Se me juntaron las perras
Y al abrir los ojos, la vi… Ahí estaba ella, mi Némesis; justo frente a mí, con una sonrisa diabólica distorsionando su hermoso rostro juvenil, medio oculto tras su celular, con el que seguramente me estaba grabando en video.
—Así que, a la salud de “Elenita”, ¿eh? ¡Ja, ja, ja!
No había escuchado yo en mi vida una risa más grotescamente burlesca que esa. Estaba en shock, paralizado, sin atinar qué hacer, sin siquiera intentar ocultar mi abrumado pajarito. Y ella seguía riendo y grabando. Mi mano ya no me obedecía, seguía sumergida en su actividad, recorriendo mi miembro de arriba a abajo, muy lentamente. Ella, al notarlo, se puso en cuclillas para grabar la acción más de cerca.
Mi pene, que se había amilanado al principio, fruto de aquella inesperada visita, poco a poco comenzaba a recuperar cuerpo. A medida que esto sucedía, una extraña sensación se fue apropiando de mí. El semblante de ella se fue poniendo serio, interesada cada vez más en las evoluciones que ocurrían frente a la cámara de su celular. Cuando la noté pasando saliva tuve que admitir abiertamente que esa situación me estaba poniendo endiabladamente cachondo. Y ella seguía ensimismada, se diría que hipnotizada. Un hondo suspiro de su parte se confundió con los míos. Su mano libre se posó en su muslo, descubriéndolo y acariciando suavemente esa zona todavía enrojecida por el café que yo había derramado.
Su vista fija, perdida, concentrada en el contacto que mi mano mantenía con mi falo. Su mano siguió subiendo, descubriendo su muslo por entero, acercándose peligrosamente a su entrepierna. Con mi mano libre sujeté el celular por la parte superior, haciendo pinza con un par de dedos. Ella agradeció el gesto que liberaba su otra mano. Replicó con ella los mismos movimientos de su par, pero acariciando el muslo opuesto. Cuando finalmente ambas manos se encontraron acariciando su entrepierna, apenas cubierta por la fina tela de sus pantaletas, ya era muy tarde para recuperar su aparato. Yo lo mantenía elevado en mi mano y alcancé a ponerme de pie antes que ella.
Yo era un poco más alto, así que por más que se estirara, no lo podría alcanzar. Para incrementar su frustración, cuando comenzó a saltar, intentando quitármelo, me subí sobre la caja que me servía de asiento.
—Inténtalo y lo tiro al agua —la amenacé cuanto agarró una escoba para golpearme. Mantuve el aparato elevado, apuntando directamente sobre la cubeta del agua que había usado para trapear.
—Ya, démelo… Le prometo que voy a borrar el video.
—No, no confío en ti. Sé que puedes hacer como que lo borras y después recuperarlo…
Ella volvió a las andadas, intentando recuperarlo, estirando su cuerpo todo lo que podía, saltando, intentando alcanzarlo. Yo seguía con mi erección en pleno y con el pene impúdicamente expuesto. En el forcejeo, su cuerpo se friccionaba con el mío, ella era plenamente conciente de ello y yo notaba que la forma en que movía su cuerpo propiciaba que su vientre e incluso sus senos se rozaran constantemente contra mi erección.
Cuando se supo descubierta comenzó a reír abiertamente. Y siguió con su juego de intentar arrebatarme el celular restregándose contra mi enhiesto instrumento de batalla, que cada vez estaba más cerca de llegar al final.
Pero se detuvo la muy malvada y se me quedó mirando, sabedora de la situación en la que me tenía.
—Ande, señor; no sea malito… Regréseme mi celular, ¿sí?
—Termina lo que interrumpiste y te lo devuelvo con todo gusto.
