Comiendo la polla de un negro vergon

No hizo falta mucho más. Bueno, en esta ocasión, lo cierto es que yo llevaba tiempo buscando un moro al que comerle la polla. Puse un anuncio en una de esas páginas de encuentros sexuales esporádicos y no tuve más que esperar. Solo hay que gastar la combinación de palabras adecuadas para llamar la atención de uno de esos empotradores norteafricanos. Y así fue, sólo tuve que añadir «sumiso» a la palabra «puta» para que me lloviesen las proposiciones. Pero por unas u otras cosas nunca me había animado a quedar con ninguno.

Aquel día era diferente. Puede que mi calentura, acumulada durante varias semanas, hubiera logrado dar al traste con la prudencia que me caracterizaba en estas cosas. Y es que al fin y al cabo, nunca sabes quién está al otro lado de la pantalla cuando contactas con hombres a través de estas vías. Pero la idea de polla mora llenándome la boca, pudo más esta vez.

Y es que, seamos sinceros, ¿a qué chupa pollas sumiso no le pone un buen moraco? Masculinos, con su fuerte hedor corporal, vello púbico amortiguándote la cara cuando tratas de ensartarte su nabo hasta la campanilla, etc. En pocas palabras, HOMBRES. Y no sé vosotros, pero a mí las pollas circuncidadas me pierden, y TODOS los moros la traen así de fábrica.

Es así como decidí agregar a mis contactos al último marroquí que me había enviado correo adjuntándome su teléfono. Bastó poco más de un día de charla telefónica para tenerlo en el bote. Por supuesto, y haciendo gala de mis dotes de seducción, me aseguré de recalcar lo zorra que yo era y lo mucho que iba a besarle los pies y a beberme su meado si así él lo deseaba. Ya veis, lo de «puta» y «sumiso» del anuncio no eran solo palabras vacías.

Fue así como me propuso enrolarme en su furgoneta para ir a comerle el cipote en cualquier callejuela oscura del polígono industrial del pueblo. Dicho y hecho, salí nervioso de casa. Y es que ¡joder, era mi primer moro! Llegué donde habíamos quedado, una ligera brisa me acarició la cara, estaba oscuro, y de vez en cuando me sorprendían los faros de algún coche. Mi nerviosismo iba en aumento, y segundo tras segundo me preguntaba si no me había equivocado y debía dar media vuelta rumbo a casa. Era una zona poca transitada, por lo que cada vez que veía unos faros me sobresaltaba. Finalmente vi aparecer una furgoneta y me incorporé un poco a la calzada para que pudiese verme y recogerme.

Al subir a la furgoneta mi calentura fue en aumento. Era un habitáculo destartalado, con una parte trasera llena de aperos de labranza y con el característico olor que desprenden las furgonetas que se utilizan para ir a trabajar al campo, una mezcla de sudor de macho, tierra, productos agrícolas y polvo. No lo podía creer, iba a comerle el cipote a un rudo jornalero marroquí en la furgoneta que gastaba para ir a trabajar a diario, cosa que, teniendo en cuenta lo zorra que soy, me resultó bastante excitante, puesto que ese sucio empotrador norteafricano no pensaba hacerme sentir especial en absoluto, ya que aquí el especial era él; era a él a quien había que satisfacer y mi boca era uno más de los agujeros que estaban disponibles para cumplir con ese cometido. Como buen sumiso me entusiasmó ese planteamiento.

Apenas podía mirarle a la cara, me embargaba la vergüenza, aunque atiné a soltar un tímido hola, al que el moraco respondió con lo que pareció más un gruñido que una palabra. Cuando apenas habíamos recorrido unos 40 metros aparcó y detuvo el motor. Él se encontraba delante de mí, notablemente ladeado y apoyado contra la puerta del asiento del piloto, tenía las piernas abiertas como para mostrarme cuál era el lugar que yo debía ocupar. Yo estaba muy cohibido, cosa que pareció divertirle, intenté hablar un poco, pero él no parecía estar por la labor, puesto que de inmediato me insertó el dedo índice en la boca, a lo que yo respondí haciéndole una mamada dactilar, anticipando lo que pensaba hacerle luego en la polla. Por fin pude fijarme bien en su cara. Barba negra ni corta ni larga, era guapo, de aspecto rudo e irreflexivo. Debía tener unos 35 años, era fuerte y con una pequeña barriga. Y llevaba gorra, la típica de promoción de la Caja Rural, lo que no hizo sino aumentar mi excitación, puesto que lo hacía parecer más campestre todavía. Noté que su dedo no estaba todo lo limpio que podría haberlo estado, lo que contribuyó a ponerme todavía más cachondo. No puedo ser más puta, ya lo sé.

