Violadas y dominadas por cabrones

Salieron atropelládamente del camarote, Javier poniéndose la camisa y el pantalón y las falsas monjas con el hábito metido por la cabeza de cualquier manera. Él se lanzó hacia cubierta y ellas a alertar a sus compañeras.

Amanecía ya, pero las sombras de la noche sólo permitían vislumbrar la silueta de un buque que se aproximaba ràpidamente por estribor. La tripulación, adormilada, se intentaba espabilar para hacer frente a la situación y el capitán daba órdenes a diestro y siniestro. Dos marineros retiraban la cobertura del cañón de popa, una pieza pequeña pero muy potente.
Finalmente el barco se hizo visible y el pabellón de la marina española vino a dar tranquilidad a los tripulantes, aunque no tanto al capitán y a su primer oficial, que mostraban nerviosismo y preocupación a partes iguales.
El buque era una corbeta bien pertrechada de artillería, que era visible desde cubierta del Duncan, el barco de nuestros amigos.
Una chalupa fue arriada y un nutrido grupo de gente armada se aproximó. Largaron escalas y el capitán de la corberta subió a bordo en persona, lo que daba a entender la gravedad del asunto.
– ¿Quién está al mando? – tronó el hombre, un sujeto robusto y barrigudo, con unas enormes patillas y un bigote de morsa.
– Soy yo – avanzó un paso el capitán – ¿Con quién tengo el honor?
– Soy el capitán de navío Guzmán – se identificó – ¿Qué barco es éste y que cargamento y pasaje transporta?
Ya se veía que no era persona acostumbrada a dar explicaciones o cualquier otra cosa que no fuera el ordeno y mando.
Exigió que todos los pasajeros subieran a cubierta y los marinos armados que le acompañaban aprestaron los fusiles para disuadir de cualquier resistencia a los tripulantes. La presencia de las monjas le sorprendió.
– ¿Quienes son estas religiosas?
– Si me permite, mi capitán. Yo las he embarcado – Intervino Javier, acomodándose su maltrecha polla debajo del pantalón – Viajan a Cuba para integrarse a la misión claretiana de Santiago.
– ¡Ah! – cambió la expresión el capitán Guzmán – Soy gran amigo de su padre prior. Díganme, hermanas, ¿de qué convento vienen?
– Proceden de varias congregaciones – intervino precipitadamente Javier – De todos los puntos de España, mi capitán.
El capitán miró con suspicacia a Rosita. ¿Una mulata monja? No era inaudito, pero tampoco usual. Luego pasó la mirada por el resto de la pequeña congregación. Aunque había poca luz, los rostros de las supuestas monjas no le evocaban recogimiento y devoción sino desparpajo y liviandad.
De pronto comparecieron Esther, Ricardo, mamá Cloé y el hercúleo Basilé.
– Transporta usted esclavos, capitán – Exclamó iracundo – supongo que con permiso de la autoridad.
– No son esclavos, señor – gritó Esther irguiéndose en su silla, dentro de lo que cabía, que no era demasiado – son mis sirvientes y son una mujer y un hombre libres. Tienen documentos.
– Y usted ¿Quién es? – preguntó con más respeto el Capitán
– Soy la hija del propietario del buque, don Roberto …
Le cortó el capitán
– Por cierto, este buque no es español – acusó mesándose la patilla con chulería
– Tampoco lo es el suyo, capitán – advirtió el comandante de la nave metiendo barriga y sacando pecho.
– ¡ Pero cómo se atreve…! – bramó
_ Esa corbeta es norteamericana, se ve a diez millas de distancia.
– Es una nave adquirida legalmente por el reino de España – exclamó.
– Pue éste es un navío fabricado en G¡ran Bretaña, por eso se llama así «Duncan» y fue adquirido por su actual amo a Lord Glenarvan, un noble escoces que completó con este buque antes de venderlo un fantástico viaje entre américa y el océano Indico.
