La guerra en clases ¡Demasiado caliente!

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Gonzalo, duque de Galisteo, bajó del flamante coche negro frente a la gran mansión de los condes de Figuerola. Vestidos con sus mejores galas, le esperaban para recibirlo el conde, la condesa y las dos hijas de éstos, María y Cristina. María, la mayor y su prometida, le dirigió una ligera inclinación de cabeza cuando sus ojos se encontraron mientras él cruzaba el camino de grava para estrecharle la mano a su padre.

El suyo era un compromiso que llevaba concertado dos años. Un día cualquiera de aquellos que compusieron la más tierna infancia de Gonzalo, la duquesa de Galisteo había sentado a su hijo en uno de los fastuosos sofás de estilo Chester de su casa y le había comentado como quien no quiere la cosa que los condes de Figuerola, la más alta aristocracia de la zona, no habían tenido ningún descendiente varón. Luego, mientras bordaba un intrincado laurel con hilos de distintos tonos verdosos, le había detallado los pormenores del derecho de mayorazgo, que establecía que el patrimonio de la nobleza debía de ser heredado íntegramente por el primogénito varón de cada familia.

– Pero, si los condes solo tienen dos hijas, ¿quién heredará? – había preguntado Gonzalo

Su madre había dejado la aguja y con su tono débil y pausado le había explicado que, ante la ausencia de miembro varón alguno en la familia de los condes, la inmensa fortuna de los Figuerola pasaría al marido de la mayor de sus hijas, María. No es que los duques de Galisteo vivieran contando cada moneda, de hecho sus ingresos eran relativamente altos para un ducado, pero la hacienda de los condes era tan inmensa que se decía de ella que rivalizaba con la de la familia real. Como tantos otros jóvenes de la aristocracia española, Gonzalo había comenzado a rondar a María, pero, a diferencia del resto, sólo él había conseguido el premio.

A falta de tres meses para la boda, el duque de Galisteo había viajado hasta Tarragona desde su Cáceres natal para hacerle una visita a su prometida y arreglar algunos asuntos que tenía pendientes. Se llevó la mano enguantada de María a la boca y la rozó con los labios. Cristina, a su lado, apartó la mirada antes de que el verde de la envidia empañara sus ojos claros.

La familia desfiló por delante de la servidumbre, que había formado una hilera en el patio para mostrarle su respeto al futuro conde de Figuerola. Gonzalo se detuvo al pasar frente a un lacayo y le observó con curiosidad, como intentando recordar algo.

– ¿Cuál era tu nombre?

El lacayo dio un paso al frente, rígido. El pelo negro se le pegaba al cráneo debido a un exceso de fijador.

– Tomás, señor.

– Oh, ¡ya te recuerdo! Tú fuiste el lacayo que me atendió cuando el conde, doña María y yo visitamos la corte en Madrid.

– Así es, señor – asintió el lacayo

– Hiciste un buen trabajo entonces – reflexionó durante un momento y luego se volvió hacia la condesa de Figuerola – ¿Sería posible que volviese a ser mi ayuda de cámara en lo que dure mi estancia?

– Por supuesto, Gonzalo, querido – contestó la condesa – Y ahora, por favor, entremos.

El mayordomo les abrió la puerta de la mansión y la familia de Figuerola y su invitado pasaron al interior. Un millar de velas iluminaban el vestíbulo, refulgiendo como si del mismo sol se trataran sobre los picaportes y los espejos y la decoración de plata. Gonzalo tragó saliva, al igual que cada una de las otras veces que había entrado en la casa de los condes. Aunque sabía que alguna vez sería suya, todavía no podía evitar abrumarse ante la magnificencia que rezumaba cada rincón.

– Todavía es un poco pronto para cenar – comentó la condesa de Figuerola – ¿Os parece que avise a la cocina para que lo tengan todo listo para las ocho y media?

– Lo que usted decida será perfecto, señora – contestó Gonzalo, zalamero

El duque consultó el reloj de oro que llevaba en el bolsillo del chaleco, apenas eran las ocho menos cinco. Se acercó a María.

– Podrías aprovechar para enseñarme la casa – susurró en su oído

Ella le miró extrañada.

– Pero si has estado aquí cientos de veces.

– Cierto – sonrió él -, pero apenas conozco los salones y el comedor. Una casa como esta debe tener cientos de escondrijos. Cientos de pasadizos secretos. Cientos de rincones escondidos. Y seguro que tú los conoces todos.

