Cuando me quede a solas con mi amada madrina

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Era tarde cuando llegué a tu casa. Había salido del trabajo varias horas después de que el último tren del metro hubiera pasado por la estación cercana. Pude haber tomado un taxi, pedido un Uber o rentar una habitación de hotel, pero en más de una ocasión me ofreciste tu casa para alojarme por una noche cuando mi jornada se extendiera.

Abriste la puerta y un gesto de sonriente sorpresa se dibujó en tu rostro. Te veías hermosa, llevabas unos shorts y una blusa deslavada. Entramos en tu hogar y me abrazaste con fuerza, haciéndome sentir tus pechos mientras mis manos acariciaban tu cintura, notando aquellos pequeños excesos de carne que solamente te hacían ver más apetecible a mis ojos. Pedro se había marchado algunos minutos antes; una fiesta, algo propio de su edad, y también lo sería propio de la mía si hubiera elegido un mejor camino.

Entré en la ducha minutos después, estaba lleno de sudor y agobiado por el cansancio, un baño caliente me haría revivir un poco antes de dormir. Pero tus planes eran diferentes. Te vi mirándome mientras me desnudaba, la rendija de la puerta era pequeña, pero lo suficiente como para notar tu presencia. Fingí no darme cuenta, pero una parte de mi cuerpo no logró seguir mi juego.

Entré en la ducha y comencé a pasarme el jabón sobre la piel, dedicándole un poco más de tiempo a mi pene, para tu deleite y mi placer. Lo acaricié por algunos minutos, haciendo que mi erección luciera en todo su esplendor, resaltada por el brillo de mi humedecida piel. Me detuve antes de correrme, enjuagué mi cuerpo y cerré las llaves. Cuando miré de nuevo ya no estabas ahí.

Tenía mi ropa lista, pero decidí jugármelo todo, me habías excitado, como siempre, como cada vez que miraba tu figura, siendo la más joven de mis tías, la que más me atraía, la única con una vitalidad digna de inspirarme en muchas noches de soledad, tan solo con el recuerdo de tu cuerpo.

Salí del baño con la toalla amarrada en la cintura y mi ropa en la mano. Fui a buscarte con el pretexto de conseguir algo de ropa limpia. En cuanto estuve frente a ti miraste mi piel desnuda, no fuiste discreta al fijas tus ojos en el bulto en mi entrepierna, incluso mordiste tu labio inferior.

Fuimos a la recamara de tu hijo, sacaste una playera, un short y extendiste tus manos para dármelos. Solté la toalla para tomar la ropa, una estrategia sencilla pero efectiva. La toalla cayó al suelo y tu mirada se fijó en mi pene, erecto y orgulloso. No hubieron más palabras.

La ropa se cayó de tus manos, tomé tu cintura y te acerqué a mí. No te resististe a mis besos, mis caricias, mi determinación al desnudarte. Tus labios eran suaves y húmedos. Posé mis manos en tus senos encontrando un par de pezones muy endurecidos; estabas excitada, tal vez casi tanto como yo. Tus besos eran desesperados, era evidente que hacía mucho tiempo que un hombre no te tocaba.

Besé tu cuello con calma, sintiendo cómo te estremecías bajo las caricias de mis labios y la forma en que mis manos estrujaban tus tetas. Gemías tomándome de la nuca mientras mi boca besaba tus senos y mi mano acariciaba tu clítoris, paseándose a ratos por tus hinchados labios.

Te tomé del pelo y te hice arrodillar. Engulliste mi miembro y lo mamaste con vehemencia, hambrienta, deseosa de extraer hasta la última gota de mi esencia; eché la cabeza hacia atrás al sentir tu lengua y tus labios envolviendo mi mástil por varios minutos, hasta que salió de tu boca y ese espacio fue ocupado por mis testículos; sentirlos adentro, rodeados por el calor de tu aliento mientras tu lengua jugaba con ellos, casi me lleva al orgasmo, al tiempo en que sacudías mi verga con tu mano; pero mi fuerza de voluntad pudo más que todos los años de experiencia que te llevaron a ser tan buena en las artes del amor.

Te levanté y me miraste de cerca, no hubieron besos antes de recostarte y abrir tus piernas, invitándome, pidiéndome entrar en tu cuerpo. Nos abrazamos con fuerza, mientras sentía tu interior y tu gemías moviendo las caderas con desesperación.

– ¡Hazme tuya! ¡Ah! ¡Se mi hombre! ¡Te deseo! ¡Ah! ¡Te necesito! – dijiste entre gemidos, mientras mis caderas bailaban despacio sobre ti, penetrando tu ser más allá de los límites de la carne, pues el placer y el deseo que sentíamos era superior a nuestra existencia terrenal.

Tus labios encontraron a los míos mientras el placer me recorría desde la punta del pene y se expandía por el resto de mi cuerpo, sensación provocada por las ligeras contracciones que presionaban mi miembro cada vez que se movía dentro de ti, como si trataran de succionarme en cada movimiento.

Los jadeos y gemidos se combinaron en una hermosa mezcla de placenteros sonidos que nos llevaron al éxtasis. Gritaste cuando el orgasmo te alcanzó, pero no dejé de moverme, no dejé que experimentaras aquella explosión en calma, solamente seguí embistiendo tu interior, quería explotar en tus senos y mirar la forma en que tu piel se pintaba de blanco; pero me abrazaste con fuerza entre tus piernas, rodeaste mi cuello con tus brazos y no me dejaste salir; llenando tu vientre de semen, caliente, espeso.

Aquella fue la primera de muchas noches en que estuvimos juntos, la primera de muchas en que mi semilla se alojó muy dentro de ti, el inicio de un amor escondido a los ojos del mundo, que pronto se vería premiado con la llegada de un hijo, nuestro hijo, fruto del amor secreto que tuvimos durante aquellas noches de pasión prohibida.

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