El día que hice feliz a una viejita de sesenta

Antes de cumplir la mayoría de edad ya tenía un historial delictivo que daba para escribir un libro. El robo con intimidación, los pequeños atracos a comercios y las peleas callejeras eran mi día a día. Me gustaría decir que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, pero en realidad lo hacía para gastármelo en cosas poco recomendables.

Mis padres, a los que no trataba nada bien, ya no sabían qué hacer conmigo. Lo único que les quedaba era rezar para que no me metiera en un lío tan gordo que ya no fuese capaz de salir. Me tiraba días sin pasar por casa, siempre rodeado de malas compañías que hicieron que no quedara nada del buen niño que había sido.

A pesar de todo aquello, esquivé una y otra vez el centro de menores. Tenía amigos que por mucho menos habían acabado allí, pero yo, después de cada detención, conseguía salvarme por los pelos. El único castigo que llegaron a imponerme fue el que me acabó salvando la vida.

Aunque sabía que la suerte no me iba a durar eternamente, una tarde acepté la propuesta de un colega para ir a robar una farmacia. Me dijo que era dinero fácil, que solo teníamos que amenazar con la navaja al chico nuevo y nos daría todo el contenido de la caja y los fármacos que le pidiéramos. Pero el trabajador en cuestión, resultó ser cinturón negro de kárate. No solo nos dio una paliza a los dos, además nos retuvo hasta que llegó la policía.

Había perdido la cuenta de las veces que me habían detenido, pero esa, sin duda, fue la vencida. Me obligaron a hacer trabajos en beneficio de la comunidad como alternativa al reformatorio. Mi primera reacción fue negarme, pasaba de trabajar gratis. Fue peor cuando me dijeron que tendría que estar con personas mayores, no se me ocurría nada más aburrido que ser el esclavo de unos viejos que apenas podían moverse.

Aquellos ancianos derribaron todos mis prejuicios. Iba con la peor de las intenciones, pero enseguida me ganaron con su vitalidad y sus ganas de disfrutar de la vida. Fui dejando atrás las adicciones y entendiendo que aquellas personas me hacían muchísimo más bien que esos a los que llamaba amigos. Empecé a sentirme útil, valorado, a creer que podía haber un futuro para mí más allá de la delincuencia.

Conseguí reconducir mi vida a tiempo y me formé para ser electricista, algo que siempre me había atraído. Empecé a salir con chicas, hice buenos amigos y recuperé la relación con mis padres. Lo único que quedaba de ese turbio pasado era la vergüenza que sentía al recordarlo y que me servía para saber el tipo de persona que en realidad quería ser.

Estaba tan agradecido por la oportunidad que me habían dado los ancianos para no echar a perder mi vida, que nunca dejé de colaborar para hacerles el día a día más sencillo. Una vez terminado el castigo, seguí ayudando todo lo que pude como voluntario. Lo compaginaba con los estudios y posteriormente con el trabajo.

A los veinticinco años ya estaba muy bien situado en la empresa para la que trabajaba. Era bueno en lo mío y eso me había ayudado a ascender. Ganaba más dinero y tenía más tiempo libre. Eso me permitió apuntarme como voluntario para asistir a personas mayores en sus domicilios. No tenía titulación para ayudarles con sus dolencias, pero les hacía la compra o pequeños arreglos en el hogar.

En el poco tiempo que me sobraba, salía con Saray, una chica que acababa de conocer. Era la nieta de una de esas ancianas. Después de coincidir varias veces, reuní el valor para invitarla a salir. Nos estábamos conociendo, pero tenía buena pinta. Salíamos a comer, tomábamos café o íbamos al cine. Pero ya comenzábamos a hablar de cenar juntos y después tomar una copa en mi casa, con claras intenciones de que surgiera algo más.

Esa cena se tuvo que retrasar porque la abuela murió. Fue un varapalo para mí, pero sobre todo para ella, claro. Me asignaron una nueva mujer a la que atender. Una señora que se había roto la tibia en una caída y estaba sola, necesitaba un chico de los recados. En cuanto salí de trabajar, me acerqué a su casa para conocerla. Me sorprendió ver que era muy diferente a todas las demás.

– Doña Adela, soy Adrián, estoy aquí para todo lo que necesite.

– Pues lo primero que necesito es que te ahorres lo de doña.

– Es usted la más joven que me han asignado. O tiene un pacto con el diablo.

