápida, así de clara y así de puta, dio un respingo extraño, se contraía como poseso de un ataque de nervios incontrolable, que en su caso -como podréis entender, según su oficio- tuvo muchísimo peligro, el volante sin manos, la guagua sin dirección, sí, absolutamente un desastre pudo haber sido, accidente gravísimo en el bus de la línea 147 – hay muertos y heridos, habrían dicho titulares de prensa de radio y de televisión, seguro, de eso no hay duda, incluso con pandemia, y más aún si entre los heridos se encontrase alguno consciente y no en estado grave, pero si locuaz, poseído de su minuto de gloria y dispuesto por ello a descubrir, caiga quien caiga, la causa fatal pero no fortuita de los hechos, delante de unos cuantos micros y otras tantas cámaras, y se pusiera a referir, referiría exultante, por las televisiones y las redes digitales:
Yo viajaba en el asiento número 8 y lo presencié todo: un instante antes de que el motor se pusiera en marcha, el conductor tuvo una estúpida discusión con un viajero de la parte trasera, hasta que cansados de insultarse los dos, el chofer volvió a su puesto de trabajo para iniciar el viaje, no sin antes detenerse en el pasillo al lado del asiento número 3, en el que viajaba una mujer -bastante atractiva esa es la verdad- y hablarle al oído a ella, que eso todo el mundo lo pudo ver cómo se agachó para decirle así en secreto lo que le dijera, eso nadie pienso yo que lo oyera, que lo pudiera oír, salvo la viajera claro está; yo, dos filas atrás solamente si pude percatarme de algún detalle que pudiese ser clave para la investigación, y en el que seguramente no hubiese reparado más que un servidor, pues, a fuer se ser sincero, debo de confesar que tomé mi plaza adrede para estar cerca de la mujer, muy atractiva como ya les he dicho, a lo que, dicho con el mayor de mis respetos, se añadía un vestido exiguo, y un escote inmenso, y unas piernas -no exagero ni miento- a las que no podía, ni tampoco quería, dejar de mirar, porque que no solo veía sus muslos generosos y firmes, apenas guarnecidos por la falda corta, muy corta, sino que por ellos se podía perfectamente observar, desde mi asiento solo eso sí (y por ello pensaba de cambiarme, ya en camino, al inmediato posterior a la muchacha, no creo que sea necesario explicar el porqué), para viajar más cerca suya y, con disimulo aunque tan poco mucho, pues a ella daba la impresión de importarle bien nada que la mirasen (¡como miran en España los hombres a las mujeres guapas!), yo creo en todo caso le gustaba, sentirse admirada, sentirse deseada de modo que no le perjudicase, de haberme descubierto, cosa que afortunadamente no sucedió, hipnotizado por sus piernas de ensueño y ¡¡¡Diosas y Dioses del Placer!!! por unos hilillos acuosos que descendían brillantes de lo más alto de ellos, ustedes me entienden: del adorable triángulo de su chocho, seguramente negro como el pelo de su cabellos, que yo no alcanzaba, pero si esos presurosos hilos, si serían de que la mujer se había meado en sus bragas sin querer o queriendo, ella sabría, o, viniendo del mismo lugar, quizá fuesen gotas de placer, las primeras rodantes de sus flujos candentes, muslo abajo, aviso preclaro de cómo estaría su coño pidiendo guerra?
(Continuará)