—No, no sea malo; no me obligue a hacer cosas feas…
—Es eso, o se va a la cubeta del agua; tú eliges…
Torció la boca, simulando descontento por lo que la estaba “obligando” a hacer. Así que tras un hondo suspiro, puso manos a la obra. Tras lubricar sus manos son su propia saliva, comenzó a masturbarme con mucha suavidad, incrementando la intensidad a ratos y luego haciendo alguna pausa. Depositando algo más de saliva cada vez que lo consideraba necesario. Era como si me estuviera paseando en la montaña rusa, sabía muy bien interpretar mis reacciones. Su actitud era a todas luces la de una chiquilla traviesa que estaba haciendo de mí lo que quería. En momentos se ponía totalmente seria y en otros reía abiertamente. Fue durante uno de esos momentos de seriedad cuando sentí que ya no había vuelta atrás. Ella también lo notó, aprisionó mi pene con una de sus manos masturbando suavemente, mientras su otra mano se entretenía en hacerme leves cosquillitas en los testículos, empleando únicamente las puntas de sus dedos.
Hacía rato que me había dado cuenta que el aparatejo seguía grabando y la tenía a ella y a sus evoluciones como motivo principal de la escena. Ella estaba demasiado ensimismada con mi amiguito como para darse cuenta de que la estaba grabando. En la pantalla del celular pude ver con toda claridad cómo salían disparados los chorros de esperma que se estrellaban en la zona de su escote. Ella, con los ojos cerrados, extasiada, elevaba la cara, como ofreciéndole mayor superficie a la descarga. La zona descubierta de su seno y la parte superior se su blusa quedaron lustrosas, embarradas de semen. Incluso se le trasparentaba un poco y pude notar que no llevaba sostén. Logré retirar el celular antes de que ella abriera los ojos.
—Servido, caballero; haga usted el favor de regresarme mi celular.
Con una falsa molestia en la cara tendió su mano para que le devolviera el aparato.
—Mucho me temo que me vas a matar…
—¿Por qué?
—Es que en la emoción… Cuando hiciste que me viniera de esa manera tan rica… Se me resbaló el celular y se cayó en el agua.
—¡Ay, no!…
De inmediato intentó meter las manos en la cubeta del agua, pero la detuve.
—¡No hagas eso! ¡Es agua puerca del baño! ¿No te llega el olor?
Me disculpé de todas las formas posibles y le prometí que le repondría su celular. Ante lo irremediable, tuvo que ceder. Se reacomodó su saco, abotonándoselo por completo para ocultar el desastre que llevaba entre su blusa y su piel. La noté tratando de ventilar un poco su blusa a la altura del ombligo. Supuse que el semen estaría escurriéndole por dentro de la blusa haciéndole un charco en el ombligo. Esa simple imagen me hizo respingar a pesar de lo maltratado que ya tenía mi miembro.
Cuando la veía alejarse ya me moría de ganas por verla regresar. No pude evitar lanzar un hondo suspiro cuando me quedé solo. Luego vino Elenita otra vez a mi mente. ¿Sería que el destino me la habría mandado como premio de consolación? Una chica más joven, más guapa y más facilita, como la había descrito la propia Elenita. Tratando de ser ecuánime, la muchachita no estaba nada mal, apenas superaba la barrera de los veinte, su rostro, aunque un tanto aniñado, a muchos podría parecerle más bello que el de mi Elenita, aunque no a mí. La gran diferencia estribaba en el cuerpo, esta chiquilla de ojos verdes no tenía esas curvas rotundas de mi adorada Elenita, su cintura era menos estrecha y sus pechos menos pronunciados, sus piernas también eran más delgadas. El tono de la piel de Elenita, tenía un bronceado apiñonado, mientras la chiquilla tenía un tono demasiado pálido. Eran anatomías distintas, cada una con su encanto particular. Aunque Elenita me traería por la calle de la amargura toda la vida, los encantos de esta chiquilla no eran nada despreciables. Tuve que admitir, además que el color negro con que había teñido su cabello le sentaba mejor que su color natural, casi rubio.
Esa tarde, cuando se marchó, pasó junto a mí con indiferencia, como si yo fuera parte del decorado de la oficina. Yo no pude quitarle el ojo de encima, el ascensor iba a tope, ella al frente. Cuando la puerta se cerraba hizo bizcos y me enseñó la lengua, luego cubrió su risa con la mano.
Acabé mis labores y cuando regresé al cuarto de limpieza me encontré al supervisor, que me esperaba para que le abriera y así poder entregarle material a algunos compañeros. Se me hizo raro, ya que él tenía su propia llave.