– Acabo de cumplir sesenta, la edad mínima para solicitar un voluntario.

– Pues perfecto. Dígame qué necesita.

– Básicamente, ayuda con la compra. Y algunas cositas en casa.

– ¿Quiere que le vaya a comprar?

– Si, o que me enseñes a hacerlo online, todavía no me aclaro.

Pese a mis intentos por enseñarle a hacer la compra por Internet, Adela no se acababa de enterar ni tampoco se fiaba demasiado, así que me comprometí a llevarle cada día el pan y lo que necesitara. Dentro de su casa, se desenvolvía bien con las muletas, pero no llegaba para limpiar el polvo en las zonas altas.

Congeniamos enseguida. Era una mujer muy divertida, sin tapujos para hablar de todo. Me contó que nunca se había casado y no tenia hijos. Aprovechando su indudable atractivo físico, se dedicó a vivir la vida y a disfrutar, hasta que ya se le hizo tarde para formar una familia y prefirió vivir sola, sin tener que aguantar a ningún hombre fijo.

– Yo también vivo solo, se está muy bien. Pero echará de menos ciertas cosas.

– Pues sí, pero me las apaño como puedo.

– No es lo mismo. Cuando se recupere, tiene que salir a ligar.

– Ya me he retirado de esa vida.

– Puede buscar citas por Internet.

– Pero si ni siquiera sé hacer la compra.

– Conozco a muchos hombres maduros, algunos con sus buenos ahorros.

– Lo que me faltaba, un carcamal.

– Jóvenes no son, eso está claro.

– Entonces no merece la pena. A mí preséntame jovencitos guapos como tú.

– No dude que más de uno estaría dispuesto.

– ¿Y tú no estás incluido?

– El ayuntamiento me prohíbe intimar con las mozas.

Quería pensar que a Adela le gustaba provocarme, hacerme sentir incómodo con el único propósito de reírse un poco de mí, sin mala intención. Pero cada vez eran más frecuentes sus juegos de palabras o su forma indirecta, o no tanto, de hacerme saber que de buen gusto me daría un meneo. Yo siempre le seguía el juego y le reía las gracias. Aunque, en otras circunstancias, no me hubiera parecido tan mal plan haber probado con una mujer tan experimentada.

Cuando ya se vio con ánimo, Saray me llamó para retomar lo que teníamos pendiente. Quedamos en cenar juntos un viernes por la noche y después ir a mi casa, más pensando en lo que surja, que en la copa que teníamos planeada. Ella necesitaba quitarse las penas y yo echar un buen polvo.

Antes tenía que pasar por casa de Adela. Le había prometido ayudarle a bajar unas cajas. Una vez terminada mi tarea, me hizo sentarme a ver unas fotos de su juventud. Hizo especial hincapié en las de la playa, sobre todo en las que salía desnuda de cintura para arriba. Si con sesenta años seguía estando muy bien, a los veinte era un auténtico bellezón. No pude evitar ponerme cachondo, era un buen inicio para lo que me esperaba esa noche.

– No se le iba el dinero en bañadores.

– Ese cuerpo había que lucirlo.

– Sin duda. Si me disculpa, hoy tengo un poco de prisa.

– Te iba a enseñar las fotos que me hice en el estudio, completamente desnuda.

– Eso tendrá que ser otro día. Tengo una cita y no quiero llegar revolucionado.

– Me cambias por una jovencita, ¿no?

– Son amores diferentes.

– Yo sí que te daría una buena noche.

– Cómo le gusta provocar, Adela.

– ¿Crees que no sería capaz?

– No lo dudo, pero con la pierna así…

– Ven esta noche y verás lo que sigo pudiendo hacer.

Al final consiguió meterme la duda en la cabeza. Aunque me la hubiera tomado a broma, Adela hablaba muy en serio. Me tuve que ir de su casa, porque si me lo pensaba más, ni siquiera hubiera aguantado hasta la noche. Me hubiera tirado sobre ella en ese mismo sofá.

Me había entretenido demasiado. Me vestí y me duché a toda prisa para llegar a la cita con Saray. No fue una cena demasiado agradable. Ella no dejaba de hablar de su difunta abuela, de lo unidas que estaban y de cómo le había afectado su muerte. Yo asentía, fingiendo que la escuchaba, pero tenía la mente en otro sitio. No dejaba de pensar en Adela, en el cuerpazo que había tenido y en lo bien que, aparentemente, lo seguía conservando y en como me hacía reír, todo lo contrario que mi cita.