– Tanto se me da como si viajó a la Conchinchina. ¡Marinos! ¡Registrad la nave de arriba a abajo!
Después de una hora de registro, la claridad era mayor y cuanto más luz había más le escamaban al capitán Guzmán las monjitas.
– Nada de particular, señor – informó un marinero
– ¿Qué esperaba encontrar? -preguntó el comandante del Duncan con cierta sorna que hizo atufarse al otro.
– ¡Tabaco! ¡Esclavos! ¡Contrabando en suma! Conocemos los manejos del dueño del barco, un independentista contumaz y un contrabandista.
– ¡Eso es mentira! – tronó Esther antes de que Ricardo pudiera contenerla.
– El barco queda bajo mi mando a partir de este momento – Anunció el capitán Guzmán hinchándose como un pavo – Y va a dirgirlo usted a puerto sin separarse ni dos millas de mi corbeta. Y esos negros y las monjas se embarcan conmigo. Voy a investigar a fondo quiénes son.
De nada sirvieron las protestas. Los marineros custodiaron a las seis mujeres y a Basilé. Esther no fue añadida al botín por la dificultad de trajinar la silla de ruedas.

El breve trayecto en barca resultó catastrófico para las mujeres. Uno de los marineros introdujo, más o menos involuntariamente, la mano bajo el hábito de Jazmín y ésta reaccionó con un insulto y una bofetada, sin duda por causa de los nervios. El capitán y todos sus marinos abrieron los ojos asombrados del exabrupto en boca de una mujer de Dios.
Así, al llegar a bordo, el capitán dispuso que el capellán castrense interrogara a las cinco mujeres y las registrara si era menester, amparado por su condición de religioso. El sacerdote realizó a fondo su trabajo y sin llegar a quitarles el velo, convino sin lugar a error que aquellas mujeres eran rameras disfrazadas y que usaban tal estratagema para entrar subrepticiamente a la isla.
El capitán, hombre de gran fervor católico, montó en cólera y ordenó fueran llevadas a su presencia para administrarles el castigo que merecían sin esperar prolijos juicios ni veredictos.
– Habéis ofendido a Dios y a la Reina – vociferó – y yo os voy a dar vuetro merecido. ¡Contramaestre! Póngalas en cueros y átelas al palo mayor. Diez latigazos a cada una.
– Mi capitán – terció el segundo de a bordo en voz baja, al oido de su superior – Le ruego que recapacite esa orden. ¿No sería más oportuno que el castigo se administre en privado?
– Son mujeres públicas y en público serán castigadas
Rosita se resistió fieramente y propinó un puntapie en los testículos a un fornido marino que intentaba desnudarla. Las otras, poco pudieron hacer, asaltadas por tres o cuatro hombres cada una.
Pronto fueron arrastradas todas por cubierta y atadas al palo. Las marcas a fuego en las nalgas de Leonor, Mercedes y Beatriz asombraron a la tripulación. El contramaestre, hombre muy ingenioso, las dispuso en círculo alrededor del palo mayor. Como buenos marinos, eran maestros en hacer nudos y las muñecas de las chicas quedaron firmemente sujetas y los cabos enrrolladas al palo. Dos marineros fueron sujetando los pies desnudos de las falsas monjas y atando el tobillo de cada una con el de la contigua. Con ello, quedaron con las piernas entreabiertas y bien sujetas
Hacía fresco a aquellas horas y los diez pezones se contrajeron ostensiblemente, haciendo las delicias de la tripulación.
Con el espectáculo, casi toda la marinería estaba presentando armas, incluído el capitán.
Basilé y mamá Cloé observaban impotentes la escena, encadenados a la borda. Desde el Duncan, Javier rechinaba de rabia los dientes mirando con un catalejo. Nada podían hacer.
– Mi capitan – dijo el contramaestre quitandose la guerrera – ¿En que parte debo azotar a las furcias?
