Por qué padre no hay más que dos

Rate this post

Es difícil aceptar que hiciste algo horrible si no consigues verlo como tal. Llevaba tres años guardando un secreto, algo que solo conocía mi madre y que rompió nuestra familia. Ella no había conseguido perdonarme, pero se decía así misma que no había sido culpa mía para no perderme a mí también.

La relación con mi madre era tensa, aunque a ratos, cuando conseguía distraerse, mejoraba bastante. Ella había hecho un gran esfuerzo por mantenerme en su vida, a pesar de todo, y yo intentaba ser la mejor hija posible. Mejoré mis formas, me apliqué mucho más en los estudios y ayudaba en casa todo lo que podía. Lo que hiciera falta para ganarme el perdón de mi madre, para hacerla sonreír de vez en cuando.

Todo cambió cuando mi madre conoció a Alfonso, un buen hombre que llegó a su vida para quedarse. Empezaron a salir y a los pocos meses ya estaba viviendo con nosotras e incluso le pidió matrimonio. Me alegraba mucho ver a mi madre feliz. La presencia de ese hombre en casa fue como un soplo de aire fresco. Era divertido, deportista, le gustaba que hiciéramos cosas los tres juntos. Se ganó mi bendición de inmediato. Aunque mi madre no acababa de confiar en mí.

– Romina, sabes lo importante que es Alfonso para mí.

– Claro que lo sé, estoy muy feliz por ti.

– Dime que puedo confiar en ti.

– Puedes confiar en mí, te lo prometo.

– Me ha costado mucho perdonarte.

– Ya lo sé y te lo agradezco.

– ¿Serás mi dama de honor?

– ¡Por supuesto!

Alfonso se daba cuenta de que entre mi madre y yo había algo que él no conocía. Nunca se atrevió a preguntarle a su pareja qué era eso que parecíamos ocultar. Yo esperaba que no se enterara nunca, porque le había cogido mucho cariño y no quería que me mirara con otros ojos. Aunque no me quedaría más remedio que acabar contándoselo.

Celebramos mi decimoctavo cumpleaños con una fiesta por todo lo alto. Alfonso se encargó de organizarlo todo para darme una sorpresa. Me compró un teléfono móvil que le costó un dineral, más todo lo que se gastó en comida, bebida y elementos decorativos. Consiguió reunir a todos mis amigos y a mi familia, menos a mi padre, claro. Me tuve que conformar con recibir una llamada suya a última hora del día.

– ¡Feliz cumpleaños, cariño!

– Muchas gracias, papá.

– ¿Cómo ha ido el día?

– Muy bien, pero te he echado mucho de menos, como siempre.

– Y yo a ti, pequeña, pero ya eres mayor de edad, nos podemos ver, si quieres.

– Claro que quiero, pero puede que no sea buena idea.

– Tú piénsatelo. ¿Cómo está mamá?

– Está bien, el mes que viene se casa.

– Vaya… espero que sea muy feliz.

Cuando mi madre le pidió el divorcio, acordaron que no podría volver a ver a mi padre, al menos hasta que fuera mayor de edad. A él no le quedó más remedio que aceptar, para evitar males mayores. Nuestra relación quedó reducida a llamadas de teléfono en momentos puntuales y, a poder ser, sin que se enterara mi madre.

Quedaba muy poquito para el día de la boda. Mi madre me pidió que las acompañara a ella y a la abuela a comprar el vestido de novia. Estaba tan feliz por casarse con Alfonso, que no parecía que entre nosotras hubiera habido nunca ningún conflicto. Estaba radiante con cada vestido que se probaba. Mientras estaba en el probador, mi abuela aprovechó para dar rienda suelta a la ira que llevaba contenida.

– No sé cómo tu padre fue capaz de ponerle los cuernos.

– Estas cosas pasan, abuela.

– ¿Sabes si todavía sigue con su amante?

– No, eso terminó en el momento que mi madre los pilló.

– Menuda puta tenía que estar hecha.

– Bueno… yo eso no lo sé… quiero decir…

– Tranquila, Romina, sé que tú no sabes nada de eso.

Sabía mucho más de lo que ella creía, pero habíamos acordado no darle explicaciones. Mi madre se acabó decantando por un vestido precioso que resaltaba su bonita figura y le hacía un escote que iba a dejar a su prometido sin palabras. Les iba a garantizar una gran noche de bodas, aunque sabía perfectamente que no la necesitaban, que la pasión entre ellos era diaria y bastante escandalosa.

Cuando llegamos a casa, me di una buena ducha y después cenamos los tres juntos. Aunque echara de menos a mi padre, habíamos formado una bonita familia. Después me fue a mi habitación y, cuando me estaba quedando dormida, escuché como se abría la puerta, algo que me recordaba a tiempos pasados. Alfonso entró en mi cuarto, se sentó en mi cama y me cogió una mano.

– Romina, siento despertarte.

– No te preocupes, ¿qué ocurre?

– Me gustaría saber si me acompañarías también a mí a comprar el traje.

– Pues claro, lo haré encantada.

– Siempre quise tener una hija y la he encontrado en ti.

Aunque el roce de su piel en mis manos me provocó un ligero cosquilleo entre las piernas, sus palabras me emocionaron. No podía verlo como un padre, porque ya tenía uno, pero sí como el hombre que había conseguido devolverle a mi madre la alegría que yo le había quitado. Después de tres años, volvía a ser una mujer afortunada.

Al día siguiente, Alfonso vino en coche a buscarme a la salida del instituto y fuimos a mirar tiendas. Me sentía muy cómoda con él, lo cual estaba a punto de convertirse en un serio problema que podría poner nuestra buena relación en peligro.

– Sabes que soy muy discreto y que nunca me meto en tu vida privada.

