La vecinita nueva tiene antojo

Volver, después de mucho tiempo de confinamiento, a una segunda residencia implica comprobar que todo sigue igual y notar los cambios. En mi casa, todo seguía igual. En la de enfrente, no.

Eran las siete, pero ya era de noche, una fría noche de diciembre. Yo estaba tendiendo la ropa en la cocina y, por la ventana, veía que el vecino del cuarto seguía haciendo yoga sin poner cortinas, que los del segundo se habían comprado una televisión más grande… Pero la ventana del tercero era diferente. No recordaba haber visto nunca aquella persiana subida. De pronto, la luz se encendió y entró una chica.

Entró una diosa. La calefacción debía de funcionar bien, porque solo llevaba puestos unos pantalones cortitos y una camiseta. El pelo, oscuro, iba recogido en una coleta. Llevaba unas gafitas de pasta que le daban un aire muy morboso. Y entonces mi sueño se cumplió. Siempre he deseado espiar a una vecina quitándose la ropa, desnudándose inocente para mí…

Con naturalidad, se despojó de la camiseta. No sabría decir qué me llamó más la atención, si lo escaso de su sujetador o lo grande de sus tetas. El sujetador era negro, con tiras finas y unas copas manifiestamente insuficientes para contener aquellas dos joyas. Aquella carne preciosa desbordaba la escueta materia negra y se abombaba como dos globos de ensueño, intentando escapar.

Mi vecina dirigió la mirada hacia la ventana, hacia mi edificio. En ese momento, apagué la luz. ¿Me habría visto? Permanecí quieto, confiando en que la oscuridad me amparara en mi espionaje. Ella permaneció quieta a su vez, como si estuviera pensando. Se dio la vuelta y vi sus manos aparecer en su espalda, buscando el sujetador. Mi polla reaccionó como si me hubieran pinchado Viagra. No recordaba la última vez que había tenido un empalme tan espectacular e instantáneo. Dejé de tender, abrí el pantalón y empecé a acariciarme mi polla dura. Ojalá el espectáculo durara.

El sujetador negro salió y pude ver que lo lanzaba sobre la cama. Se giró, y pude notar la curva preciosa de sus tetas. Su brazo me impedía verlas, pero mi imaginación rellenaba lo censurado. Eran perfectas. Grandes, se notaban pesadas por la forma en que se balanceaban juguetonas, indolentes, mientras ella se inclinaba hacia un cajón, en busca de algo, suponía que de un sujetador diferente.

El primero que sacó del cajón era blanco. Se giró de nuevo dándome la espalda y vi sus manos abrochar el cierre con facilidad. La decepción me invadió, mi calentón iba a terminar. Y entonces se giró hacia la ventana. Con sus manos subió sus tetas, recolocándolas, y a continuación bajó hasta la cintura, poniéndose en jarras ante mí.

Maldije la anchura de la calle que nos separaba. Habría dado lo que fuera por ver de cerca aquel sujetador. Tenía que ser de un encaje finísimo, porque yo estaba viendo dos manchas oscuras que solo podían ser las areolas de unos pezones perfectos. Y era un sujetador pequeño, no mejoraba nada la contención del anterior. Pero hacía que mi polla cada vez estuviera más dura.

Me pareció distinguir en su cara un gesto de insatisfacción y se giró de nuevo hacia el armario. El sujetador blanco cayó y me pareció distinguir una explosión de color rojo. Vi como sostenía una pieza de lencería roja delante de ella. Ahora no había obstáculo para mis ojos, veía sus tetazas colgantes. Creo que en ese momento empecé a babear ante semejante espectáculo. Y ya no hablemos de la mano que meneaba mi polla…