– El reglamento marca que en la espalda, pero dadas las circunstancias… Empiece usted por la espalda, pero márqueles las nalgas y los muslos. No les arranque la piel. Estoy pensando que sería una lastima estropear esta mercancía.
– En la casa de la Perla podrían recaudar un buen capital, mi capitán. La mulata es un bombón y aquellas dos – dijo señalando a Jazmín y a Leonor – podrían amamantar ella sólas a todo un regimiento.
Estallaron en carcajadas los marinos y el capitán mismo con la ocurrencia.
– Basta de risas, al trabajo contramaestre. Haga bailar a esas putas – ordenó el capitán.
El hombre escogió un látigo ligero pero muy largo y lo huzo restallar en el aire y en el suelo, provocando así el pánico de las condenadas. La pobre Mercedes era la mas asustada, hasta el punto de que se orinó para regocijo de la tripulación.
-¿ Cómo te atreves? – bramó el contramaestre – ¡Estás ensuciando la cubierta, zorra!
El orimer katigazo fue para ella y marcó dolorosamente la espalda en un diagonal de arriba a abajo. Mercedes lanzó un gemido agudísimo, que fue coreado con risas y exclamaciones de aprobación por los presentes. Le tocó luego a Jazmín, que gritó a pleno pulmón al recibir el azote.
– ¡¡Hijos de la gran puta!!
– ¡vaya lengua! Contramaestre,, dele usted un toque en las ubres a esa caca desvergonzada.
Un nuevo coro de risas acogió la orden.
El verdugo tomo distancia y apuntó bien. El látigo se enroscó en el tronco de Jarmín y alcanzó sus grandes tetas justo en el centro, trazando una línea que atravesaba los sonrosados y erectos pezones.
Sonaron algunos aplausos y felicitaciones.
Le tocó a Leonor recibir su latigazo.Estaba aterrada, pero notaba los flujos desbordar su vulva. A diferencia de sus amigas, la humillación y el castigo, la vergüenza pública y las miradas lascivas, eran tan excitantes, que el miedo y el dolor se convertían en estímulos que acrecentaban su placer.
Así, cuando el cuero marcó su piel en los riñones y la parte superior de su gran culo, el lamento fue mas parecido a un gemido orgásmico que a un grito de dolor. Hubo un silencio reverencial entre los presentes.
El contramaestre, contrariado, tensó su brazo poderoso y lanzó otro latigazo que impactó en pleno culo enroscándose la punta del instrumento hacia el muslo y las ingles. El sonido que lanzó Leonor fue ahoa sí sin duda, el gemido liberador de una excitación sexual evidente.
– Mi capitán, esta zorra está a punto de correrse de gusto- anunció perplejo el contramaestre.
– Pues siga con ella – ordenó – hasta que quede bien harta.
El capitán tenía un erección equina, como muchos de los presentes.
El contramaestre, poseído por la lascivia, lanzó su látigo en un golpe de poca intensidad, pero asestado de abajo arriba entre los bellos muslos de Leonor, que sintió el repique de sus anillas labiales contra el cuero. En medio del silencio, el contramaestre repitió tres, cuatro, cinco veces el latigazo, mas rápido cada vez, más moderado en su fuerza pero apuntando mejor a cada golpe. La mujer se tensó con un gemido agudo en los labios.
– Se esta corriendo la muy golfa – anunció inútilmente un marinero, pues toda la concurrencia era consciente del prodigio.
– ¡Hostia, Leonor¡ – susurró Rosita – modérate un poco, hija…
– No puedo… – murmuró entrecortadamente ella – no puedo aguantarme, estoy ardiendo por dentro…
El capitán estaba ya al límite y decidió cambiar de escenario en vista de las circunstancias.
