La desesperación cuando vuelve la sed de los maduros

DE VUELTA LA SED.

«Despierta, dormilona; está por salir el sol»… Comienzo a desmodorrarme, no atino a orientarme del todo. ¿Dónde estoy? Hay una serie de troncos grandes a mi alrededor. ¿Eucaliptos, quizás? Estoy desnuda y recostada en la maleza, abrazada a un cerdo ¿muerto?

«Completamente, preciosa. Finge que no recuerdas nada, siempre haces lo mismo para intentar librarte de la culpa de tus pecados».

El cerdo gruñe. No, no está muerto. Intenta ponerse de pie a al tiempo que lo hago yo. Avanzo unos pasos y el cerdo se adelanta un par de pasos por delante, como queriendo servirme de guía.

«A que no habías notado que algunos animales son más caballerosos que los humanos».

Vamos de regreso a casa de don Gumaro, no estamos muy lejos. El cerdo acelera el paso y ya no me es posible alcanzarlo. Al llegar, lo busco por todos lados, pero ya no hay rastro de él por ningún lado.

Entro en la casa. Gumaro sigue durmiendo plácidamente, su recital de ronquidos sigue en su apogeo. Voy al baño a descargar la vejiga. “Eso pudiste haberlo hecho en el descampado”, es cierto… “¿o te daba miedo que alguien te viera orinando?”, sí, tal vez… “Pero si vas desnuda, preciosa”.

—¿Sangre, esto es sangre? —Me cuestiono al notar esas manchas en mis manos.

Enseguida busco el reflejo de mi rostro en el espejo. No hay iluminación suficiente, pues el sol apenas amenaza con salir, pero extrañamente, eso no es ningún impedimento para que pueda contemplar mi reflejo sobre aquella maltrecha superficie de cristal. No, en mi rostro al menos no hay rastro de sangre. Aparto un mechón de mi cabello. Mi mano está completamente limpia. Otra vez la miro, pero ahora directamente. Ahí están las manchas presentes. Retorno al espejo, en mi reflejo no hay ni rastro de la sangre. Fijo la vista en los ojos claros, de mirada felina, que me devuelve el espejo. Hay una mueca extraña, ¿risa contenida?

Permanezco inmutable, atenta, expectante, casi conteniendo la respiración. Mi yo del espejo de pronto mueve sus labios, me lanza un beso y luego estalla en risas. Mi desconcierto es total. Miro mis manos ensangrentadas y comparo la realidad con el reflejo que me muestra el espejo. No, no corresponden.

“¡Ja, ja, ja!… Te muestro solamente lo que quieres ver, querida… ¡Ja, ja, ja!”.

—Estoy loca, ¿cómo es que se llama esto? ¿Esquizofrenia?

Salgo del baño y zarandeo a Gumaro, quien despierta desconcertado y alarmado.

—Dígame, Gumaro; ¿de qué color son mis ojos? —Lo interrogo, aunque este no alcanza todavía a despertar del todo.

—¿Qué le pasó, está toda llena de sangre? —Me dice, alarmado, ignorando por completo mi pregunta.

—Responda mi pregunta, Gumaro… ¿De qué color son mis ojos?

—Cafés, igual que los míos, ¿pero qué importancia tiene eso? Todo mundo sabe de qué color tiene los ojos.

Regreso al baño, de vuelta al espejo. Sí, mis ojos son cafés. Pero juraría que antes los había visto claros, verdes, casi amarillos… ¿O eran azules?

“Grises, acerados, casi blancos”… En efecto, son de ese color. “Los puedo mostrar del color que yo quiera”. De nueva cuenta son cafés, no; negros… “Morado, lila, guinda, rosa… El color que yo quiera, preciosa”.

—¡Basta, basta! —Me estoy volviendo loca y no puedo evitar gritarlo.

—¿Se siente usted bien? —Me pregunta Gumaro desde la puerta del baño.

—¡Claro que no, no me siento bien! ¡Me estoy volviendo loca! ¡No se me nota? —Grito, rabiosa.

Gumaro no sabe cómo actuar, mira a todos lados y a ninguno, no atinar si hablar o callar, si ofrecer su ayuda o escapar.

“No te estás volviendo loca, preciosa… Ya lo estabas desde hace tiempo, y lo estás; total, entera, y rematadamente loca… ¡Ja, ja, ja!”, me sigue escupiendo esa voz en mi cabeza.

Tengo, debo hacer algo. Gumaro está petrificado, adivino un escalofrío recorriendo su espina dorsal cuando mi vista se clava directamente en la suya. Avanzo unos cuantos pasos hasta quedar a un palmo de él. Aprisiono su cabeza con ambas manos y lo atraigo hacia mí, mi boca comienza a devorar la suya. Lo estoy tomando por asalto, le arranco el aliento sin misericordia, con ansias, con sed de cordura… O solamente quiero distraerme con algo para evitar esa voz que resuena en mi cabeza me siga torturando.

Gumaro trastabillea, andando de espaldas, empujado por el ímpetu que le imprimo a mis besos, cada vez más violentos, más animales, más dolorosos a juzgar por su reacción. Finalmente tropieza y cae de espaldas sobre los cartones que le sirvieron de cama. Me digo que es el lugar ideal para victimarlo en definitiva. Ahí lo tengo, a mi merced, completamente entregado, su instinto de conservación ha sido anulado por una mezcla de excitación sexual y pánico ante la locura. Tiene razón en temer, no soy capaz de contenerme y temo que suelo hacer cosas terribles. “Pero eres más capaz de hacer otra clase de cosas, de esas sucias que te producen tanto o más placer que causar daño”…

—¡Silencio, guarda silencio de una vez por todas! —Grito con violencia ante un atónito Gumaro que no atina a reaccionar ante mi arrebato— No es contigo, corazón —le advierto a Gumaro con toda la calidez que soy capaz de fingir en ese momento y luego vuelvo a posesionarme de su boca, de manera más violenta que antes.

Mis manos hurgan en su entrepierna, rasgan la tela de su calzón y acarician directamente el tesoro que permanecía oculto. Esbozo una sonrisa al comprobar que Gumaro está bastante bien dotado para la tarea que lo quiero emplear a continuación.

—Dependiendo de tu desempeño, podría hasta perdonarte la vida y conservarte para jugar contigo a mis anchas, ¿estamos?

Gumaro palidece al escuchar las palabras que le susurro al oído. Está completamente paralizado, me parece que no se atreve ni a resollar. Bien, le hace falta aire y yo se lo proporciono directamente desde mis pulmones, directamente por mi boca. Aunque parece que lo hago mal, porque le arranco más aire del que le ofrendo.

Mis manos mientras tanto están ocupadas maniobrando en su entrepierna, acariciando su miembro en plena erección, acariciándolo, recorriéndolo, comprobando su solidez. Mi bajo viente se siente inquieto, casi se estremece por el ansia de sentirlo en sus adentros. Coordino el movimiento para hacerlos coincidir donde lo anhelo tener. Los sostengo con firmeza, y me dejo caer sobre él. Siento como se hunde en mi interior y eso me arranca un suspiro profundo y ronco, casi cavernoso. Luego mis manos se desentienden, han cumplido su tarea, dejo que sea mi propio cuerpo el que tome la iniciativa y comience la danza. Es una cadencia deliciosa la que me encargo de imprimirle a mis movimientos. Es una verdadera delicia la que comienza a extenderse por toda mi anatomía. Mis movimientos comienzan a acelerarse, haciendo que ese miembro enhiesto entre y salga continuamente de mis carnes ardorosas. Pero sucede algo muy extraño. Mi objeto del pecado, mi compañero en turno no se mueve en lo más mínimo. Se ha quedado quieto, muy quieto, con sus ojos bien abiertos, desorbitados.

No, no puede ser. No en este preciso instante en que las sensaciones comienzan a cobrarme factura, en los instantes en los que no me es posible detenerme porque he rebasado el punto de no retorno. Mis movimientos continúan, me es imposible detenerme ya. Debo atender la más urgente de las emergencias, la mía. Y al mismo tiempo intento hacer lo propio con él. Lo golpeo en el pecho, donde intuyo que debo hacerlo, no soy experta en estos menesteres, aunque nebulosamente creo recordar que no es la primera vez que sucede algo así.

Me sigo moviendo, y trato de implementar en mi coreografía un nuevo movimiento, en el que lo golpeo en el pecho con ambas manos. No, no hay reacción. Acto seguido, mis uñas se clavan en sus pechos, que al momento me parecen más grandes que los míos. Mis dedos los aprietan y mis uñas se clavan, haciéndolos sangrar. ME apodero de su boca nuevamente y resoplo en ella. Unas cuantas embestidas más y siento un shock eléctrico que estremece mi cuerpo entero. Me tenso y mis músculos vaginales aprisionan con toda su fuerza esa virilidad inerte que me están elevando al cielo. Los espasmos, mi cuerpo temblando entero y mi sudor comienza a sentir su sudor frío. Junto con el último coletazo de mi orgasmo le descargo el más rotundo de los golpes a su pecho, escucho algún hueso crujir.

Luego una profunda aspiración, tos, gemidos, gritos ahogados y un manoteo desesperado que tengo que controlar sujetándolo por las muñecas. Ha vuelto al fin. Tiembla, se queja, trata de recobrar la respiración.

Yo me aparto disfrutando todavía del resabio de mi orgasmo. Sosegado mi apetito más urgente, es como si regresara a mi forma original luego de una metamorfosis. Pero luego, casi por accidente, las puntas de mis dedos entran en contacto con mis labios, y la pruebo. La observo y la vuelvo a probar, la urgencia me hace lamer mis dedos con voracidad, limpiarlos de todo rastro de la sangre fresca que le acabo de producir en sus pechos. No, no me es suficiente. Su cuerpo está casi inerte, se estremece ocasionalmente, trata de recuperarse. Me encaramo encima de él, mi boca busca sus pechos. Quiero amamantarme de él, de la sangre de él emana.

“Hazlo, preciosa”, es lo último que escucho antes de perder el conocimiento.

VALENTYINA CALIENTYINA.

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