María sonrió a su vez, guiada por el tono sugerente del duque. Apoyó una mano delicada sobre el antebrazo de Gonzalo y llamó la atención de sus padres.

– Aprovecharé para enseñarle el piso superior a Gonzalo hasta que sea la hora de cenar.

El conde de Figuerola frunció el ceño.

– ¿Os acompañará Cristina?

– Me temo que no, querido – se apresuró a intervenir la condesa – Necesito su consejo sobre un sombrero que he comprado esta tarde.

El conde tuvo que dejar que su hija y su prometido se escabulleran por la escalinata de mármol sin compañía. La condesa le apretó cariñosamente el hombro, como diciéndole que en algún momento tendría que dejar a María crecer, antes de subir con Cristina.

···

A las ocho y media en punto los cinco se sentaban a la mesa. El conde de Figuerola trató de advertir algo fuera de lugar en la ropa o el peinado de su hija mayor, pero fue incapaz. Lo cierto es que el duque de Galisteo no le había tocado un pelo a María, se había limitado a dejar que le enseñara los recovecos ocultos de la casa, que ella le había ido descubriendo con sumo placer.

La cena discurrió con calma. Disfrutaron de los espárragos, del pato, del vino, de las patatas asadas, del suflé de queso, de la mermelada de frutos del bosque y del té negro. Cuando hubieron acabado, las mujeres pasaron a la sala de estar mientras que el conde y el duque se quedaban en el comedor acompañados por una copa de champán.

– Gonzalo, verás – comenzó el duque -, hay algo que me gustaría comentarte.

– Le escucho.

– Dentro de tres meses te casarás con mi hija mayor, y he de decir que tanto a la condesa como a mí nos conmueve ver el profundo cariño que le tienes. Sé que la harás muy feliz.

– La felicidad de María es mi único objetivo, señor.

– No sabes cuánto me alegra oírlo. Pese a ello, creo que es justo que lo sepas… – se interrumpió, clavando la mirada en la copa

– ¿Sí? – preguntó Gonzalo, echándose hacia adelante

– Verás, he sabido hace poco de la existencia de un heredero en la familia, Mateo Figuerola. Un primo tercero al que no he visto nunca, pero que recibirá todo mi patrimonio a mi muerte.

La sonrisa estática del duque de Galisteo se mantuvo durante el tiempo que tardó su cerebro en procesar la información.

– Me temo que no le entiendo.

Pero le entendía perfectamente. Un desconocido iba heredar toda la hacienda de los condes de Figuerola simplemente por haber nacido con su apellido, mientras que él, que había dedicado los mejores años de su vida a cortejar a la sosa de María Figuerola, no se llevaría nada más que a la sosa de María Figuerola.

– Por supuesto que María recibirá una asignación más que cuantiosa – aseguró el conde

– ¡Una asignación!

– Viviréis con comodidad, no lo dudes.

El duque de Galisteo se levantó de la silla con brusquedad. De pronto, le había surgido un asunto urgente en Cáceres. A través de dientes apretados, dijo:

– Me temo que no podré quedarme tanto como habría deseado.

– Pero…

– ¿Podría usted pedirme el coche para mañana a primera hora?

Sostuvo con frialdad la mirada cargada de decepción que le lanzó el conde de Figuerola. No pensaba desperdiciar ni un minuto más de su vida en esa casa. El conde asintió y Gonzalo abandonó el comedor sin despedirse siquiera. En el vestíbulo, chocó de frente con María, cuya enclenque figura se tambaleó.

– ¿Pasa algo?

– Nada en absoluto – contestó Gonzalo cortante

– ¿Participarás mañana en la cacería?

– Ha surgido algo en casa, me marcho a primera hora.

– Oh. ¿Cuándo volverás?

– No lo sé – contuvo las ganas de decirle que nunca – Estoy agotado. Buenas noches.

– Buenas noches – respondió ella, desconcertada

Cuando apenas había subido dos escalones de mármol blanco, Gonzalo volvió a bajar.

– María, ¿podrías enviarme al lacayo a mi habitación? A… – fingió de nuevo que no recordaba su nombre

– ¿Tomás?

– Sí, a Tomás.

– Enseguida le mando llamar.

– Gracias. Buenas noches.

María sonrió con cierta tristeza.

– Adiós.

Y ambos supieron que Gonzalo no volvería a pisar la casa de los condes de Figuerola.