—Es que se la presté a una secretaria que buscaba un trapeador porque había tirado un café —me explicó cuando nos quedamos solos.
—¿Y por qué no me dijo a mí que lo limpiara?
—Es que era la hora de la comida y me dijo que no lo quería molestar. Pero se le olvidó regresármela; bueno, sirve que mañana tengo un buen pretexto para buscarla y darme un buen taco de ojo… Es que está re-buena, la condenada…
—Si quiere llévese mi llave y yo la busco mañana para que me devuelva la suya.
—Se le agradece, pero ya le dije que quiero darme un taco de ojo, yo mismo la busco mañana.
No podía creerlo, ¿acaso me estaba sintiendo celoso? Cuando iba de regreso a casa, no podía evitar imaginarme al supervisor ligándose a esa chavita y teniendo con ella un encuentro semejante al nuestro. O peor aún, semejante a aquel en el que la había sorprendido cogiendo con su jefe.
Esa tarde no llegué directamente a mi casa, sino que hice una escala en un internet público, ahí trabajaba un chavo al que le tenía suficiente confianza como para pedirle ayuda en el terreno en el que la necesitaba. Quería deshacerme del video que la chiquilla me había sacado y me presenté ante él insinuándole lo que necesitaba, sin ser muy evidente.
—Lo que podemos hacer es respaldar los archivos de la MicroSD en una USB y así los conserva para poder verlos en su computadora y luego borramos todo lo de la MicroSD. ¿Le parece?
No entendía de bien a bien lo que me decía. A mí lo único que me interesaba era que no quedara rastro del dichoso video.
—¿Entonces te dejo el celular?
—No es necesario, con que me deje la pura memoria.
Le quitó la memoria al celular y quedé de regresar al día siguiente.
Al otro día, cuando llegué al trabajo, me encontré al supervisor rondando a la escuincla que me estaba complicando la existencia. De él no me extrañó en absoluto, pero me sorprendió la actitud de ella, que le sonreía continuamente, e incluso, cuando se dio cuenta de que los miraba, hizo como que le quitaba una pelusa del uniforme a mi jefe. ¡Le estaba coqueteando! Le estaba dando entrada a un tipo que podría ser su padre, y que, por muy supervisor que fuera, me parecía que estaba muy por debajo de ella, hablando de jerarquías dentro de la empresa.
El resto del día pasó sin pena ni gloria. El único contacto que hubo con la chica fue una seña que me hizo, recordándome que tenía que reponerle su celular. Ese día era viernes, y yo, cómo pude le di a entender que el lunes sin falta le repondría su celular. Se marchó conforme y mostrándome la lengua como despedida.
Cuando llegué al Internet público, no estaba el muchacho de mi confianza y en su lugar me atendió una chica que en cuanto se enteró del asunto al que iba, la noté algo rara. Se puso colorada y era evidente que hacía grandes esfuerzos por no reírse. Me entregó la USB donde había respaldado los archivos de la MicroSD.
—Entonces esta memoria ya está borrada y ya no se puede recuperar lo que tenía, ¿o sí? —Le pregunté a la muchacha.
—Pues ya está borrada, pero si alguien sabe cómo, todavía puede recuperar los archivos que tenía. Si usted quiere que ya no se pueda, necesitaría grabarle algo más pesado encima para que borre lo que había debajo… —Luego, con cara de pícara y en voz baja, me murmuró—: Pero si no quiere correr riegos, yo le recomendaría que la destruyera y que comprara una nueva en su lugar.
Esa forma en que me miraba y me sonreía, me decía que había visto el video del que yo me quería deshacer. Me puse muy nervioso, compré la memoria nueva y la muchacha se la puso al teléfono.
—Oiga, ¿y como cuánto cuesta un celular de estos? —le pregunté por simple curiosidad.
—Ahorita lo investigamos… Venga conmigo.
Me llevó hasta una de las computadoras e investigó. Cuando vi el precio casi me fui de espaldas. Como veía que todo mundo traía de esos aparatos yo creía que eran más baratos, pero estaba muy equivocado.