Vamos, ponte ese sujetador, por favor, hazlo…

Pareció oírme y despreciarme, altiva, ama y no esclava, porque el sujetador rojo con el que yo soñaba volvió al cajón. Inclinada buscando, sus tetas se separaban de su cuerpo y ya creía distinguir el pezón, duro, precioso, provocador, incitante, excitante, el motor de mi mano, el sueño de mi boca… Me habría encantado entrar por aquella puerta y empezar a amasar sus tetas mientras buscaba… y mucho más…

El segundo candidato era color visón, esa extraña evolución del color carne que algunas mujeres insisten en ponerse bajo blusas blancas para que yo me empalme. De nuevo vi su espalda, que a estas alturas deseaba acariciar, besar, lamer… cintas, brazos, abrochado… y de nuevo el paraíso. Otro sujetador escaso. En esta ocasión, ni siquiera era capaz de contener las areolas. Su teta izquierda me estaba mostrando el chocolate más sabroso con el que yo podía soñar.

Tócalo, quiero verlo…

Pareció oírme y obedecerme. Traviesa, su mano derecha buscó su pecho izquierdo, y en lugar de guardarlo, empezó a acariciarlo. Mi mano era un pistón meneándome, aquello era mejor que el porno más sucio que yo pudiera buscar para excitarme… Ella hizo unos suaves círculos en torno a su pezón, que respondió a las caricias de su ama como yo no hubiera podido imaginar. Era capaz de distinguir el pezón a través de dos carriles y dos aceras anchas. Era maravilloso. No tenía palabras…

Aquel sujetador tampoco cumplía su función. Se dio la vuelta y comenzó a desabrocharse de nuevo. Y entonces se giró. Se mostró delante de mí, y supe el momento exacto en que sus manos hábiles desabrocharon la pieza, porque pude ver cómo el sujetador resbalaba enseñándome lenta, dolorosa, lujuriosa, deliberadamente las tetas de mi vecina.

Mi imaginación y mi calentón me traicionaron, porque me pareció ver su lengua pasearse lenta y lujuriosamente por sus labios rojos. Era una auténtica fantasía erótica. Mis sentidos me vendían, transformaban aquella sesión de voyeurismo en el striptease más perfecto posible. Mi polla lo notaba, porque estaba dura como nunca. Mi mano la recorría más despacio, no quería correrme tan rápido, quería seguir disfrutando…

No sé cuánto tiempo estuvo expuesta ante mí. Quizá solo fueron 5 segundos, pero sus tetas quedaron grabadas en mi cerebro. A estas alturas del año, ya habían perdido el color del verano, pero se resistían a emblanquecer. A su dueña le gustaba el topless, estaba claro, por la homogeneidad del color. Con esas tetas, cómo no le iba a gustar enseñarlas. A pajas me mataría yo si las viera delante de mí en una playa… A pajas me estaba matando a través de la ventana, espectador oculto de aquella maravilla. Me pregunté cuántos vecinos míos estaría en mi misma situación. Codicioso, deseé que solo yo estuviera viéndola, que aquel peep-show fuera solo mío… aunque el morbo de compartir paja con otros mirones no me desagradara…

El tiempo de exhibición impúdica terminó. Mi diosa se dirigió a la cama y cogió un jersey rojo. Se lo puso rápidamente, se miró en el espejo que yo imaginaba que estaba en la pared y se giró de nuevo hacia la ventana, hacia mí, hacia su mirón. Cuello de cisne, ajustado, dando forma a sus tetas de una manera perfecta. No sé para quién se estaba arreglando, pero ese alguien iba a tener unas inmensas ganas de follar, fuera hombre o mujer, soltero o casado, cortado o lanzado. Era la imagen de la perfección en materia de tetas. Un sujetador solo habría ocultado el espectáculo de la naturaleza en su estado puro.

Faltaba la parte de abajo. Se giró de nuevo y se quitó los pantalones cortos, dejándolos caer hasta el suelo. Sus piernas estaban a la altura de sus tetas, con un par de muslos más que apetitosos… y cuando yo empezaba a relamerme de nuevo, como un puto vicioso, se agachó. Allí estaba su culo en pompa, envuelto en unas simples braguitas negras que insistían en apretarse entre sus nalgas, dibujando dos curvas perfectas. No hacía falta más, incluso para un cerdo de la lencería como yo era perfecta.

