Un crucero demasiado placentero

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El sol empezaba a despuntar tras las colinas lejanas cuando un carruaje tirado por dos caballos se aproximó al muelle donde atracaban los buques de pesca y los de transporte de mercancías.

Cinco figuras embozadas descendieron rápidamente del coche transportando unos sucintos equipajes y subieron a bordo de una nave que llamaba poderosamente la atención al compararla con el resto de embarcaciones. Era mucho más grande que el mayor de los veleros de pesca sin llegar a poder considerarla una fragata. Se acercaría al concepto de bergantín, pero el ruido sordo del motor indicaba que, además de un poderoso velamen que ascendía treinta metros por encima de la cubierta, al bajel contaba con propulsión mecánica.

El carruaje se esfumó en cuestión de minutos y nadie reparó en el embarque, quizás a excepción de los guardias de la aduana, que habían dejado pasar el coche gracias a una generosa propina pactada unas horas antes con un apuesto caballero de gruesos bigotes y maneras altivas, que se había presentado en la oficina acompañado de otro sujeto más bajito y delgado, que daba evidentes muestras de nerviosismo.

Javier y Ricardo, los veteranos de la serie ya los habréis identificado, se embarcaron por la tarde, después de presentar documentos que eran más falsos que Judas en el caso de Ricardo. El profesor convertido en aventurero era ahora un comerciante de vinos que iba a colocar sus productos en las américas.

Pero volvamos a los cinco bultos esquivos que muchos de vosotros ya conocéis y los que no, ahora mismo vais a salir de dudas.

Apenas se cerró la puerta del camarote, las cinco monjas envueltas en severos hábitos, se despojaron de estos, quedando en camisa y aún sin ella en el caso de Leonor, que no soportaba el agobio de aquellos hábitos de tupida tela.

Singular monja, pensaríais todos si la pudiérais ver ahora. La melena azabache cayó sobre sus hombros cubriéndolos por completo y sus grandes pechos se balancearon insinuantes cuando levantó los brazos para recogerse el pelo en una coleta. Se secó con un paño su vientre redondo y plano y frotó con él su entrepierna para refrescarse aquella parte de su anatomía que estaba siempre presta a la acción, efervescente y en consecuencia. húmeda.

Siguió luego con sus piernas, no muy largas pero perfectamente esculpidas y acabó remojando los pies, que extrajo de unas sencillas e incómodas sandalias planas.

– ¡Ay, Leonor! Eres una exagerada – la recriminó otra de las monjas, robusta y hermosa, con una cascada de bucles rubios derramándose sobre su cuello. Se había quitado la toca y el hábito y la camisa dejaba adivinar unas formas exuberantes que desbordaban la tela por el escote – No hace falta ser tan descarada. Ya sabemos que eres una venus del Nilo, pero no hace falta que vayas exhibiéndote así.

– No es del Nilo, zopenca – recriminó Rosita que también había decidido quedarse en cueros y refrescarse a gusto, después de cuatro horas de viaje en el carromato – Es de Milo, de Milo, que es una isla, según dice Ricardo.

– ¿Dónde están Javier y Ricardo? – preguntó Leonor desenredándose los rizos de su permanentemente húmedo sexo.

– Leonor, que te conozco… Nada de hombres en este viaje. Y eso va por todas vosotras. Si os pica la chirla, os aliviais unas a otras, pero nada de pitos ni flautas aquí. Nos va la vida, si alguien se da cuenta que somos monjas folladoras, que esa orden aún no la han creado..

-¡Anda que no! – respondió Leonor – se nota que no viste a las del convento ese..

– Pues a esas, que las folle el demonio si les gusta, pero vosotras sois de la orden del coño bien guardado. ¿ Entendido?

Rosita empleaba un tono que hacía obedecer a la primera.

Leonor se puso blanca al oír mentar a Satanás. ¡Tan cerca que lo había tenido!

Si no lo habéis hecho ya, leed akelarre en el konvento y sabréis de lo que hablo.

Nerviosas por la nueva situación se echaron en sus jergones las hermanitas y Jazmín, y en la cama, desnudas y bien arrimadas la una a la otra, Rosita y Leonor. No pudieron casi dormir con el suave balanceo y a eso de las nueve, se vistieron, con sus hábitos, claro está, y salieron a cubierta.

Ricardo y Javier charlaban allí con el capitán, un hombre calvo y gordito, de aspecto insignificante, pero que pronto iba a demostrar que Don Roberto tenía motivos para haberlo nombrado amo de aquel cascarón.

Se saludaron a distancia, como convenía a la fingida condición de mujeres de Dios de las cinco proscritas.

En aquel momento, un coche se detuvo a babor del buque y una extraña comitiva descendió de él. Una mujer fue la primera en bajar y el cochero la ayudo a bajar una extraña silla dotada de ruedas. Bajó luego un hombre con una chica en brazos. La muchacha parecía ligera y pequeña, pero luego se pudo ver que era de nedidas normales, más o menos como Leonor. El que no era normal en ese sentido era el hombre, que debía medir cerca de dos metros. Para mayor excentricidad el tipo era negro. No negro como Rosita, o sea, moreno. No, no. Negro como la pintura del coche que los traía, como el pelo de Leonor o el carbón que cargaban a proa del buque en aquel momento.

Un africano de pura cepa, sin mezclas genealógicas. Como negra era la señora de la silla, que al ir con pañuelo en la cabeza, disimulaba su espléndida negritud.