—Y no es el más nuevo, eh; mire lo que cuesta el último modelo… —Me decía la chica, mientras estaba sentada y yo de pie a su lado, medio inclinado, desde un ángulo en el que no podía apartar la mirada de su amplio escote. Ella se daba cuenta de la dirección de mi mirada y se acomodaba de tal modo que me permitía recrearme con el panorama.
—¿Pero por qué son tan caros? —Le preguntaba yo sin más interés que el de seguir recreándome la pupila.
Ella comenzó a darme toda una cátedra sobre teléfonos celulares. Casi todo lo que me decía me entraba por un oído y me salía por el otro. Solamente lograba retener lo suficiente como para seguir haciéndole preguntas. El tema le apasionaba, acabé por arrimar otra silla y sentándome a su lado. Todo lo que me estaba platicando me lo iba ejemplificando en la computadora, saltando de una página a otra. Yo, francamente, estaba encantado con su presencia. No podía separar mi vista de su rostro, de sus grandes ojos cafés, de sus labios carnosos, de su largo cuello, de su busto, de lo que quedaba expuesto de sus piernas, pues las tenía cruzadas y la falda se elevaba más de lo prudente. Bueno, hasta sus manos y sus dedos me parecieron un encanto.
—Espéreme un momentito, ahora vuelvo —me dijo cuando la interrumpió un cliente.
Me sorprendí gratamente cuando volvió conmigo luego de atenderlo. La seguí entreteniendo, pidiéndole consejo, pues quería comprar un celular de los nuevos, pero que no fuera muy caro. Yo había tenido uno alguna vez, pero de eso ya hacía demasiado tiempo y quería “modernizarme”. Me aconsejó de muy buena manera. Ocasionalmente nos interrumpían, pero ella volvía a atenderme. Acabamos hablando de cosas que no tenían nada que ver con los celulares. Me dijo que acababa de entrar a trabajar ahí, sustituyendo al muchacho al que yo había ido a buscar. Se llamaba Adelina, tenía 24 años y era casada, su esposo residía en el extranjero y solía dejarla sola durante largos periodos de tiempo, visitándola un par de veces al año. Se habían casado muy jóvenes y no tenían hijos. “Aunque lo hemos intentado mucho”, me dijo con una cara de pícara que me encantó. Casi todo el tiempo estuvo hablando ella, era muy abierta, yo realmente no le dije gran cosa de mí, porque cuando menos acordamos ya era hora de cerrar el local.
Yo quise pagarle por el tiempo que la había distraído, como si yo hubiera estado usando el intenet; pero ella se negó, arguyendo que se la había pasado muy bien, que normalmente se aburría demasiado.
Me despedí de ella y me marché con una sonrisa de oreja a oreja. Había disfrutado mucho de su compañía. Cuando iba de regreso a mi casa me encontré con una taquería. Había escuchado muy buenos comentarios sobre ella, así que aproveché para cenar. Estaba muy entrado, engulléndome un taco de adobada cuando sentí que alguien se sentaba a mi lado.
—Hola… —Era la chica del internet— No vaya a creer que lo estoy acosando, ¿eh?
—Yo que ya me había emocionado —le dije, fingiendo decepción.
—¡Ja, ja, ja!… Suelo venir aquí de vez en cuando, cuando salgo de trabajar. Queda cerca y los tacos están riquísimos.
—Pues no se le nota que venga muy seguido por acá…
—¡Ah, no?
—No, con ese cuerpazo que se carga…
—¡Ja, ja, ja!… ¿En serio le parece que tengo un cuerpazo? —Me preguntaba, divertida, luciéndose, colocando ambas manos en su cintura.
—Para volver loco a cualquiera.
—¡Ja, ja, ja!… No me diga esas cosas, porque entonces voy a creer que es usted el que me está a acosando a mí.
—Créame que lo haría, si tuviera alguna esperanza.
—Pues quién sabe, ¿eh?… ¡Quién sabe!… —Ambos nos quedamos viendo muy seriamente, luego estalló en risas, rompiendo el encanto del momento— ¡Ja, ja, ja!
—Ya, no juegue conmigo, que yo no sé de chanzas… —hice como que me ponía sentimental—… Y menos a mi edad…
—Ya ve lo que dicen las malas lenguas, “para gato viejo, ratón tierno”… Usted sabe de eso, ¿no? ¡Ja, ja, ja!