Caminamos hacia mi casa mientras me debatía entre tirarme a esa apetecible joven de pechos generosos o ir en busca de Adela y pedirle que me enseñara todo eso que decía que seguía pudiendo hacer. A cada paso que dábamos, tenía más claro cuál era mi elección.

– Saray, lo he pasado muy bien esta noche, pero estoy un tanto indispuesto.

– ¿Qué te pasa?

– Me duele la barriga. Algo no me ha sentado bien.

– A mi abuela le pasaba mucho.

– Ya, bueno. ¿Dejamos la copa para otro día?

– Sí, claro. Lo primero es que te recuperes.

– Gracias, nos vemos.

Dio un paso adelante con la intención de besarme, pero yo ya estaba entrando en mi portería. Esperé un par de minutos para que ya estuviera lejos y salí corriendo hacia la casa de Adela. Llamé al timbre y, antes de que me identificara, me dijo que ya sabía que vendría. Subí los escalones de dos en dos, ansioso por conocer esos trucos que le daban tanta seguridad en sí misma.

– ¿No ha ido bien la cena?

– Pues no demasiado, la muchacha era un poco aburrida.

– ¿Seguro que ese ha sido el problema?

– Me ha metido cosas en la cabeza, pero me las va a tener que demostrar.

– Ya estás tardando en ir para la cama.

Adela se encaminó hacia su cuarto con una soltura que demostraba que había estado fingiendo durante las últimas semanas. La fractura era real, pero se manejaba a la perfección. Nada más llegar a la habitación, comenzó a desnudarme, mientras me palpaba todo el cuerpo, especialmente los brazos y el torso. Yo también la fui despojando de sus prendas, descubriendo primero un conjunto de ropa interior negra y posteriormente unos cántaros grandes, y muy bien colocados para su edad, y un coño totalmente depilado.

Quise valerme de la fuerza que me daba la juventud para dominarla físicamente, pero rechazó mis intentos y me tumbó en la cama de un empujón. Fue ascendiendo sobre mi cuerpo, lamiendo cada centímetro de piel, hasta llegar a mi polla. Se la metió en la boca y la estuvo chupando hasta asegurarse de que la tenía dura como una piedra.

Después siguió subiendo, hasta colocar su húmeda vagina contra mi erecto miembro y comenzó a frotarse. Quise atraparla, penetrarla con furia, pero se volvió a zafar y, tras morderme el labio inferior, se dio media vuelta. Volvió a sujetar mi verga, se la clavó hasta el fondo y comenzó a cabalgar dándome la espalda. O más bien, el culo.

Agarrado a sus grandes nalgas, acompañé los bruscos movimientos que Adela hacía sobre mi tranca. Esa forma de moverse no era normal en una mujer de su edad, ni siquiera en una que no tuviera ningún hueso roto, pero me estaba haciendo gozar como nunca.

– Muévete, chico. Parece que seas tú el anciano.

– ¿Qué quiere que haga?

– Azótame en el culo.

– ¿Eso te pone?

– Me pone cachondísima, dame duro. Ya verás cómo hago que te corras.

Comencé a darle palmadas en el culo, pero cada vez las quería más fuertes. Entre eso y sus gritos, me tenía al borde del orgasmo. Me aferré a sus caderas, asegurándome de hincarle hasta el último milímetro de mi polla. Cuando ya no pude aguantar más, la apreté fuerte contra mis caderas para correrme bien adentro. Noté cada chorro de semen que eyaculé en su interior.

En busca de su propia satisfacción, Adela trepó por mi cuerpo hasta colocarme el coño en la cara y refregarlo contra mi boca. Cogí sus muslos y saqué la lengua, para lamer su sexo. Una vez que encontré el clítoris, se mantuvo sentada en mi rostro mientras yo succionaba. Finalmente, alcanzó el orgasmo.

Respirando con dificultad, se dejó caer hacia atrás, tendida sobre mi cuerpo. Atrapó mi pene flácido con una de sus manos y lo acarició de forma distraída.

– Olvídate de lo que has visto hoy. Tengo la pierna fatal y necesito que sigas viniendo todas las tardes.

Continuará…

Deja una respuesta 0

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *