Termine obsesionado con mi amada nieta
Cuando mi mujer me dijo que sería divertido poner una piscina en el jardín, pensé que quería decir diversión de verdad… es decir, sexo. No me enteré de que se refería a darnos baños y jugar en el agua, hasta que estuvo hecha y el dineral ya gastado. Si no fuese por las olas de calor típicas del verano, nunca hubiera metido un pie en esa charca construida con engaños.
Podría haber merecido la pena si por lo menos la hubiera aprovechado nuestro hijo, pero a mi mujer no se le ocurrió la idea hasta que el muchacho tenía ya veinte años y una novia formal con la que pasaba todo el tiempo. Cada vez que miraba la piscina, en lo único que podía pensar era en la fortuna que me costaba llenarla de agua y en lo ridículo que era tener que ver a mi señora nadando como un perrillo moribundo.
Mi hijo, que tampoco es que hubiera salido muy espabilado, a los dos años de estar con ella, dejó embarazada a su novia. Decía que prefería hacerlo a pelo porque le daba más gustito, que él controlaba… y ese supuesto control se acabó convirtiendo en mi primera nieta: Alma. Como no hay mal que por bien no venga, al menos, a partir de su nacimiento, alguien podría aprovechar la piscina en condiciones.
En aquel momento, tanto mi mujer como yo estábamos cerca de los cincuenta años. A base de trabajo y sacrificio, conseguimos llegar a esa edad con la vida casi resuelta. Yo tenía un buen empleo, muy bien pagado, y eso permitió que mi esposa pudiera dejar de trabajar para cuidar de nuestra nieta. Todas las mañanas, mi hijo y mi nuera dejaban a Alma en nuestra casa y no volvían a recogerla hasta bien entrada la tarde.
Todos los años, en cuanto llegaba el verano, se pasaba el día en remojo. Se metía en la piscina justo después de desayunar y cuando yo volvía del trabajo todavía estaba ahí. Disfrutaba viendo lo bien que se lo pasaba y deseaba que llegara el momento de jubilarme para poder estar más con ella. Era la primera vez que realmente sentía ganas de darme un buen chapuzón.
Llevaba tantos años cotizados, que pude prejubilarme con sesenta y un años. Pero como la suerte solía serme esquiva, mi ilusión de pasar los veranos con mi nieta y jugar en la piscina se quedó en eso, en una ilusión. Alma ya tenía catorce años y consideraba que no era necesario estar bajo el cuidado de sus abuelos. Prefería quedarse durmiendo en su casa y hacer planes con sus amigas.
– Catalina, tenía tantas ganas de poder pasar tiempo con la niña…
– Es que ya no es una niña. Es una adolescente.
– Sigue siendo una cría. Si parece que fue ayer cuando nació.
– Está en esa etapa que se avergüenza de sus padres, imagínate de nosotros.
– Es que nuestro hijo es para avergonzarse de él.
– No digas eso del niño, Norberto.
– Era broma, mujer. Ha madurado mucho, está irreconocible.
La presunta madurez de nuestro hijo no duró demasiado. Si ya me pareció irresponsable que dejara embarazada a su novia a los veintidós años, no sabía cómo calificar que lo hubiera vuelto a hacer teniendo ya cuarenta. A diferencia de nosotros, ellos no iban precisamente sobrados en lo económico, y traer un hijo al mundo no es para nada barato.
Lo positivo era que volvíamos a tener un bebé en casa. Como sucedió con Alma, mi mujer y yo nos hacíamos cargo durante el día de Laia, nuestra nueva nieta. En esta ocasión, alejado ya del trabajo, podría disfrutar de ella. Volvía a tener ilusión por que llegara el verano y pasar buenos ratos en la piscina con la peque. Aunque, nuevamente, todo se iba a complicar.
Mi hijo y mi nuera querían que fuese Alma la que se ocupara de su hermana durante el verano. Le pidieron que se buscara un trabajo para las vacaciones y así poder aportar dinero a casa, pero la joven ignoró su petición y como consecuencia, se veía obligada a pasar las calurosas mañanas cuidando de la bebé. Por suerte, sabía que podía contar conmigo y lo solucionó todo con una llamada telefónica.
– Abuelo, necesito tu ayuda.
– Claro, cariño, ¿qué pasa?
– Me obligan a cuidar a Laia durante el verano.
– ¿No nos la van a dejar a nosotros?
– No, lo hacen para fastidiarme, por no haber buscado trabajo.
– Mi hijo no tiene remedio.
– Y mi madre es peor todavía. El caso es que se me había ocurrido una idea.
– A ver, cuéntamela.
– Ya que me han chafado los planes, al menos en la piscina estaremos más fresquitas.
– Nos la piensas dejar cada mañana y largarte, ¿no?
– No, te lo prometo. Bueno, quizás algún día. Pero quiero enseñarla a nadar.
– Si todavía no camina.
– ¿Te parece buena idea?
– Sí, claro que sí, pero que tus padres no se enteren.
Para mi sorpresa, Alma cumplió con su palabra. Todas las mañanas, una vez que Laia se despertaba y le daba el desayuno, venían a nuestra casa a combatir el calor en la piscina. La pequeña disfrutaba del agua tanto como su hermana cuendo tenía su edad. A mi mujer y a mí nos dio la vida el volver a escuchar la risa de bebé y sus chapoteos. Aquello me hacía sentir muy feliz, pero había algo que me comenzaba a inquietar.
Ocupada siempre saliendo con sus amigas y con chicos, llevaba tres veranos sin ver a mi nieta Alma en la piscina. El primer día que vino con su hermana y se quitó la ropa para bañarse con ella, algo cambió en mí. Ni en mis tiempos mozos había visto un cuerpo tan espectacular. Los bikinis modernos no cubrían prácticamente nada y, en este caso, me dejaban ver dos nalgas turgentes, perfectamente redondeadas y unos pechos grandes que intentaban salir por ambos lados.
Tampoco ayudaba demasiado que el bikini fuese blanco. Una vez que se mojó, se transparentaron dos pezones oscuros, pero ni rastro de pelo entre las piernas. Mirar a mi nieta de esa manera me hacía sentir fatal, pero consideraba que no era mi culpa, sino de mi mujer, que hacía meses que se negaba a mantener relaciones sexuales.
Siempre fuimos una pareja muy activa en la cama, pero en los últimos años, Catalina había comenzado a sentir en los huesos los clásicos achaques de la edad y ya no le apetecía tener ese tipo de actividad. Por entonces yo tenía sesenta y cinco años, me seguía manteniendo en buena forma física y no había perdido el apetito sexual, pero me tenía que conformar con masturbarme de forma ocasional.
En mi situación, no se me podía culpar por ponerme caliente como una moto cada vez que Alma se desprendía de la ropa y pasaba primero por la ducha. Me daba la sensación de que el agua caía a cámara lenta sobre sus jugosas tetas y su carnoso culo. Mi temperatura se elevaba tan rápido que no me quedaba más remedio que entrar en la piscina para refrescarme y para disimular la erección.
A pesar de eso, conseguía pasar muy buenas mañanas con mis nietas. Enseñar a nadar a la pequeña era misión imposible, pero conseguía mantenerse con el flotador y tenía un montón de juguetes con los que entretenerse mientras Alma y yo conversábamos o nos pasábamos la pelota, sin dejar de vigilar a Laia.
– Abuelo, ¿sabes de qué me estoy acordando?
– No, ¡sorpréndeme!
– De que nunca llegaste a enseñarme a tirarme de cabeza a la piscina.
– Tienes razón. ¿Todavía no sabes?
– No, soy la única de mis amigas que no sabe.
– Pues te puedo enseñar ahora mismo.
– ¿En serio?
– Claro, sal del agua.
Fuimos los dos hacia la escalera para salir de la piscina. Ella subió primero, poniendo su magnífico trasero a escasos centímetros de mi cara, haciendo que casi me dé un infarto. No había malas intenciones en mi voluntad de enseñarle a saltar de cabeza, pero después de esa visión, volvió la calentura a mi cuerpo y los malos pensamientos.
Le pedí que se pusiera en el borde de la piscina. Le coloqué una mano en su plano abdomen y otra en la espalda para que la doblara y se colocara en posición correcta para saltar. Le expliqué como hacerlo y cuando la vi preparada, le di, de forma instintiva, una palmada en el culo para indicarle que ya podía saltar. El primer intento no fue nada bueno. Calló de cara contra el agua, pero eso no la desanimó y subió corriendo para volverlo a intentar.
– Tienes que impulsarte más fuerte y levantar los pies.
– Eso es lo que más me cuesta.
– Porque te estoy enseñando a entrar de cabeza, con poco salto.
– ¿Seguro que lo estás haciendo bien?
– Sí, ya verás. Luego no necesitarás agacharte. Lo harás de un buen brinco.
– Si tú lo dices. Colócame como antes.
– Vale. Brazos extendidos, espalda arqueada hacia abajo y salta levantando los pies.
– Te falta el manotazo en el culo.
Le volví a dar la palmada. En esa ocasión, llegando a agarrar durante un instante su glúteo. Fue un salto pequeño, pero bien hecho, entró de cabeza. Ansiosa por volver a intentarlo, salió deprisa de la piscina, sin darse cuenta de que se le había salido un seno. Mi primer impulso fue apartar la mirada. Pero acto seguido volví a centrar mi visión en esa maravilla.
Nunca había visto en directo una teta de ese tamaño. Tenía el pezón grande, como siempre me habían gustado. Me quedé embobado, incapaz de pedirle que se cubriera. Alma no lo había notado, hasta que se dio cuenta de que la miraba sin pestañear. Sin darle demasiada importancia, la volvió a introducir en el diminuto bikini, entre risas.
– Abuelo, se te iban a salir los ojos.
– Perdona, cariño, ¿tú sabes el tiempo que hacía que no veía una?
– ¿Me estás diciendo que la abuela y tú no…?
– Desde que tiene los dolores de huesos, no.
– Pero tú sigues estando estupendo, ¿cómo aguantas?
– Como puedo. Supongo que no me queda más remedio.
– Me parece fatal, el sexo es algo maravilloso.
– No sé si quiero saber la respuesta, pero me arriesgaré… ¿tú lo haces mucho?
– Mogollón. ¿Por qué te crees que dejé de venir aquí los veranos?
– Pero si solo tenías catorce años.
– Sí, y un noviete con una polla como el cuello de una jirafa.
– No tendría que haber preguntado.
– No seas carca. Follar es lo más saludable que hay.
– Pues disfruta, tú que puedes.
Normalmente, después de comer, Alma volvía a su casa con Laia, para evitar que sus padres la descubrieran si les daba por volver antes. Pero los viernes solían llegar más tarde de trabajar y se quedaban para darse otro bañito por la tarde. La pequeña se lo pasaba en grande con sus muñecos y la mayor entraba y salía del agua para seguir perfeccionando el salto.
En una de esas tardes de viernes, el cielo se empezó a oscurecer y mi mujer aprovechó para ir a hacer la compra antes de que se pusiera a llover. Alma le pidió a su abuela que se llevara a Laia al supermercado, para que no se resfriara pasando tanto rato en el agua, ya sin sol. Alma y yo nos quedamos sentados en el borde de la piscina, con los pies en remojo.
– Me parece muy bonito cómo te preocupas por tu hermana pequeña.
– Bueno, en realidad lo que quería era que nos quedáramos a solas.
– ¿Y eso por qué?
– Porque he estado pensando mucho en lo que me contaste el otro día, lo del sexo.
– Eso no es algo que deba preocuparte.
– Tú me has ayudado a mí con los saltos y siento que yo podría hacer algo por ti.
– Alma, de verdad, olvídalo.
– Abu, ¿no te gustaría que te devolviera el favor?
– No de esa manera.
– ¿Estás seguro?
Después de hacerme esa pregunta, se quitó la parte superior del bikini. Sus dos mamas se hicieron visibles ante mis ojos. Además de ser enormes, eran tan firmes que parecían no sufrir los efectos de la gravedad. Metió la mano en la piscina y dejó caer gotas de agua sobre su busto. Viendo que me limitaba únicamente a observar, decidió pasar a la acción. Se pegó a mí y posó una de sus manos sobre mi bañador, justo en la parte en que mi pene comenzaba a hacerse fuerte.
Lo empezó a acariciar por encima de la tela, sorprendida por el buen tamaño. Yo me mantenía inmóvil, reuniendo fuerza de voluntad para no abalanzarme sobre ella. Aun así, dejé que me la siguiera tocando, mientras me pedía que no me resistiera y la besara. Viendo que no reaccionaba, me empujó a la piscina y caímos los dos al agua.
Aprovechando que no podía, ni quería, huir, se aferró a mí rodeando mi cintura con sus piernas. Comenzó a besarme por toda la cara, incluidos los labios. Sentía como mi polla me pedía ser liberada de la prisión de tela en la que se encontraba, pero tener sexo con mi pequeña Alma sería un pecado de los gordos, algo que nunca me podría perdonar.
– No te resistas abuelo, mereces que alguien te proporcione placer.
– Alma, no puedo tener sexo contigo.
– No te precipites, esta es solo la primera lección.
– ¿Qué quieres decir?
– Que hoy solo quiero aliviarte un poco.
– ¿Cómo piensas hacer eso?
– Quítate el bañador, sal de la piscina y siéntate en el borde, por la parte que no cubre.
Obedecí a mi nieta. Estaba intrigado por saber qué tenía en su retorcida mente, aunque no había que ser muy listo para imaginarlo. Una vez sentado, nadó hasta mi posición y no tardó en sujetar mi tranca. Apoyado sobre mis dos manos, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, dejando que hiciese conmigo lo que quisiera.
Comenzó a pajearme con mucha habilidad. Con una mano bombeaba mi falo y con la otra me acariciaba los huevos, dándome una dosis extra de placer y morbo. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan excitado, que no notaba el cálido contacto de unas manos ajenas, y menos de unas tan habilidosas. La respiración se me aceleraba al mismo ritmo que ella aumentaba la velocidad de la masturbación.
Abrí los ojos para poder ver cómo mi nieta jugaba con mi polla. Fue al ver sus tetazas apretadas contra la pared de la piscina cuando definitivamente me dejé ir y le pedí que me la chupara. Sin mediar palabra, se la metió en la boca y comenzó a mamar. Tenía la misma habilidad con la lengua que con las manos. Sus gruesos labios circundaban mi miembro viril, introduciéndose cada vez más.
La agarré del pelo para acompañar sus, cada vez más rápidos, movimientos de cuello. La tenía empapada en su saliva y succionaba mi glande, tenía un gran talento para las felaciones. Continuó la mamada hasta que ya no pude aguantar más y le avisé de que estaba a punto de correrme. Lejos de parar, siguió comiéndomela hasta que eyaculé en su boca. Me enseñó mi propio semen y lo escupió en la piscina. Bajé al agua y la abracé en señal de agradecimiento, sin desaprovechar la oportunidad de agarrarle bien el culo.
– Si la primera lección es así, no quiero imaginar cómo será la segunda.
– En la siguiente, tú tendrás que demostrarme lo que sabes hacer.
– ¿Te refieres a sexo oral?
– Exacto. Es la única forma de que te deje entrar en mi piscina.
Continuará…