Al ver que no la secundaba en las risas. Vino un silencio sepulcral, durante el cual cada uno dio cuenta de su respectiva dotación. La convivencia se volvió harto incómoda, solamente un par de veces volvimos a cruzar miradas, forzando alguna sonrisa. Yo terminé antes que ella.
—Bueno, u-un gusto enorme haberla conocido, señora…
—Adelina, recuerde que me llamo Adelina…
Me tendió la mano, la estreché algo tembloroso. Era claro que esperaba que correspondiera dándole mi nombre, pero a mí lo único que me importaba era desaparecer de ahí.
—Buen, provecho, Adelina… Que pase buenas noches.
Pagué mi cuenta y sin que se diera cuenta, también liquidé la de ella. Me fui de ahí a toda prisa, sólo despidiéndome de esa hermosa muchacha dedicándole un tímido ademán. Doblé la esquina, pero no continué mi camino, ahí me quedé, espiándola hasta que terminó. Me alegré cuando la noté gratamente sorprendida al enterarse de que su cuenta ya estaba pagada. La seguí con la mirada, disfruté del suave contoneo de su andar, hasta que se subió a su carro y se marchó. Entonces sí, emprendí el camino de regreso, con la cabeza repleta de de dudas y de ¿ilusiones?, además me sentía agobiado por la vergüenza de saber que aquella hermosa muchacha había visto el video.
“Para gato viejo, ratón tierno”… “Usted sabe de eso, ¿no?”. El resto de la noche no pude sacarme esas palabras de encima y caí en brazos de Morfeo con esa sonrisa idiota que ya se me estaba haciendo costumbre.
El lunes, cuando llegué a trabajar, me encontré nuevamente al supervisor rondando a la secretaria, que de nueva cuenta se mostraba de lo más receptiva. Un par de horas después, ella vino al cuarto de limpieza. Con una seguridad pasmosa se plantó a mi lado y extendió la mano para que le entregara lo prometido.
—¡Oiga, este es el mismo! —Exclamó, sorprendida cuando le puse su celular en la mano.
—Sí, le pedí ayuda a un amigo que es experto en esas cosas. Me dijo que sufrió mucho pero que pudo rescatarlo… Que lo probaras a ver si no presentaba fallas.
—¡Gracias, don; me ha salvado la vida! —Dio algunos saltitos por la emoción, se abrazó a mi cuello y entusiasmada me besó en los labios—. Gracias, nos vemos luego, ¿sí? —Me dijo, con su nariz pegada a la mía, luego me volvió a besar, ahora más suave y lentamente.
Cuando sus labios se separaban de los míos, sentía como si me arrancara el rostro, llevándoselo con ella mientras se alejaba, sabedora de la condición de enfermo extasiado en la que me dejaba. Me quedé paralizado y suspirando profundamente.
—Me vino a buscar, seguro… —La voz de mi jefe me bajó de la nube.
—¿Q-quién?…
—La secretaria güerita, esa que vi saliendo de aquí hace rato.
—N-no entendí muy bien lo que me dijo, pero parece que sí…
—Ya no me la voy a poder quitar de encima —decía, presuntuoso—, es que cuando prueban esto —Se pavoneaba, como luciendo su cuerpo—, ya no hay marcha atrás y acaban perdidas…
Yo levanté la ceja, incrédulo ante lo que escuchaba. Entonces se me acercó, viendo la ocasión perfecta para presumir su hazaña.
—Es que el sábado fuimos al cine… Y de ahí me la llevé a un motel… Así que ya sabrá cómo estuvo…
—¿Es en serio?
—Claro y no sólo eso, nos volvimos a enmotelar el domingo… Por eso le ando sacando la vuelta, me dejó bien bofo… Es que también le tengo que cumplir a mi esposa y a mi edad ya no es cualquier cosa, tengo que guardar mis reservas.
—¿No me estará vacilando?
—Para nada, ya me habían dicho que esa chavita era bien puta. ¿No sabía que la cambiaron a este departamento porque la cacharon echando pata con un güey en el cuarto de la copiadora?