– ¡Alto!. Tiene razón el segundo oficial. Este castigo debe continuar en privado. Contramaestre, desatad a las prisioneras y bajarlas a los camarotes. Que los marineros se diviertan con ellas un rato – hubo un tímido hurra entre la marinería – Pero no por ello se van a librar del castigo. Diez azotes a cada una. Ah, a la mulata se los daré yo mismo. Bajadla a mi cámara.
Se precipitaron a cumplir las órdenes y ya empezaron, sin ningún decoro, a sobar y pellizcar las partes más tiernas de la carne fresca que les acababan de regalar. El capitán salió disparado hacia sus aposentos para acondicionarlos y los marineros se precipitaron llevando en volandas a las supuestas monjas hacia sus dormitorios, que eran comunes y disponían de hamacas y jergones, que fueron rápidamente apartados para dejar espacio. Las cuatro mujeres fueron repartidas en grupos de ocho o diez marineros cada uno, aunque más de veinte pretendieron integrarse en la partida que se disponía a abusar de Leonor. Por pura lógica de la distribución del espacio, la mitad de ellos se redistribuyeron en otros grupos.
Basilé y Cloé habían quedado encadenados a la borda, mirando con desazón todo lo que ocurría sobre cubierta. El contramaestre estaba acabando de supervisar los traslados cuando tuvo una idea.
– ¡Eh, Tomás, Eloy! ¡Desatad a la negra y llevársela a los cocineros, que también tienen derecho los pobres a divertirse!
Se refería, claro está, a mamá Cloé. Basilé se puso en pie de un salto y tensó sus cadenas, como si fuera a romper los grilletes. Instintivamente, los dos marineros dieron un paso atrás. Daba miedo la mirada de aquel joven, alto y fuerte y lleno de rabia en aquel momento.
– ¿Quieres que te pegue un tiro, negrito? – Bramó el contramaestre llevándose la mano al cinto.
Mamá Cloé hizo que Basilé se serenara. Le dirigió unas palabras en su idioma y extendió las manos y los pies para que la soltaran. Recogió su bolsa, que llevaba siempre colgada en bandolera, y se dejó conducir sumisamente hasta la cocina.
Allí fue acogida con sorpresa y alborozo por los tres encargados de alimentar a la tropa. Basilé tenía veinte kilos y otros tantos años de más, pero estos estaban bien llevados y aquellos mejor distribuídos, por lo que no era mujer a la que cualquier varón algo necesitado fuera a hacerle ascos. No puso resistencia cuando las seis manazas pringadas de grasa empezaron a manosearla y desvestirla. Incluso ayudó a que le quitaran la ropa, aunque tuvo cuidado de dejar su bolsa debajo del montón de trapos, fuera de la vista de los acechadores. Su desnudez fue saludada con silbidos y exclamaciones obscenas. Realmente había de todo y en abundancia. Los senos, grandes y maduros, se descolgaban hasta el ombligo, pero su consistencia era bastante proporcional al volumen. La cintura se conservaba razonablemente prieta y el culo era gordo y sinuoso, surcado de pequeñas colinas celulíticas y adornado con extensos vellos corporales que sobresalían bajo las nalgas y se extendían hirsutos ingles arriba. La visión de la vulva de Cloé despertó el entusiasmo de los cocineros. Era del tamaño de media berenjena regular, con una extensa raja y un desarrollado botoncillo del placer, que ya se insinuaba sin que mediara excitación alguna.
La madura curandera se exhibía sin ningún pudor. Cuando los hombres se desnudaron empezó a acariciar sus penes y sus testículos con manos de hábil masajista y pronto los tuvo tiesos como cañas de bambú a su disposición. Los hombres querían algo más que una apresurada paja; El primero, que era el mejor dotado de los tres, obligó a Cloé a que le diera placer con la boca, a lo que ella no se resistió. De hecho, fue tan expeditiva que en cinco minutos el hombre se vino entre gemidos de placer. Sin tiempo para descansar, otro de ellos ocupó el hueco oral aún repleto de semen y el otro la tomó por detrás azotando sus muslos con lascivia mientras hundía su pene, corto y grueso en el bollito de la mujer, que lo acogió sin mayor esfuerzo mientras succionaba con fuerza el pene del otro.