Subieron a bordo y depositaron a la muchacha en la silla. El capitán se apresuró a ofrecerle sus respetos y a presentar a Javier y a Ricardo, despachando el trámite de las cinco monjitas con un genérico «unas hermanas claretianas que van a la misión de Santiago»

Era una muchacha pálida y algo ojerosa, de cabellos lacios y hombros caídos. Su edad podía variar de los doce a los treinta. ¿Porqué entonces Javier y Ricardo la miraban tan apreciativamente?

Había quizás algo que lo explicaba; Tal vez la boca pequeña y de labios carmesíes con una permanente mueca de ironía, quizás su mirada penetrante y escrutadora o esas manos nerviosas, de dedos ágiles y uñas cortísimas. No sabemos el motivo, pero los dos hombres miraban a la joven con más interés que compasión.

Don Javier, Don Ricardo, les presento a la señorita Esther, la hija de Don Roberto – dijo el gordito capitán.

– Señorita.. – saludó Javier

– Es un placer – añadió Ricardo – disculpe ¿ ha tenido usted algún percance?

– ¿Porqué lo dice?- contestó Esther.

– No sé, la silla…

– ¡Ah, eso! Ningún percance caballero – tenía una voz bien timbrada, aunque en algún momento se paraba al hablar, como si la frase se le atascara en la garganta al salir – Soy así.

– Perdón, no sabía…- Ricardo estaba muy azorado por su metedura de pata.

– No lo pregonamos, pero tampoco he de ocultarlo, señores. Me quedé así al nacer.

– Lo siento – terció Javier – conozco bien a su padre, pero no sabía que…

– Por favor, dejemos el tema. Voy a instalarme, con su permiso.

Durante los dos días siguientes no hubo coincidencias ni relaciones destacables entre los pasajeros. Como suele ocurrir, el mareo hizo su aparición en cuanto el bajel se marcó cuatro ceñidas a toda vela sobre las olas atlánticas y pronto comprobaron todos con horror, que cuando navegaba a motor, el cabeceo se hacía aún más insoportable.

Así que casi no salieron de sus camarotes, ni comieron ni charlaron. Ni siquiera Rosita y Leonor practicaron sexo en su cama, ya que no la compartieron, demasiado indispuestas por el movimiento incesante de la nave.

Pero al tercer día pareció que la mar se calmaba, salió el sol y sopló una suave brisa, así que Esther le pidió a su porteador que la porteara hasta la segunda cubierta y se acomodó en un sillón, abrigada con una manta y pertrechada con un gran álbum de dibujo, con su cartapacio, sus carboncillos y sus difuminos. Esther venía alterada por una experiencia acontecida la primera noche a bordo.

Sus cuidadores negros, mamá Cloé y Basilé no eran oficialmente pareja, pero Esther les había oído más de una vez refocilando en la estancia contigua a la suya, ya que mamá Cloé nunca se alejaba de su “niña Esther”, que era como la llamaba. Estas expansiones divertían a Esther, ya que mamá Cloé era una cincuentona, muy bien conservada es cierto, mientras que Basilé era un muchacho que podía ser su hijo ( a veces pensaba que quizás lo era, pero enseguida borraba esa incestuosa sospecha de la mente)

El mocetón era de la edad de Esther y siempre había estado a su lado ejerciendo como porteador cuando apenas tenían los dos doce o trece años.

Ahora se había convertido en un imponente hombretón de más de noventa kilos que tenía que agacharse para pasar por casi todas las puertas y no podía estar de pie en los camarotes de a bordo sin sentir chocar su rizada pelambrera con los techos de las cabinas.

Sin embargo, así como mamá Cloé denotaba una sagacidad y una intuición casi mágicas, Basilé era un muchacho simple como una cabeza de ajos. No tenía maldad ni segundas intenciones. De hecho tampoco tenía primeras, ya que todo lo que hacía era siempre cumplir las órdenes de su madura y rechoncha amante.

Pero la primera noche a bordo, Basilé había entrado en el camarote de Esther, ya que en él pernoctaba su cuidadora que era a la que él buscaba ansioso. Era muy tarde y no hicieron ningún ruido, pensando que la muchacha dormía profundamente, pero casualmente no era así. La noche era oscura y no prendieron candil alguno, pero la luna, especialmente traviesa , mandó un rayo de plata por el ojo de buey e iluminó indiscreta una estampa que dejó a Esther en estado de shock.

A ver, Esther no era puritana ni remilgada. No conocía varón, entendedme, pero no le hacía ascos a la visión de un buen ejemplar de macho. Sin embargo, lo que vio aquella noche la dejó en estado de shock. Basilé se había quitado el pantalón y parecía haberse querido situar bajo el foco lunar para mostrar mejor sus atributos. Mamá Cloé le estaba haciendo un apaño de circunstancias, seguramente porque el muchacho venía necesitado. En concreto, la buena señora se había metido en la boca, la cabeza y cuatro dedos de polla, mientras sostenía con la mano derecha otro tramo de la misma y presionaba con la izquierda una tercera porción. Pues bien, todavía eran visibles dos o tres pulgadas más de carne oscura e hinchada que venía a confluir con una bolsa del tamaño de una bota de vino de medio litro, bien repleta con lo que le parecieron a la aterrada Esther dos melocotones de los gordos.

¿Sueño o realidad? ¿Pesadilla o prodigio? Esther se había llevado la mano debajo del camisón y había intentado, sin éxito, remedar aquel rabo superlativo con sus delgados deditos de dibujante reunidos formando un capullito que entraba y salía de su mojadísima raja al compás de la mamada de mamá Cloé a su pupilo.