El duque subió a buen paso. Cruzó a toda velocidad sobre las alfombras de terciopelo rojo que cubrían el frío pavimento del segundo piso y entró en la acogedora habitación en la que tantas noches de visita había dormido. Tantas, tantas noches. Odiaba la lámpara de la mesilla, tan alta que podría haber sido de pie; odiaba el cuadro de la pared derecha, un mar en el que ningún pez habría querido nadar; odiaba la alfombra de pelusilla infestada con toda seguridad por ácaros. Odiaba la habitación y odiaba a sus dueños y odiaba al tal Mateo Figuerola que había permanecido escondido durante años y solo había despertado para destrozar su vida.

Golpeó un almohadón de plumas con furia. Clavó la mirada en el fuego para calmarse mientras se mesaba el cabello. Un suave golpe en la puerta le hizo apartar los ojos de las lenguas rojizas y volver a la realidad.

– Adelante – dijo

La puerta se abrió y Tomás la cruzó.

– Buenas noches, señor – dijo en tono modoso

– Ayúdame a desvestirme – ordenó, sentándose en la cama

Tomás alzó las cejas, ligeramente sorprendido por la dureza del duque de Galisteo, pero se acercó a él y se arrodilló para quitarle los zapatos. Gonzalo pensaba, todavía furioso. Tomás le quitó el zapato y el calcetín derechos, dejando que sus dedos sujetaran el pie del duque un segundo más de lo necesario. Una vez hubo repetido el proceso con la parte izquierda, se tomó la libertad de deslizar su mano por la pierna de Gonzalo sin ningún reparo. Se fue incorporando mientras sentía el muslo del duque bajo la tela exquisita del pantalón. Se sentó a su lado en la cama. Gonzalo le sonrió con cierto pesar y le acarició la mejilla. Tomás se inclinó hacia delante y atrapó los labios del duque en un tierno beso.

– Le he echado de menos – suspiró

– Yo también. Sabes que eres uno de los motivos por los que prefiero venir a esta casa antes de que doña María me visite en Cáceres.

– Dentro de poco no tendremos que espaciar tanto nuestros encuentros. Planeo presentar mi dimisión al conde de Figuerola cuando usted se case con doña María para poder entrar a su servicio como ayuda de cámara.

El duque frunció el ceño.

– Tomás, me temo que eso no será posible.

– ¿Cómo? ¿Qué mejor ayuda de cámara que yo podría encontrar?

– No es eso. No voy a casarme con doña María.

– Pero…

– Tomás, vamos, eres un chico listo. Habrás escuchado los rumores de la casa, del nuevo heredero de los Figuerola. Yo ya no pinto nada aquí. ¿Por qué habría de quedarme? ¿Por doña María? Tú mejor que nadie sabes que los atributos femeninos no son mi estilo.

– No por doña María, pero por…

– ¿Por el cariño que le profeso a esta familia? – sonrió, burlón – O, espera… ¿Por ti?

Gonzalo retrocedió en la cama, dolido. El duque le había prometido que le llevaría con él cuando María y él se casaran, que visitaría lugares de los que solo había oído hablar en los libros, que sería su amante siempre. Ese siempre se había acabado antes de empezar.

– No puede hacerme esto – murmuró

– Tomás, me decepcionas enormemente si de verdad creíste alguna vez que tú y yo éramos algo tan importante como para sacrificar toda mi vida por ello. Entiendo que para ti el estar con un duque representara un avance con respecto a los mozos del pueblo frente a los que te arrodillabas en un callejón, pero yo ni puedo ni quiero renunciar a mi existencia por un lacayo – pronunció la última palabra con mordacidad

Tomás se puso en pie.

– No permitiré que se marche. ¡No lo permitiré!

– Baja la voz – le indicó Gonzalo con calma

– Puedo demostrar que usted se acuesta con hombres.

– ¿Tu palabra contra la mía? Discúlpame si no me echo a temblar.

– No. Su palabra contra la suya propia. Tengo las cartas.

– Ah, eso. Ya decía mi madre que no dejara nunca algo comprometedor por escrito, y acabas de conseguir que tenga que pasarme por el cementerio a darle la razón.

– No debería reírse tanto. Puede no creerme, pero las tengo guardadas en…

– ¿En el cajón superior de la cómoda de tu habitación?

El duque de Galisteo sonrió con malicia mientras sacaba un taco de cartas escritas en papel amarillento de debajo de la almohada. Tomás se quedó tan blanco como el cuello de su camisa.

– Doña María ha tenido el gusto de enseñarme todos los rincones de la casa antes de cenar – hizo una pausa para cargar de dramatismo su siguiente frase – Incluidas las habitaciones de los criados.