En los camarotes comunes de la tripulación las cosas no funcionaban tan bien. Leonor estaba siendo follada desmesuradamente por los más vigorosos marineros. No le daban tregua y entraban y salían de ella con una fiereza terrible. La tumbaron sobre un jergón y se abstuvieron de atarla o sujetarla, ya que no opuso resistencia. Parecía una enajenada en plena crisis catatónica – convulsiva, ya que las embestidas le estaban produciendo incontables orgasmos , que se acrecentaban en intensidad cuando alguno de sus abusadores amasaba sus grandes senos o le pellizcaba los pezones o azotaba su rostro con el pene semiflácido después de descargar en su vulva.

No iba igual con las otras prisioneras, que no se mostraban en absoluto tan colaboradoras como Leonor y Cloé. A Jazmín la sujetaban en el suelo entre tres marineros, todos desnudos y erectos como faunos, que reían y azotaban las grandes mamas de la cautiva con sus rudas manos, mientras un cuarto la penetraba con gran ardor. Jazmín, o sor Obdulia, era una real hembra y desataba pasiones entre aquellos miserables. Mercedes y Beatriz estaban en el cuarto contiguo. No eran las más agraciadas pero los tipos que las iban a violar tampoco eran los menos canallas de la tripulación.
Hemos de reconocer, para que no se nos achaque parcialidad en el juicio, que el primer oficial y más de la mitad de los hombres se habían mantenido al margen de aquella orgía deleznable, permanecían en cubierta y en sus puestos, murmurando sobre la brutalidad del capitán y de sus lascivos compañeros.
Las dos hermanas, sin ser muy bellas ni tener espectaculares cuerpos como Jazmín y Leonor, eran rubias, lo cuál ya era motivo de excitación para aquellos desaprensivos. Eran además jóvenes y no mal formadas y con ello ya tenían suficiente los marineros para considerarlas dignas de abusar de ellas. Haciendo gala de muy mala prosapia, colgaron a las hermanas en el centro del amplio camarote, ciñendo sus muñecas y su abdomen con cabos de mediano grosor, unidos con nudos diabólicamente firmes. Así, suspendidas, fue más fácil para ellos acceder a sus partes íntimas. Cuando las chicas cerraron los muslos con firmeza, recibieron unos cuantos azotes de la cuenta que tenían pendiente, con lo que relajaron sus aductores y dejaron que las manosearan a placer. Sin oposición posible, las bocas y los dedos se enseñorearon de las expuestas tetas, pellizcando sus rosados pezones con rudeza, chupando violentamente y dejando las marcas de los dientes en la blanca piel de las cautivas.
Las muchachas berreaban, no de gusto como Leonor, sino de rabia y de dolor. Estaban rememorando sus peores días en la gruta de los suplicios, cuando los bandoleros de Alberto abusaban de ellas día sí, día también.

Así fue pasando la jornada, en que el barco se balanceaba y gemía por alguna cosa más que el oleaje.

En el Duncan, Javier daba puñetazos de rabia en la borda, sospechando lo que estaba ocurriendo. Esther lloraba pensando en sus criados amados y Ricardo la consolaba con palabras de aliento y tiernas caricias.
El capitán había permanecido en el puente desde el abordaje y no paraba de mesarse las sienes y pensar una solución.
– Don Javier – dijo llevando aparte a éste – Ahora que no nos oyen, ¿Eso de las monjas fingidas fue idea suya o de Don Roberto?
– La verdad es que Don Roberto no sabe nada. Son buenas personas esas chicas, capitán. Han tenido problemas con la justicia y huyen a Cuba disfrazadas, pero no hay maldades destacables en su historial, se lo juro.
