Mi papá se folla a mi hermana menor
Este relato es continuación de mi primer caótico y corto relato que se llama “Por qué a Celia sí y a mí no?”, que podréis encontrar sin dificultades en mi perfil. En ese relato prometí explicar cómo me había enterado de esa relación incestuosa entre mi padre y mi hermana menor. Pero antes de nada debo a mis lectores una breve descripción de mí y de Celia:
Isabel (yo): Tengo 22 años. Me considero una joven normal; mido 1,73, un cuerpo proporcionado, piernas largas, sin grasa, unas nalgas adecuadas, prietas, cintura estrecha, sin exagerar, vientre plano, pechos con su tamaño justo para no llamar la atención ni para tener que andar buscándolos, tersos y levantados. Mi piel tiene su cierto grado de color (no soy paliducha). Mi cabello es largo, algo más debajo de los hombros, castaño oscuro, ligeramente ondulado, frente despejada, cejas oscuras, pestañas ni largas ni cortas, ojos de un color mezcla de azul/verdoso y gris brillante; me gustan mis ojos, mirada generalmente limpia; nariz recta no respingona, labios delineados, de tamaño justo, no gruesos, pero tampoco finos; boca no grande, mentón proporcionado, y pómulos que acompañan el conjunto.
Como decía, soy una chica normal; no levanto pasiones a mi paso y tampoco el que vaya conmigo tiene que esconderme. ¿Resultona? Quizá esa sea la mejor definición; puedo estar en cualquier parte y con cualquiera, pero ni atraigo las miradas de todo el mundo, ni apartan su vista de mí.
Celia: tiene 18 años y es una Lolita absoluta. Es un poco menos alta que yo, andará rozando el 1,70. Tampoco es baja. Tiene el cuerpo algo más estilizado que yo, pero bien proporcionado. Es algo más coqueta que yo, se vista algo más insinuante. Su cintura es más estrecha que la mía, y sus pechos no son tan rotundos, aunque si lo suficientemente atractivos si los viste adecuadamente. Su indumentaria es más casual y desenfadada que la mía, quizá los 4 años de diferencia se notan en su vestuario.
Su cabello es algo más claro que el mío, pero el tono castaño es el que predomina, más liso que el mío, pero todo tiene remedio; se lo puede rizar si le apetece. Su cara es un pelín más afilada que la mía. Amplia frente, cejas finas, ojos un pelín más oscuros que los míos, diría que casi color avellana, pestañas adecuadas; nariz recta, labios un poquitín más gruesos que los míos, pero no gordezuelos, delineados, y el resto del óvalo facial proporcionado. Somos parecidas; no en vano procedemos de la misma “fábrica”.
Bueno, ahora vayamos al grano. Un detalle que no mencioné en el anterior relato es que somos una familia relativamente acomodada. Vivimos en una casa grande en un barrio residencial a afueras de la ciudad.
La casa tiene dos pisos. Yo tengo mi propia habitación. Celia también. Mi padre tiene el dormitorio donde duerme en una cama de matrimonio (aunque solo que desde hace de 10 años) y luego tiene un despacho. El despacho es una habitación sin ventanas, que tiene un escritorio muy grande, donde mi padre tiene el ordenador y varias pantallas. El despacho tiene también estanterías con libros y varias cajoneras. Vamos, que está montado como en una ofician prácticamente, todo está a mano. Incluso tiene una pequeña nevera con latas de cerveza y Coca-Cola. Los miércoles y los viernes mi padre trabaja desde casa, así que pasa ahí casi todo el día. Pero también por las tardes de otros días laborales y en los findes le da mucho uso.
La gracia de este despacho es que tiene un cerrojo, para que mi pare se pueda encerrar y que no entre nadie. Este cerrojo apareció cuando Celia y yo éramos pequeñas y montábamos mucha bulla. La versión oficial es que el cerrojo se instaló para que no nos metiéramos en su despacho sin preguntar y no le distrajéramos cada dos por tres. Supongo que en su momento servía para ese fin, pero hoy en día sirve para otro: mi padre siempre lo pone cuando quiere tener un momento de intimidad y masturbarse.
Eso lo descubrí hace bastante ya, y ojo, no le juzgo por esto, obviamente, cada uno que se haga pajas donde y cuando quiere, mientras sea en privado. La cosa es que en ese despacho está la única impresora de la casa, y ya sabéis, de vez en cuando hay que imprimir algo. En ese caso lo que suelo hacer es ir directamente a la puerta y tirar de la manilla. Una de dos: si mi padre está realmente trabajando (o no está en el despacho), el cerrojo no suele estar puesto, así que entro directamente al despacho, digo que necesito imprimir algo (o lo que sea que tenga que decir), lo imprimo y me voy.
En caso de que el cerrojo este cerrado y la puerta no se abre, con 99% de probabilidad es que mi padre se está masturbando en ese preciso instante. En ese caso el diálogo suele ser así. Mi padre detrás de la puerta pregunta:
—Quién es?
—Soy yo, Isabel, necesito imprimir unas hojas de una cosa, ya te lo he subido a la capeta de Drive.
—Vale, vuelve en 5 minutos que justo estoy terminado una cosa muy importante.
Esos cinco minutos los usa obviamente para terminar de correrse y luego salir al baño a lavarse las manos. Ese detalle del baño demuestra que no es que estaba trabajando realmente. Y luego hay otro detalle que lo demuestra. En el despacho hay una papelera típica de esas de rejilla. Pues esa papelera suele desprender un olor a esperma que, además en una habitación sin ventilación natural, no puede con ello. Mis amigas suelen comentar que las papeleras de sus hermanos adolescentes suelen tener un olor característico, pero este es un señor ya mayor, es mi padre. En fin, no sé por qué no se suele llevar los pañuelos al baño para no dejar pruebas, pero supongo que no se imagina que nosotras fuéramos a sospechar algo al respecto, y tirarlos a la papelera es lo más simple.
Sea como fuere, ese olor de semen lo conozco muy bien. Al fin y al cabo, tengo que pasar mucho por el despacho de mi padre, ya sea para imprimir, para coger folios en blanco, cartuchos para pluma o cosas sí. Muchas veces mi padre no está y entonces me paro al lado de la papelera, o incluso me agacho por curiosidad de si esta vez huele, y sí, siempre huele.
Bueno, pues imaginaos mi confusión cuando hace unas semanas, entré en la habitación de mi hermana y noté ese mismo olor. Ya no me acuerdo por qué había entrado en la habitación de Celia. No suelo hacerlo, en su habitación no hay impresoras o así, pero esta vez era porque le había dejado algo que ella no me había devuelto. En ese momento lo necesitaba, así que fui a su habitación a buscarlo por mí misma. Era un sábado por la tarde y ni mi padre, ni Celia estaban en casa en ese momento.
Entré a la habitación, empecé a buscar por todas las esquinas, y, en un momento, pasando al lado del escritorio, noté un aroma familiar. Me quedé confusa, porque en el primer insatnte no entendí a qué olía. Empecé a guiarme por el olfato para encontrar la fuente. Debajo del escritorio de Celia estaba su papelera. La saqué de ahí y la puse encima de la mesa. Era obvio que el hedor se desprendía de aquí. “De tal palo, tal astilla” pensé yo. “Qué les cuesta tirarlo al váter?”. Pero mi siguiente pensamiento fue: “Pero espera, por qué iba a haber semen en la papelera de mi hermana?? No puede ser que mi padre haya venido a hacerse pajas aquí… a su habitación??”
Estresándome un poco, metí la mano en la papelera para llegar a la fuente del olor. Tuve que sacar muchos papeles con chicles pegados encima, mascarillas usadas, cajas vacías de galletas, hasta que llegué hasta lo que buscaba. No era un pañuelo. Era un preservativo usado. No soy tan puritana para que un condón me asuste, pero tenéis que entenderlo, estaba usado, lleno hasta aproximadamente 1/4 de altura con el líquido blanco que bien todos conocemos cuál es. Me quedé un poco estupefacta y desconcertada. La lógica de mis pensamientos fue la siguiente:
“Bueno, vale, pues Celia se trajo a un chico y folló con él, tiene todo el derecho del mundo para hacerlo. ¿Pero cuándo? ¿Qué chico? Si estoy casi todo el día en casa, me habría dado cuenta. Joe, huele muy parecido a la papelera del despacho. No podrá ser que… No, obviamente no. Todo el semen huele igual, ¿no? ¿O no? Ay no sé. Pero no puede ser, ni para atrás…”.
Estuve como cinco minutos reflexionando con ese preservativo en la mano y al final decidí que no podía quedarme con estas sospechas para siempre. Tenía que llegar a una conclusión ya. Necesitaba saber si la corrida del preservativo usado encontrado en la papelera de mi hermana era de mi padre o no.
Decidida fui al despacho de mi padre. Levanté su papelera, cogí uno de los pañuelos que estaban la superficie y me fui a mi habitación. En mi habitación, puse en una bandejita que tenía por ahí, dicho pañuelo, por una parte, y el condón, por otra. Puse la bandejita en mi escritorio y me senté en mi silla.
Lo primero que hice fue oler. Los dos objetos olían igual, pero obviamente eso no era suficiente para saber si la procedencia del semen era la misma. Entonces intenté comparar la textura y la viscosidad. El condón estaba tirado tal cual, sin un nudo ni nada, así que sin mayor dificultad saque de él, con la yema del dedo, lo que quedó pegada en ella. Era un líquido blanquecino, relativamente fluido, que caía sin mayor esfuerzo. En cuanto al pañuelo, cuando lo abrí me alegré de ver que la mancha que había dejado mi padre era lo suficientemente grande como para no haberse absorbido por completo. Tampoco se había secado, lo cual significaba que mi padre eyaculó esta muestra tan solo hace unas pocas horas. La fluidez de esa alícuota era muy similar a la del condón.
Me limpié los dos dedos con el pantalón de pijama y me quede pensativa. “Hay catadores de vinos…” -pensé yo- “… yo seré catadora de corridas”. Volví a coger con el dedo una poquita cantidad de la leche del condón, la miré unos segundos y me la metí en la boca. Sabía amargo, muy amargo. Me produjo un escalofrío como el que produce una cerveza cuando la pruebas siendo pequeña y piensas “¿Cómo beben los adultos esta cosa?”. Me tragué esas pocas gotas y seguidamente fui al pañuelo. Ya era difícil rascar algo de él, así que simplemente le di un par de lengüetazos. Sabía muy parecido. A ver, lo reconozco, no soy muy experta en el saboreo del líquido seminal. Solo uno de mis ex siempre me pedía el permiso a correrse en mi cara, y cuando lo hacía, obviamente, siempre me salpicaba un poco la boca. El sabor de su leche sí lo sabría reconocer, y es bastante distinto a este, pero tampoco mucha experiencia más.
Me aparté un poco de la mesa y me puse a reflexionar. “¿Entonces qué? ¿Confirmado que mi padre se folla a Celia? ¿Y yo… no estaré mal de la cabeza haciendo estas cosas? Probablemente sí, ya me puedo imaginar el morbo que le daría al pervertido de mi padre saber que he comido su esperma. Pero es por una buena causa… necesito saber la verdad. No vaya ser que Celia esté en peligro.”
Solo unos días más tarde y por bastante casualidad, encontré una segunda y ya rotunda confirmación de mis sospechas, pero eso lo contaré quizá en una segunda parte, que esta ha quedado ya muy larga.