Tomás le contempló un momento, lívido, antes de lanzarse a por él con un rugido. Esas cartas eran lo único que podía asegurarle el futuro. El duque de Galisteo, sin embargo, fue más rápido que el lacayo. Antes de que Tomás pudiera tocarle, lanzó el paquete de cartas a la chimenea con certera puntería. Forcejearon unos instantes hasta que Tomás se dio cuenta de que las llamas lamían con avidez el papel avejentado. Corrió hasta el hogar y soltó un alarido al meter la mano entre las brasas, intentando rescatar aunque fuera una sola frase. Pero ya no quedaba nada, solo cenizas. Gonzalo, desde la cama, esbozó una sonrisa cruel. Habría sido muy injusto que alguien como Tomás consiguiera su futuro soñado cuando el suyo le había sido arrebatado tan de repente.

El lacayo se puso en pie muy despacio, desolado, y se alejó del fuego sin dejar de mirar las llamas. Se sujetaba la abrasada mano derecha con la izquierda. Se volvió hacia Gonzalo que, recostado sobre las sábanas, no le quitaba la vista de encima.

– ¿Cómo se atreve…?

– Aseguro mi supervivencia. Solo los más fuertes sobreviven, dijo Darwin hace medio siglo, aunque no espero que tú hayas escuchado hablar de la selección natural.

– Le aseguro que lo haré. De alguna manera demostraré que…

Gonzalo sintió una oleada de ira subirle por el esófago como si fuera bilis. El lacayo ya le estaba cansando. Se levantó con agilidad felina y cruzó la habitación hasta plantarse frente a él. Le agarró del cuello con fuerza y le empujó hasta la pared. Apretó hasta que la cara de Tomás adquirió un suave tono violáceo.

– Has perdido y cuanto antes lo aceptes mejor para ti – siseó

– Suélteme – jadeó Tomás

El duque no le hizo caso y afianzó su agarre. El lacayo se revolvió, pero no consiguió soltarse. Gonzalo retomó la palabra.

– Tienes dos opciones. O te vas a tu habitación a consumirte en tu rabia y no vuelves a verme nunca, o te quedas y follamos una última vez – aflojó un poco la presa, escrutando al lacayo con la mirada – La decisión es solo tuya, pero, si me permites un consejo, ya has perdido demasiado esta noche como para perder esto también.

Con la mano que tenía libre, acarició el pecho de Tomás, que subía y bajaba de manera irregular, acompañando los intentos que hacía su dueño por respirar. Le deseaba más que nunca, más que la primera vez que se habían acostado, ambos temerosos, más que en cualquiera de sus encuentros furtivos, más que en las noches en las que ambos se habían susurrado promesas vacías abrazados junto al fuego. Le deseaba ahora que lo veía roto, con el pelo revuelto y la mano calcinada, le deseaba después de que se hubiera atrevido a amenazarle, le deseaba como no le había deseado jamás porque había una parte de Tomás que lo odiaba y, aunque la gente siempre habla de hacer el amor, él sabía que el odio y el sexo se complementan de una manera con la que el amor no se atreve a soñar.

Tomás temblaba. ¿De rabia o de excitación? Quizá de ambas. Si hubiera podido soltarse del agarre del duque, si hubiera podido coger el atizador de hierro que reposaba inerte sobre la chimenea, si hubiera podido golpearle en la nuca y golpearle y golpearle y golpearle hasta que no se moviera, lo habría hecho sin pensárselo dos veces. Sin embargo, una voz en lo más profundo de su cabeza, la voz de la razón (¿o era la de la locura?), le decía cada vez más alto que el duque de Galisteo tenía razón, que ya había perdido y que no ganaría nada asesinando a un noble. Que aprovechara.

Hizo fuerza contra la pared y se lanzó hacia la boca de Gonzalo. Mientras sus lenguas se entrelazaban en una lucha por dominar a la otra cargada de furia, el duque le soltó el cuello y llevó las manos al chaleco del lacayo. De un tirón, hizo saltar los tres botones que lo unían al frente. Repitió el proceso con la camisa de inmaculado blanco. Tomás arrojó ambas prendas al suelo y sujetó la cara del duque con la mano izquierda mientras seguía besándole. Gonzalo arañaba su torso, gozando de cada centímetro de la piel desnuda del lacayo, marcando cada pulgada de su cuerpo con una violencia inusitada. Quería hacerle daño, dejar el reflejo de su cólera grabado a fuego en el chico.

Tomás le empujó hacia atrás con brusquedad, una, dos, tres veces, hasta que las corvas del duque de Galisteo chocaron contra la cama. Cayó hacia atrás, sintiendo el cuerpo del lacayo sentarse a horcajadas sobre el suyo. Tomás clavó las rodillas sobre los bíceps del duque, haciendo que fuera imposible para Gonzalo mover los brazos. Se miraron un momento, y los dos se preguntaron qué pasaría si el lacayo decidiera usar su momentánea ventaja para intentar asfixiar al duque.

En lugar de eso, Tomás se dobló sobre sí mismo y volvió a atacar la boca de Gonzalo con voracidad. Atrapó su labio inferior con los dientes, apretando hasta que éste cedió y el sabor metálico de la sangre empapó las bocas de ambos. El duque gruñó de dolor, y movió una rodilla hacia arriba, buscando la ingle de Tomás. En el momento en el que el chico le liberó los brazos para cerrar las piernas en un movimiento reflejo, Gonzalo se lo quitó de encima de un empujón. Tomás rodó de la cama hasta el suelo, sujetándose la entrepierna con los ojos llenos de lágrimas.

Gonzalo no tuvo piedad. Se pasó una mano por el cabello alborotado y, con la otra, se abrió el pantalón. Sin paciencia ninguna, liberó al monstruo que ocultaba su calzoncillo y agarró por el pelo a Tomás. El lacayo apretó los dientes, aguantando el tirón, y dejó que el duque le restregara el rabo por la cara. Tuvo un momento para inspirar con fuerza, recibiendo de lleno el olor a jabón de lavanda, antes de que Gonzalo le obligara a abrir la boca y se la metiera dentro. Sin compasión, el duque movió las caderas hacia adelante, clavándosela hasta la garganta. A Tomás le sobrevino una arcada. Vengativo, cerró ligeramente la boca, rozando el sensible miembro con los dientes.

Con un nuevo tirón de pelo, Gonzalo le hizo retroceder, sacándole la polla de la boca. Le cruzó la cara de un bofetón.

– Si vuelves a hacer eso te prometo que te mato – susurró, muy cerca de su cara

Se incorporó y Tomás se dejó hacer. Abrió la boca, con cuidado de no tocarle con los dientes y no se movió, dejando que el duque se la follara a gusto. Sabía que realmente no importaba que él estuviera ahí o no, que Gonzalo le estaba usando igual que podría haber usado su mano, y le odiaba. Le odiaba, le odiaba, le odiaba. Pero también le necesitaba, necesitaba estar con él una última vez antes de que se fuera para siempre.

Notaba el glande del pene de Gonzalo traspasarle la campanilla cada vez que el duque empujaba, y aguantaba como podía las arcadas. Le escocía la nariz y le caía la saliva sobre el pecho desnudo. Pero aguantó. Sólo se movió cuando notó que Gonzalo se iba a correr. Se apartó y la polla del duque volvió a golpearle la cara. Se bajó el pantalón y se subió a la cama, doblando la espalda hasta que su pecho rozó la colcha granate.

Levantó el culo todo lo que pudo, notando la presencia de Gonzalo a su espalda. Le golpeó una nalga con fuerza, haciendo que Tomás tuviera que ahogar un grito y coló dos dedos en su raja, tanteando su agujero. Su parte más sádica le pedía que le rompiera el culo al lacayo, que le perforara igual que había hecho con su boca apenas unos segundos atrás. La rabia quería que le destrozara, el labio que sangraba se lo exigía. El lacayo no merecía nada pese a todas las noches que le había entregado, igual que los condes de Figuerola habían decidido que sus años de entrega tampoco tendrían recompensa.

Se pegó a su culo y colocó el glande sobre el círculo rosado. Tomás se dio cuenta demasiado tarde de que no tenía intención de dilatarle.

– No… – jadeó

Intentó alejarse del duque de Galisteo, pero Gonzalo sujetó sus caderas con fuerza y empezó a empujar. Cuando notó la cabeza del rabo del duque perforar su entrada, Tomás se quedó sin respiración. De nuevo, las lágrimas acudieron a sus ojos y mordió la manta, incapaz de moverse. La barra de carne fue llenando sus entrañas, implacable, hasta que el escroto de Gonzalo se apoyó sobre su culo. El duque le dio unos segundos para recuperarse. Acarició su espalda con fingida ternura.