– Pues hemos hecho el primo a base de bien. Yo estaba seguro de que eran monjas, ¡leñe!
– Perdone, capitán. No me pareció necesario implicarlo a usted en el engaño.
– Ahora ya no tiene remedio. Pero me temo que están pasando cosas vergonzosas en ese buque. Parece mentira, en un navío de la armada española…
– Hay muchos desalmados entre los militares, aunque no todos lo sean, capitán. Y los marineros, tres cuartos de lo mismo.
– No se me ocurre qué hacer. Sólo tengo ese pequeño cañón, pero aunque tuviera toda una batería, jamás abriría fuego sobre un barco de mi propio país. No podemos separarnos de ellos, o nos enviarán a pique. En cuanto a sus amigas, Don Javier…
– Son valientes y han salido de situaciones muy difíciles.
– Quizás salven la vida, pero ya le digo yo que, la virtud…
– Bueno, si salen ilesas, ya lo daría yo por bueno.

El capitán de la goleta estaba disfrutando como hacía años con la cautiva Rosita. La verdad es que a aquel maduro cincuentón le volvían loco las mulatas y no perdía ocasión de yacer con alguna en los lupanares de la isla. Pero tener una a su entera disposición, de forma gratuita y sin límite de tiempo ni de formas de gozarla, era un lujo inesperado. Había hecho atar a Rosita al bastidor de hierro que hacía de pie de su cama, con las piernas bien abiertas, los tobillos sujetos a las patas y las manos a los dos extremos de la baranda. Cuando los marineros se hubieron marchado, mascullando alguna frase de envidia de la suerte de su superior, el capitán se desnudó ceremoniosamente. Aunque estaba bastante gordo, el tipo se mostraba orgulloso de sus hirsutas patillas y de su verga, una especie de salchicha incurvada que dibujaba cuando se hinchaba una «C» girada 90º a estribor, para expresarse en términos náuticos. Tampoco era nada del otro mundo, pero daba su juego. Se acercó babeante a besar a Rosita, que apartó la cara asqueada. No pudo sin embargo apartar el culo, que recibió un fuerte zurriagazo propinado con una gruesa correa. Ella lanzó un grito de rabia y dolor a partes iguales y se juró hacerle pagar caro a aquel hijo de puta sus abusos. Sin prisas, el tipo se paseaba alrededor de su presa indefensa, balanceando su pene ya erguido y acariciándose las dos peludas bolas mientras oscilaba en su mano el cruel cinturón.
– Vas a llevarte más de diez azotes si no colaboras, monjita – advirtió con una risotada – Ahora procura no oponer resistencia porque voy a rellenarte el bollito con esta longaniza de Pascua.
Tomó un frasco de aceite y embadurnó a conciencia su polla situándose detrás de la presa.
Rosita estaba terriblemente enfadada, pero aún se irritaba más al notar que su vagina respondía a las torpes caricias del tiparraco. No entendía porqué pasaba aquello. Durante el trío con Javier y Leonor había detectado que su sexo se estaba reeducando en un sentido inesperado. Desde su adolescencia, marcada por los abusos de su tío el cabrero, Rosita rechazaba sin excepción las atenciones sexuales de los machos. Con Javier había tenido un tremendo orgasmo, sin embargo. Y ahora, incomprensiblemente, los torpes dedos del capitán estaban humedeciendo su grieta sin necesidad de aceites.
– Ahora te voy a llenar, putita. Lo estás deseando…
No era cierto, pero la resistencia de los labios vaginales fue nula y la humedad permitió deslizar la salchica bien dentro del bollo.