Ahora, en la cubierta, tomando el solete matinal, Esther rememoraba sin querer aquella felación nocturna mientras sus dedos recorrían nerviosos la hoja, silueteando la arboladura del navío, con sus jarcias y sus velas, su trinquete y su bauprés. Una voz modulada la sacó de su ensoñación. Asomó la cabeza y vio a Ricardo que, sentado en la cubierta inferior, leía en voz alta un libro. Le escuchaban atentos dos jovencitos, pasajeros también pero de segunda clase, ya que eran dos de los emigrantes que iban a buscar fortuna en las plantaciones de tabaco de don Roberto, allá en Cuba.

Ricardo había reencontrado su vocación docente y, a falta de una dama que le azotara el culo, se entretenía instruyendo a aquellos pobres muchachos.

Esther siguió dibujando. Se le resistían tanto palo y tanta tela de nombres ininteligibles para ella. De pronto, una figura surgió por la parte de estribor encaramándose al palo mayor por una ligera escala. Era un marinero bruñido por el sol, que apenas cubría sus caderas y sus ingles con un viejo calzón. Era rubio y tenía el pelo largo formando una trenza. No se había afeitado en semanas, pero la barba le daba un aire exótico que encantó a la artista. de pronto cambió su motivo, olvidó un poco el velamen y se centró en atrapar con rápidos trazos el escorzo que dibujaba en el aire aquel funámbulo. Era delgado y sus músculos parecían esculpidos por una diosa lasciva, ya que su armonía y sus proporciones invitaban a acariciar aquella piel dorada y a enredar los dedos en la rubia cabellera del mozo.

Estas ideas tan poco decentes se las había inspirado la visión de la polla de Basilé. Y lo que vino luego, porque mamá Cloé fue entusiasmándose y acabó recostada contra la mampara bajo el ventanuco, ofreciendo las dos grandes esferas negras a los deseos del chico, que se lanzó a follarla con un entusiasmo envidiable. Aquello la había llevado al orgasmo más intenso que Esther recordaba haber tenido en semanas, en el que la acompañó su cuidadora y, a los pocos segundos, su porteador, que llenó con su blanca simiente la raja de la madura señora. Cuando desenfundó su hermoso sable, un chorro de líquido bañó el suelo del camarote. La luna iluminaba acusadora la sustancia del pecado derramada, mientras Esther, silenciosa en su cama, se corría por segunda vez.

¡Cáspita! Esther reaccionó bajando de la nube en la que flotaba. Sus dedos y su lápiz habían trabajado por su cuenta y, en lugar de la arboladura del barco, habían bosquejado las formas masculinas del marinero trepador y una hermosa verga, que no formaba parte del velamen, había aparecido entre las piernas del monigote a pesar de que el modelo cubría pudorosamente esta zona de su cuerpo. «Estoy muy alterada» se dijo. «He de hacer algo o estos deseos me harán enfermar». Era difícil que la humanidad en pleno comprendiera que una muchacha paralítica tenía entre sus inertes muslos una fruta prohibida tan deliciosa y necesitada de cuidados como la de cualquier hembra. Ya tenía veintidós años y corría el riesgo de convertirse en una eterna doncella, de quedarse para vestir santos, aunque ella más que vestirlos lo que hacía era pintarlos. Le encantaban los San Sebastián que había pintado en la hacienda de su padre el verano anterior. El rector de la misión no había querido colgarlos ni en la sacristía, porque le habían parecido demasiado «carnales» y al final, habían ido a parar a un marchante que se los había llevado al continente para mirar de venderlos.

Quería follar. Era una ilusión a la que no iba a renunciar. Incluso quizás podría ser madre. Ni se le ocurriría si fuera una de esas pobres muchachas tullidas que pedían limosna a la puerta de la catedral. Pero ella era rica, y alguna ventaja le daba este hecho. Sí, podría parir y criar una criatura preciosa, con piernas fuertes, que correría por la hacienda de su abuelo. O no. Pero lo que ahora ella necesitaba era un macho competente y apasionado. Aquel Ricardo parecía un buen chico. Miró de nuevo. Ahora eran ya seis los que le escuchaban leer. Era Nuestra Señora de París o Notre-Dame de Paris, una novela de Victor Hugo que ella misma había leído hacía un año. Tenía una carpeta de hermosas ilustraciones que le había evocado la historia de la bella gitana y el pobre y deforme campanero. Algo de sí misma evocaba aquella tragedia romántica. Los pasajeros escuchaban con arrobo la lectura modulada y convincente de Ricardo.

EL otro caballero, el del bigote, de aspecto prepotente y orgulloso, apareció por la proa acompañando al capitán.

– Eh, Don Ricardo. No me entretenga a los marmitones, que hay que pelar patatas para la comida – gritó al capitán medio en serio, medio en broma

– Déjelo, capitán – dijo Javier – este hombre es un lector empedernido, casi un enfermo de la lectura.

– A estos mocitos les va bien instruirse, pero los mayores ya tenéis la cabeza demasiado dura. Venga ¡A pelar patatas!

– No sea usted así, capitán – intervino Esther desde el castillete – A todo el mundo le va bien un poco de fantasía.

Javier se quitó el sombrero y dedicó su mejor sonrisa de seductor a Esther, que lo miró algo azorada. Aquel buen señor sería ideal para materializar sus deseos de follaje, pero a ver cómo se le podía entrar para convencerlo. Cualquier hombre que la deseara reprimiría sus apetitos, consideraría vergonzoso quere abusar de una inválida… ¡con las ganas que tenía la inválida de que le pegaran un buen revolcón! Pero ¿Cómo manifestarlo? ¿Cómo conseguir un semental que cubriera sus necesidades?

Mucho tendría que rumiarlo…

Javier vio a Mama Cloe pelando patatas en solitario por la parte de estribor. Se acercó a ella con discreción y se sentó cerca, comprobando que nadie podía oírlos.

– Hola, mamá Cloe. Me dice el capitán que eres una mujer mágica, una Mambo, ¿se dice así?

– Algunos dicen mambo, yo digo mamá Cloe… – Contestó la mujer prudentemente.

– No te preocupes, yo no te voy a denunciar. Al contrario. Hay algunas cosas que me interesan de tu religión- argumentó Javier poniéndose meloso y seductor, aunque mamá Cloe le miraba absolutamente impertérrita.

– Me han dicho – continuó el caballero – que eres una maestra en la preparación de filtros…

– Medicina – sentenció ella lacónicamente – son medicina.

-Eso, medicinas. Como la que le das a ese enorme paisano tuyo para que te obedezca. Te mira con una devoción, que parece magia pura.

– Basilé tiene amor por mí. Eso no es por medicina… – respondió sin apartar la vista del cuchillo y el tubérculo.

Javier decidió que era mejor no insistir. Encendió uno de sus habanos y se sentó al lado de la mujer, dando la espalda a la borda y mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie se acercaba por allí.

– El caso es que yo estoy muy interesado, diría casi prendado, de una de esas monjas.

Mamá Cloé sonrió por primera vez, aunque apenas movió la boca -¿Qué monjas? – preguntó socarrona.

– Las cinco mujeres que… – Javier abrió mucho los ojos y se echó a reír – Realmente eres una mambo, digas lo que digas. Una de esas cinco, sí.

– La mulata –

¡Aquella mujer era una verdadera bruja! Había adivinado que los hábitos eran puros disfraces y que él estaba interesado por Rosita. ¡Si apenas les había visto juntos! La miró con una mezcla de admiración y disgusto. ¿Qué se podía ocultar a la sagacidad de aquella negra?

– Sí, la mulata. Quiero hacerla mía – reconoció sin ambages Javier – ¿Puedes ayudarme? Te voy a pagar bien. En oro – y exhibió un puñado de monedas de este metal.

Un brillo de codicia pasó fugazmente por la mirada de la mujer, pero se apagó de inmediato. El dinero le gustaba, pero quizás había recompensas mejores.

– Ya veremos. ¿Qué quieres exactamente? Sabes que esa mujer es fiera y odia a los hombres…

– Lo que no comprendo es cómo lo sabes tú. Apenas la conoces…

– Hay cosas que saltan a la vista para quien sabe mirar – respondió en tono enigmático mamá Cloé

– Pues con todo y con eso, quiero poseer a esa mujer.

-¿Deseas copular con ella simplemente? – preguntó con cierto desprecio en la voz.

– Quiero que se me entregue, que me desee. No soy un violador de mujeres – dijo Javier muy digno.

– A veces es más doloroso y humillante seducir una mujer que forzarla – sentenció ella dejando caer con alguna violencia una patata en el cubo.

– Bueno, eres filósofa además de bruja..

– Soy una sacerdotisa de Osha, una mujer sagrada, así que sí, las dos cosas.

Javier se quedó mirando embobado a aquella mujer rechoncha, de tez más oscura que la pez, brillante por el sudor y el sol de la mañana. Era una mujer hermosa y debía haberlo sido más. Le recordaba una de aquellas estatuillas de las diosas primitivas de los cavernícolas que había visto en un museo de la capital.

– ¿Puedes ayudarme o no? – se impacientó él.

Ella peló del todo la pàtata antes de contestar.

– Puedo, pero sólo eso, ayudar- dijo al fin

– ¿Y tu pago? – preguntó Javier más animado.

– Ya lo fijaremos según los resultados; será algo que tú puedas pagar, eso sí – Y sonrió mostrando sus blancos dientes.

– ¿Cuándo?

– En cuanto tú hagas lo que debes con ella, yo te daré el filtro que pides.

– ¿Y qué se supone que debo hacer con ella, según tú?

– Habla con respeto a esa mujer. Sé amable. No intentes seducirla, intenta ganarte su amistad.

– Vaya tontería. Esa mujer es una tigresa. Lo que necesito es una droga que la temple y encienda su deseo de ser follada por un hombre – contestó Javier con desdén.

– Pues así, no hay negocio – dijo mamá tomando una nueva patata del cesto.

– No, espera – el deseo era mayor que el orgullo y Javier hizo de tripas corazón – haré lo que dices.

– No basta que actúes. Has de sentir aquí – dijo ella señalando con el cuchillo el centro del pecho del caballero.

– Lo intentaré, pero ¿cuándo me darás el filtro?

– Pronto – Y giró la cabeza cerrando los labios para dar a entender que la entrevista había concluido.

Esther se fue a dormir la siesta después de comer. La conversación en el salón era bastante aburrida ya que aquellas monjitas parecían mudas. Curiosamente a Esther la había parecido que charlaban por los codos cuando estaban solas en cubierta, pero no disparaban una en presencia de Javier y Ricardo y a ella ni la miraban. «¡Qué mujeres mas aburridas y amargadas», pensó «Estas no conocen tampoco varón y deben estar más marchitas que las flores del cementerio» se dijo mientras se dejaba caer de la silla a su camastro.

Al hacerlo, unos cojines del fondo se movieron y al colocarlos en su sitio, Esther descubrió una grieta en la pared del camarote. Las tablas se habían curvado un poco y se podía ver una panorámica horizontal de la estancia contigua, precisamente la de las monjas. Esther dejó los cojines delante de la ranura y miró de echar un sueñecito. El recuerdo de Basilé y su rabo inmenso la tenía todavía alterada y el sexo se le humedecía constantemente. Así y todo, se durmió. Soñó que caminaba por la cubierta, eso de caminar era un sueño recurrente, y que veía a los marineros trabajar al sol. e pronto advirtió que estaba desnuda. Miró hacia la tripulación y constató que ellos estaban también en porra, y ¡menudas porras! Se balanceaban oscilando como hondas a punto de lanzar su pedrada mortal. Esther retrocedió a su camarote y cerró la puerta. Oyó pasos, algarabía en el corredor, golpes en la puerta, pam, pam, pam, y gemidos… se despertó. Los golpes sonaban realmente y los gemidos también se podían oír, no eran figuraciones suyas. Pero no eran hombres si no mujeres quienes los emitían.

Esther apartó con cuidado los cojines y miró por la rendija. Y lo que vio la dejó atónita.

Al principio se quedó por completo descolocada. ¿Quién era aquella mujer de larga y negra cabellera? Era muy hermosa y la cara de placer que ponía la embellecía aún más. Tenía la boca abierta y sonreía al tiempo que gemía de dolor, un dolor muy dulce al parecer. Luego cayó en la cuenta… Era la monja más mayor del grupo, la que no podía disimular sus grandes pechos bajo el hábito. Y ahí estaban sus senos, al natural, rebotando sobre la mesa en que se apoyaba la mujer. Eran soberbios, grandes y carnosos, como los de un ama de cría, pero adornando un delgado y atractivo tronco. Había alguien detrás y no lo podía ver. Esther giró la cabeza hasta casi dislocarse las cervicales y pudo reconocer a la otra monja, la mulata. Tan desnuda como la primera, estaba dando una buena zurra en el culo a su compañera, mientras metía y sacaba algo de su vagina, o quizás de su ano… ¿Qué era? Pronto lo averiguó. Rosita extrajo un alargado pero grueso falo de marfil de las entrañas de su amorcito y lo embadurnó con una crema que contenía un frasco de vidrio que estaba abierto sobre la mesa. De inmediato volvió a la tarea, alternando las palmadas en una y otra nalga con un frenético mete-saca del consolador, que hizo que Leonor enloqueciera de gusto y empezara a llorar de puro placer mientras encadenaba orgasmos.

Esther hubiera querido tener a mano su álbum de dibujo para poder plasmar aquella inenarrable expresión de gozo, pero no estaba cerca su cartapacio y tenía además las manos ocupadas frotando su rajita mojada a través de la falda, ya que no había tenido tiempo de quitársela. Se mordió el labio para no gemir a coro con Leonor, pero la acompañó en su alivio sexual por un par de minutos.

Más calmada, volvió a mirar. Habían cesado los ruidos y las dos amantes se habían trasladado hacia el catre. Rosita se sentó en el borde y abrió sus piernas. ¡Vaya panorama! Los muslos eran perfectos (ahora la que miraba era la artista) las pantorrillas curvadas, hasta los pies eran un modelo de estética. Y en medio de las ingles, un bosque espeso y dos prominentes colinas oscuras y brillantes de flujo. Pronto dejó de ver ese bollito magnífico, porque la otra mujer se arrodilló devotamente ante aquel altar del vicio y empezó a devorarlo con una pasión desmedida. Los ruidos de la succión se podían escuchar perfectamente y pronto los gemidos de la morena los acompañaron, interpretando un dúo que ni el de las flores de Delibes, que se había estrenado con gran éxito hacía tres años en la Ópera Cómica de París.

Esther dejó de acariciarse para deleitarse con la belleza de la estampa de amor de aquellas dos mujeres tan diferentes pero tan hermosas las dos. Hubiera cambiado a la mulata por el apuesto Javier o el marinero anónimo, incluso por el menos agraciado Ricardo, pero reconoció que se había corrido como una reina. (Circulaban en aquellas fechas lejanas muchos chascarrillos sobre las aficiones lujuriosas de la depuesta monarca de las Españas y sus poco disimulados latrocinios. Claro que eran otros tiempos.)

Esther puso los cojines en su sitio e intentó dormir, pero la verdad es que estaba demasiado excitada y sólo pudo fantasear con maravillosos coitos sin llegar a conciliar el sueño.

Aquella tarde el tiempo mejoró y todos los pasajeros salieron a cubierta a tomar el fresco. Rosita, o sor María Rosa, que era como la llamaban, se sentó a leer un cuaderno manuscrito que habían traído consigo. Después de recriminarle a Leonor que se regodeara leyendo las hazañas del siniestro bandolero tuerto Alberto, Rosita se había aficionado a su vez a aquellas lecturas tan poco piadosas. No le excitaban las monstruosidades perpetradas por el sádico individuo, lo que la animaba a leer era el deseo de conocer al detalle aquellos desmanes y quizás descubrir cómplices y culpables de aquellas salvajadas para hacerles pagar cara algún día su felonía.

Javier se acercó fumando su inseparable habano y se sentó junto a Rosita, como el que no quiere la cosa. Si quería hacerla suya, debía seguir las instrucciones de mamá Cloe y limar asperezas antes de administrarle el elixir que la iba a hacer suya sin duda.

– Hola, hermana – saludó con sorna pero sin regodeo -¿Dónde está sor Leonor?

