Me excita demasiado que me espíen mientras follo
Nunca pensó que esa noche acabaría de esa forma, desnuda, con las piernas temblorosas y su sexo palpitando por un hombre. Ella encontró en su mundo íntimo una nueva y lasciva forma de dar rienda suelta a su morbosa imaginación.
Apartamientos del lado este de la ciudad. Rascacielos cercanos al parque. 9.30 p.m., anochece en un día caluroso de verano.
Eva paseaba ansiosa por su apartamento desde el gran rascacielos donde miles de ventanas se miraban mutuamente. Se quitó la ropa, sin más deseo que tomar una ducha y descansar del fatigado día. Dejó caer su ropa interior por el camino, mientras escuchaba la música melódica de Soda Stereo. Hoy necesitaba más que nunca masturbarse, dejar que su cuerpo hablara y tomase el control de sus sentimientos. Matar el deseo a golpes de clítoris hasta quedar dolorida e irritada. Sonrió viéndose en la cama con su libro de relatos eróticos favoritos: Puta y Sumisa, de J. Charles, su escritor favorito. Deseaba sentir cada palabra acariciando su piel, enroscando cada frase en los pezones y sintiendo las calientes historias dentro de su concha, follando y cogiendo su mente sin permiso. Ese pensamiento la encendía en llamas. No aguantaría tanto.
Los grandes ventanales del apartamento mostraban al mundo las imágenes que sucedían en su interior. Nadie mostraba pudor, ni vergüenza, sin embargo, Eva ocultó su desnudez con las luces apagadas y al resguardo de las sombras de los muebles.
La ducha fue rápida, jabonosa, perfumada y caliente, muy caliente. Le tentó la idea de dejar el agua traviesa de la regadera encima de su vulva y, con sus caóticos hilos, provocar un tsunami entre sus labios. Desistió, «¡Ahora no perrita!… Con él es mejor…, ya lo sabes, perrita mala…» se recriminó con una sonrisilla pícara. Desnuda bajo la toalla paseó por delante de las grandes lunas que conformaban las ventanas. Con una copa de vino en la mano oteó la mole de acero y cristal vecina, donde la actividad era frenética. Mujeres y hombres realizaban las más diversas tareas: Limpiaban sus miserias, leían las mentiras de los periódicos, las de los celulares y las volvían a ver en la televisión, otros vivían con deseos, se besaban y follaban de pie contra los muros de sus lamentaciones o debajo de sábanas de piadosas mentiras.
Bañada por la luz de una lámpara cálida, justo delante del gran ventanal, Eva se extendió la crema hidratante por su piel. El perfume del ungüento inundaba la habitación, a ella le gusta la untuosidad de la manteca de coco, el aroma sobre su piel y sentirse un suculento dulce. Se veía atractiva, poderosa con esa piel obscena, lúbrica y perversa. «No aguantaré…, lo necesito… a él le gusta mi perfume, le pone rabioso…» fantaseaba con su escritor.
Se sorprendió cuando un hombre desnudo miraba hacia su posición. Era difícil saber si la observaba, aunque lo parecía. Se tocaba el pene flácido con suavidad mientras con la otra mano sostenía unos prismáticos. Trazaba un zigzag con ellos buscando algo en los edificios, se paraba, observaba y continuaba, hasta que se quedó fijo en un punto. Estaba cazando. Miró directamente sin los anteojos y volvió a mirar a través de ellos, parecía incrédulo ante la visión de Eva. Su pene comenzó a crecer y eso despertó el interés de ella «¿Qué miras que te pone así de machote…?» se preguntó. Ella empezó a fantasear pensando que la espiaba, que la estaba observando durante su masaje cremoso. Buscó en un mueble unos viejos prismáticos y observó con ellos a ese pervertido solitario.
Parecía saludar con la mano mientras miraba con los prismáticos. Ella se señaló justo entre sus pechos y él asintió con la cabeza. Sintió un pálpito entre sus piernas o quizá era rubor mezclado con deseo. La mujer cabal y sesuda quiso esconderse, apagar la luz, cerrar las cortinas y huir, pero la perra caliente quería jugar y pensar que estaba siendo espiada. Eso la estaba calentando mucho. Aquel hombre hizo un gesto para que se girara y así lo hizo, no sabía por qué, pero obedeció, giró mostrando su cuerpo y dejando que la tolla se deslizara hasta el suelo. Él asintió con la cabeza, mientras dejaba ver la luz a su glande, entre los movimientos lentos de la mano que iban tornando más rabiosa a la verga. Otras luces del rascacielos se apagaron cuando ella quedó desnuda frente al ventanal. Otros más observaban.
Se dejó llevar por sus instintos más lúbricos, la pérfida, la putilla quería jugar como en los relatos de sus libros. «Os daré a la perra más puta…» Quiso dar mejor vista, acercó su espalda al frío cristal, inclinó todo su cuerpo hasta tocarse los tobillos para mostrar sus nalgas y dejar sus labios marcados en el cristal. «¿Te gusta la concha de la perrita? ¡Mete tu verga por mi culo!»
Eva comprobó sus perversas formas espiando de nuevo al vecino. Enfocaba las lentes sobre el pene. Una verga grande, gorda y venosa. «¡Sí…!, te ha gustado, cabrón… » se dijo para sí, mientras se mordía le labio. Se los humedeció con la lengua y saboreó sus ganas de más. Notaba el calor de la sangre recorriendo sus labios, aferrando su vagina y despertando el clítoris.
Llevó una mano a sus pechos dónde los pezones reclamaban atenciones, caricias que continuaron hasta dejarlos duros, bien parados y sensibles. Sabe que lo son de forma extrema, que llega al orgasmo con facilidad cuando son tocados de forma adecuada, cuando son succionados con gula, con mucha hambre. Sólo unos pocos de hombres lo han conseguido. Pasó sus dedos por ellos de forma que los masajeaba como pequeños penes, masturbándolos, presionando la punta, alargándolos hasta un lugar sin retorno. Cerró los ojos y exhaló el aire viciado de lujuria. Los abandonó para buscar otro incendio, más al sur, entre las piernas. En su concha.
Él miraba atento cada detalle de los movimientos de ella, mientras agitaba con un ritmo monótono y estudiado su enorme verga. No tenía ninguna prisa. Eva, que había alcanzado sus labios, bajó a las profundidades para humedecer sus dedos y continuó hacia las acaricias más perversas, justo en su clítoris. Marcaba pequeños círculos para notar la dureza de su rosado. Subía y bajaba los dedos por ese camino placentero, roto tan solo para volver a humedecer los dedos en sus flujos, buscando dentro, muy dentro de ella. Animó al mirón para que subiera el ritmo, ella quería más y él no lo daba. Le sacó la lengua, lo señaló a él y luego a su propia boca. «¡Córrete en mi boca, cabrón!» dijo «¡Soy tu puta…!» insinuó.
Aquel hombre aceleró el ritmo. Ella hizo lo mismo. Más rápido, más y más… «¡Hazlo puta, puta…!» imaginó que le decía.
El voyeur acabó primero, curvando su cuerpo hacía atrás y derramando su leche por el cristal. Ella le siguió, después de asegurarse que todo su semen formaba parte de una lenta carrera de lágrimas blancas por el vidrio. Observó embelesa como los finos chorros salían del pene, impulsivos, los imaginó derramándose por sus pechos, en su cara y dentro de su boca. El calor crecía en su centro, anunciaba el orgasmo, dejó que se expandiera y la raptara. Sintió ese placer que la desconecta del mundo y la hacía ser libre, volar en un cielo de sensaciones infinitas. Muy excitada, continuó masturbándose, conocedora de su sexualidad y de los orgasmos pendientes que debían aún salir. Se convertirían en réplicas de un terremoto que la mantenía en un estado de éxtasis hasta dejarla extenuada. «Otra vez…, otra vez… » dijo, al llegar a ese punto de lujurioso placer. Él seguía mirando atento, Eva percibió su envidia, sus ganas de más y su asombro ante su implacable fogosidad femenina.
Satisfecha, se despidió lamiendo sus dedos y ya nunca más lo vio, otros ocuparon sus ventanas. Eva los disfruta, mientras derraman su leche por las grandes vistas a la vida perversa de la gran ciudad. Esa noche volvió a su libro de relatos, se dejó llevar por el escritor y las frases volvieron a dejar huella indeleble en su sexo.