– Y te lo agradezco, Alfonso.

– Pero voy a ser tu padrastro y hay algo que necesito saber.

– Pregunta lo que consideres oportuno.

– Sé que tu padre engañó a tu madre.

– Así es.

– Pero tengo la sensación de que ocultáis algo al respecto.

– ¿Por qué piensas eso?

– Porque tu madre nunca quiere hablar del tema, apenas sé nada.

– Supongo que no es fácil.

– Pero la infidelidad no justifica que tú no tengas relación con él.

– Ellos decidieron que debía ser así.

– Explícame por qué, no lo entiendo.

– Porque mi padre engañó a mi madre conmigo.

– ¿¿Cómo??

Todo había empezado tres años atrás como un juego, una simple broma. Un roce casual dio paso a una caricia leve, después otra más intensa y otra que se acercaba peligrosamente a partes demasiado íntimas. Los besos dejaron de ser los que una hija debe darle a su padre, los abrazos eran mucho más que eso. Cada vez que mi madre no estaba en casa, nos buscábamos para olernos, para tocarnos, para contenernos cada vez menos.

Los tocamientos iban en aumento. Yo notaba siempre que el pene eracto de mi padre luchaba por escapar de sus pantalones, hasta que un día decidí liberarlo. Lo que comenzó como un ligero masaje, se acabó convirtiendo en la primera vez que me llevaba una polla a la boca. No lo veía como algo sucio. Nos dábamos amor y placer mutuamente.

No podía renegar del hombre que había propiciado el despertar de mi carne, aunque fuera mi propio padre. Su forma de masturbarme era tan sutil como efectiva, tratando de hacerme gozar sin dañar mi himen. El me descubrió todos los secretos que escondía mi clítoris, como podía volverme loca con el simple roce de sus labios en mis pezones.

Intentamos no ir a más, que la penetración fuera una línea roja que no cruzaríamos, pero nos resultó imposible. Nuestros cuerpos en llamas se atraían como imanes, nuestros sexos se juntaban aunque intentáramos evitarlo. Su falo cubierto con mis fluidos resbalaba sobre mi vagina, buscando involuntariamente la entrada a mi paraíso carnal.

Finalmente me poseyó sobre la cama en la que tantas veces me había arropado siendo niña. Tumbado sobre mí, la metía y la sacaba tratando de no causarme más dolor del que me había infligido al romper mi himen. Mi primera vez no fue la más placentera, aunque mi padre si tuvo un orgasmo apoteósico al descargar su semilla dentro de mí. Habíamos decidido que correríamos ese riesgo porque ya no lo volveríamos a hacer.

Intentamos que así fuera, pero después de esa primera vez hubo una segunda y luego una tercera… y así hasta que perdimos la cuenta. Lo hacíamos siempre en mi cama, para evitar dejar cualquier prueba que mi madre pudiera descubrir. Pero no había mayor prueba que vernos con sus propios ojos.

Mi madre trabajaba en un supermercado de dos de la tarde a diez de la noche. Una fuga de gas en el local provocó que tuvieran que desalojar y ella pudiera volver antes a casa. Al llegar, solo tuvo seguir los gritos procedentes de mi cuarto para descubrir como su marido se estaba follando a su propia hija. Me pilló cabalgando de forma frenética sobre él.

La opción de decirle que no era lo que parecía quedaba descartada. Confesamos todo desde el principio, aunque ahorrando algunos detalles. Esa misma noche, mi padre se tuvo que ir de casa para no volver. Nunca fue mi intención echarle toda la culpa a él. Asumí mi responsabilidad y estaba dispuesta a hacer lo que mi madre quisiera, incluso irme de casa yo también. Pero ella prefirió hacer ver que, a los quince años que tenía por entonces, seguía siendo una niña inocente que había sido forzada su padre. Fue lo mejor que se le ocurrió para no sentirse idiota por mantenerme a su lado.

Mi padre aceptó no verme más a cambio de que mi madre no lo denunciara. Al principio fue duro, pero entendí que era lo mejor y me tuve que conformar con las llamadas de teléfono.

Después de explicarle de forma muy resumida toda la historia con mi padre a Alfonso, el futuro marido de mi madre no conseguía salir de su asombro. No sabía si se lo había tomado mal, si compartía la opinión de mi madre de que fui forzada o si pensaba que yo también era un monstruo.

– Sé lo que estarás pensando de mí.

– No lo creo, porque no sé qué pensar.

– No sabría explicarte cómo llegamos tan lejos, pero sucedió.

– ¿Te arrepientes?

– Sí, por el daño a mi madre, pero no consigo verlo como algo malo.

– Supongo que hay más formas de amor que las que nos enseñan.

– Si quieres me bajo del coche y vas tú solo.

– No, Romina, sigo queriendo que me acompañes.

Me sentía muy vulnerable en ese momento, pero me había quitado un gran peso de encima. La convivencia ya resultaba imposible guardando un secreto así, sabiendo que nos veía cuchichear a sus espaldas. Aunque no sabía si mi madre se tomaría bien mi confesión.

Llegamos a la tienda y Alfonso seleccionó unos primeros trajes para probárselos. Cada vez que se ponía uno, salía para que le diera, o no, mi aprobación. Era un hombre bastante alto y no le estaba resultando sencillo encontrar uno que le estuviera del todo bien. Si el pantalón no era demasiado corto, la chaqueta le quedaba demasiado estrecha y así con todo.

Llevaba un buen rato sin salir y le pregunté si todo iba bien. Me dijo que sí, pero que tenía un pequeño problema, no conseguía desabrochar un botón. Entré con él para intentar ayudarle. Dentro del probador apenas había espacio para los dos. Todo comenzó con un roce casual…

Continuará…

Deja una respuesta 0

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *