Unas vacaciones soñadas e imprevistas con mi suegra

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Después de tantos meses encerrados con mascarillas, sin poder abrazar a la gente cercana, por fin llegaba el momento de poder disfrutar de unos días de descanso en la casita familiar de Cabo de Palos, un pequeño puerto pesquero en el mediterráneo en la costa de Murcia, a media hora de Cartagena, la ciudad donde vivíamos.

Vendría bien para mi matrimonio, porque reconocía que mi carácter encerrado en casa era insoportable. Si llegaba a durar unos meses más el confinamiento nos habríamos separado. Pero estar encerrado todo el día, con treinta y dos años, limitado en mi rutina de deportes, y de encontrarme con mis amigos de toda la vida, era difícil de mantener. Claro, gracias a eso, también iba a ser padre. Marta estaba embarazada de tres meses.

En la consejería de Presidencia en la que trabajaba, hacía teletrabajo. Y aunque empezó siendo una solución que nos permitió no abandonar la actividad legislativa, se me había hecho muy largo. Me sentía un poco cansado de algo demasiado repetitivo, y me había planteado después del verano abrir un despacho por las tardes, a lo que mi mujer no me animaba.

Marta era farmacéutica, como su padre, y consideraba que no necesitábamos más ingresos, nos iba bien. La casa pagada, y los veranos resueltos con la casa familiar de la costa. Y no era el dinero lo que me movía, sino sentirme más protagonista. Pero el hecho de que íbamos a ser padres, me animaba a dar el paso.

Pasaríamos el verano con mis suegros, que como todos los padres estaban muy encima de su hija, a la que adoraban y a mí, también me apreciaban.

Mi suegro Julián, había llegado a los sesenta, como un gruñón, al que solo los años de matrimonio, y los dos hijos hacían que su mujer, Caridad, lo soportara. Ella acababa de cumplir cincuenta y seis, y por herencia genética, y por lo que se cuidaba, se conservaba mucho mejor que él. Estaba prejubilada hacía dos años, cuando el banco propuso a los mayores de cincuenta y dos una jubilación voluntaria.

Disfrutábamos de primera línea de mar, en un paseo sobre una costa de piedras, a estribor del pequeño puertecito de pescadores, que acoge una pequeña dársena con cinco pantalanes flotantes para embarcaciones deportivas, y una pequeña zona en levante para embarcaciones pesqueras.

La casa, reconstruida sobre dos antiguas edificaciones contiguas heredadas de la familia de mi suegra, tenía un precioso porche dando al paseo y una decoración marinera en el interior, con patio al aire libre de techo de cristal corredizo para el invierno, sobre el que gravitaba todas las estancias. Arriba una terracita chill out, con balinesa, donde tomar una copa por la noche, cuando nos sentábamos a conversar después de cenar.

Después de varios años llendo cada verano, ya la consideraba como mía, mi refugio, mi paraíso. Ese verano decidí quedarme a teletrabajar desde la playa, ya que Caridad, mi suegra, se quedaba permanentemente. Julián y Marta pasarían el mes de julio, en un ir y venir a Cartagena, el desplazamiento solo llevaba entre treinta y cuarenta minutos, así dormirían fresquitos en la playa. Eso sí, les obligaba a madrugar. Se levantaban a las siete, para ir con tiempo, mi suegro era muy maniático de la puntualidad. En agosto cerraría la farmacia.

—Bueno suegra, ponme tareas, no quiero estar de gorrón aquí.

—Con que me lleves a hacer la compra al Mercadona, cumples.

—Cuando quieras. Y si me enseñas algunas recetas de las tuyas, a Marta le encantaría.

—Ya, el mundo al revés. No sabe cocinar, ni coser, ni planchar… ¡Qué suerte que te la pudiéramos colocar!

—Cuando sea madre, espabilará.

Siempre nos habíamos llevado bien, bueno, yo me llevaba bien con todo el mundo. Pero ella era una persona muy avanzada. Su hijo Carlos le había salido a ella, y Marta a su padre.

Cuando llegaban por la noche, cansados, acalorados, de todo el día en la ciudad, solo les apetecía una cena en la terraza, un poco de conversación, y a dormir. Julian tenía problemas respiratorios, debido a ser un fumador empedernido, y dormía con un aparato de EPOC, para evitar la apnea nocturna. Marta se tomaba valerianas y lexatines de los que disponía a granel en la farmacia, porque no podía dormir con los ronquidos del padre.

El segundo fin de semana del verano, coincidimos con Carlos, mi cuñado de veintisiete años, tres años menor que su hermana Marta, que llegó acompañado de Lucas, un compañero de trabajo, al que invitó a pasar unos días con él. Trabajaban en Madrid en una consultora. Y después de esos días se irían de crucero por las Baleares. Que envidia me daba. Julián le soltó su discurso de Cabo de Palos que ya conocíamos todos a Lucas, el amigo de Carlos, cuando preguntó por la antigüedad del faro.

—Desde Carlos I, los ataques de los moriscos a las costas levantinas, obligaron a la elaboración de un sistema completo de defensa de las mismas, un sistemas torres a lo largo del litoral cuya misión consistía en avistar cuanto antes y dar aviso de la presencia de las galeras enemigas.

Este faro se construyó sobre una de aquellas torres, el actual faro de 50 m de altura, símbolo de Cabo de Palos, para prevenir a los barcos de la cercanía de la costa que tantos naufragios ha contemplado.

—Creo que hay muchos barcos hundidos en esta costa.

—El más famoso de todos, el Sirio, un trasatlántico italiano, a principio del siglo XX, que llevaba inmigrantes a América del Sur naufragó frente al faro provocando una gran cantidad de víctimas mortales. El Titanic español

—En agosto dispondré del barco, si vuelves, salimos a navegar y verás que litoral tan precioso tiene esta costa hasta Cartagena.

Cuando estaba Carlos, aquello era un no parar. Todos querían que se sintiera bien, porque temían que buscara otros lugares de verano, y terminaran perdiendo el contacto. Y a mí me encantaban esos días en los que me permitían una cierta relajación de mi vida monacal. Jugábamos al pádel, salíamos en barco. Aunque le llevaba cinco años, físicamente eramos similares, pasábamos de uno ochenta, yo algo más corpulento.

Una de las noches, cuando se retiraron Marta y Juliá a dormir, nos propuso Carlos a su madre y a mí, que los acompañáramos, que nadie nos echaría en falta. Nos fuimos al centro del pueblo, donde se montaba el ambiente, y nos integramos con sus amigos, algunos conocidos míos, y que también conocían a Caridad.

—No os chivéis que se ha escapado —reía Carlos sobre su madre.

—A mí me ha dejado Julián de carabina suya —apunté riendo.

—¿Y a quién ha dejado Marta para que te vigile a ti, Leo? —continuó mi cuñado. Aunque me llamo Leandro, todos me llaman Leo, desde muy pequeño.

Terminamos la noche divertidísimos, Lucas pagó varias rondas, encantado de que costara cinco euros el gin tonic, acostumbrado a los diez de Madrid.

A las dos, mi suegra pensó que era aconsejable una retirada y nos fuimos juntos a casa riéndonos. Al llegar le propuse una última copa en la terraza de arriba, para terminar la noche.

—Como se decía antes, te invito a la última en mi casa.

—Debería de ser yo la que lo dijera.

—Eres muy enrollada suegra, más joven que tu hija.

—Siempre lo fui, pero al final nos vamos acoplando, Julián es más tranquilo y acabó llevándome a su terreno

—Pues si quieres por las noches, cuando se vaya Carlos, los dejamos acostados a nuestras parejas, y repetimos salidas a tomar un gin tonic.

—¿Lo dices en serio?

—Ya sabes que cuando se sale de copas, a última hora se dicen muchas tonterías.

Tampoco yo sabía si lo había dicho en serio, pero lo había pasado bien. Y era evidente que ella se reía conmigo, y yo me sentía cómodo con ella.

Después de que se fueran Carlos y Lucas, volvíamos a nuestra rutina de teletrabajo por la mañana, ella a dirigir a la chica que venía cuatro horas, y de vez en cuando salíamos al Mercadona. Una mañana, estando de compras, me soltó.

—¿Sabes que me apetece Leo? Hace mucho que no voy a Calblanque ¿Te animas?

Calblanque es un parque natural cercano a Cabo de Palos, con playas casi vírgenes, de aguas verdes y limpias, a las que, en temporada de verano, está restringido el acceso en vehículo privado.

—No se puede ir en coche, tenemos que dejarlo en aparcamiento y llegar en autobús.

—¡Que incómodo!

—Pero podemos ir a la Cala del Campo de Golf. Comemos allí. La playita es pequeña, pero agradable y con restaurante, más cómodo ¿no?

Mientras ella se bañaba en su clásico bañador de cuerpo, la mayoría de las mujeres de la zona, lucían espléndidos bikinis, cuando no alguna en top les.

—Suegra, tienes cuerpo para presumir, no seas tan conservadora.

—Tengo cuerpo … y marido.

—Aquí solo tienes cuerpo, tu marido ni se imagina dónde estamos.

—Tienes razón. Me alegro de tu teletrabajo. Venir aquí ha sido un capricho.

—Como si Marta hubiera tenido un antojo. Lo ha tenido su madre.

—Somos tan diferentes mi hija y yo. En cambio, Carlos hace conmigo lo que quiere.

—Seguimos caminos paralelos, Marta tampoco le apetecen hacer cosas diferentes, es siempre sota, caballo y rey.

—Digna hija de su padre.

—Este verano, aprovecha suegra. Yo te mimaré a ti.

Cuando esa tarde llegaron Julián y Marta, despotricando del trabajo y del calor, decidimos que mejor no les contábamos nada. Seguramente nos ganaríamos sus reproches. Después de otra cena, rutinaria, Julián se puso a ver la TV. Y Marta quiso salir a pasear porque era bueno para el bebé.

—Siento dejarte con mi madre todo el día, pero es que la farmacia está desbordada.

—No te preocupes cielo. Solo me pide que la lleve a comprar.

Cuando dieron las doce, ya estaba Julián con su EPOC conectado, y Marta con media hora de sueño pastillero.

—Estaba deseando que se quedaran dormidos —le dije

—¿Nos vamos a tomar una copa? Para terminar un día especial —me dijo traviesa.

Fuimos a uno de los lugares de marcha, entre semana no había tanta gente. No nos cruzamos con ningún conocido, aunque estar con la suegra no habría llamado apenas la atención.

—Esto es fenomenal Leo. ¿Dónde vamos mañana?

—Te estas viniendo arriba. Se me ha ocurrido pedirle un favor a Pedro. Creo que podré tener taxi marítimo a Calblanque mañana.

—¡Me encantaría! —y sin esperarlo, me dio un abrazo—. Ojalá fuera así Julian.

Sin esperar a ver que le parecía, aprovechando una canción de moda, de ritmo bachata, le di la mano y la saqué a bailar, en una zona donde no había pista, pero muchos clientes bailaban. Se dejó llevar, se movía muy bien. Aceleré los movimientos, y me siguió, me acerqué a ella, y se dejó, acabamos abrazados riendo.

Antes de regresar a coger mi coche, me dijo si no estaba cansado, le apetecía caminar. Subimos todo el paseo de la playa de Levante hasta el faro, imagen icónica de ese pueblo. El ruido del agua golpeando las rocas acompañaba nuestra conversación.

—Si pudiera mandar una orden al colegio de farmacéuticos para que prohibieran cerrar en agosto, se la mandaría. Y que Julián me perdone.

—O directamente se lo decimos, mirad, nos hemos dado cuenta que nos equivocamos de pareja, nos vamos ¡Adiós!

—¡Que burro eres! —soltó muerta de risa.

Al llegar a casa, silenciosos, nos dimos las buenas noches, en la puerta de su habitación de la que salían los ronquidos de Julián, y sin esperarlo me dio otro suave beso.

—Hasta mañana mi caballero.

Llamé a Pedro el dueño de la escuela de buceo que era amigo mío y conseguí que nos llevara en Zodiac, a una de las calas solitarias de Calblanque, en un trayecto de quince minutos, y nos recogiera cuando le llamáramos, sobre las seis que ya había terminado. Durante el desayuno, la puse al día.

—Arreglado suegra. Tengo que dejar mis gestiones de trabajo hechas. Prepara avituallamientos, allí no hay nada.

A las doce estábamos en la escuela donde hice el curso de buceo. Caridad había preparado una neverita de viaje. Se vistió con atuendo joven, camiseta ceñida, y short corto, debajo de los cuales llevaba su bañador. Una gorra de beisbol americana de Carlos, y sus plataformas altas, para compensar sus escasos uno sesenta. Presumida hasta en una isla desierta. Una bolsa que me cedió a mí, con sombrilla, gafas de buceo, y aletas.

—Estad preparados sobre las seis. Si ocurre algo antes, llamarme —nos dijo Pedro al desembarcarnos.

—Te debo una Pedro, la noche que quieras te invito a cenar

Buscamos una zona de cierta sombra. Planté la sombrilla

—¿Que has traído suegra?

—Qué te parece si me llamas Caridad, o Cari. Lo de suegra me suena fatal.

Sacó latas, sándwich, patatas. Dos cervezas. Y había una botella de vino.

—Menudo picnic. Estás en todo.

—¡Vamos a pasar un día de cine!

Se despojó de su camiseta y short, y me sorprendió. Ese día no había bañador, lucía un espléndido bikini.

—Que escondido tenías ese cuerpo, sue… Cari.

—Y volveré a esconderlo en agosto. Déjame disfrutar estos días de libertad. Me siento feliz.

Cogió unas gafas y se fue al agua. La verdad es que me dejó impresionado. Mantenía una forma de cuerpo increíble. Y sus pechos se veían erguidos. Me quedé leyendo noticias en el móvil, mientras ella disfrutaba.

Mientras tomábamos una cerveza pasaron paseando una pareja en top les.

—¡Como envidio esa libertad!

—¿Porqué? Podemos hacer lo mismo que ellos.

Me miró extrañada, pero de repente le cambió la sonrisa. Se despojó del top, me miró esperando mi aprobación, y se la dí, con un sencillo beso.

—Vamos —le dije dándole la mano

Paseamos toda esa playita, de la mano, lanzándonos agua, como niños. Al regresar nos tumbamos, acercando las toallas.

—Me siento plena —gritó.

—Estás muy hermosa Caridad. Tienes un pecho increíble.

—Mi cirujano es muy bueno. Me operé hace seis años, aunque creo que Julián se enteró solo por el banco.

—Es triste que se pierda la pasión —le dije, pensando la última vez que había hecho el amor con su hija.

—A mi edad es casi natural. ¿Pero a la tuya? Así ocurren luego las infidelidades.

—¿Tú lo has sido alguna vez, Cari?

—Una vez. Después de tener a Carlos, tuve una pequeña depresión. Él estaba de paso en Cartagena. Y acabó marchándose. ¿Y tú? Ahora no soy la madre de Marta, soy una amiga que te ha contado lo que nadie más sabe.

—No. He tonteado. Y aunque es cierto que estamos más distanciados, no le he sido infiel nunca.

Cogiéndome la mano, me pidió que tuviera paciencia.

—¿Haciéndome pajas? —me salió espontaneo al comprobar que me tenía la mano cogida.

—Es una forma de sexo. Yo me masturbo desde hace años, mantiene mi equilibrio a la vez que mi fidelidad.

—¿Qué imaginas al masturbarte? ¿Alguna persona?

—Esto se pone demasiado caliente —sonrió. Y mirándome a los ojos, continuó—. Anoche, recordé nuestro baile tan juntos, y pensé en ti mientras me acariciaba.

Ante mi mirada de sorpresa, debió pensar que se había pasado. Tratando de evitar que viera la erección que me había producido su confesión, me fui al agua. Ella no era mi suegra de antes. Era una señora espectacular, en pleno proceso de liberación. Vino tras de mí, y los dos, parados en el agua, continuó.

—Siento haber sido tan sincera.

—No importa, me halaga, pero mi cuerpo ha reaccionado a tu confesión y no quería que lo vieras.

Sin pedir permiso, buceó diez centímetros por debajo del agua, bajó mi boxer, y emergió riendo, con ellos en la mano.

—¿No me has sugerido que liberara mis pechos? Liberada tu polla.

—¿Subimos la apuesta? —sonreí, deshaciéndola de su braguita de bikini, dejando un precioso coñito depilado, que veía tamizado por el agua del mar que la cubría.

Nos abrazamos riendo, nos besamos, eramos unos náufragos de 12:00 a 18:00 en la cala de los Dentoles. Sin dejar de recibir mis besos por sus pechos, por su cuello, bajó sus manos a mi polla, y la abrazó como para memorizar su tamaño cuando no estuviera delante.

—Podemos hacer que al menos tus pajas no sean solitarias —Susurraba mientras iniciaba un ejercicio de caricias subacuáticas.

Estaba encendido, no podía más, pero no me podía correr tan pronto, era delicioso. Corté su ritmo acercando mi mano a su coñito.

—Podemos hacerlas juntos…

Y comenzamos los primeros movimientos orquestales de un coro de dos, que ese verano iba a celebrar varios ensayos.

Hasta que Pedro regresó, estuvimos tumbados besándonos, riendo, jugando con nuestras cositas, como dos niños que descubrieran el sexo. No podíamos negar que ese día supuso un cambio radical en nuestras vidas. Lo primero que hicimos es desarrollar un sistema de ahorro energético. Al llegar a casa, nos duchamos juntos. El agua recorría su cuerpo mientras la enjabonaba provocando con muestras de afecto su estremecimiento bajo la alcachofa de la ducha, sus líquidos vaginales fluyeron de nuevo confundiéndose con el agua que le caía.

—¿Sabremos manejar esta situación Leo?

—De momento, seguimos el mes de julio así.

—Así como, ¿masturbándome sola por la noche pensando en ti, que estás a dos dormitorios de mí?

—Esta noche cuando subamos a la terraza, lo hablamos.

En lugar de desear que llegaran nuestras parejas, deseábamos que cuanto antes pasara el tostón de la cena, y se retiraran a descansar. Pero habíamos olvidado que de nuevo era viernes, mañana se quedarían. El domingo tenía Marta guardia todo el día, la última del mes.

Al vernos arriba, era como volver a la vida. Qué rápido estaba sucediendo todo.

—Qué ganas de quedarme a solas contigo, Leo

—Y yo. Se me va a hacer muy largo el fin de semana.

Nos recostamos sobre la balinesa, mirando el cielo estrellado. El rumor de la gente cenando en el puerto llegaba apagado. Instintivamente, bajé la mano, y la introduje por debajo del fresco vestido de verano que llevaba, acariciando su conchita.

Ella se sintió parte de la orquesta, e inició el mismo movimiento de violín, encontrándose una polla que reconoció su tacto.

—Al menos, no nos acariciaremos solos y escondidos.

Bajé mi pantalón bañador que usaba para ir por casa. No era plan de ponerle obstáculos a la mano de mi suegra. Me miró con una carita de ángel, y señaló después mi polla.

—¿Puedo?

—¿Me dejarías después a mí?

Contorsionando su cuerpo, alargó su boca hasta donde despuntaba el faro de mi polla. Sin ninguna prisa, merodeó a su alrededor, bajando mi prepucio, y chupando el glande, como si de un helado se tratara. Después de retorcerse buscando la mejor posición, pasó directamente a ponerse a cuatro patas sobre mí, metiéndosela entera, y succionando acompasadamente, sin perder el ritmo. Tenía a mi alcance su conchita, y supuse que le gustaría ser acariciada a la vez. Desplegué dos deditos dentro de su ranurita, que desaparecieron tan fácil, que tuve que enviar al tercero. Mi pulgar se sumó a la fiesta, y se quedó vigilando en la puerta entretenido con su clítoris que defendía la entrada del salón. Y viendo la capacidad del mismo, le metí los cuatro dedos, que debieron provocar un cortocircuito porque dejó de succionar, y se tendió a mi lado frenando sus gemidos, presa de ataques pseudo epilépticos.

—Joder Leo, debía tener retenida mis ganas de disfrutar, y has reventado la compuerta.

—Y tu debiste enseñarle a tu hija a disfrutar del sexo.

—Olvídate de ella, me tienes a mí. Pero debemos poner límites. Podemos disfrutar de todo, pero no podrás penetrarme. Sería como un incesto.

—Caridad, no compartimos sangre. Incesto es entre familiares.

—Bueno, ya me entiendes.

Esa noche nos habíamos arriesgado demasiado, si no llevábamos cuidado podría descubrirse nuestra relación, y provocar un cisma familiar de proporciones incalculables.

El sábado decidimos salir a comer fuera los cuatro para hacer algo diferente. El ambiente entre todos era cordial. Preocupados por la guardia de Marta, en el tercer mes de embarazo, su padre, se ofreció a acompañarla. Así se le haría más llevadera. Era un turno de veinticuatro horas que obligaba a dormir en la farmacia. Tanto Caridad como yo, agradecimos a Julián el detalle. ¡Un domingo solos!

Carlos llamó, estaba en Ibiza de crucero por las islas. Ese no volvería a veranear en la zona jamás. Quizás cuando tuviera niños. O si encontraba una suegra marchosa.

El domingo se despertó Caridad para hacerles el desayuno y despedirlos. A las 8:15 se marchaban, a pasar un domingo caluroso en una ciudad de mucha humedad.

Estábamos solos. Entre semana, venía la asistenta a las nueve, y no nos dejaba intimidad, hasta la una que se marchaba. Cuando Caridad los vio partir, ordenó la cocina, no podía ver nada fuera de su sitio, y se vino a mi dormitorio.

No habíamos dormido juntos, ni disfrutado de una cama aún. Solo el mar, unas toallas sobre la arena, la balinesa de la terraza…

—Buenos días dormilón —me despertó con sus tetas resbalando por mi boca.

—Mmm que buen desayuno. ¿Estamos solos?

—¡Todo el día!

—¿Algún plan en tu diabólica mente?

Se deshizo de las braguitas que aun llevaba puestas. Me acercó su coñito a la boca, y me dijo.

—Continuar descubriéndonos. Anoche yo usé mi boca, pero tu no estrenaste la tuya.

Apretó su pelvis contra mi boca, sin dejarme maniobrar. Retiré con mis manos, su cuerpo unos centímetros, y desplacé mi lengua a su encuentro. Sintió que no había problema acústico y comenzó a gemir sin miedo a ser oída. Cuanto gemido dormido en esas cuerdas vocales. Su compás al ser comida, era cadencioso, armónico. Sus fluidos al abrir el tapón, ricos y sabrosos.

—Uff Leo, la de cosas que me he estado perdiendo.

Cuando traté de acercar mi polla a su coño, rápidamente la retiró, y se la llevó a la boca. Activada como estaba, y deseando yo disfrutarla, no la avisé de que iba a descargar.

Retiró instintivamente la boca. Se quedó viendo como repetían oleadas de semen, activadas por su lengua. Cuando la penúltima gota de semen había abandonado su nido, volvió a metérsela por la boca, chupando con su lengua todo lo que encontraba a su paso.

—Por la boca no me puedo quedar embarazada, ¿verdad

—Ni por el coño…—dije intentando por segunda vez acercarle la polla a su coñito.

Ella la cogió con cariño, y sabiendo que en posición descargada no entraría, se la pasó por los labios, restregándola.

—Sabes que eso no puede ser, Leo —susurró con los ojos cerrados, en un gesto de a mí también me gustaría, pero no podemos.

Había que salir si no queríamos que muriera yo de exceso de amor. Comimos en el puerto, un aperitivo largo, al que se sumaron otros amigos de todos los años, repitiendo rondas, y llegando a las cuatro, con cervezas y vinos que solo invitaban a la siesta.

Al llegar entonados de la bebida, los dos asumimos que no era momento de juegos, y desnudos nos quedamos abrazados bajo el suave sonido del ventilador que desde el techo nos enviaba una brisa fresca.

Al despertar, medio resacosos, comencé a jugar con ella, pero me paró.

—Me apetece que me saques esta noche.

—Nos estamos convirtiendo en una pareja convencional

—La pareja no es lo que tengo con Julián, pero tampoco es solo sexo.

—¡Sexo! Si nos hemos hecho dos pajas, y nos hemos comido el «mondongo» un par de veces… ¡Vaya vida más viciosa!

—Pensé que te gustaba —dijo en un tono que no sabía si era para provocarme, o en serio.

—Y me encanta. Vale, salimos. Te voy a llevar al Parador, un precioso lugar a orillas del Mar Menor, donde vamos a ver la puesta de sol más increíble de la costa. Ni tu hijo Carlos la verá mejor en San Antonio en Ibiza.

Se arregló espectacular, se pintó los ojos, se soltó el pelo, dejándolo caer sobre su espalda, aparentando muchos menos años. ¿Nos delataría esa necesidad que tenía ella de salir con su hombre a la calle?

Tomamos una sencilla ensalada, pero bebimos una jarra de sangría entre los dos. Durante la cena, fue creciendo la conexión, nuestra conversación se había relajado surgiendo las risas de complicidad.

Disfrutó del sitio, del ambiente, muy joven a esa hora, con estilo de Beach club. Poco acostumbrada a beber, quiso rebajar el alcohol, paseando por la playa para pasear. Nos llegamos a sentar en la arena, bajo las estrellas, como dos adolescentes enamorados, que a su vez, como adolescentes, debían regresar pronto.

Al entrar en casa llamó por teléfono a Julián para ver cómo iba la guardia. Sin novedad, se iban a turnar para dormir. Mañana debían continuar el horario normal, así que no regresarían hasta el día siguiente sobre las ocho.

Me preparé para subir a la terraza, me siguió, cambiada, a una ligera camiseta sin short, mostrando solo la parte baja de su braguita. Estaba ligeramente mareada.

—Gracias por la cena y por la noche. Me mimas mucho.

—Me encanta hacerlo.

—Creo que te mereces un premio —y se acabó de desnudar del todo—. Te deseo cada noche en mi cama. Y creo que hoy nos han dejado solos para concedernos esta oportunidad.

Se acostó tendida, abierta y me extendió los brazos. Se había decidido.

—Fóllame Leo. Antes de que me arrepienta.

Dicen que la sensualidad es un proceso de imaginación mental, no podría asegurarlo, pero mi mente alucinaba de ver tendida bajo mí, el cuerpo desnudo de mi suegra, con ese color bronceado que proporciona el verano, con su coñito blanquito a modo de diana diciendo, apunta aquí. Sus pechos apenas coloreados por los días que hizo top, eran los asideros donde sujetarme, para empujar bien fuerte cuando entrara al pozo de los deseos.

—¡Qué buena estás Cari!

—Habla menos, y mete más.

Tanteé con las manos, asegurando el perímetro, de su coñito, como en una operación policial para que no pudiera huir el asesino. Se la inserté sin juegos previos, despacio, para que se fuera acoplando. Que bien le entraba, su vagina era expansiva, sus caderas ayudaban al movimiento. ¡Ya eras mía! Ahora si podíamos jugar, como ya habíamos jugado tantas veces antes, pero la tenía insertada.

—¡Qué rica! Hace más de un año que no entraba una polla ahí.

—Eso va a cambiar. Mmm que bien te mueves.

Sus operados pechos, se habían hinchado de la excitación. Acostumbrada a tener que activar a un señor de su edad, pensó que a mi tendría que hacerme igual. Comenzó a acariciar mis huevos mientras entraba y salía mi polla de su precioso coñito, y ese lujo de caricias al que no estaba acostumbrado elevaba mi potencia de fuego, hasta que dejé el control en sus manos, y acabó por explotar antes de lo que yo hubiera querido.

Sintiendo por sus gemidos que ella aún estaba en cuarto creciente, mantuve mi flácida polla dentro de ella, y con mis manos en la entrada de su concha, la aceleré a doscientos por hora, hasta que la sentí desfallecer poco después de mi derrota.

—Me has pillado por sorpresa Cari. Dame unos minutos. Quiero ofrecerte una follada como te mereces.

—Ya he disfrutado Leo. Si quieres bajamos a dormir.

—Bueno, bajamos. Pero no creo que nos podamos dormir.

Seguramente ella pensaba que el hecho de haber salido a cenar, y haber echado un polvo, era el estándar de pareja que ella había conocido en sus mejores tiempos de casada. Pero la vida evoluciona y esa noche no la iba a dejar con un solo polvo.

Siguiendo su costumbre de dejar todo ordenado, bajamos las copas de la terraza, puso el lavavajillas, y dejó preparada la cocina para el desayuno, dándome tiempo sin que ella lo pretendiera, a que mi arma aún se fuera cargando. Aproveché que ya había limpiado la mesa, sin obstáculos, y decidí servirme el desayuno, aunque era la una de la madrugada. La senté en la mesa, y a la vez que apoyaba las manos sobre la superficie, buscando estabilidad, ya le estaba yo comiendo su concha, que aún guardaba restos de mí, la primera vez que probaba semen, aunque afortunadamente era el mío.

—Joder Leo, no te cansas.

—¿Y tú? ¿prefieres dormir?

—Acaba lo que has empezado cabrón.

Mientras me comía el coño más rico que había probado en mi vida, hija incluida, con una mano me masajeaba la polla, en mi afán de acelerar su resurgir. Los gritos de Cari sentada en la mesa donde esa mañana había desayunado su marido y mi mujer, me excitaban, acelerando la velocidad de mi lengua, que, a modo de mariposas de una batidora, relamía todas sus paredes, hasta que me despachó un zumo de pasión lujuriosa, mezclada con los restos de mi semen, creando un coctel nuevo al que iba a engancharme ese verano.

Además, debía tener propiedades energéticas, porque mi polla volvió a emerger como un superhéroe desde el más allá, viniendo en ayuda del débil. Tan débil estaba Caridad, que tumbo que recostarse en la mesa para recuperarse. A mí se me puso cara de Jack Nicholson, viendo a Jessica Lange tumbada en la mesa, y me subí a la tabla, me puse de rodillas sobre ella, y a modo de rejoneador empuñé mi lanza, y le inserté una cornada en la cabeza de mi suegro, metiéndole la polla a su mujer. Con lo dilatada que la había dejado, entró hasta los huevos, como si deslizara sobre un tobogán acuático. Igual que El cartero siempre llama dos veces, el yerno siempre se folla a la suegra dos veces.

Cari, sintiéndola dentro, no quiso que se escapara y abrazándome por la cintura, empujaba más hacia sí.

—Joder cabrón, empuja, me estás volviendo loca.

—Aprovecha Cari, vamos a poner tu contador al día.

Como una gata en celo, se contorsionaba sin parar, y su propio movimiento masajeaba mi polla en una paja vaginal, que esta vez no me iba a pillar desprevenido. Sujetaba sus brazos, no por que quisiera defenderse, sino porque me arañaba como gata amenazada, los gemidos ya eran sollozos, solo balbuceaba, «no pares, cabrón», y no estaba dispuesto a parar. Se hacía la muerta, porque no se agitaba. A ver si tendría que reanimarla. Su sumisión produjo un efecto activador, que me llevó a correrme en mi suegra, recibiendo un fuerte abrazo de ella al sentir que volvía a regarla.

—Quédate tranquilo, mi semental.

Nos fuimos a dormir, ya habíamos ganado el derecho al sueño. Nos sentíamos cada vez más unidos, no solo por el sexo, sino por el cariño.

Abrazados en un nudo humano, con el hilo de voz que le quedaba, antes de dormir, con su mano en mi polla, me pidió.

—Mañana me la sirves de desayuno en la cama.