—No, no sabía…
—Pues según eso, que ya todos los cabrones de ahí se la habían estado pisando.
—¿Tan así?
—Sí, se me hace que de toda la empresa nada más usted falta de chingársela… Si le hace la lucha, para mí que hasta con usted jala… No por nada le dicen “Dora, la jala-dora”… ¡Je, je, je!
Hasta ese momento me enteré de su nombre. Como que recordaba nebulosamente que se referían a ella como la PC, supuse que se trataba de uno de esos apodos rebuscados. Y ahora que lo pensaba, si se llamaba Dora, podría tratarse de un juego de palabras llamarle la PC, en lugar de decirle la com-PUTA-Dora… Nuevamente, la voz de mi jefe me sacó de mis pensamientos.
—Pues sí, por eso yo me animé a echarle los perros… Sí que coge rico la condenada… Hágale la luchita usted también, quién quita y es chicle y pega… ¡Ja, ja, ja! —Y se marchó simulando que bailaba, haciendo la famosa “roqueseñal”…
Yo, por supuesto que no me creía ni una palabra de lo que me había dicho. Así solía fanfarronear, no era la primera supuesta aventura sexual que me presumía. No dudaba para nada esos rumores sobre la tal Dora, pues yo había sido testigo de que se estaba metiendo con su jefe, además de que ya me había tocado al menos una probadita del dulce quehacer de la chamaca. No era de extrañarse que los rumores exageraran su comportamiento y que más de algún gañán se aprovechara de ello para llevar agua a su molino y presumir que él también se la había pasado por las armas, como en el caso de mi supervisor.
Dora, que para el caso, yo ya comenzaba a denominar Dorita, estuvo muy sonriente conmigo todo el día. No me tocó verla cuando salió, así que yo seguí con mi trabajo. Cuando terminé, me fui al cuarto de limpieza a pasar el rato que me faltaba para terminar mi jornada. Al abrir la puerta me encontré con un espectáculo que me sorprendió.
Dentro, mi supervisor estaba con los pantalones abajo, detrás de una figura femenina que le daba la espalda, estaba de frente a la pared, con ambas manos recargadas en ella, en una de ellas sujetaba sus pantaletas, mientras mi jefe la embestía constantemente.
—Qui’hubo, don… No sea así, dennos algo de privacidad… —Decía él sin dejar de embestir a la muchacha que se estremecía a cada una de las arremetidas—. ¿O a poco viene a ver?… ¿Cómo ves, nena; que se quede a ver?
—Por mí no hay problema, es de confianza. O si quiere puede esperar su turno afuera, me da lo mismo.
—¿Su turno? ¿Cómo la ve, don?; ¡si quiere mojar la brocha, la chiquilla está más que puesta! ¿Se anima?
Yo no atinaba si quedarme a ver o salir corriendo. En ese preciso instante me quedé viendo cómo la cara de la muchacha se descomponía, seguramente estaba siendo víctima de un delicioso orgasmo.
—¡Ahhh!… ¡A-ande-le, do-doncito; aproveche ahorita que me agarró de bu-buenas… Le-le ju-juro que n-no se ahhh… arrepentirá!…. ¡Ahh!…
En esos momentos, el supervisor se quedó quieto, engarrotado; mientras su bajo vientre estaba tembloroso, siendo cimbrado por algunos espasmos. Su boca abierta era señal inequívoca que ahora entraba en una profunda relajación, luego de haber sido sometido a una exigencia física fuera de lo común. Luego, ambos fueron acometidos por un ataque de risa. Y me miraban continuamente, luego se volteaban a ver entre ellos y volvían a estallar en risas.
—No lo sabía, pero es muy emocionante coger mientras lo miran a uno —confesó mi jefe, mientras se quitaba el condón.