– Le dolía la cabeza – contestó Rosita sin apenas levantar la vista de su lectura.

– Mejor que no estén presentes las otras; Quería hablar contigo.

Rosita cerró el cuaderno y dirigió una mirada encendida a Javier. Sus pupilas lanzaban llamaradas a la cara de su oponente.

– ¿Qué quieres, Javier? No tengo nada que hablar contigo

– Por favor, ten paciencia y escucha. Ya sé que hemos tenido algunas diferencias y no tengo tu confianza, pero hay un tema que nos concierne a todos y que quiero hablar contigo, que eres la más sensata a pesar de ser la más joven.

Rosita calló y se guardó el cuaderno bajo su hábito. Miró hacia el horizonte y esperó.

– No sé si has pensado qué haréis cuando lleguemos a Santiago.

– Jazmín,…quiero decir sor Obdulia dice que seguramente tú ya lo tienes organizado todo. Ella y Leonor se van a convertir en las putas más cotizadas de las Antillas, y Mercedes y Beatriz serán las secundarias en el burdel. No sé qué esperas que haga yo ¿Cambiar las sábanas y poner toallas en las habitaciones?

Esto último lo había mascullado Rosita mirando a los ojos de Javier y con una expresión de furia tan salvaje que al hombre se le puso más dura que un bastón. ¡Qué ganas de tirarse encima de aquella pantera y comérsela, chuparla, hacerla gritar de placer! Aquella muchacha le tenía sorbido el seso, más por su temperamento que por su belleza, aunque Rosita fuera tan hermosa como una tigresa de Bengala en celo.

De regreso a su camarote, Javier iba pensando muy animado que estaba cerca el momento en que Rosita sería suya. Entró decidido a tumbarse un ratito a la bartola y se llevó una buena impresión. En su cama, desnuda y sinuosa, le aguardaba la mismísima Leonor.

– ¿Qué haces aquí? – preguntó él, en un tono brusco que hizo mudar el gesto a la retozona mujer

– Te esperaba – contestó ella con la voz algo apagada – Pensaba que te apetecería …

Javier se sentó en la cama al lado de aquella provocadora aparición y la tomó de la mano.

– Contigo siempre apetece, cariño – cambió su actitud Javier.

Inclinándose, la beso con dulzura exasperante para ella, que esperaba poco menos que le comiera la boca. Se incorporó para abrazarlo y estrujar sus grandes pechos contra el cuerpo de él. Le besó con una pasión desmedida y llevó la mano del caballero entre sus hirsutas ingles. Hizo que le tocara las anillas de sus labios mayores y apuntó el dedo medio de la fuerte mano de Javier hacia el interior de su gruta, que era ya ciénaga desbordante de jugos.

Él no se resistió, pero evitó estimular demasiado aquella ofrecida vagina. Un plan maligno empezaba a forjarse en su mente.

– Sabes – dijo retirando el dedito de la zona álgida – me encantaría poder entrar aquí, pero no con el dedo…

– ¿Y porqué no lo haces? Javier, me vas a volver loca. Te deseo, te deseo más de lo que se puede decir. Te he dado placer ya tres veces, con la boca, con las manos y los senos, te he hecho gozar… y tú, tú no me has tocado, ni siquiera eso, tocarme con la mano. AHora dices que quieres metérmela. Pero no lo haces. Ahí estás, vestido y yo aquí, desnuda, retorciéndome de deseo, dispuesta a hacer todo lo que me mandes para satisfacerte, pero esperando que te portes como un hombre y me folles, Javier, me folles como Dios manda.

Las últimas frases eran ya un puro sollozo y Javier sacó un pañuelo que ofreció galante a Leonor. Ella lo tomó y con un gesto desesperado lo rasgó como si fuera una cuartilla.

– Eres un hijo de…

Javier la tomó en sus brazos y la besó de nuevo con gran pasión.

Ella se veía impotente para rehuir aquella boca tan deseada y se entregó al intercambio de salivas como falso alivio del fuego que la quemaba por dentro y que se inflamaba más con aquellas muestras de pasión.

– Lo cierto, amor mío – empezó a tejer su red Javier – es que me muero de ganas por estar contigo, pero hay una cosa que aún deseo más.

– ¿Cuál? – preguntó ella sinceramente intrigada.

– Pues estar contigo y con… Rosita. Con las dos a la vez, sí. Haceros el amor a ambas al mismo tiempo. Te has quedado muda.

– Más que eso. ¿Cómo quieres que Rosita se entregue a ti? Sabes que no desea tener trato con hombre alguno. Y encima a ti te odia, te odiaría aunque fueras un invertido.

– Eso puede cambiar. Te juro, cielo, que si tú me ayudas, tendrás tanto amor y tan vigoroso y apasionado por mi parte, que me pedirás que pare de follarte. Perdona que hable tan crudamente, pero tú lo has hecho antes también.

– No hay manera de convencer a Rosita de algo así – se plantó ceñuda la bella mujer, cubriendo con la sábana aquellos voluminosos pechos que no le habían servido para seducir a Javier en aquella ocasión.

– Yo sé cómo hacerlo. Y tú me vas a ayudar. Es muy fácil, cariño. .Dentro de un par de días te daré una bebida, un elixir del amor que es capaz de despertar el deseo de macho incluso en una hembra tan brava como Rosita.

– Eso no va a funcionar, Javier. Ya npo sabes qué inventar para rehuirme.

– Pues claro que no, corazón. Estoy loco por estar con las dos. Y verás como tú lo vas a disfrutar aún más que yo.