-¡Ah!… cómo me pones, negra – farfulló el capitán, imprimiendo ritmo a sus veteranas caderas – Te voy a follar hasta que te sangre la concha . ah, …ah….ah
Los golpes de la pelvis sobre las nalgas se intensificaron y rosita sintió que se moría cuando percibió los primeros signos del orgasmo, no de su atacante, sino de ella misma. Intentó olvidarlo, abstraerse, pero todo fue inútil. La verga del capitán la llenaba con una intensidad tremenda y el tacto de las fuertes manos sobre sus senos, pellizcando sus gordos pezones con ansia, y hasta el aliento algo perfumado de ron en el cogote, la llevaron sin remedio a contorsionarse de placer y lanzar unos gemidos que animaron al hombre a correrse con intensidad, dando unos coletazos tremendos que hicieron tambalearse el catre.
– Vas a hacerme rico. En el prostíbulo de La Habana se te van a rifar.
– Vete a la mierda, viejo asqueroso – fue la sorprendente respuesta de Rosita, a pesar de que aún jadeaba de gusto.
– Y me vas a dar el placer de domarte, potranca – anunció el rencoroso individuo – ¡Toma! ¡Toma! ¡Tomaaa…!
Los correazos cayeron inmisericordemente en las duras nalgas, los muslos y las pantorrillas, arrancando los primeros sollozos de la chica.
– ¿Ves? Es mucho mejor que seas sumisa y obedezcas en todo a tu amo. Te ahorrarás mucho dolor.
– ¡Déjame, cerdo! – Insistió en su rebeldía la muchacha, aunque ya su voz no denotaba mucha firmeza
– Y dale…¿ Eres discípula de Von Macoch, preciosa? Bah, qué sabes tú quién es ese degenerado. Pues te voy a complacer.
Con fuertes brazos, el capitán desató uno a uno los pies de Rosita y la lanzó volteándola por encima de la baranda, haciendo que cayera sobre el lecho con los brazos abiertos y atados. Luego, tras alguna patada de la presa, consiguió atar los tobillos al cabezal, dejando las piernas bien abiertas de nuevo.
– Ahora vas a sentir mi correa en tus tetas, tu vientre y hasta en tu coño, zorra. ¿Qué me dices? ¿Sera obediente, gatita?
El capitán iba acariciando las partes del cuerpo que mencionaba y terminó rascando la cabeza de la muchacha, sujetándola con fuerza del pelo para evitar recibir un mordisco. Desde esa posición, los azotes no fueron muy duros, pero las zonas eran tan sensibles, que Rosita lanzó fuertes alaridos, en los que el dolor y la rabia se potenciaban mutuamente. Las marcas rojas iban dibujándose sobre la piel canela y el sudor perlaba ya toda la extensión de aquel hermoso cuerpo sometido.
– ¡Basta!¡Basta! Por favor… – gritó entre sollozos – Le pido perdón, capitán. Seré buena, seré muy buena, pero no me pegue más.
El tipo estudió el rostro de la chica intentando adivinar hasta dónde se podía fiar.
– Está bien. Vamos a comprobarlo. Mira, de aquí unos minutos la tendré igual de dura. No estoy tan viejo, buscona. Te voy a atar de otro modo…
– No hace falta, señor. No voy a huir – gimoteó Rosita.
– No me fío. Eres una fiera y no quiero recibir arañazos ni patadas, así que… arriba.
EL capitán volvió a desatar los pies y los empujó con violencia hacia arriba, hasta dejarlos a la altura de las manos. Ni que decir tiene, que el culo de Rosita quedó expuesto y levantado.
El viejo lobo de mar se arrodilló ante la muchacha, en la cama, y apuntó su flácida polla en dirección al abierto ano.
– ¡No, no, no! – Suplicó ella al advertir las intenciones del capitán
– Sí…..Sí …….Siiiiií! – respondió él con voz ronca mientras introducía su grueso índice humedecido de semen en el estrecho agujero.
Pronto la tranca se enderezó de nuevo y el cabezón apuntó a la entrada del negro y rosado pozo.
– Si quieres librarte de una nueva tanda, guarra, empieza a mover el culo. Quiero que te empales tu solita. ¿Sabrás hacerlo? Espero que sí, porque si no vas a quedar hecha una llaga cuando pare de azotarte.
Rosita evaluó la situación y empezó a complacer a su verdugo, apuntando su ano en la dirección del pepino que ya se estremecía de gusto. Parecía imposible, pero se fue haciendo realidad. El ciruelo inflamado empezó a penetrar en la grieta y el culo se contrajo dolorosamente.
– Ah! Esto es el paraíso – exclamó el tipo – Sigue, sigue…. – Y acompañó sus órdenes con palmadas en los muslos aprisionados.
Rosita ya no podía soportar más el dolor y seguía esforzándose por temor al castigo, pero también cavilaba en la profundidad de su despierta mente, cómo podía salir de aquel aprieto. Y el tío apretaba y apretaba realmente. Ya la tenía bien hundida y sentía una deliciosa presión. Su vista se recreaba en la contemplación de la mujer atada e indefensa, sus pechos cubiertos de sudor, los pezones erectos y la vagina boqueante, como un pez recién pescado.
Terminó con gran esfuerzo apretando el vientre contra las nalgas de la muchacha y resoplando, al borde del infarto…
Pero no, esta vez no hubo suerte y, a diferencia del maligno cura del principio de este relato, el capitán sobrevivió, aunque necesitó cinco minutos para recuperarse y sacar su pringoso miembro del culo de su prisionera.
Observó a la chica. Sin duda la impresión había sido excesiva y estaba inconsciente. El capitán sacó su botella de ron de la alacena y se sirvió una copa. Dejó el licor a mano porque iba a ncesitar dos más para recuperarse. Se puso el pantalón para salirl. EL contramaestre se paseaba por la cubierta después de pasar un rato memorable con Leonor, a la que también había enculado en su afán de combinar la obligación con la devoción y aplicar el castigo merecido por la mujer sin dejar por ello de gozar de ella a su antojo.
– Contramaestre, venga aquí – ordenó el capitán – La negra está agotada. Llévela abajo y reanímela con unos cubos de agua. Luego, entréguela a los hombres, que se diviertan con ella un poco ellos también.
– Gracias, mi capitán, es usted muy generoso – dijo el otro, adulador.
Sacó su faca y cortó las ligaduras. El contramaestre era un hombrón enorme y cargó el cuerpo inerte con gran facilidad.
– Cuidado no se caiga el ron… – advirtió el capitán al ver que el cuerpo de Rosita se balanceaba y una mano rozaba la botella depositada sobre la mesa.
Luego todo pasó muy rápidamente. Rosita asió la botella y la balanceó; cuando el contramaestre se giró, la estrelló con toda su fuerza en su cara. El hombre la soltó y se echó hacia atrás llevándose las manos al rostro. Había un vidrio grande atravesando su mejilla y la sangre le tapaba los ojos. Rosita cayó al suelo y se incorporó de un salto con la botella rota en la mano. El sangrante sujeto cayó hacia atrás, librándose así de recibir un tajo mortal en el cuello que ya preparaba la vengadora.
El capitán bramó de furia, pero estaba bloqueado por la sorpresa. cuando se abalanzó sobre la muchacha, el mango erizado de cristales describió un semicírculo que dejó cuatro profundas marcas rojas en el pecho velludo y fofo. Luego, el pie desnudo salió despedido con la fuerza de una catapulta. Con habilidad balompédica, Rosita pateó con su empeine los dos balones y la flácida polla, arrancando un berrido de dolor propio de un buey, más que de un oficial de la armada.
¿Qué había a mano para rematar la faena? Un pesado revólver abandonado sobre la mesa. No estaba cargado posiblemente, pero parecía más duro que un martillo pilón. Lo tomó por el cañón y lo descargó, no de balas sino de culatadas, sobre la cabeza del capitán.