Con el padre de mi mejor amiga ¡El mejor sexo de mi vida!
Se supone que una mejor amiga es esa persona a la que le puedes contar hasta tus más íntimos secretos, aunque a veces hay cosas que es mejor que permanezcan ocultas. Erica y yo éramos inseparables desde los tres años. Fuimos juntas al colegio, a la universidad e incluso alquilamos un piso para estar separadas el menor tiempo posible.
Teníamos ya veinticinco años y seguíamos igual de unidas o más. Pero la desgracia se cebó con la pobre Erica. Su madre murió de forma repentina, dejando a mi amiga devastada. Para apoyarse en su padre y servirle también a él de consuelo, se mudó de forma temporal a la que había sido su casa de siempre.
La muerte de la madre de mi amiga también me afectó mucho a mí. Desde pequeña, pasaba mucho tiempo en casa de Erica y sus padres eran como unos segundos padres para mí. Ellos eran amables, educados y amorosos, todo lo que no encontraba en mi familia. En mi casa el panorama era muy diferente. Mi padre era un hombre grosero y vago al que era casi imposible no encontrarse en el sofá con una cerveza.
Era inevitable comparar a mi propio padre con Arturo, que era el de Erica. Siempre sentí fascinación por ese hombre tan alto, guapo y deportista. Era tan culto, que cuando me hablaba sentía vergüenza porque creía que haría el ridículo. Esa admiración que sentía por él, cuando llegué a la adolescencia se fue convirtiendo en algo más. Me imaginaba entre sus brazos, besando sus labios. Con los años, mi imaginación cada vez iba a más.
Ese era el secreto que jamás le había podido contar a Erica. A veces tenía la tentación de sincerarme, aunque fuese para liberarme de la carga de conciencia, pero, tras el trágico suceso, lo descarté por completo. Aunque sabía lo que suponía, mi obligación era apoyar a mi amiga en esos momentos tan duros.
Metí en una bolsa de viaje algo de ropa y me fui a pasar unos días con Erica y su padre. Necesitaban ayuda y alguien que les distrajera un poco, y para eso yo era la idónea. Me encontré un panorama bastante desolador, pero, poco a poco, fueron recuperando el ánimo. Mi amiga y yo dormíamos juntas en su cama, como tantas veces habíamos hecho de niñas. Casi no cabíamos, pero fue bonito recordar nuestra infancia, todas las ilusiones que teníamos y comprobar que habíamos conseguido cumplir la mayoría.
Estábamos hasta muy tarde recordando anécdotas nuestras y de la madre de Erica. Las dos nos acabábamos durmiendo con lágrimas en los ojos, sin llegar a comprender cómo la vida podía ser tan bonita y a la vez tan despiadada. Mi amiga se había pedido unos días libres en el trabajo, pero yo me tenía que levantar a primera hora para llegar a la oficina. Por las mañanas, al ir a preparar el desayuno, me encontraba en la cocina con Arturo, que ya se había reincorporado al trabajo.
– ¡Buenos días, Dafne!
– ¡Buenos días, Arturo! ¿Has dormido bien?
– Si te digo que sí, te estaría mintiendo.
– Ya me lo imagino. A Erica también le cuesta coger el sueño.
– Pero lo consigue, gracias a que estás tú aquí.
– Era lo mínimo que podía hacer por ella.
– Y por mí, que también me da mucha alegría tenerte en casa.
– Claro, por ti también. Eres… bueno, sabes que te tengo un gran… aprecio.
– Y yo a ti. Ha sido un honor ver como pasabas de niña tímida a la mujer increíble que eres ahora.
– Qué cosas me dices, Arturo. Sigo siendo la misma niña, pero más crecidita.
– Eso es evidente. Pero sigues usando pijamas de unicornios.
– Es que cuando algo me gusta, es para siempre.
– A mí me sucede igual. No paro hasta que lo consigo, por arriesgado que parezca.
Después de hablar con Arturo, me iba a trabajar mucho más animada e incluso acalorada. La visión de ese hombre de buena mañana, en pijama, me hacía desear quedarme a vivir allí para siempre, él y yo solos, y empezar las mañanas de mucho mejor forma. No podía evitar pensar que se había quedado viudo, que ya no era imposible que pudiera suceder algo entre nosotros. Después me atormentaba a mí misma por haber tenido esos pensamientos que harían que Erica no volviera a mirarme a la cara.
Los días iban pasando y Erica seguía sin estar preparada para volver a nuestra casa, no quería dejar a su padre solo. Pero era un piso que nos estaba costando dinero y yo tendría que volver en algún momento. Antes de que muriera su madre, habíamos hablado de pintar las paredes del salón y las habitaciones, así que acordamos que yo me encargaría de eso y, cuando todo estuviera listo, ella volvería. No tenía ni idea de cómo me las iba a apañar, hasta que conseguí al mejor pintor posible.
– ¡Buenos días, Dafne! He oído que es tu último día aquí.
– Así es. Me quedaría eternamente, pero me tengo que encargar de pintar el piso.
– No me digas que también tienes esa habilidad.
– Que yo sepa no. Pero no pienso pagar a un pintor.
– ¿Te interesa uno gratis?
– Claro, pero no creo que eso exista.
– ¿Cómo que no? Lo tienes delante.
– ¿También sabes pintar?
– Hay muchas cosas que sé hacer y las desconoces… todavía.
– Pues te lo agradecería un montón.
– ¿Te parece bien si lo hacemos este fin de semana?
– ¿Pintar? Sí sí, me parece genial.
Imaginarme a Arturo pintando me puso a mil. Me moría de ganas por verlo utilizar la brocha y descubrir cuales eran esas habilidades que decía tener pero que yo desconocía. En cualquier conversación entre un hombre y una mujer, lo sencillo hubiera sido pensar que me estaba haciendo insinuaciones, pero el padre de Erica no era así. O al menos era eso lo que yo pensaba.
Por la tarde, al volver del trabajo, recogí mis cosas con la intención de volver a mi piso. Dentro de la tragedia, habían sido unos dias muy buenos rememorando esa etapa tan bonita que fue nuestra niñez. Pero también tenía ganas de volver a casa y poder dormir yo sola, en mi cama. No podía negar que el trabajo que tenía pendiente con Arturo había supuesto una motivación extra.
– Tía, te voy a echar de menos.
– Pero por poco tiempo. En unos días habremos acabado y volverás a casa.
– ¿Cuánto se tarda en pintar?
– Ni idea, dependerá de lo bien que se le dé a tu padre.
– Yo no lo he visto pintando en mi vida.
– Pues me dijo que era una de sus habilidades.
– Si él lo dice…
– Podrías pasarte y ayudarnos.
– No creo que pueda. Voy a hacer copias de todas las fotos de mi madre, para tenerlas siempre conmigo.
– Está bien. Haz lo que tengas que hacer. Te estaré esperando en nuestra casa.
– Gracias, Dafne, eres la mejor amiga del mundo.
El sábado me desperté temprano y cubrí con plástico el suelo del salón, que era por donde pretendía comenzar. No sabía si era el procedimiento adecuado, pero lo había visto en la tele. Cuando Arturo llegó, nos pusimos manos a la obra. Curiosamente, ambos habíamos elegido el mismo atuendo: una camiseta blanca y unos pantalones grises de chándal.
Estaba acostumbrada a verlo siempre vestido de una forma muy elegante o en pijama. Pero ese aspecto le daba un aire que todavía me encendía más. Tenía cincuenta y tres años, uno más que mi padre, pero parecían de especies distintas. Pasé toda la mañana más pendiente de mirar cómo trabajaba él que de hacerlo yo.
– El salón ya está. Hasta mañana no podremos darle otra capa de pintura.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Vamos a tu habitación.
– ¿Cómo?
– A darle una capa de pintura, para que esté seca cuando te vayas a dormir.
– Pero no he cubierto los muebles ni el suelo.
– No te preocupes, lo hacemos en un momento.
Mover los muebles y cubrirlos de plástico resultó ser una tarea más ardua que pintar. Los dos acabamos sudando y nos tuvimos que sentar sobre mi cama plastificada para recuperarnos del esfuerzo. Después retomamos la tarea de pintar. Para entonces, ambos estábamos bastante manchados de pintura.
– Nos vamos a tener que dar una buena ducha.
– ¿Qué?
– Para quitarnos la pintura. Oye, te veo muy despistada.
– Sí, no sé en qué estaba pensando.
– ¿Te parece bien si paramos por hoy? Mañana aplicamos las segundas capas.
– ¿Y la habitación de Erica?
– Podemos dejarla para el final, es la que menos prisa corre.
– Quieres tenerla más tiempo en casa, ¿verdad?
– Pues sí… y también me gustaría tenerte a ti.
– Soy como tu segunda hija.
– Dafne, siempre has sido mucho más que eso.
– ¿Qué quieres decir?
– Olvídalo, nos vemos mañana.
Esperando a que se arrepintiera y quisiese seguir con la conversación, fui detrás de él cuando salió de mi cuarto. Pude ver cómo se quitaba la ropa para ponerse unas prendas limpias que llevaba en su bolsa. Sus palabras y la visión de su cuerpo semidesnudo, hicieron que mi imaginación se atreviera a volar más que nunca. Deseé saltar sobre él y poseerlo ahí mismo, en el suelo cubierto de plástico de la casa que compartía con su hija.
No fui capaz de intentar retenerlo, pero en cuanto se fue, me metí corriendo en la ducha, con más intención de darme placer con la alcachofa que de quitarme las manchas de pintura que cubrían mis brazos y mi cara. Recordé sus últimas palabras, su vientre plano, su torso amplio cubierto por una mata de pelo todavía oscura, sus brazos fuertes y su abultado paquete bajo los calzoncillos. Con el chorro de la ducha apuntando hacia mi clítoris, tuve un orgasmo que hizo que me temblaran las piernas.