– Lo dudo, pero bueno… – y Leonor se puso resignada el hábito con la toca y salió alicaída del camarote.

En la parte de estribor de la cubierta, Ricardo paseaba con el libro bajo el brazo haciendo pequeñas oscilaciones para no perder el equilibrio con el vaivén del barco que navegaba al pairo mientras las barcas tendían una red para hacer provisión de sardinas.

Todos los de a bordo estaban pendientes de la maniobra, a babor

La voz de Esther le llamó la atención. Subió al castillete y se la encontró sentada en su hamaca y conversando con su sirvienta, la mamá Cloé que parecía discutir con ella por algo. Se acercó a saludar y observó que la joven se había entreabierto el vestido y el sol bañaba sus pies desnudos y las pantorrillas. La piel era tan blanca que hacía parecer gris la tela de la tumbona. Ricardo se apartó discretamente un paso y saludó con cortesía.

– Buenas tardes, Esther. ¿Está usted bien?

– Muy bien, gracias. A Cloé le parece que no, que debería estar en mi camarote, pero tengo ganas de tomar el sol y me voy a quedar aquí. Mamá Cloé, vete a

..arreglar el camarote. Don Ricardo se quedará a hacerme compañía.

La mujer se alejó refunfuñando y Ricardo tomó asiento en un banco al lado de Esther.

-¿Le incomoda que tenga la piernas al sol? – preguntó ella con ingenuidad fingida – si le da aprensión me cubro..

– ¡Por Dios! No hablará usted en serio.

– Mucha gente se siente mal cuando ve el cuerpo de un lisiado, las piernas deformes y sin vida…

– No siga con eso, por favor. Sus pies son muy bellos y sus piernas, bueno, sus tobillos, muy armoniosos.

– Bueno, si es así… – Esther se subió la falda hasta más arriba de las rodillas – no le molestará que tome un poco el sol. Va bien para los huesos según dice papá.

Ricardo se sintió un poco turbado por aquella inocente exhibición de la muchacha, pero siguió hablando procurando no mirar aquellas bellas e inmóviles rodillas .

– ¿Qué planes tiene usted? Quiero decir, para cuando lleguemos a la isla. ¿Quizás don Javier ya le ha ofrecido trabajo?

– No, no. Aún no lo sé, Esther. Tendré que reinventarme. Yo era profesor, pero entre unas cosas y otras, apenas he podido ejercer mi profesión.

– Ya veo que lo lleva usted en la sangre eso de enseñar.

– Ah! lo dice por las lecturas. Sí es muy agradable ser útil a los demás de alguna manera.

– Me ha dado una idea esto que hace usted. Cuando estemos en nuestra hacienda allá en Cuba, pienso buscar un lector para que los trabajadores se entretengan y se instruyan.

– ¿Una escuela dominical?

– No, no. Quiero probar a leerles mientras trabajan. ¿Qué le parece?

– Es muy buena idea, Esther. Si usted quiere, yo podría hacerlo, al menos un tiempo.

– Pues no se hable más. Ya es usted mi empleado. Siempre que lleguemos a un acuerdo económico.

– Eso no será un problema, jefa – bromeó Ricardo, aunque oír a Esther decir que ya estaba a su servicio le había hecho venir un escalofrío de placer.

– Si no le es molestia, Ricardo – dijo ella prescindiendo ya de títulos – podría frotarme las piernas con ese ungüento. No creo que sea faltar al decoro tratándose de una tullida.

– No hable así – dijo él, compungido – No me gusta oír esas palabras, ni siquiera viniendo de sus propios labios – mientras hablaba tomó un pie en sus manos. Lo encontró helado y blando, como de cera y sintió una gran lástima por la bella muchacha.

Mientras lo masajeaba con suavidad con sus hábiles manos de boxeador amateur, Esther se desabrochó descarada la camisa, para que le diera el sol en el escote y el nacimiento de sus delicados senos apareció , haciendo que Ricardo experimentara algo distinto de la lástima.

– ¿Nota usted la presión? ¿Aprieto demasiado? – sin poner atención, había dejado la pantorrilla de la muchacha sobre su creciente paquete.

– No. No lo noto mucho, pero es agradable. Suba más arriba, por favor – Y se arremangó aún más la falda, dejando a la vista sus pálidos y delgados muslos.

– ¿No le preocupa que nos pueda ver algún marinero?

– Si miran, que miren. Me gusta sentir alguna admiración por parte de los hombres. Normalmente sólo percibo compasión. ¿No me dirá que le produzco alguna atracción erótica? – aunque tenía poco tacto, el bulto que empezaba a oprimir su pierna era ya evidente.

Ricardo apartó la pierna de su estimulante posición. Aquellas palabras en boca de una jovencita tan hermosa le turbaron. Sin embargo no se detuvo en el masaje y sus manos siguieron ascendiendo hasta acariciar los muslos de la chica.

– Ahí lo noto más – comentó ella sin darle importancia – Cuanto más arriba, más sensaciones conservo.

Ricardo tragó saliva y miró a derecha e izquierda. Aquello era una invitación al pecado y ahora en su bragueta estaba a punto de estallar la necesidad de pecar.

– Quizás deberíamos bajar al camarote… -insinuó él.

– Están limpiando, además prefiero estar al sol. Gracias, Ricardo – Dijo bajando la falda y pasando ya al tuteo – has sido muy amable. Espero que puedas volver a hacerme este masaje mañana. Me encanta el tacto de tus manos.