Su culo era grande, pero sin ser enorme. Era el culo de una chica deportista, podía distinguir perfectamente su firmeza y la de sus muslos. Era un culo en el que me habría querido correr y mi mano aceleró la paja ante aquella visión, soñando con que me la follaba en aquella misma postura.

Pero se levantó. Cogió unos pantalones ceñidos, se los puso y se miró en el supuesto espjero. Sus tetas de perfil, recubiertas por el jersey rojo, seguían siendo siendo la delicia del pajero. Pero había algo que no me convencía en aquel pantalón, no estaba a la altura de una diosa como aquella, aunque me habría enloquecido comprobar de cerca lo que marcaba, revelador…. Y a ella tampoco le convenció, con lo que disfruté de un nuevo striptease… Delante de la ventana, dobló cuidadosamente el pantalón, haciendo que disfrutara de la visión de la parte delantera de sus bragas. Lo que habría dado porque se las bajara y me enseñara aquel tesoro…

Pero no lo hizo. Cogió un par de medias y apoyó una pierna en la cama. Habría dado lo que fuera por arrodillarme junto a ella en ese momento. Acariciar sus muslos, besarlos, seguir tocándolos, cada vez más arriba, buscando la unión de sus piernas para besarla, lamerla, darle el tributo de un vicioso rendido… Despacio, disfrutando, subió la media por su pierna izquierda, cubriéndola de la forma más sexy posible. Después hizo lo mismo con la otra pierna. Yo ya había tenido que soltar mi polla para no correrme, no aguantaba más el calentón.

Colocadas las medias, me dio la espalda. Me ofreció su culo. La fuerza de las medias lo hacía más redondo, más altivo, más desafiante… Como yo imaginaba que tenía que ser ella, alguien a quien no me atrevería a mirar en el ascensor por miedo a quedar seducido por aquella sirena…

Se puso entonces la falda, hasta media pantorrilla. Grisácea, de tela, de las de niña buena, lo que en ella era un multiplicador de sexualidad. Se miró en el espejo y por fuerza se tuvo que ver bien. Era espectacular. La agarró por la parte inferior y la levantó hacia los lados, descubriendo las piernas cubiertas por las medias hasta que asomaron un poco las bragas. Ahí mi polla empezó de nuevo su marcha… Ella se miraba, indiferente, en el espejo sin ser aparentemente consciente del mirón que no perdía detalle.

Soltó la falda y se tocó, para mi sorpresa, un poco el pecho sobre el jersey, notando la sensación de no llevar sujetador. Casi podía ver su sonrisa… Levantó la prenda desde abajo haciendo el tonto delante del espejo. Estaba envolviendo sus tetas con el jersey, en un gesto de esos que yo había visto por internet. El de mi diosa los superaba a todas. Sus pesadas tetas no aguantaron más el confinamiento y escaparon rotundas, macizas, monumentales…

Entonces empezó a tocárselas, para mi asombro. Tenia que saber que la estaba mirando. Tenía que estar tan caliente como yo, mirón y mirada, voyeur y contemplada. Acarició la curva inferior de sus tetas, y después pasó a los pezones que se habían endurecido con el roce con la lana. Los distinguía con toda facilidad, eran gloriosos… Vi cómo se mordía los labios y en ese momento no aguanté más…

Mi semen empezó a golpear la parte de abajo de la ventana de la cocina, inagotable después de varios días sin correrme por tanta fiesta. Era el tributo más apropiado a lo que había visto, una corrida como pocas… El orgasmo me dejó sin fuerzas, tuve que apoyarme contra el cristal, polla incluída, que se empapó de mi propio semen.

Y, solo entonces, me sonrió.