—Pues yo, hace tiempo descubrí que me gusta que me vean coger —dijo ella, mirándome intensamente, haciendo clara alusión a la ocasión en que la había sorprendido en pleno acto con su jefe—… y hasta me entran unas ganas de cogerme también a los mirones…
—¡Huy, hoy es su día de suerte, don!… Yo que usted aprovechaba que la nena anda ganosa y generosa… ¿Cuándo en la vida va a volver a tener una oportunidad así? —Y me extendió el condón usado, seguramente esperando que yo me deshiciera de él, luego lo elevó a la altura de la vista, colocándolo a contraluz—. Mire nada más todos los mecos que me sacó esta diablilla calenturienta. No sé qué pretexto le voy a poner a mi vieja en la noche, cuando quiera que le cumpla…
Me entregó el condón usado y yo me puse los guantes de hule antes de sujetarlo con un par de dedos, haciendo gestos de asco lo llevé al cesto de la basura.
—Eso no se hace, don… Hágale un nudo antes de tirarlo, no sea cochino… —Me dijo el supervisor, presuntuoso sabedor de las reglas en la materia—. Lo que menos me gusta de coger con condón es que uno acaba todo batido, aunque eso tiene solución.
El hombre le arrebató las pantaletas de las manos a la chica y procedió a limpiarse los restos de humedad de su miembro y alrededores. Después se las devolvió. Ella las tomó como si nada y comenzó ponérselas, las llevaba por las rodillas cuando mi jefe la interrumpió.
—¿Para qué te las pones, si todavía te falta echarte un palito aquí con el don?
Ella nos miró a uno y luego al otro, sorprendida, como si no hubiéramos captado que tal promesa no había sido sino solamente una broma.
—¡Ah, no!… ¡Ahora le cumples, mi reina! —Dijo el supervisor, al tiempo que le depositaba un preservativo nuevo en el seno—. Pero creo que se lo vas a tener que poner tú, porque tengo la ligera sospecha de que nunca ha usado uno de estos. ¿O sí? —Yo negué con la cabeza cuando me dirigió la mirada.
La chiquilla se veía claramente indignada. Como si lo que menos esperara de su amante en turno, fuera que la obligara a coger con alguien más.
—Me gustaría mucho, pero no me puedo quedar a verlos; ahí mañana me platica cómo estuvo, don… —Me dijo él, dándome un par de palmadas en el hombro y guiñándome un ojo, para luego salir del lugar.
—Bueno, ¡al fin solos! —Dije en un hondo suspiro cuando nos quedamos solos, tras unos instantes de incómodo silencio en el que permanecimos inmóviles.
—Pues a mal paso, darle prisa —arrojó el preservativo al cesto de la basura, muy lejos de atinarle al interior— pero sin condón —enseguida procedió a quitarse las pantaletas— ¿que está esperando? —Me urgió ya con las pantaletas nuevamente en la mano.
—Vuelve a ponértelas, no es necesario que hagamos nada.
—¿Es en serio? —Me preguntó sin despegar la mirada de mi entrepierna, donde se asomaba una erección del tamaño del mundo.
Yo fui retrocediendo lentamente, a medida que ella se me acercaba, contoneándose, alzándose la falda, mostrando su entrepierna expuesta, completamente depilada, húmeda y chorreante. El terreno se me acabó y quedé arrinconado contra un anaquel, ella aprovechó para seguir acercándose, cuando me tuvo a su alcance, comenzó a acariciarme la entrepierna por encima del pantalón, con una mano, mientras en la otra giraba sus pantaletas en el aire, sujetas en un dedo.
—Ande, viejito chulo, vamos a coger, métamela ya, mire cómo me tiene de cachonda… —Decía con su boca casi pegada a la mía, sacando la lengua para lamer mis labios resecos, al tiempo que restregaba mi erección por su fogoso pubis—. Ándele, no se haga del rogar…
—¡Ya te lo dije, no es necesario que hagamos nada! ¡En serio! —Repetía yo, continuamente, de dientes para afuera. Aunque por dentro me moría de ganas porque continuara con aquello.
Ella se había adueñado de mi boca y ya había sacado a Satanás de su encierro, me estaba masturbando con mucha suavidad.
—Métamela, don; métamela por lo que más quiera…
—De veras, es que yo no… —Yo ya no tenía fuerzas, ni voluntad para negarme a nada. Así que me abandoné.
—¡Ya te dijo que no, maldita escuincla calenturienta! ¿Qué no entiendes razones?
No sabía si aquello era bueno o malo, pero acababa de llegar la caballería.