– ¿Qué tal? – preguntó, cruel

– T-Te odio – susurró Tomás, todavía intentando acostumbrarse al dolor

Eso fue suficiente para que el duque comenzara a moverse. Empezó a bombear con una cadencia pausada, asegurándose de que Tomás sintiera cada centímetro de rabo entrar y salir de su forzado agujero. Tiró del lacayo, obligándole a incorporarse hasta que la espalda de Tomás quedó pegada a su pecho. Le mordió el cuello mientras seguía follándole sin descanso, y entonces Tomás gimió. Le ardía el ojete y sabía que cuando el duque saliera de su interior habría sangre sobre su miembro, pero Gonzalo había encontrado una posición desde la que presionaba la próstata de Tomás cada vez que entraba en él, y el lacayo comenzaba a debatirse entre el dolor y el placer. Acogió en su boca uno de los pulgares del duque, succionando como si de una polla se tratara y dirigió la mano que no se había quemado a su propio pene.

Gonzalo abandonó su culo y se recostó sobre los almohadones. Tomás pudo comprobar que, en efecto, su miembro brillaba con un tono carmesí. El duque se pajeó lentamente y le miró a los ojos.

– Hazlo tú – ordenó

Tomás dudo. Le palpitaba el ano, le dolía horrores la mano y odiaba a Gonzalo. Pese a ello, gateó hasta volver a ponerse a horcajadas sobre él, una idea formándose en su mente. Muy despacio y sin apartar sus ojos de los fríos y oscuros del duque, le sujetó la polla con una mano y se dejó caer poco a poco sobre ella. Comenzó a cabalgarle a buen ritmo, haciendo caso omiso del dolor, mientras se apoyaba sobre su abdomen con la mano izquierda.

Gonzalo cerró los ojos, dejándose llevar por el flujo de sensaciones. Había saciado toda su rabia sobre el cuerpo del joven lacayo que tenía encima. Las marcas de sus uñas sobre su pecho, las heridas y desgarros que sabía que había dejado en su entrada, la mano quemada; le había infligido el suficiente castigo físico como para lidiar con su propia furia. Si buscaba en su interior, ya no era ira lo que encontraba, solo un rencor sordo hacia los condes de Figuerola. Había satisfecho los instintos sádicos que le provocaba la cólera y ahora iba a acabar la noche corriéndose dentro de Tomás.

De hecho, ya le quedaba poco. El joven lacayo sabía exactamente cómo moverse para provocarle a Gonzalo más placer que ninguno de sus otros amantes. Había cerrado también los ojos, y se pajeaba a toda velocidad mientras se machacaba la próstata con el rabo del duque. Se corrió abundantemente sobre su propio pecho con un jadeo ahogado, y Gonzalo empujó con las caderas hacia arriba. Ahora le tocaba a él.

Pero entonces Tomás paró en seco. Antes de que el duque de Galisteo supiera lo que estaba pasando, el lacayo se puso en pie sobre la cama, obligando a su rabo a salirse de él. Bajó al suelo de un salto y recogió el chaleco y la camisa. Gonzalo parpadeó en la cama, con el pene total y dolorosamente erecto apuntando al techo.

– ¿Pero qué te crees que haces? – inquirió – ¡Vuelve aquí!

Tomás le dirigió una sonrisa ladina, cambiando el peso de un pie a otro en busca de la posición en la que menos le doliera el ano. Era su turno de cobrárselas todas juntas.

– Me temo que va a tener que hacerse una paja, señor.

– ¡No puedes dejarme así! – rugió el duque, poniéndose en pie

Antes de que pudiera acercarse a él, Tomás puso una mano en el picaporte, abrió la puerta y desapareció por el pasillo. Nunca se había esmerado tanto en una cabalgada como en la de esa noche. Después de dejar que le follara la boca, se había asegurado de llevar al duque a su límite solamente para poder atesorar en su memoria la cara de Gonzalo cuando se diera cuenta de que le iba a dejar con las ganas.

Mientras se metía en la cama, sus huevos agradablemente descargados, pensó que quien hubiera dicho aquello de que la venganza es un plato que se sirve frío estaba equivocado. Acababa de comprobar que la venganza era un plato muy, muy caliente.

Nota del autor

Bueno, para aquellos que me hayáis seguido en otros relatos, esta es la historia por la que he interrumpido Gol a Gol. Es un registro bastante distinto, pero de cualquier manera espero que os guste.

Sabéis que siempre se agradecen comentarios y valoraciones. Un placer.

Shadow Ankley