Y diciendo esto las tomó entre las suyas, aunque sin mostrar deseos de ser besada, así que Ricardo se limitó a estrecharlas con respeto y retirarse recolocando alguna cosa que parecía molestarle entre las piernas.

De la lástima al deseo y del deseo a la sumisión. Había descubierto unas sensaciones nuevas y perturbadoras.

-¡Esto es una locura, niña! – Exclamó mamá Cloé indignada – Entregarte a un hombre y sentir que abusa de ti. ¿Pero tú estás loca? Eres muy joven y no sabes lo que dices. No resistirías un maltrato. ¡No lo permitiré!

Esther hacía pucheros como sabía que debía para ablandar a su sirvienta y cuidadora.

– No me lo puedes negar, mamá – Cuando quería enternecerla la llamaba mamá a secas – Yo tengo necesidades igual que tú…

– ¿Qué? ¿Pero de qué estás hablando?

– Pues de lo que haces con Basilé, que la otra noche vi cómo te hacía el amor…

Cloé se quedó callada sin mostrar vergüenza ni enfado. Era la verdad. Aquello hizo su efecto.

– Pero ¿Tú sientes ahí abajo? ¿Deseas recibir un hombre ahí? – pregunto incrédula.

– Pues claro que sí, mamá – se le habían pasado los pucheros como por arte de magia – Y me toco, me toco y me mojo.

– ¡Niña! ¿Qué palabras son esas? Si te oyera don Roberto.

– Pero no me oye y es verdad, mamá. Ya soy una mujer, tengo veinte años y quiero estar con un hombre.

– Supongo que te refieres a don Ricardo, ¿no?

– Pues supones mal.

– Pero yo te he visto muy acaramelada con él…

– Ricardo me gusta, pero no es el hombre que necesito ahora.

– ¡Mira la descarada! ¿Qué quieres, probar a toda la tripulación antes de elegir novio?

– No, no tanto – pensó un momento en el marinero rubio pero lo desestimó inmediatamente – Me conformo con Javier.

– ¿Don Javier? Pero niña, ese es un seductor, un mal hombre… ¡Ah! vaya. Por eso te gusta, ¿verdad?

– No lo sé, pero quiero estrenarme con él – dijo Esther poniendo morritos de niña mimada.

– ¡Y quieres que yo te arregle una cita, vamos!

– Tú lo puedes todo, mamá. ¿Porqué no le das uno de tus bebedizos encantados? Seguro que vendrá a mí como un búfalo en celo.

– No había caído, pero creo que tienes razón – contestó Cloé sin demostrar con gestos el regocijo que le produjo la sugerencia. Ella había preparado un filtro, sí y Javier lo iba a recibir, aunque no para beberlo. Le haría mucho más efecto que si se lo hubiera tomado.

Javier vio venir a la sirvienta con un paquetito en la mano y se puso en pie excitado y feliz.

– ¿Me traes lo que te pedí?

– Sí. Sólo unas gotas en el té o en el vino. Con cinco cada doce horas durante dos o tres días, la gatita se entregará a usted sin un arañazo.

– Eres una maga, mamá Cloé. ¿Ya has pensado cuánto me va a costar?

La mujer calló unos segundos para dar más énfasis a lo que iba a pedir.

– No quiero su oro, señor. Necesito que me haga un favor.

– ¿Un favor? Vaya, ya me has conseguido intrigar.

– Mi ama, la señorita Esther tiene una necesidad.

– ¿Esther? No entiendo a lo que te refieres.

– La muchacha ya es mayor y ha descubierto que le gusta el sexo.

– ¿Qué? ¿Estás hablando en serio?

– No hablo nunca en broma, don Javier. Esther quiere tener sexo. Y se ha encaprichado de usted. Quiere que la estrene ¿Lo dicen así los hombres, no?

– Eso es una insensatez..

– Lo sé, pero mi ama es muy tozuda y yo miro siempre de complacerla. Así que ya sabe lo que cuesta su filtro.

– Supongo que lo que deseas es que la corteje. Besos, caricias,…

– Esther quiere que abuse de ella. Con violencia y sometiéndola, como un tigre a su hembra.

– Pero ¿por quién me has tomado? ¿Cómo voy a abusar de una tullida? Estás loca.

– Lo va a hacer usted, porque si no, ya se puede olvidar del filtro de Rosita

– Pero puedo lastimarla, es un disparate.

– No, no la va a lastimar. Va a tratarla con el mimo que requiere, aunque usted va a aparentar el abuso. No habrá tal, don Javier. Quiero que copule con ella con la delicadeza que tendría manejando un jarrón de porcelana, pero ella ha de sentir que la está seduciendo con fuerza y pasión. Usted es un gran experto en mujeres según creo.

– Bueno – si hay algo más tentador que la lujuria para un hombre, es sin duda el orgullo de macho – algo tengo corrido en ese campo, es verdad. Lo que me pides que haga es entonces tratarla con brusquedad, pero delicadamente.

La empresa, digna de una apuesta entre Mejía y Tenorio, empezaba a seducir a Javier.

– Sí, algo así.

– Bien, dalo por hecho.

– Esta noche, en su camarote.

– Allí estaré – y se dio la vuelta retorciéndose el mostacho con chulería.

– Don Javier – le detuvo la voz de Cloé.

– ¿Sí?

– Procure no pasarse de la raya con mi niña. Es frágil, así que modérese. . Basilé la adora y no sería de extrañar que acabara usted volando por la borda una noche de temporal si algo le ocurre.

Javier giró la cabeza con desprecio, pero tragó saliva con dificultad al ver la oscura y descomunal silueta del muchachote que se acercaba sonriente.