Para estar más cómodos decidimos trasladarnos al asiento de atrás, donde tenía vía libre hacia su nabo moreno, ya que la palanca de cambio ya no supondría ningún tipo de obstáculo entre conductor y copiloto

Ya allí se quitó el sucio pantalón de chándal con parches en las rodillas que llevaba y se lo dejó puesto hasta los tobillos. El calzoncillo era de tipo slip, blanco y estaba ciertamente amarillento y acartonado, sobre todo en la zona que hacía contacto con su glande. Inmediatamente me incliné para lamer todo aquel mejunje, lo que hice en repetidas ocasiones, de arriba abajo y de abajo a arriba. Su sabor era saladísimo, producto de decenas de gotas de orina acumuladas a lo largo del tiempo que aquello llevaba sin pasar por la lavadora. Era delicioso. La humedad que mi saliva le proporcionaba empezó a juntarse con la que aquella polla producía. De repente, y sin quitarse el calzoncillo liberó todo su nardo, echando el calzoncillo a un lado. Por fin pude verle la polla al moro. No era muy larga, aproximadamente unos 17cm, pero sí que era bastante gorda, como un calabacín. El tronco era bastante oscuro mientras que su glande era morado pálido, y a pesar de que estaba embadurnado en mi saliva, tenía ese toque seco y ajado de las pollas circuncidadas. Esa clase de sequedad que a los hombres circuncidados les produce el roce constante del glande con la ropa interior. Era ligeramente curvada, y una mata de tupido pelo negro asomaba por el calzoncillo. Acto seguido se sacó también los huevos por abajo. Enormes, suaves y peludos. La boca se me hizo agua, el festín de polla podía comenzar.

Me andé sin miramientos, y como ya le había estado recorriendo el tronco con la lengua a través del calzoncillo, me metí el glande directamente en la boca, arrancándole un gemido ahogado a mi macho magrebí. Al principio yo llevé la iniciativa, mientras él se dejaba hacer. Luego, no obstante, inició un leve mete-saca, que confluyó con mi sube y baja, de manera que cada vez que ambas trayectorias se encontraban me tocaba la campanilla con el capullo. Estaba en el cielo. Ese moro estaba usándome sin ningún tipo de miramientos. Y lo mejor era que eso me encantaba. Mi deber era darle gusto, mi propio placer no importaba. El placer psicológico que obtenía satisfaciéndole a él era más que suficiente, de hecho lo prefería al placer erógeno obtenido al estimular manualmente mis propios genitales. Las zorras sumisas somos así. Y el macho cabrón que tenemos delante suele saberlo.

De repente me sacó el nabo de la boca. Estaba reluciente, curvo y grueso, y me azotó la cara y la lengua. Cambiamos de posición. Me acostó hacia arriba en el asiento, y quitándose por completo el pantalón y el calzoncillo, sentó su culo peludo en mi pecho, y me puso la polla en la cara, situando sus rodillas a cada lado de mi cuello y apoyándolas en el asiento. Desde esa posición empezó a follarme la boca como si no hubiese un mañana, mientras enrollaba el calzoncillo meado, húmedo y salado y me lo ponía en la nariz. La experiencia estaba siendo sensorialmente completa, ya que mi tacto, gusto y olfato estaban completamente ocupados en el marroquí.

Llegado el momento el moraco incrementó el ritmo con el que me penetraba la boca. La corrida era inminente e intuí que no me iba a avisar, lo que no era un inconveniente. Yo estaba a su disposición, no era más que un agujero, y un macho de ese calibre no tenía la obligación de avisarme, se corría y punto. Y así fue, sin parar de embestirme la cara y soltando toda clase de improperios en árabe, el moro me inundó la boca. Por supuesto, y como no podía ser de otra manera, me la tragué toda.

La fragancia que había quedado en el ambiente era brutal. Semen, sudor, culo y polla. Y el espectáculo, lejos de concluir, prosiguió con la que fue la práctica más humillante. Todavía sentado sobre mí, empezó a mearme en la boca. Por supuesto tragué como una cerda, y apenas se derramaron un par de gotas. La boca me sabía a tantos y tan distintos fluidos masculinos que yo estaba casi en éxtasis. El moraco debió notarlo, ya que decidió contribuir metiéndome el calzoncillo en la boca para que exprimiese el sabroso jugo resultante de la mezcla entre mi saliva, su orina seca y su líquido preseminal. Acto seguido se sacó los calcetines e hizo el mismo recorrido, primero me los pasó por la nariz y luego me los metió en la boca. El sabor a pies sudados y mugre era intenso, y me puso tan cachondo que decidí acudir directamente a la fuente, así que le propuse que él volviese a sentarse para poder chuparle los pies, lo que hice durante más de un cuarto de hora, lo suficiente para que su polla se hubiese recuperado desde la primera corrida y se produjese una segunda mamada. Esta vez abrió mucho las piernas y le hice una mamada clásica, arrodillado en el hueco de las alfombrillas y con mis manos apoyadas en sus rodillas. Se la chupaba con ganas mientras le miraba a los ojos. Tardó poquísimo en correrse, y de nuevo lo hizo sin avisar y sin sacarme la polla de la boca. Me lo tragué todo, incluido las gotas que se exprimió del tronco del nabo.

La sesión parecía llegar a su fin, ya que me invitó amablemente a bajarme de la furgoneta, no sin antes haberme metido los huevos en la boca un buen rato y haberme dado orina de moro para beber por segunda vez. Y así lo hice, bajé, él se pasó a la parte de delante y ocupó el asiento del conductor, listo para arrancar y largarse de allí. Antes, no obstante, bajó un poco la ventanilla para despedirse de mí, lo que hizo introduciéndome un par de dedos en la boca para que se los chupase, mientras sonreía como un cabrón que sabe que ejerce un control completo sobre su putita sumisa. Después de lo que fue más de un minuto me sacó los dedos de la boca, me dio un suave bofetón y se fue con aquella sonrisa de cabrón.

Y lo mejor de esta historia es que me ha pasado de verdad.