Llegados a ese punto, ya no era momento para dilemas éticos. Si Arturo quería y estaba dispuesto a mantener el secreto, yo estaba más que decidida a cumplir un deseo que tenía desde la adolescencia. Me daba igual si un psicólogo opinaba que estaba buscando la figura paterna que no había tenido en mi casa. Puede que fuese un problema de la mente, pero yo lo sentía, hablando claro, en el coño.
El domingo me desperté temprano y me preparé para recibir a Arturo. La vestimenta para pintar no daba para algo más provocativo, así que decidí prescindir del sujetador y ver si mis pezones marcados le sugerían algo. Si no era así, tenía preparado un plan alternativo que no lo iba a dejar indiferente.
Llegó a la hora acordada y entró al cuarto de baño para cambiarse. En esa ocasión, había optado por una camiseta sin mangas, lo que le daba un aire aún más masculino y excitante. Nos pusimos manos a la obra con la segunda capa de pintura del salón. Quizás fuese cosa mía, pero tenía la sensación de que me estaba tocando más de la cuenta. Me colocaba una mano en el hombro al hablarme, me tocaba la cintura al pasar por mi lado e incluso, en una ocasión, teniendo mucho espacio para pasar, lo hizo pegado a mí, restregando su pene contra mi culo.
Aunque parecía que la tensión sexual iba en aumento, él no se atrevía a dar más pasos que esos. Yo buscaba la forma de hacerlo sutilmente, sin meter la pata, pero cada vez estaba más cachonda, incapaz de pensar en nada que no fuera echarle un polvo salvaje.
– Arturo, ¿no crees que ayer dejamos una conversación a medias?
– No, creo que no.
– Me dijiste que siempre había sido mucho más que una hija para ti.
– Es que te conozco de toda la vida, pero nunca te he visto como una hija.
– ¿Y cómo me ves?
– Desde que te desarrollaste, siempre te he visto como una jovencita preciosa.
– Como muchas otras.
– Pero a ti te tenía siempre en mi casa, te veía crecer… todo.
– ¿Te refieres a mi cuerpo?
– Dafne, siempre te he deseado, pero sabes que no puede ser.
– Yo también te deseo.
– Eso lo sé desde hace mucho tiempo. Y también sé el motivo.
– Da igual el porqué, lo importante es que quiero que me hagas tuya.
– Imagínate si Erica lo supiera.
– Yo no se lo pienso decir.
– Olvídalo, no puede suceder.
– Lo entiendo. Pásame la botella de agua.
Si pensaba que me iba a rendir, era porque no me conocía lo suficiente. Fingiendo torpeza, derramé gran parte del contenido de la botella sobre mi camiseta blanca, haciendo que mis oscuros pezones aparecieran como por arte de magia ante los ojos de Arturo, que no dudó en clavar su mirada.
– Por dios, Dafne, ve a cambiarte esa camiseta.
– Tengo toda mi ropa en el armario y está plastificado.
– Pues coge algo de mi hija.
– La poca ropa que no se llevó está en cajas, en la parte alta, no llego.
– Ya voy yo.
Era mi momento. Una vez llegó a la habitación de Erica y rebuscó en la parte alta del armario, aparecí por su espalda y lo tumbé en la cama de su hija de un empujón. Me senté a horcajadas sobre él, para que no pudiera huir. Le metí la mano por debajo del pantalón, aunque quisiera negarlo, estaba duro como una piedra.
– Piénsalo bien, Dafne, no merece la pena.
– Mírame las tetas, Arturo, y dime que no te las quieres comer.
– No puedo decirte eso, porque no sería verdad.
– Dime que no quieres agarrarme el culo con fuerza.
– También sería mentira. Te asustaría la cantidad de años que llevo deseándolo.
– ¿Eres capaz de decirme que no quieres saber cómo de caliente, húmedo y estrecho tengo el coñito?
– Siempre me lo he preguntado, desde que eras virgen.
– Fóllame, por favor, cumple mi sueño de adolescencia.
Sentada sobre él, notaba cómo su polla se endurecía cada vez más. Luchaba por contenerse, hasta que me cogí las dos tetas, las apreté y se las puse delante de la cara. No pudo aguantar más. Tiró de mí y se metió uno de mis pezones en la boca. Yo empecé a mover mis caderas, jugando con su tranca entre mis piernas.
Con una mano me seguía estrujando en seno que chupaba, la otra la metió bajo mi pantalón, para apretar una de mis nalgas. Notaba como los fluidos escapaban por mi vagina, pidiendo ser penetrada por el padre de mi mejor amiga.
– No aguanto más, Arturo, métemela.
– Estamos en la cama de mi hija.
– ¿Eso te supone un problema?
– No, me da mucho más morbo.
Continuará…