La necesidad urgente de saciar mi sed

LA SED NO ME DEJA.

“Hermosa, cada vez te ves más hermosa”, me decía mi reflejo en el vetusto espejo, enorme y lleno de manchas oscuras que parecían seguir creciendo y daban testimonio de su naturaleza de objeto reciclado. No le presté demasiada atención a la adulación, no necesitaba alimentar mi vanidad. Eran otras las necesidades que clamaban atención urgente, una ligera sensación de vértigo me lo recordaba.

—Hola, ¿está ahí? —me decía una voz al otro lado de la puerta.

—Sí, en un momento salgo —respondí, volviendo a la tierra y dando por terminada mi sesión de… ¿Cómo se le llama a quedarse largos minutos o hasta horas viendo tu reflejo en el espejo?

“¡Ja, ja, ja ja!”, mi yo del espejo soltaba la carcajada ante mis desatinos.

—Que pena que haya tenido que ver lo asqueroso que está el baño —. Me decía el hombre al verme salir de su ruinoso sanitario —. Es que aquí no tenemos agua, es de cubetazo y eso cuando tenemos a la mano algo de agua, porque más bien…

El hombre parecía haber olvidado el resto de su frase, se había quedado embelesado siguiendo el ritmo de mis pasos y la cadencia de mi cuerpo mientras regresaba al catre donde había reposado esos días. Cuando mi vista se cruzó con la suya y lo vi pasar saliva, sólo entonces fui consciente de que iba desnuda.

“Eres una traviesa, preciosa”, me acusó la voz de mi reflejo. En tanto, yo, con toda la naturalidad que era capaz de aparentar, tomé mi bata de entre las cobijas y me enfundé en ella.

—Ve-veo que y-ya se siente más bu-buena… ¡Digo!, me-mejor… ¡Que se siente mejor!

—Sí, y todo gracias a sus cuidados, señor.

—Pero si yo no he hecho nada. Usted solita se ha curado, para lo mal que estaba cuando la traje… Yo creía que hasta se me iba a morir aquí.

—¿Tanto así? —pregunté, incrédula ante lo que comentaba el viejo pepenador.

—¡Y cómo no!, si de esa pierna hasta se le veía el hueso salido, cuando lo miré, casi me desmayo de la impresión. Pero, mire, ya está como si nada; creo que hasta ni cicatriz tiene.

Casi había olvidado ese episodio, devolver el hueso a su lugar había sido toda una odisea y el pobre hombre estuvo a punto de infartarse cuando me ayudaba a hacerlo.

“Por eso pasas tanto tiempo contemplándote en el espejo, preciosa; para ver que todo haya quedado en su sitio”, reiteraba la voz en mi cabeza, y eso me hacía sentir más tranquila.

—¿Y ya está todo en su lugar? —cuestioné a mi voz interna, sin tomar en cuenta a mi interlocutor mundano.

—Pues hasta donde pude ver, ¡vaya que sí! —Me respondió el voluminoso personaje, con una sonrisa dibujada en el rostro.

“¡Ja, ja, ja, ja!, creo que eso no debiste decirlo en voz alta, preciosa. Pero su respuesta coincide con la mía”.

Me sentí halagada, aunque repito, mi vanidad no necesitaba ser alimentada. Un agradable calorcillo hormigueaba en mi entrepierna.

—Le traje algo de comida, esta está limpia, eh… No como la que traigo para los marranos.

Ese aroma peculiar que flotaba en el ambiente provenía de los chiqueros cercanos, donde el viejo criaba algunos cerdos.

—Es que mi hermana trabaja en el comedor de ese lugar. Gracias a ella es que me dan a mí las sobras para los puercos. Pero ella siempre me guarda algo limpio para que coma yo. —Me explicaba el hombre mientras compartíamos el alimento—. Ella siempre me dice: Gumaro, te guardé esto para ti, no es justo que esos animales traguen mejor que el inútil de mi hermano. Y mire, gracias a ella es que estoy casi tan panzón como mis marranos. En una de esas y el que me los compra me anda dando más dinero por mí que por uno de ellos… ¡Ja, ja, ja!

La gordura no era el único rasgo que compartía ese hombre con sus animales, había muchos más, pero yo no los externaba porque sabía que eso lo ofendería. “Pero bien que estás pensando en ellos y es de ellos de los que te ríes y no de sus chistes, ¿verdad?”, esa voz entrometida tenía toda la razón. “La forma en que mastica la comida, sus ojos, lo áspero de sus pelos, la forma en que se le junta la espuma en la comisura de sus labios…”, quiero que la voz pare de hablar, le debo gratitud a este hombre.

“No me digas que quieres averiguar si el es capaz de tener orgasmos de media hora, igualito que sus animales”, ya no sé si es la voz de mi reflejo o si soy yo la que habla mientras me acerco cada vez más a ese hombre.

—No, no crea… Cualquiera que hubiera estado en mi lugar hubiera hecho lo mismo… No me debe nada.

Lo miro a los ojos, tan cerca de él que puedo sentir su aliento en mi rostro. Y mi lengua recolecta esa espuma blanquecina del lado derecho, luego del izquierdo y después se hunde en su boca, viajando hasta lo profundo. Aprisiono su lengua y la chupo.

El viejo no da crédito a lo que sucede. Yo no soy dueña de mí misma. Sólo sé que me siento tan caliente y dejo que sean los instintos los que lleven las riendas de los actos. Le doy un poco de respiro luego de haberme adueñado de su boca por largos minutos en los que le estuve robando el aliento.

—¡Chúpamela por favor!… —Le suplico luego de arrojar mi bata a un rincón, me tiendo sobre la mesa, boca arriba, las piernas abiertas, las rodillas dobladas, mis manos sujetan mis tobillos.

Él se vuelca sobre mi entrepierna, su hocico de cerdo hambriento se hunde con urgencia en mi intimidad y chupa, mama, muerde, lame. Lo hace de manera desordenada, pero lo disfruto a rabiar. Los sonidos que emite mientras se alimenta entre mis piernas me recuerdan a esos animales que cría. Mis manos abandonan mis tobillos y mis dedos se hunden entre su escasas, ásperas y grasosas cerdas; peinándolo mimosa.

—Así, así.. Gumarito, Gumarito… Qué bien lo haces, mi rey… Sigue, sigue… ¡Ah!…

Y estallo en un orgasmo frenético. Lo había anhelado durante días. Él, se sorprende al sentir mis espasmos, tengo que utilizar todas mis fuerzas para que no abandone su tarea. Lo obligo a continuar. Se esmera, pero le falta condición física. Se detiene abruptamente y se queja.

—¡Me dio un calambre! —Se queja el hombre abandonando su tarea y señalándome su amplia papada, en un punto cerca de la barbilla.

Dejo mi posición y me siento a horcajadas sobre su regazo para tratar de auxiliarlo masajeando la zona. Tarda un rato en recuperarse, mi boca y mi lengua relevan a mis dedos en la tarea de masajear la zona. Un rato más y vuelven los besos, cuando estos aumentan de intensidad, los síntomas del calambre vuelven a aparecer y nos vemos obligados a suspender la acción.

—Lo siento, no sé qué debes estar pensando de mí… Nunca me había dado un calambre a media…

“Tonto, si jamás en su vida había hecho lo que le obligaste a hacer, era más que obvio”, inoportuna como siempre esa voz, aunque parecía tener razón.

Ese calambre acabó por romper la magia. Era tarde, yo me metí al catre a pasar la noche. Él se tendió sobre algunos cartones, pues el hombre me había cedido su lecho como buen anfitrión. Era demasiado pequeño para dos personas y yo sabía que de ninguna manera iba a aceptar intercambiar posiciones. “Aunque en el fondo quieres usarlo de cobija, a ver qué más puedes sacarle, ¿verdad, marrana?”, lo acepto, después del escarceo vivido, no hubiera estado mal compartir el lecho.

Por vez primera, los ronquidos de aquel hombre no me dejaron dormir. La noche era calurosa, y así, desnuda como estaba salí en busca de alguna especie de sosiego nocturno. Un poco de aire fresco o alejarme del ruido de los ronquidos. Me acerqué a los chiqueros, los cerdos parecieron inquietarse al principio, pero luego se calmaron.

Cerca estaba el triciclo, en cuya canastilla había viajado oculta entre los botes con desperdicios de comida. Lo más sencillo había sido liberarme de las amarras que me mantenían sujeta a la cama. No había otra forma de escapar. Fue una locura saltar desde la ventana, un error de cálculo hizo que mi pierna golpeara en el filo del contenedor de basura. Eso provocó la fractura expuesta. El resto de los golpes habían sido más leves, llevaderos al fin y al cabo.

Había sido una suerte la aparición de Gumaro en el lugar y más suerte todavía que se hubiera atrevido a sacarme de ahí en su triciclo. “Sería un idiota si no hubiera aprovechado la ocasión, mira que encontrarse semejante forro de vieja tirado en la basura”, otra vez la voz metiendo cizaña. “Allá tú si quieres creer que sólo es un buen samaritano; pero bien que te estuvo manoseando mientras no sabías de ti”, ojos que no ven, querida; no sé si me mientes…

Uno de los cerdos curioseaba cerca de mí. Uno de mis apetitos había sido parcialmente atendido. Sin embargo, la sed persistía. La puerta del chiquero no tenía más seguro que un simple alambre. Lo retiré y el animal se apuró a salir en cuanto abrí la puerta. Andube unos cuantos pasos rumbo al despoblado. «Media hora, orgasmos de media hora; seguramente lo quieres comprobar, ¿verdad, marrana?», estúpida, este es de engorda, está castrado. Pero quiero comprobar si son buenos sustitutos de los humanos en otros menesteres. Necesito hacerlo, porque la sed no me deja. No, todavía.

VALENTYINA CALIENTYINA.