Dos chicas sumisas con los clientes

Roberto se despertó sobresaltado. De pronto no sabía dónde estaba, de quién eran aquellas piernas que se enroscaban en su muslo derecho, ni porqué sentía la cálida y mullida presión de un seno femenino sobre su hombro. Tampoco supo durante el primer segundo porqué un brazo blanco y carnoso se apoyaba en su propio pecho.

Luego, todo se aclaró en su mente. Se libero de las dulces presas y se incorporó con cuidado. Se palpó el pecho. No le dolía, no palpitaba alocado su corazón. Luego se llevó la mano a sus genitales. Todo estaba en su sitio y no parecía sufrir deterioro alguno. Su pito, razonablemente duro, sus huevos, escurridos pero firmes. ¡Aquella bebida funcionaba realmente! Demonio de Rutherford y su botica del amor. Hacía tres semanas que residía felizmente en el balneario de las dos “S”. Tanto él como su hija y el resto del grupo se sentían renovados y contentos.. O eso quería creer. A Rosita apenas la veía y Leonor iba todo el día de arriba a abajo, con las mejillas rojas y el pelo revuelto. Esther estaba mejorando. Sus piernas parecían reaccionar y ya había dado algunos pasos cogida de su brazo y del de Ricardo. Insistía en seguir unas semanas con el tratamiento. Estaban gastando un buen dinero en aquello, pero al parecer muy bien empleado.

Ricardo estaba radiante de felicidad. Tambien parecía muy ocupado todo el día; por algún motivo, mostraba cierta dificultad para sentarse desde hacía una semana.

Y él, había recobrado el vigor sexual y su corazón le estaba funcionando satisfactoriamente. ¡Si Cloé se enteraraba de que dormía cada noche con dos de aquellas muchachas tan jóvenes y bellas! Cierto que parecían como ausentes, sin brillo en los ojos, ejemplarmente sumisas y refractarias a la excitación sexual. Ni se molestaban en fingirla. Venían a la hora de dormir, se desnudaban y entraban en la cama sin más prolegómenos y allí se esmeraban en excitarlo y proporcionarle un agradable y plácido orgasmo. Dormían después unas horas y, a eso de las seis o las siete, Roberto se despertaba con su pene duro como un poste y reluciente de saliva de sus servidoras. La segunda vez le costaba más llegar, pero por eso quizás la corrida era aún más gratificante. Luego venía otra vez el sueño y dormía feliz un par de horas. Algún día había descubierto a sus amigas nocturnas despiertas y ocupadas en inyectarse alguna medicina que alguien les había traído mientras él dormía. No parecía que estuvieran enfermas pero no le preocupaba. Las chicas iban cambiando. Habían pasado por su cama rubias, pelirrojas, morenas latinas de piel broncínea y hasta dos voluptuosas muchachas negras. Aquello era el paraiso y no pensaba renunciar a él mientras sus capitales se lo permitieran.

Pensaba en Cloé, en su casa y sus amigos ausentes, en Cuba y su guerra, que ahora se la traía al pairo y en su corazón enfermo, que quizás no resistiría aquellos excesos. Poco le importaba todo, pero recordó la carta de Javier, que apenas había leído por encima la tarde anterior.

Se levantó del todo, apartando las larguísimas piernas de su joven amante ocasional y estiró el brazo hasta la mesita. La luz de la mañana se filtraba entre las cortinas y pudo leer la misiva sin encender el fanal.

» Mi querido Roberto: Recibimos con sorpresa tu telegrama. No alcanzamos Emilio y yo a entender el motivo de aplazar vuestro regreso, y menos aún Cloé, que está muy preocupada. Espero que estéis bien y que Esther continúe su recuperación con éxito. Aquí todo funciona sin novedad. Cloé te manda su amor y te ruega no hagas locuras y cuides tu salud.

Emilio también te manda recuerdos, aunque ahora mismo no puede escribirte una líneas. La pequeña Caléndula está desbocada y no podemos sacarla de nuestras camas. Esta tarde se ha ido con Emilio aprovechando que Basilé está en la ciudad, comprando con Cloé.

Por el ruido que ha hecho la cama, creo que está dejándolo para el arrastre. Y luego me toca a mí, así que voy concluyendo, que me parece oír sus pasos.

Un abrazo de tu amigo

Javier»

Roberto guardó la carta en el sobre. Acababa de recordar que aquella madrugada sus compañeras de cama no le habían despertado con una húmeda mamada, como era su obligación. Asestó cuatro palmadas en las nalgas femeninas y las chicas se desperezaron y se pusieron lenguas a la obra.

Leonor miró con ternura a su amiga. Rosita siempre la había tratado con cierto desdén, formaba parte de su juego de rol erótico. Sin embargo, ahora la joven ignoraba a Leonor de una forma distinta. La miraba sin verla, refractaria a caricias, besos… incluso los sabrosos cunnilingus que le regalaba, eran recibidos con seca frialdad.

Nada interesaba a la chica mulata excepto su dosis diaria. Recibirla en vena había anulado cualquier análisis, toda reflexión. Rosita era una marioneta en manos de la señora Rutherford. Leonor desconocía las actividades diarias de su amiga y amante. No había marcas o señales sobre su piel, así que no debía ser maltratada. Tampoco su sexo o su ano parecían forzados o dilatados. Sin embargo, su prodigiosa vitalidad, su brillante inteligencia natural, su genio felino, parecían atemperados hasta la extinción. Poco había de Rosita en esta Rosita.

Ella no luchaba por resistirse al abismo en que se sumía día a día. La última semana había participado en doce «performances», siempre en calidad de dominante. Sin mucho interés había sometido, torturado y sodomizado a varios caballeros y un par de damas de la high society neoyorkina. El balneario de Saratoga Springs, o de la suprema sumisión, era al parecer célebre entre las clases altas de la costa este.

A cambio, su dosis de veneno opioide le había sido inyectada cada día, y eso era en realidad lo único que importaba. Miraba a Leonor y no veía a la persona que tanto había amado en el pasado reciente. El verbo amar parecía haber desaparecido de su diccionario.

Pero ella, Leonor, estaba también atrapada sibilinamente en una red tan firme como la de la morfina de su amiga. Su deseo de ser follada, humillada, vapuleada por hordas de machos encendidos de deseo, era una droga más poderosa que el opio para ella.

Susan entró en el cuarto y le indicó que era hora de levantarse. Leonor se puso su albornoz y fue tras ella.

– No, debes vestirte. Hoy iremos fuera del balneario. No te pongas zapatos de tacón y ponte ropa cómoda. No la llevarás puesta mucho rato.

– ¿Dónde vamos?

– No muy lejos de aquí. Al prado que hay a una milla de distancia.

Un carruaje las trasladó hasta el lugar citado. Rutheford las estaba esperando, acompañado de varios tipos vestidos a la manera del oeste; parecían cow boys, aunque Leonor no sabía muy bien lo que significaba ese término.

– Leonor, estos muchachos son vaqueros. Han recorrido cuatro estados hasta llegar aquí con sus reses. Están muy cansados, pero les han prometido un premio especial. Una vaquita lujuriosa y ardiente.

– ¿He de follar con todos ellos?

– Sí, claro; pero sólo si se lo ganan. Tendrán que atraparte y reducirte; cada uno de ellos. Han hecho unas apuestas muy fuertes. El que consiga lazarte, amarrarte y encularte en menos tiempo, se va a llevar un buen pico.

– Es repugnante – mintió Leonor disimulando el temblor de sus muslos – ¿Porqué crees que voy a colaborar? ¿Piensas que correré desnuda por ese prado para que esos palurdos me lacen y me sodomicen?

– No es eso todo. Sabes que a las terneras además de lazarlas las marcan con un hierro. ¿Ves aquella hoguera? Hay una doble SS preparada para estamparla en tu culo y tus tetas. Ya tienes una A medio borrada ahí detrás. Si no pones de tu parte, cuando acabe la fiesta, te van a grabar cuatro S en tus hermosas redondeces.

– ¡ No, por favor! Te lo suplico. Colaboraré en lo que pueda. ¿Qué he de hacer ahora?

– En pelotas y a correr. Te dejo llevar zapatillas, pero nada más. No puedes salir del cercado, no puedes escapar por el sendero ni esconderte tras las rocas. Sólo corre todo lo que puedas. Si no lo haces así, ya sabes. Vamos a tener olor a carne quemada antes de comer.

El prado quedaba medio oculto por un bosque de secuoyas y los vaqueros controlaban el acceso al sendero, así que no era probable que alguien pudiera presenciar el siniestro rodeo a aquellas horas de la mañana. El primer vaquero tomó su lazo y dejó al aire su grueso pene. Susan se apresuró a untar aquel miembro necesitado, de una grasa que extrajo con los dedos de un bote que traía en el carruaje. El hombre del oeste se echó a reír, agradeciendo el detalle. Leonor salió corriendo a toda velocidad. Sus senos se balanceaban libremente, lo que resultaba molesto, pero muy excitante para el grupo de cowboys. A pesar de que estaba fresca y corría a buena velocidad, Leonor se vio de pronto frenada por una fuerza inesperada y sintió las hebras de la soga morder con lascivia sus tetas. Cayó de espaldas y sintió el peso del hombre sobre ella. Con la habilidad de la costumbre, el vaquero ató las muñecas de Leonor a la espalda, sin retirar el lazo. Luego tiró de ella hasta obligarla a arrodillarse y empujo su tronco, de modo que la cara y los pechos se aplastaron contra la hierba y el culo se elevó hacia su cruel destino. El pringoso miembro tardó unos segundos en atiesarse y menos aún en encontrar su objetivo. Leonor gritó con fuerza al sentir que su agujero era profanado con aquella facilidad. El chico, no llegaba a la veintena, se movió con pericia y vigor, haciendo chocar sus pelotas contra la vulva de su presa. Los gemidos de ambos se extendieron sobre la llanura. Él rugía como un puma herido y ella lanzaba grititos de cierva en celo. Los vaqueros aplaudían entusiasmados. Susan estaba ya untando las vergas de los siguientes afortunados.

Rosita esperaba en su habitación a Susan. Era la hora de su dosis. La puerta se abrió y un hombre al que no conocía entró en la alcoba. Era un tipo alto y siniestro, como un mayordomo de película de terror. Le dijo algo en inglés, pero al ver que no le entendía, indicó por señas que le siguiera. Rosita le preguntó por Susan y su medicina, pero él no hizo caso alguno. Llegaron al final de uno de los incontables pasillos de la mansión. Entraron en una especie de calabozo oscuro. Rosita ya se había acostumbrado a las lóbregas puestas en escena que solían preparar sus anfitriones. Pero ésta le pareció excesiva. Una jovencita (dudaba si alcanzaba la edad requerida para participar en una historia de TR, pero vamos a decir que la tenía, por supuesto) permanecía colgada de las muñecas en medio del antro aquel, con los deditos de sus blancos y hermosos pies apenas rozando el suelo, sus encantos bien expuestos, dada su completa desnudez y una expresión de pánico en el rostro que sorprendió un poco a Rosita.

El mayordomo siniestro la dejó un momento a solas con la martirizada muchacha. Rosita no sabía qué hacer. La presa le habló entre sollozos y ella no entendió una papa.

– Soy española – dijo como justificación a su ignorancia idiomática.

– Sapnish? Please, por favor: Sácame de aquí, avisa mi familia, Boston, Mister Sanders, avisa mister Sanders. Te suplico…

La puerta se abrió de golpe y el mayordomo condujo a la estancia a una pareja de mediana edad y aspecto respetable. Vestían los ya clásicos albornoces, al igual que Rosita. Ocuparon un banco de madera adosado a la pared e indicaron al mayordomo que podía empezar. Éste tomó de la pared un largo látigo y lo puso en manos de Rosita. La chica empezó a chillar como una rata asustada y el siniestro sujeto la amordazó con un pañuelo que extrajo del bolsillo de la levita. Luego salió, haciendo una reverencia. El matrimonio de burgueses se arrellanó en su asiento, indicando con la mano que empezara la flagelación. Rosita no se movió. Aquello era distinto de todo lo que se le había pedido. Había azotado, sodomizado con grandes dildos, humillado y hasta bañado en su propia orina bien calentita a unas cuantas docenas de depravados. Pero nunca lo había hecho contra la voluntad de los interesados. Aquella pobre chica no estaba allí por su gusto. Se fijó en la gran cantidad de marcas que adornaban los antebrazos de la jovencita. Las mismas marcas que ella empezaba a ostentar en los lugares donde le inyectaban el venenoso opioide. Comprendió lo que pasaba y lanzó el látigo en dirección a los sorprendidos espectadores.

– ¡Hijos de la gran puta! ¡Dejad en paz a esa pobre chica! – rugió

La señora se encogió de miedo y el caballero se encaró con la belicosa mulata, espetándole frases incomprensibles para ella. Finalmente, ante la impasibilidad de Rosita, el caballero cometió el nefasto error de darle una bofetada. Rosita sintió el calor subir a su mejilla. Con calma, sin exaltarse, lanzó su poderoso y desnudo pie en dirección al lugar donde el batín ocultaba las veteranas pelotas del potentado. Se oyó un chasquido de huevos cascados y el hombre cayó hecho un ovillo al suelo de la celda. Nuevos gritos. El mayordomo irrumpió acompañado de otro empleado, redujeron a Rosita, que sólo quería salir de allí y recibir su morfina, y la llevaron de vuelta a su dormitorio, donde la encerraron a pesar de sus protestas.

No había pasado media hora, Susan compareció muy disgustada.

– ¿Qué te has creído, estúpida? ¿Es así como me pagas todas las dosis que te he proporcionado?

– Eso que le hacéis a esa chica no me gusta. No pienso colaborar – gritó Rosita encendida de rabia.

– Pues atente a las consecuencias. Hoy no hay medicina para ti.

– ¡Malnacida! – gritó, lanzándose sobre Susan – ¡Te voy a arrancar los ojos!

Pero la mujer estaba preparada; dio un paso atrás y salió del cuarto cerrando con llave antes de que pudieran alcanzarla las uñas de nuestra heroína.